MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Dolor y Voluptuosidad, El ahorcamiento simulado

El ahorcamiento simulado
Al contrario que en el caso de la flagelación, el ahorcamiento simulado es muy peligroso. Sin lugar a dudas, provoca la erección, y con frecuencia incluso la eyaculación, pero quienes se entregan a este vicio, generalmente solitario (aunque en Inglaterra hubo clubs de «colgados» hasta finales del siglo XIV), arriesgan la vida. Extremadamente débil y agotado por los desenfrenos y el abuso de la fellatio, Luis de Borbón, el último de los Condé, fue encontrado ahorcado por su propia mano (cuando, por otra parte, huía de los encantos de la baronesa de Feuchéres, que le parecían demasiado peligrosos). Se dijo que se había colgado accidentalmente de la falleba de la puerta de su habitación, pero el estado del cadáver no dejaba ninguna duda. «Princeps enim, ut diximus, erecto membro, sperma ejaculatus, inventus est», dijo el forense en su informe. ¿Cabe acaso dar detalles más concretos?
Afortunadamente, los casos de ahorcamiento erótico seguido de muerte son infrecuentes. En general, la prensa los ignora o se refiere a ellos como suicidios, basándose en el informe de los expertos. No obstante, el doctor Béroud, de Marsella, destaca el caso de un masoquista que fue encontrado a finales de 1948 con los muslos totalmente manchados. Y añade:
«No hace mucho se ha producido un caso similar en una ciudad del Oeste, el de un masoquista que, despreciando los encantos de su joven esposa, mostraba sus preferencias por un complicado arsenal en el que figuraban seis collares de perro, cuatro ganchos de carnicero, un látigo y correas de cuero. Lo encontraron colgado de un collar de perro y completamente desnudo. Lo único que llevaba eran unas gafas de automovilista.»
En junio de 1966 se encontró a un muchacho de dieciséis años en los bosques de Issenheim, en el Alto Rhin, con una cuerda atada a los órganos sexuales. Mencionemos también el caso del pinche travestido de Ligny-en-Barrois, que nunca fue esclarecido.

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Dolor y Voluptuosidad, Cinturon de castidad

El cinturón de castidad
La libertad de que goza hoy en día la mayoría de mujeres explica la escasez de casos de secuestro y violencia corporal. De cualquier modo, todavía existen maridos que, cegados por un ataque de celos morbosos, son capaces de recorrer innumerables tiendas en busca de un cinturón de castidad, de atar a su esposa a los barrotes de la cama o de hacerle llevar pistones de motor de explosión en los tobillos. Una vez conocidos, estos casos producen risa, ya que no se reflexiona en el aspecto patológico de la cuestión. La evocación del cinturón de castidad suscita inmediatamente la hilaridad. Se piensa en lo ridículo del objeto y en el exceso de precauciones inútiles por parte del celoso, la mayoría de las veces burlado. Se compadece al amante fogoso, cuyas demostraciones de ternura son castigadas por una doble cuchilla, como escribe A. Piron en Le Bougie de Noél:

De los dos resortes, la bella sujetaba uno, el amante el otro, y en esta aventura
la serpiente sostiene con firmeza
                      [la unión de ambos, y se sumerge al instante con viveza
en el sueño de la voluptuosidad.
Este doble acercamiento hace
                   [abandonarse, olvidarse,

estar dispuesto a perder la vida,
no pensar en nada, sino sentirlo todo,
y en este transporte tan poderoso,
en medio del calor que la inflama,
la serpiente acaba siendo víctima funesta
de las cuchillas liberadas, y este lugar tan bello, trono de sus placeres,
se convierte en su tumba.

Se olvida con demasiada frecuencia el consentimiento de la mujer, que, como se señala en la Historia de O, la convierte en un objeto a disposición exclusivamente del placer del señor, cuando el señor decide entregarse a él. Inventado por Francois de Carrare en el siglo XIV, el cinturón es mencionado por Rabelais y Brantóme. El primero nos muestra a Panurgo colocando a su mujer un «bergamasco»; el segundo nos narra el caso de un cerrajero que, por intentar vender tales cinturones fue amenazado de muerte y, finalmente, desapareció. En la Enciclopedia, Diderot lo describe en los términos siguientes:
«Es un presente que un marido celoso hace a veces a su mujer al día siguiente de la boda. Este cinturón está formado por dos láminas de hierro muy flexibles, ensambladas en forma de cruz y cubiertas de terciopelo; una de estas láminas rodea el cuerpo a la altura de los riñones; la otra pasa entre los muslos y su extremo se une con los dos de la primera lámina; un candado, del que hay una sola llave, la cual está en poder del marido, cierra los tres extremos.»
La confección del cinturón en todas las épocas, con los pretextos más diversos (la moral, el respeto a los tabúes sociales, la decencia más elemental), indica la persistencia de una manía sexual caracterizada. Esta sencilla pero auténtica descripción del abogado Freydier, de Nimes, nos proporciona una prueba de ello:
«Es una especie de calzón bordado y con mallas, con numerosos hilos de latón entrelazados unos con otros, formando un cinturón que remata, por delante, con un candado cuya llave sólo tiene el señor Berlhe. Este artilugio que constituye el recinto de la prisión de la cual él es el carcelero, tiene diferentes costuras que permanecen ocultas, de trecho en trecho, por precintos de lacre cuyo sello tiene el señor Berlhe» (contra la introducción de los candados o cinturones de castidad en Francia, en favor de la señorita Marie Lajon, acusadora, 1750).
Los celos del esposo no lo explican todo. Lo importante es reducir a la mujer, envilecerla de algún modo, hacerle sentir que depende por entero del poseedor de la llave. Y el principio se aplica tanto a la amante como a la esposa, la matrona o la hija impúber. En 1869, un fabricante de bragueros inventó un aparato «guardián de la fidelidad», que un notario de Aveyron avaló moralmente con el siguiente programa, que vale su peso en candados:
«Semejante invento no necesita elogios, ya que todo el mundo sabe el servicio que puede prestar. Gracias a él se podrá poner a las jóvenes a salvo de esos desgraciados que las cubren de vergüenza y sumen a las familias en el duelo. El marido dejará a su esposa sin temor de ser ultrajado en su honor y su afecto. Terminarán infinidad de discusiones e ignominias. Los padres estarán seguros de su paternidad y les será posible tener bajo llave cosas más preciosas que el oro… En una época de desórdenes como la que vivimos, hay tantos esposos burlados, tantas madres engañadas, que he creído hacer una buena acción y prestar un servicio a la sociedad, ofreciéndole un invento destinado a proteger las buenas costumbres» (Mandato de buscadores y curiosos).
A mediados del presente siglo, el uso del cinturón aún no había desaparecido: en 1957, un joyero de Chátellerault (¡lejos de Sicilia o de Marruecos!) amenazó a su esposa con un revólver y precintó su carne con un magnífico anillo de oro para impedir que pudiera pertenecer a otro hombre. Al hacerse pública su ridícula conducta, se vio abocado al suicidio.
Mucho más cruel fue el método de venganza empleado por un médico annamita con una amante infiel. El informe forense del doctor Dubois (Saigón, 1893) dice:
«Tuvo la infernal idea de aprovechar que dormitaba a la hora de la siesta, para introducirle en la vagina un trozo de madera dura, tallado en forma de miembro viril y provisto de una corona de varillas de hierro, cuyo extremo libre, muy acerado, una vez introducido debía dirigirse contra las paredes del conducto y, por estar orientado hacia la vulva, hundirse en ella al menor intento de extracción. Como se puede suponer, los desgarrones que sufrió la desdichada fueron espantosos.»

