MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, Las Hogueras Medievales

Las hogueras medievales
A comienzos de la Edad Media, la hoguera en que eran quemados los herejes y los brujos adoptó dos variantes. El primer método consistía en atar al condenado a un poste, alrededor del cual se apilaban haces de leña; de este modo se podía contemplar al condenado desde lejos mientras las llamas se elevaban hacia el cielo. Los inquisidores españoles y el duque de Alba gustaban de este procedimiento, que, en su opinión, estimulaba singularmente la imaginación de los espectadores. En el segundo método, más clásico por así decirlo, se rodeaba de haces de leña a la víctima, la cual no era colocada sobre la hoguera sino introducida en ella; luego, el verdugo mostraba sus restos al pueblo. Esta hoguera se destinaba a los herejes y las brujas: a despecho de las imágenes de la iconografía popular, los templarios, Jean Huss y Juana de Arco sufrieron este tipo de muerte por asfixia, que una obra anónima del siglo XVIII describe con detalle:
«Se empieza por clavar un poste de siete u ocho pies de altura, alrededor del cual, dejando espacio suficiente para un hombre, se dispone una hoguera cuadrada alternando haces de leña, troncos y paja; alrededor de la base del poste se coloca también una hilera de haces de leña y otra de troncos, cuya altura llegue aproximadamente hasta la cabeza del reo; se deja un espacio libre que permita llegar hasta el poste. Cuando llega el criminal, se le desnuda, se le pone una camisa impregnada de azufre y se le hace entrar por el espacio que se ha dejado libre entre las hileras de haces y troncos que rodean la base del poste. Una vez allí, se le coloca de espaldas al citado poste, se le ata una cuerda al cuello, se le ligan los pies y se le rodea el cuerpo con una cadena de hierro; estas tres ataduras rodean al hombre y el poste. A continuación, se termina la hoguera, tapando con leña, troncos y paja el lugar por el que ha entrado la víctima, de tal modo que ésta queda totalmente oculta; entonces, se prende fuego a la hoguera.
»Hay un medio para que el condenado no sienta el dolor provocado por el fuego, que normalmente se aplica sin que éste se dé cuenta. Es el siguiente: como los ejecutores utilizan para preparar la hoguera unos garabatos de barquero de dos pinchos, uno recto y el otro en forma de gancho, se atraviesa con uno de ellos la hoguera que rodea a la víctima, de modo que el pincho quede situado frente a su corazón. Apenas se ha prendido fuego, se empuja con fuerza el mango del garabato y el pincho atraviesa el corazón del reo, que muere en el acto. Si está dispuesto que sus cenizas sean aventadas, en cuanto es posible acercarse al lugar donde se hallaba, se va allí, se recogen con una pala unas cenizas y se lanzan al aire.»
En ocasiones, el verdugo recibía la orden de agarrotar al condenado justo