BIZARRO, MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Dolor y Voluptuosidad, El masiquismo y las mutilaciones

El masoquismo se traduce en una búsqueda permanente de la esclavitud y la humillación. El individuo se somete al látigo, a las espuelas, al pisoteo de alguien más fuerte que él, en busca más de la brutalidad que de las caricias o los abrazos. En eso reside la aberración. Sacher Masoch, a quien debe el nombre, prefiere con mucho el brazo que blande el látigo a los senos o la grupa de su pareja. Sin embargo, como no carece de buen gusto, exige que ésta sea atractiva y capaz de excitar la pasión de otros hombres, a los que está en su perfeccto derecho de entregarse cuando le plazca. En ocasiones, el amante (o esposo) goza con la idea de ser engañado e intenta comprobar el hecho en la medida de lo posible. Sobre este punto la prensa publica anuncios significativos: pareja viciosa busca azotador, etcétera.

El secuestro, forma atenuada del suplicio del in pace, reviste un carácter masoquista, ya que a menudo se produce con el consentimiento de la víctima. A título de ejemplo, citemos el caso de Mélanie Bastian, secuestrada de Poitiers cuya historia fue tan bien descrita por André Gide, y que no es sino una reclusa voluntaria que se regodea en la suciedad de un tugurio al que denomina su «pequeña y querida cueva». Mística e infantil, acepta perfectamente su destino de esquizoide. En Los secuestrados de Altona, Frantz von Gerlach acepta también su suerte. Sus razones son muy diferentes, pero subsiste el mismo deseo de evadirse del mundo, de los remordimientos y de las responsabilidades que implica la vida normal. En la mayoría de los casos examinados, las secuestradas (hay predominio de mujeres) son anormales o alienadas a quienes su familia intenta ocultar a las miradas ajenas. Otras aceptan por amor la existencia sórdida que su marido o su amante les dispensa, hasta que un día las encuentran con el pubis rasurado y el cuerpo acribillado de equimosis, tal como le sucedió a Rose-Marie Focan, muerta a los veintiún años a consecuencia de los golpes recibidos. Así pues, víctima y verdugo son cómplices, y las torturas sexuales (quemaduras en los pechos, pinchazos, flagelación) que acompañan al secuestro son aceptadas de buen grado. La complicidad sadomasoquista incita a la víctima, siempre dispuesta al «sacrificio», a ocultar su estado de servidumbre en su entorno inmediato. Sin embargo, esta relación deja de funcionar cuando el verdugo se cansa de golpear o siente deseos de cambiar de pareja. A veces, la mujer tarda dieciocho años en reaccionar, como aquella dama de Danneval, de la que Sébastien Rouillard pidió el divorcio a finales del siglo XVI:
«… Al ver violados la fe conyugal y el pudor del lecho nupcial, su resentimiento fue mucho mayor de lo que había sido mientras permaneció sacrosanta e inmutable. Y lo fue tanto que ese desconsuelo incrementó por otra parte la indignación de su marido, hasta el extremo de que hubiera podido considerársela como prisionera en una habitación, junto con su hija, privadas ambas de todas las comodidades que ofrece la vida, despojadas de todos los atavíos que se concedían a otros, y desprovistas de cuanto les era necesario para su uso y disfrute… Y su marido, pervertido por las malas compañías, se entregó a infligirle un sinfín de excesos, ultrajes y contusiones en muchas partes del cuerpo, según testificaron los cirujanos.»

 

Las mutilaciones
Las mutilaciones y torturas destinadas a incrementar el goce son tan abundantes que su enumeración resultaría fatigosa. La circuncisión, la subincisión de la verga o la infibulación del prepucio son moneda corriente en los pueblos que temen la impotencia o un imaginario encogimiento del pene. Según sus creencias, los dioses del mal o los sortilegios pueden provocar en cualquier momento la castración o la desaparición mágica de los genitales. Antiguamente, los chinos utilizaban una balanza de boticario para evitar que el miembro se retrajese por completo, y los bahiraguis de la India se ataban al pene un enorme peso que arrastraban con ellos. Todavía se llevan a cabo numerosas prácticas de este tipo con la finalidad de provocar la excitación. Entre ellas cabe mencionar las incisiones, las escarificaciones y la introducción de agujas en la uretra y de cuerpos extraños en el ano. Sin olvidar los pinchazos en los testículos (que, a la larga, quedan más duros que un pergamino antiguo) y los cortes en el escroto a los que tan aficionados son los amantes de las armas blancas y los cuchillos.
Los individuos pervertidos por el ejemplo o la fantasía no se conforman con estas prácticas un tanto extrañas. Buscan la compañía de un ser muy diferente, aunque complementario, que pueda satisfacer sus aspiraciones masoquistas o sádicas. Por otra parte, llegado el caso ambas tendencias se imbrican y completan, tal como pone de manifiesto este pasaje extraído de las obras de Coelius Rhodiginus, en el que ya no se sabe si se busca la voluptuosidad en sí misma o una puesta en escena apropiada:
«No han transcurrido demasiados años desde la época en que existió un hombre de una lascivia que no sólo se aproximaba a la del gallo, sino que llegaba a un exceso tal que hubiera sido difícil de creer, a no ser por el testimonio de personas dignas de crédito. Cuantos más vergajazos recibía, más ardoroso se mostraba en la acción. Y lo más extraño es que no era posible decidir qué deseaba con mayor avidez, si el látigo o el coito, aunque siempre parecía que su placer aumentaba con los golpes. Así pues, rogaba con insistencia que le azotaran con un látigo que mantenía todo el día sumergido en vinagre. Y si el azotador lo trataba demasiado delicadamente, se enfurecía y le cubría de insultos, sin que considerase nunca que había recibido demasiado hasta que no manaba sangre.
»Fue, si no me equivoco, el único hombre que haya sufrido al mismo tiempo el pesar y el goce del placer, puesto que a través del dolor sentía cosquilleos agradables y, por este medio, saciaba o inflamaba la desazón de la carne. Pero lo más sorprendente es que no ignoraba la criminalidad de esta nueva especie de ejercicio, que se odiaba a sí mismo por ello y que lo combatía con todas sus fuerzas. Sin embargo, estaba tan acostumbrado a esta práctica que no podía prescindir de ella, aunque la desaprobara. La tenía tan arraigada en su corazón desde la infancia, cuando se abandonaba al placer de la carne con sus compañeros después de haberse excitado con los azotes, que le resultó imposible abandonarla nunca más» (citado por el abate Boileau, pp. 296-298).

DEMONOLOGIA, TORTURA

Crimenes demoniacos

Crímenes demoníacos
La abominable persecución de brujos Tu debe hacernos perder de vista que también se cometieron verdaderos crímenes en nombre del Diablo. Sin embargo, sólo fueron obra de sádicos o sacerdotes indignos que apenas tenían con qué vivir. El «caso de los venenos» tuvo al me nos la virtud de revelar, entre otras, la actuación del padre Guibourg, que sacrificaba recién naci dos al Maligno para satisfacer la ambición de una amante del rey:
«Guibourg —señala el informe del interroga torio de la hija de la Voisin— ha bautizado a un niño en el seno de su madre, una muchacha a quien Lepére hizo abortar, y ha visto cómo se cocían en el horno tres o cuatro niños. Un bebé al parecer prematuro, fue presentado durante la misa de madame de Montespan, por orden de su madre, y Guibourg lo metió en una palangana lo degolló, vertió su sangre en el cáliz y la consagró junto con la hostia. Acabada la misa, ordenó que se extrajeran las entrañas del pequeño y se las entregó a la madre Voisin, quien las llevó al día siguiente a casa de Dumesnil, para destilar la sangre y la hostia en una vasija de cristal que se entregó a madame de Montespan. En cuanto al cuerpo del niño, la madre Voisin lo coció en el horno. Laporte vio sacrificar al niño, y habla de lo que hizo Guibourg con la Des Oeillets y el mylord inglés, de las inmundicias en el cáliz, de los polvos… Lo metió todo en una caja de metal blanco y se la entregó, junto con un paquete que contenía unos polvos, al mylord inglés…» (F. Ravaison, Archives de la Bastille, t. VI). 1
Cuando el ardor amoroso de Luis XIV disminuía, la Montespan recurría a aquella pandilla de asesinos; les ofrecía su generosa grupa a moda de altar y respondía sin inmutarse al ritual de la misa negra. En una nota mordaz acerca del poder y la pretendida razón de Estado invocada para tapar el escándalo, La Reynie escribe:
«En la Bastilla y Vincenness hay ciento cuarenta y siete presos, de todos ellos, no hay uno solo contra el que no se hayan presentado cargos considerables por envenenamiento o comercio con venenos, y por sacrilegios e impiedad. La mayor parte de estos crímenes quedan impunes.
»La Trianon, una mujer abominable por la índole de sus crímenes, por comerciar con venenos, no puede ser juzgada…
»Tampoco se puede juzgar a la señora Chapelain a causa de la Filastre, con quien tuvo un careo…
»Guibourg, ese hombre que no puede ser comparado con ningún otro en cuanto al número de envenenamientos, al comercio con venenos, los maleficios, sacrilegios y demás actos impíos; ese hombre que conoce a todos los criminales y es conocido por ellos, es culpable de numerosos crímenes horrendos, que ha degollado y sacrificado a varios niños; ese hombre que, además de los sacrilegios de los que es culpable, confiesa abominaciones inconcebibles, como haber atentado con métodos diabólicos contra la vida del rey; ese hombre de quien a diario sabemos cosas nuevas y execrables, que está cargado de acusaciones y crímenes de lesa majestad divina y humana…, ese Guibourg facilitará, además, la impunidad de otros criminales.
»Su concubina, la llamada Chanfrain, culpable con él de la inmolación de algunos niños, que ha participado en algunos de los sacrificios efectuados por Guibourg y que, según las apariencias y tal como se ha desarrollado el proceso, era el infame altar sobre el que él llevaba cabo sus abominaciones, quedará también impune…»
Este informe demuestra que, en determinados casos, los poderes monárquico y religioso podían llegar a establecer un pacto para evitar un escándalo que implicaba a muchas personas influyentes. Individualmente, los sacerdotes culpables de infamias, sacrilegios o asesinatos no tenían ninguna posibilidad de escapar a una ejecución pública cuando eran denunciados por la voz popular o burguesa. Pero no sucedía lo mismo con la corte o con el rey, cuyo trono quedó salpicado por el «proceso de los venenos».
Acusados de haberse entregado a la sodomía divina, Picart y Boullé fueron a la hoguera sin que mediara ningún proceso. Gauffridi sufrió la misma suerte por haber realizado un encantamiento. Y Grandier pereció por haber poseído supuestamente a una penitente en su iglesia. No se bromeaba con los iconoclastas, ni siquiera cuando estaban ebrios. En 1418, un soldado que salía de una taberna donde había perdido todo su dinero jugando, tuvo la lamentable ocurrencia de asestar una puñalada a una imagen de la Virgen situada en la zona de Saint-Martin-des-Champs. Según la leyenda, de la herida manó sangre en abundancia, y el soldado fue quemado vivo por sacrílego y blasfemo. En general, los judíos, ya sospechosos de cometer asesinatos de niños cristianos, eran acusados de este tipo de crímenes. Un judío del Hainaut, por dar cinco lanzadas (¡nos preguntamos por qué razón!) a la estatua de Notre-Dame de Cambron, fue sometido a tortura y, a continuación, liberado. Entonces, un ángel se le apareció en sueños a un anciano herrero enfermo y le pidió que vengara a la Virgen. Tras un duelo judicial —por estar el honor del cielo en juego—, el judío fue apaleado y atado a la cola de un caballo, que lo arrastró hasta el lugar del suplicio; murió quemado cabeza abajo entre dos perros. Una serie de estampas populares de principios del siglo XVII, reproducida en el Museo Criminal de Varennes y Troimaux, representa en ocho cuadros la evolución de este caso, que se remonta al año 1326.
Por la misma época en que aparecían estas estampas, se publicaban numerosas obras ilustradas acerca de supuestas compras de hostias por parte de los judíos, que querían disfrutar del placer de atravesarlas. ¡Imagínese por un momento el horror del delito! ¡El crimen de lesa majestad cometido sobre el cuerpo de Cristo! Se asistió a una especie de renacimiento de la persecución, basada en acontecimientos antiguos —acaecidos en 1290y en la ignorancia de la gente respecto a la coloración que el pan húmedo adquiere por la acción de la monas prodigiosa, un microbio de la harina. Si hemos de creer lo que se narra en la Histoire de l’Hostie Miraculeuse (París, 1664), un tal Jonathas adquirió una hostia pascual por treinta sueldos (no se osaba decir treinta dinares), para cortarla, azotarla con vergajos y atravesarla:

Demonios, salid del infierno, mirad el calvario de Francia: Jesús, atravesado por una lanza, tiene dos heridas en el corazón.
El judío, sin arrepentirse,
ha muerto en el suplicio.
Roguemos por que tal sacrificio pueda convertirnos a todos.

Nadie nos diga, después de esto, que el racismo y la propaganda son fenómenos puramente contemporáneos…

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, El desollamiento

El desollamiento
La ya larga lista de suplicios quedaría incompleta si omitiéramos el desollamiento, la sierra y el despedazamiento, que rebajan a todos cuantos los ordenaron al nivel de la más baja animalidad. Fríamente sólo cabe decir que Apolo no fue otra cosa que un verdugo sádico cuando desolló a Marsias. Las artes plásticas han deformado esta visión inmunda, habituándonos a contemplar la técnica y la habilidad utilizadas para representar la musculatura y la risa sardónica de la víctima:
«Al que grita se le ha arrancado la piel de todo su cuerpo y todo él no es sino una sola llaga; por doquier mana la sangre, los nervios quedan al descubierto y las trémulas venas sin (la protección de) la piel se estremecen; se podría contar sus vísceras palpitantes y las fibras que reciben la luz en su pecho», escribe Ovidio en sus Metamorfosis (VI, versos 382 a 400). Los faunos, los sátiros, las ninfas y los pastores acuden a llorar por Marsias y sus lágrimas, al caer sobre la tierra fértil, forman un río que baña Frigia. La poesía aviva el dolor de un suplicio que los asirios veneraban tanto como el empalamiento:
«Hice desollar a los jefes de la rebelión y cubrí este muro con su piel; algunos fueron emparedados vivos; otros, crucificados o empalados; hice desollar a muchos de ellos en mi presencia, y con su piel cubrimos la muralla», proclamaba un parte de guerra de Asurbanipal. Sus soldados-verdugos adoptaban las máximas precauciones para arrancar la piel de los prisioneros, cuyos despojos adornaban los alrededores del campamento. En la Persia aqueménida se desollaba a los jueces que eran parciales o prevaricadores. Su piel, cortada a tiras, se utilizaba para cubrir los sillones donde se sentaban sus sucesores, los cuales podían ser elegidos entre sus hijos. Otanés fue designado por Cambises para reemplazar a su padre, que había sido desollado:
«Su padre, Sisamnés, había sido uno de los jueces reales; pero como realizara un juicio inicuo por dinero, el rey Cambises lo condenó a muerte y a ser totalmente desollado; después de arrancarle la piel, la hizo cortar a tiras, y con ella hizo cubrir el sillón en el que Sisamnés se sentaba para juzgar; una vez cubierto el sillón, Cambises nombró juez, para reemplazar a Sisamnés, cuyo cadáver acababa de hacer desollar, al propio hijo de Sisamnés, advirtiéndole que no olvidara jamás qué sillón ocupaba para juzgar» (Herodoto, V, cap. 25).
El desollamiento siempre ha satisfecho macabras tendencias fetichistas de quien ordenaba el suplicio o se encontraba en situación de disfrutarlo. Este castigo encuentra una prolongación en la manía del coleccionismo. Así, Sapor I conservó los restos rellenos de paja y teñidos de rojo del emperador Valeriano, e Ilse Koch ordenó que le hicieran pantallas de lámpara con la piel curtida de los deportados. Algunos aficionados buscan con pasión pieles humanas para hacer pantalones o para encuadernar libros licenciosos. Las personas totalmente tatuadas casi siempre tienen la seguridad de poseer una renta vitalicia, pero no cuentan con los riesgos del veneno (ya que no los del puñal o el cuchillo, que despreciarían ese capital).
En el siglo XIV, sin que se sepa por qué motivos exactamente, se practicaba el desollamiento a gran escala. Las costumbres eran bárbaras, y los crímenes, inspirados por el propio infierno. Acusados de haber seducido a Margarita y a Blanca, las nueras de Felipe IV, y de haber pecado con ellas incluso en los días más santos, los hermanos D’Aunay fueron desollados vivos, castrados y decapitados, y sus cuerpos colgados por las axilas. El demonio que les había incitado a la lujuria empujó al obispo Geraldi a matar al sobrino de Juan XXII. Condenado a cadena perpetua y, más tarde, acusado de brujería, el obispo fue desollado y quemado vivo en Aviñón. Poco después aparecieron las bandas de desolladores, uno de cuyos jefes, Dammartin, que trabajaba para Luis XI, había desollado a Charles de Melun.
El arrancamiento de cabelleras, practicado antaño en América del Norte (scalp) constituye una variedad atenuada y localizada del desollamiento. En sus Memorias dedicadas a los usos y costumbres de los indios, Hewit Adair y Le Petit afirman que la víctima, completamente desnuda, era atada a una horca que le mantenía los pies y las manos en forma de cruz de san Andrés. En esta posición, le arrancaban la piel del cráneo hasta las orejas y la dejaban expuesta para que su visión espantara a los adversarios.
La enervación, que consistía en quemar los tendones de las rodillas y las corvas, es otra variedad de desollamiento. Este suplicio, aunque quizá más suave, no resulta menos duradero y convierte a quien lo ha sufrido en una especie de eunuco, pues lo deja en un estado de absoluta debilidad e incapacitado para cualquier acto amoroso. La enervación se practicó, sobre todo, en la época merovingia. Clodoveo II ordenó que les quemaran los nervios a sus dos hijos y los abandonó en una balsa en medio del Sena. Un célebre cuadro de Luminais representa a los dos desdichados abandonados a merced de la corriente;
San Filiberto los acogió en Jumiéges, donde la balsa embarrancó.

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, La Horca

La horca
A juzgar por lo que se dice, el colgamiento no tiene nada de desagradable en comparación con los suplicios que acamabos de describir. Todos los que, por accidente o por suerte, escaparon a la muerte, han conservado un recuerdo agradable. Provoca la erección y, con frecuencia, la expulsión de semen, que hace las delicias de los libertinos y los pintores de escenas amorosas.
Los judíos colgaban a los idólatras y los blasfemos, y también los cadáveres de los criminales. Dirigiéndose a Moisés, el Eterno exclama: «Reúne a todos los príncipes del pueblo, y cuelga a éstos del patíbulo ante Yavé, cara al sol…». Y Moisés, por su parte, insta a los jueces de Israel: «Matad a cualquiera de los vuestros que haya servido a Baal Fogor» (Números, XXV, 4-5).
En Roma, rara vez colgaban a los ciudadanos por el cuello, sino por los pies, los brazos o los pulgares, y a menudo ponían pesos en las partes del condenado que no estaban en contacto con la cuerda. San Gregorio de Armenia fue atado por un pie y san Antonio de Nicomedia por un brazo En la Galia, cuando colgaban a alguien por lo brazos, le ataban pesos en la parte inferior 4 las piernas y los dejaban caer de golpe. A veces los esclavos eran colgados por el cuello de árbole estériles, como el olmo, el aliso o el álamo, con sagrados a las divinidades infernales. «Erant au tem infelices arbores», escribe Plinio en su Histo ria Natural (Libro XXVI), más preocupado pe el bosque que por la carne viva cubierta por u sombrío velo.
Durante la Edad Media se mantuvo esta cos tumbre con los plebeyos acusados de bigarnil robo, infanticidio y deserción. (El hecho de qu Enguerrand de Marigny y Olivier-le-Daim fu( ran colgados por el cuello hasta morir, constitt ye una excepción.)
Enviar cartas anónimas que contuvieran arru nazas de muerte conducía a la horca. En el Jou, nal de Barbier se lee:
«El 12 de abril de 1726 fue colgado por clec sión del Chátelet, confirmada por sentencia, 1 cocinero del señor de Guerchois, consejero de Estado, que le había escrito cartas anónimas a su señor diciéndole que, si no dejaba un saco de luises en una ventana de la calle, lo asesinaría. El asunto no se llevó en secreto, apostaron gente de vigilancia en la calle y, a continuación, colocaron un saco lleno de monedas. El cocinero, sabedor de los preparativos, escribió tres cartas diferentes al señor de Guerchois, diciéndole que un día en el Pont-Neuf, al regresar de una cena, se había librado porque iba muy bien acompañado, pero que tarde o temprarno caería si no le pagaba. Era difícil descubrir al autor de la carta. No sé qué fatalidad hizo que se les ocurriera despedir al cocinero. La señora de Guerchois, al pagarle, le pido un recibo, y él cometió la torpeza de dárselo. A la señora le sorprendió el parecido de la letra con la de las cartas y se rindió a la evidencia. Hicieron arrestar al cocinero, el cual fue colgado.
»Al pueblo y a muchas otras personas les pareció excesivamente riguroso quitarle la vida a un hombre que no había matado ni robado y que jamás había cometido una acción. El populacho mostró su resentimiento rompiendo los cristales de casa del señor de Guerchois… Pero considerandolo con calma, como el caso era nuevo, se obro correctamente al colgarlo para dar ejemplo, sobre todo teniendo en cuenta que era un sirviente y que no se puede comprar la tranquilidad pública.»

También se colgaba a los adúlteros y a sus cómplices en horcas, patíbulos con varios pilares entre los cuales destaca el de Montfaucon, que se hizo célebre gracias a Villon y Coligny. Victor Hugo dice:
«Aquel monumento proyectaba un horrible perfil en el cielo; sobre todo por la noche, cuando la luz de la luna iluminaba aquellos cráneos blanquecinos, o cuando el viento zarandeaba cadenas y esqueletos en la oscuridad. La presencia de aquel patíbulo bastaba para convertir todos los alrededores en lugares siniestros.»
Hasta finales del siglo XVIII, aproximadamente, el ahorcamiento estuvo muy en boga. Se erigían horcas no sólo en toda Europa, sino también en las tierras recién colonizadas. La visita a los patíbulos constituía un solaz, una distracción. Tanto los reyes como las muchachas ávidas de sensaciones y las brujas, que acudían en busca de mandrágora o a cortar la cuerda benefactora, se entretenían con estos paseos campestres. La obra anónima que hemos aludido a propósito de la hoguera, describe así el colgamiento:
«Al criminal se le cuelga rodeándole el cuello con tres cuerdas: las dos to tous s, que son cuerdas del grosor del dedo eñiqu- . a una de ellas con un nudo corredizo, el jet, que sólo sirve para ayudar a que la v’cti a caiga de la escalera.
»El criminal sube a la carreta del ejecutor y se sienta sobre una tabla, de espaldas al caballo y acompañado de un confesor y del ejecutor, que se sitúa detrás de él. Cuando llegan a la horca, en la que se apoya una escalera, sube primero el verdugo andando hacia atrás y, utilizando las cuerdas, ayuda a subir al criminal. A continuación asciende el confesor y, mientras exhorta a la víctima, el ejecutor ata las tourtouses al brazo de la horca y, cuando el confesor empieza a descender, el verdugo, dando un golpe con la rodilla y ayudado por el jet, le quita la escalera a la víctima, la cual queda suspendida en el aire. Los nudos corredizos de las tourtouses le ciñen el cuello; entonces, el ejecutor, sosteniéndose con las manos a los maderos de la horca, trepa con las manos atadas de la víctima y a fuerza de patadas y golpes en el estómago, termina el suplicio con la muerte.»
El procedimiento es de una mortificante vulgaridad, de modo que parece preferible el de la trampilla. En las ciudades británicas, dice el Gran Diccionario Universal del siglo XIX, «la ejecución se lleva a cabo en un balcón de la prisión que da a una plaza; se sitúa al condenado sobre una trampilla y, cuando llega el momento, ésta se abre por medio de un muelle y el desdichado queda suspendido en el aire». Esta forma de actuar evita a la víctima interminables preparativos y un angustioso paseo hacia el lugar de la ejecución. Pero ¿es éste el efecto buscado en todos los casos? Cabe ponerlo en duda si pensamos en la publicidad que se da a las ejecuciones en Arabia Saudita y el Congo. Los suplicios que se infligían en China eran atroces: colgada por la mandíbula a las paredes de la canga, la víctima sentía cómo el suelo se iba hundiendo poco a poco bajo sus pies. En Turquía se le dejaba la mínima capacidad de movimiento necesaria para prolongar la agonía. El Gran Diccionario Universal del siglo XIX especifica que el instrumento ejecutor está compuesto por dos postes, unidos en la parte superior por un travesaño:
«Se sitúa a la víctima, que lleva una cuerda al cuello, entre los dos postes; se lanza por encima del travesaño uno de los extremos de dicha cuerda, se iza al condenado hasta que se halla a unos pies del suelo y se ata la cuerda. La víctima, que tiene los brazos libres, puede retrasar la muerte sosteniendo la cuerda por encima de su cabeza, pero las fuerzas no tardan en abandonarle y se deja caer para siempre» (tomo XII, p. 539)

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, El despedazamiento

El despedazamiento
En lugar de serrarlos, también se pueden cortar los miembros con un hacha, un cuchillo, un sable o una hoz; es más lento, pero provoca mayor placer en los espectadores. La sección de órganos reviste un carácter erótico cuando se trata, por ejemplo, de la ablación de los pechos. ¡Cuántas miradas ávidas debieron de clavarse en los pechos de las mártires cristianas, de las santas Pelagia, Bárbara, Ágata y Casilda! ¡Qué saña en hacer caer aquellos bellos frutos, aquellos ornamentos de una virginidad consagrada! ¡Cuánta sangre derramada por vientres y muslos, expuestos a las burlas de una masa furiosamente excitada! Al dolor, se añade un sentimiento de degradación, una impresión de ignominia. ¿En qué se convierten una mujer privada de sus pechos o un hombre castrado? La mutilación adquiere un carácter moral, espiritual, cuando la mujer es castigada en sus partes más atractivas. Si ha utilizado sus encantos para pecar o ha hecho de ellos motivo de celos y concupiscencia, ha de ser castigada, como lo fueron Juana de Nápoles o las favoritas de Muley Ismaél, aquel rey de Marruecos que hizo cortar los pechos «a algunas mujeres de su harén ordenándoles que los pusieran en el borde de un cofre, cuya tapa dejaron caer violentamente dos eunucos…» (padre Dominique Busnot, 1714).
Tratada a tiempo, la ablación de los pechos se convierte en un incremento del castigo; en la mayoría de los casos, las cristianas escaparon a la hemorragia para caer en otros dolores. De origen oriental y lejano, el despedazamiento fue practicado en Egipto, en Persia, entre los asirio-babilonios y en China. Sabemos que Nahucodonosor quiso despedazar a los magos caldeos porque eran incapaces de interpretar un sueño que le atormentaba (Daniel, II, 5). La mitología también menciona a Basilisco, que fue cortado a trozos por haberse negado a ofrecer sacrificios a Apolo. Los chinos elevaron el suplicio a la categoría de sublime al ordenar el despedazamiento lento de las mujeres adúlteras y los regicidas. Se desnudaba al condenado, al que según la costumbre debía cortarse «en diez mil trozos», y en primer lugar se le arrancaban los pechos y los músculos pectorales. Después se practicaba la escisión de los músculos de la cara anterior de los muslos y la de la cara exterior de los brazos.

Cuando podían, los parientes pagaban al verdugo una fuerte suma para que embotara los sentidos del condenado con opio o eligiera, como por azar, entre ocho cuchillos, el más adecuado para alcanzar su corazón lo antes posible. Los prisioneros pobres sufrían la tortura hasta el final, y ni siquiera la muerte ponía fin al espectáculo, ya que desarticulaban los restos del cadáver (cf. Matignon, Dix ans aux pays du Dragon, pp. 263 y siguientes).
Este suplicio aún se aplicaba en Pekín a principios de nuestro siglo y fue infligido a Fu-ChuLi, asesino de un miembro de la familia imperial. Por insigne favor no se llevó a cabo la cremación de los restos del condenado, cuyo fin, descrito por Louis Carpeaux, pone los pelos de punta:


«El Señor de Pekín, impasible, avanza con un cuchillo en la mano.
»El condenado sigue con la mirada el acero que corta su tetilla izquierda. Crispado por el dolor, abre la boca, pero no tiene tiempo de gritar, pues, con un golpe brusco, el verdugo le secciona la tráquea…
»El condenado se crispa en su poste, con un aspecto más espantoso que el de Cristo crucificado, sin poder gritar, tal como exigen los ritos.
»Entonces, la tetilla derecha es cortada en un abrir y cerrar de ojos. Los ayudantes presentan un nuevo cuchillo: el verdugo, con mano firme, corta los bíceps, uno tras otro…
»Mientras el desdichado Fu-Chu-Li se contrae horriblemente, el Señor de Pekín, con gesto rápido y seguro, extrae toda la masa muscular de los muslos, que va a parar a un cesto ensangrentado por la carne ya arrojada en su interior…
»En ese momento la cabeza cae; el coma se refleja en el rostro convulso. En seguida la emprenden con el codo izquierdo: dos ayudantes lo parten mediante torsión del antebrazo, y el inmenso dolor reaviva por un momento al moribundo…
»De repente se produce un incidente trágico… Con un impulso enorme, la multitud parece arrojarse sobre la desgraciada víctima; el verdugo y sus ayudantes son arrinconados junto al poste fatal, que casi es derribado con su tronco mutilado…
»El Señor de Pekín, agarrando enérgicamente un jirón de carne ensangrentada del cesto, azota los rostros de la multitud asustada…» (Pékin quis’en va, 1914).

 

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del museo de los Suplicios, La Parrilla

La parrilla
La parrilla, que es un sistema refinado de asar al prójimo, fue utilizada en gran escala en México y las islas Samoa con finalidades antropofágicas. Con este suplicio, los espectadores obtenían el doble placer de saciar su mirada, con la visión de los dolores, y su estómago, con la carne de los prisioneros. Por su parte, los españoles aplicaron con tanta frecuencia las costumbres mexicanas que acabaron por despoblar el país.
Para obligar a los ciudadanos de Egestes a que le dieran dinero, Agatocles inventó diversos suplicios, entre los cuales el de la parrilla constituía una especie de florón. Sólo lo utilizaba con personas opulentas, y Diodoro (XX, 71) nos dice que «hizo fabricar una cama de bronce en forma de cuerpo humano y provista de una reja, a la que se ataba a las víctimas; luego, se prendía fuego debajo y se las quemaba vivas. Este instrumento de suplicio sólo difería del toro de Fálaris en que los desdichados perecían ante los ojos de los espectadores. A las esposas de los ciudadanos ricos les apretaban los talones con tenazas o les cortaban los pechos; a las que estaban encinta les comprimían el vientre con piedras hasta hacerlas abortar…». La víctima más ilustre de la parrilla fue san Lorenzo, de quien muchos relicarios conservan las costillas, mientras que las de los santos Conan y Teódulo han caído en el olvido:
Cuando el calor hubo asado y quemado suficientemente un lado,
dirigiéndose al juez desde lo alto
del patíbulo, el mártir dijo con voz débil y entrecortada: «Volved ahora mi cuerpo del otro lado, que éste ya está bastante quemado y no debe estropearse».

Así se expresa Prudencio en su Himno, pero tenemos motivos para pensar que san Lorenzo no sintió tanto placer en la parrilla. Como tampoco san Eleuterio cuando lo colocaron en una cama de hierro calentada al rojo blanco, o los condenados a la silla de cobre o el casco al rojo. Como en el infierno, ha habido quien ha pensado en asar a la gente al espetón: este método, muy utilizado entre los antropófagos, carece de toda lógica en el mundo civilizado. Aunque, ¿se debe buscar la lógica en materia de suplicios? El rey de Babilonia hizo asar a Sedecías y Ajab por su iniquidad (Jeremías, XXIX, 22). En las guerras de religión se aplicó mucho este suplicio, y el odio explica esa última injuria que consiste en comerse parte de las vísceras del rival detestado, como sucedió en el caso de Concini, cuyo corazón devoraron. En los primeros años de nuestro siglo, todavía los soldados búlgaros espetaban a sus prisioneros servios, o los ataban con alambres de púas antes de asarlos. En 1914, los servios aplicaron procedimientos análogos con los austrohúngaros, a los que previamente destripaban. En cambio, el uso de la sartén (de gran tamaño, por supuesto) pronto se abandonó. Sin la obra de R. P. Gallonio y los grabados de Tempesta, que ilustran abundantes sartenes, calderos, calentadores y cazuelas del más puro estilo renacentista, nos haríamos una idea falsa del instrumento empleado para torturar a los macabeos. Exhortados por una madre intransigente y fanática, que no cesaba de animar su valor, los siete hermanos murieron por negarse a obedecer las órdenes de Antíoco:


«Es muy digno de memoria lo ocurrido a siete hermanos que con su madre fueron presos y a quienes el rey quería forzar a comer carnes de puerco prohibidas y por negarse a comerlas fueron azotados con zurriagos y nervios de toro. Uno de ellos, tomando la palabra, habló así: “¿A qué preguntas? ¿Qué quieres saber de nosotros? Estamos prontos a morir antes que traspasar las patrias leyes”. Irritado el rey, ordenó poner al fuego sartenes y calderos. Cuando comenzaron a hervir, dio orden de cortar la lengua al que había hablado, y de arrancarle el cuero cabelludo, a modo de los escitas, y cortarle manos y pies a la vista de los otros hermanos y de su madre. Mutilado de todos sus miembros, mandó el rey acercarle al fuego y, vivo aún, freírle en la sartén. Mientras el vapor de ésta llegaba bastante a lo lejos, los otros, con la madre, se exhortaban a morir generosamente…» (II Macabeos, VII, 1-6).

En ese gran recipiente con aceite, azufre, pez y resina, frieron a menudo a los cristianos. A otros les sumergían la cabeza en un caldero de plomo derretido o en un bote de pez hirviente. Los cristianos jamás olvidaron estas lecciones. Su modo de actuar con los herejes y las brujas supera los límites de la decencia más simple. En 1581, por ejemplo, Clauder Caron, médico y hombre muy considerado y piadoso, tumbó con tal fuerza a una mendiga de Annonay sobre un potro, que le amputó un dedo del pie. Pero como esto no bastara para hacerla confesar:
«… al igual que los cocineros flamean el cerdo al espetón para darle color, así aquella miserable fue de tal modo flameada que, según creemos, no le quedaba más que entregar el alma, pues no se había escatimado la grasa fundida y humeante en las orejas, bajo las axilas, en su naturaleza, en el hueco del estómago, en las rodillas, en los codos, en los muslos y en las pantorrillas…».

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Del Museo de los Suplicios, Las Hogueras Medievales

Las hogueras medievales
A comienzos de la Edad Media, la hoguera en que eran quemados los herejes y los brujos adoptó dos variantes. El primer método consistía en atar al condenado a un poste, alrededor del cual se apilaban haces de leña; de este modo se podía contemplar al condenado desde lejos mientras las llamas se elevaban hacia el cielo. Los inquisidores españoles y el duque de Alba gustaban de este procedimiento, que, en su opinión, estimulaba singularmente la imaginación de los espectadores. En el segundo método, más clásico por así decirlo, se rodeaba de haces de leña a la víctima, la cual no era colocada sobre la hoguera sino introducida en ella; luego, el verdugo mostraba sus restos al pueblo. Esta hoguera se destinaba a los herejes y las brujas: a despecho de las imágenes de la iconografía popular, los templarios, Jean Huss y Juana de Arco sufrieron este tipo de muerte por asfixia, que una obra anónima del siglo XVIII describe con detalle:
«Se empieza por clavar un poste de siete u ocho pies de altura, alrededor del cual, dejando espacio suficiente para un hombre, se dispone una hoguera cuadrada alternando haces de leña, troncos y paja; alrededor de la base del poste se coloca también una hilera de haces de leña y otra de troncos, cuya altura llegue aproximadamente hasta la cabeza del reo; se deja un espacio libre que permita llegar hasta el poste. Cuando llega el criminal, se le desnuda, se le pone una camisa impregnada de azufre y se le hace entrar por el espacio que se ha dejado libre entre las hileras de haces y troncos que rodean la base del poste. Una vez allí, se le coloca de espaldas al citado poste, se le ata una cuerda al cuello, se le ligan los pies y se le rodea el cuerpo con una cadena de hierro; estas tres ataduras rodean al hombre y el poste. A continuación, se termina la hoguera, tapando con leña, troncos y paja el lugar por el que ha entrado la víctima, de tal modo que ésta queda totalmente oculta; entonces, se prende fuego a la hoguera.
»Hay un medio para que el condenado no sienta el dolor provocado por el fuego, que normalmente se aplica sin que éste se dé cuenta. Es el siguiente: como los ejecutores utilizan para preparar la hoguera unos garabatos de barquero de dos pinchos, uno recto y el otro en forma de gancho, se atraviesa con uno de ellos la hoguera que rodea a la víctima, de modo que el pincho quede situado frente a su corazón. Apenas se ha prendido fuego, se empuja con fuerza el mango del garabato y el pincho atraviesa el corazón del reo, que muere en el acto. Si está dispuesto que sus cenizas sean aventadas, en cuanto es posible acercarse al lugar donde se hallaba, se va allí, se recogen con una pala unas cenizas y se lanzan al aire.»
En ocasiones, el verdugo recibía la orden de agarrotar al condenado justo en el momento de prender la hoguera. Si, en el último momento, el humo se lo impedía, la agonía de la víctima era espantosa. En 1726, Catherine Hayes, que había envenenado a su madre y luego descuartizó el cadáver, tardó tres horas en expirar. Su caso dista mucho de ser el único: las brujas no acababan nunca de morir y el sufrimiento de los herejes se prolongaba como por placer. Otro método de quemar a la gente (en particular, los judíos) consistía en arrojar al condenado a un foso lleno de ramitas, pez y troncos. Este método, muy utilizado en la Alemania medieval, sobrevivió hasta la época de los campos de exterminio, pero hay razones para creer que es de origen francés. En efecto, durante el reinado de Felipe el Largo se acusó a los judíos de haberse asociado con los leprosos y con el diablo para envenenar los manantiales de agua potable. En Chinon, dice Michelet, cavaron un día un gran foso y quemaron en él a ciento sesenta hombres y mujeres:
«Muchos de ellos saltaban al foso entre cánticos, como en una celebración. Algunas mujeres hicieron arrojar a sus hijos antes que ellas, temerosas de que se los arrebataran para bautizarlos. En París, quemaron sólo a los culpables…»
Según dice Herodoto en Historias (libro IV, capítulo 69), los escitas utilizaban un tipo de hoguera muy original para ajusticiar a los falsos adivinos:
«Se les hace morir de la manera siguiente: se llena de troncos pequeños un carro, al cual se uncen unos bueyes; se coloca en él a los adivinos, atados de pies y manos, amordazados y rodeados de leña; se prende fuego y, a continuación, se azuza a los bueyes, asustándolos para activar su huida. Unas veces, los animales son devorados por las llamas con los adivinos; otras, llenos de quemaduras, huyen cuando el timón ha sido consumido por el fuego.»

Así pues, al norte del Ponto Euxino costaba muy caro equivocarse acerca del curso de los astros o de la evolución de las afecciones de la realeza. Claro que no eran más considerados en Japón, donde los condenados perecían metidos en cestos de mimbre, similares a los que los galos disponían en honor de sus dioses. En Civilisations inconnues, obra escrita en 1863, Oscar Commettant describe el suplicio en estos términos:
«Se mete a la víctima en un recipiente de mimbre, lo bastante tupido para que las llamas alcancen la carne con dificultad y a través de unos estrechos intersticios; luego, se arroja el cesto al fuego. Al cabo de unos segundos, cuando el mimbre medio consumido deja penetrar el aguijón de la llama, mil quemaduras, al principio superficiales y a los pocos momentos insoportables, comienzan a torturar de un modo horrible al condenado. Enloquecido por el dolor, éste salta instintivamente en el interior del cesto, y cada movimiento recibe los aplausos de la multitud, que se cree ante un espectáculo. Hay risas, comentarios y elogios, hasta que el cesto queda inmóvil, es decir, hasta que la víctima ha muerto asfixiada.»
También en Extremo Oriente, poco antes de la primera guerra mundial, los chinos, aprovechando los últimos progresos de la técnica, habían ideado otro método expeditivo para quemar a los culpables. «Se obliga al condenado a beber dos litros de petróleo — explica J. Avalon en un artículo titulado “Monsieur de Pékin” — y se le introduce una larga mecha que prácticamente llega hasta el estómago. Luego, se enciende la mecha: el petróleo se inflama y la víctima, escupiendo un inmenso chorro de fuego, literalmente estalla» (Aesculape, junio de 1914).
En la conquista de Argelia, el coronel Pélissier se distinguió por ordenar quemar en una caverna de la Garganta del Dahar, en la Cabilia, a hombres, mujeres y niños. Bugeaud defendió a capa y espada de los ataques de la «prensa canallesca» al autor de esta acción que, en junio de 1845, ocasionó sólo 760 muertes y dio a los franceses enorme popularidad. Ante tales hechos, ¿cómo censurar a las tropas alemanas por el salvajismo que demostraron en Lieja en 1914, o a los norteamericanos por su actuación en Vietnam? Los polinesios, al menos, tenían la excusa de que asaban a los vencidos para comérselos.  ¿Y los musulmanes? ¿Son acaso más civilizados? No, a juzgar por el ejemplo siguiente, que se refiere al suplicio del «chámgát», practicado en Egipto a principios del siglo XIX:
«He aquí la espantosa descripción que hace el jeque Mohammed ibn-Omar el-Tonsy: se cogía una gran vasija de tierra cocida, poco profunda, y se llenaba de estopa untada con pez y alquitrán. Hecho esto, se traía al condenado, se le ataban los brazos a un largo palo que, pasando sobre el pecho, llegaba hasta la punta de los dedos y, en el cuello, se le ponía una anilla de hierro de la que pendían cuatro o cinco largas cadenas.
»Acto seguido, se vestía al desdichado con unas ropas untadas de resina y se le hacía sentar en la vasija de tierra, fuertemente sujeta a la silla de un camello; a continuación, se colocaban varias mechas resinosas encendidas a lo largo del palo, que mantenía extendidos los brazos del condenado. El rostro de la víctima también era untado con pez y alquitrán y se le prendía fuego: espantosos gemidos atestiguaban los horribles sufrimientos que soportaba. Se paseaba este lamentable cortejo por las calles de la ciudad, los mercados y las plazas públicas.
»Estas atrocidades, practicadas particularmente en tiempos de los mamelucos, provocaban un profundo terror en la población. La última víctima que sufrió en El Cairo la pena del “chámgát” fue una mujer llamada Djindyah, que había cometido varios asesinatos» (Citado por Fernand Nicolay en Histoire sanglante de l’Humanité, pp. 131-132).

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Del Museo de los Suplicios, LA CRUCIFIXION

La crucifixión
Si cabe establecer comparaciones en el terreno de lo horrible, el suplicio de la crucifixión en nada desmerece al del empalamiento. Puede que incluso lo supere, ya que las disposiciones legales de la antigüedad preveían la administración de estupefacientes a los condenados con la finalidad de suavizar el castigo.
En su suplemento al Dictionnaire de la Bible(tomo IV, p. 357), Dom Calmet escribe:
«Daban a las víctimas vino mezclado con incienso, mirra o alguna otra droga fuerte capaz de embotar los sentidos y hacerles perder la sensación de dolor. Salomón aconseja dar vino a los que están aniquilados por el dolor; y en la Pasión de Jesucristo vemos practicar este acto humanitario cuando le ofrecen vino mezclado con mirra antes de ser crucificado y vinagre cuando está en la cruz. Estos detalles son generales y se realizan con todos los torturados.»
La cruz utilizada con más frecuencia, que fue la de Cristo, tenía forma de tau. La víctima sólo estaba obligada a llevar sobre los hombros el patibulum, es decir, el montante superior del instrumento. El otro montante, el stipes, permanecía siempre clavado en el suelo. La iconografía cristiana nos ha inducido a error mostrándonos al Señor acarreando una cruz completa de dimensiones exageradas. Rembrandt y Van Dick llegaron incluso a imaginar que, en razón de la calidad del personaje, Cristo había sido crucificado en la crux sublimis, de una altura muy elevada. Gracias a los estudios de los doctores Barbet, Bréhant y Escoffier-Lambiotte, hoy sabemos que los clavos no atravesaban la palma de la mano sino las muñecas, tal como puede apreciarse en el sudario de Turín. Los pies eran clavados directamente en el stipes, la parte vertical de la cruz, y no había ningún soporte para evitar la desagradable flexión de las piernas, tan a menudo corregida en el arte medieval y el barroco.
La asfixia progresiva y el tétanos provocaban la muerte al cabo de unas horas, y no de unos días, en contra de lo que sostenía Ernest Renan. Apelar al hambre, la sed y los síncopes debidos a la insolación, tal como hizo, es incurrir en un error diagnóstico:
«La atrocidad particular del suplicio de la cruz era que se podía vivir tres o cuatro días inmerso en ese horrible estado sobre el madero. La hemorragia de las manos cesaba en seguida y no era mortal. La verdadera causa de la muerte era la posición antinatural del cuerpo, que provocaba espantosos trastornos circulatorios, terribles dolores de cabeza y mareos y, por último, la rigidez de los miembros. Los crucificados de complexión robusta morían de hambre. El objetivo principal de este cruel suplicio no era el de matar directamente al condenado a causa de unas lesiones determinadas, sino el de torturar al esclavo a través de sus manos, a las que no había sabido dar buen uso, y dejar que se pudriera en el madero.»
La lanzada tampoco provocaba la muerte; permitía comprobarla, conforme al Derecho romano. Así pues, la agonía sólo podía acortarse quebrando las piernas con palos o barras metálicas. En un notable artículo publicado en Le Monde el 9 de abril de 1966, el doctor EscoffierLambiotte destaca:
«El proceso de la muerte ha sido descrito por antiguos prisioneros de Dachau y por el doctor Hyneck, de Praga, que lo observaron, respectivamente, en el campo de concentración y, entre 1914-1918, en el ejército austro-alemán, cuando colgaban a los condenados a un poste por las manos. Las víctimas sólo podían respirar ejerciendo un movimiento de tracción con los brazos, lo que provocaba, al cabo de unos diez minutos, violentas contracciones de todos los músculos, en tanto que el tórax quedaba lleno de aire hasta la garganta y era incapaz de expulsarlo. En Dachau ataban pesos a los pies de las víctimas demasiado robustas, a fin de acelerar el proceso de asfixia e impedir la tracción de los brazos…»
La crucifixión se practicaba en Fenicia, Persia, Macedonia y otros muchos lugares. Diodoro de Sicilia relata que la reina Cratesípolis ordenó crucificar a una treintena de agitadores y que luego reinó sin sobresaltos sobre los habitantes de Sición (XIX, cap. 67). Por su parte, Demetrio hizo crucificar a veinticuatro personas en Aegium ante las puertas de la ciudad (XX, cap. 103). Estos ejemplos fueron ampliamente seguidos, pero los romanos dieron una expansión considerable al castigo, sobre todo en razón de las masas de esclavos que precisaban. De Nerón a Constantino, se lo aplicaron a los cristianos, ansiosos por conseguir la palma del martirio sufriendo el mismo suplicio que su divino Maestro.
El instrumento adoptaba formas muy diversas, minuciosamente descritas por Justo Lipsio en su De Cruce (Amberes, 1595). Esta obra, extremadamente seria y cuyos datos proceden de las mejores fuentes arqueológicas, nos explica que, aparte de la tau y la cruz en altar, existían la cruz commissa, con tres brazos, la crux immissa, que tenía cuatro, y la crux decussata, en forma de X, en la que fue clavado san Andrés. El suplicio que sufrió san Pedro era el reservado a los sediciosos. En un hermoso arranque de oratoria, 1 san Juan Crisóstomo exclama:
«Pedro, a ti te fue concedido gozar de Cristo en el árbol y tuviste la suerte de ser crucificado como lo fue tu Maestro, aunque no con la cabeza alta como el Señor Cristo, sino inclinada hacia el suelo como alguien que viajara de la tierra al cielo. ¡Benditos sean los clavos que atravesaron esos miembros sagrados!» (homilía sobre el pastor de los Apóstoles).
También se crucificaba a las mujeres. Santa Maura hubo de sufrir, totalmente desnuda, los improperios del anfiteatro, y santa Benedicta prefirió la cruz al himeneo con un pagano. La crucifixión con fines penales desapareció por completo de la escena occidental tras la caída del Imperio romano. La pretensión de aplicar a un cualquiera el suplicio de Cristo, cuya representación aparecía por doquier, se convirtió entonces en una blasfemia. ¿Acaso no disponían los jueces del recuerdo del sufrimiento de los mártires y de los recursos de la imaginación? A fe que recurrieron a ella a fondo…

La crucifixión resurgió en España en el siglo XIX, durante la guerra de la Independencia. Y en nuestra época, las tropas hitlerianas martirizaron a los judíos en la Unión Soviética, tal como antaño fueron martirizados los mercenarios de Cartago y los compañeros de Espartaco. En la guerra de la Vendée, los chuanes se contentaron con clavar a sus enemigos en puertas y árboles:
«Los bandidos fueron los primeros en iniciar el ciclo de asesinatos y matanzas. Machecoul fue el primer teatro donde se representaron estas escenas de horror. Allí, los bandidos destrozaron y descuartizaron a 800 patriotas; los enterraron estando aún vivos; no hicieron más que cubrir sus cuerpos; dejaron al descubierto sus brazos y sus piernas; ataron a sus mujeres y las obligaron a asistir al suplicio de sus maridos; después, las clavaron vivas, a ellas y a sus hijos, en las puertas de sus casas y las mataron pinchándolas miles de veces. El cura constitucional fue ensartado y paseado así por las calles de Machecoul, tras haber mutilado las partes más sensibles de su cuerpo; lo clavaron, aún vivo, en el árbol de la libertad. Un sacerdote vendeano, Prioul, celebró una misa entre la sangre y los cadáveres mutilados» (Rapport Garnier, 1793).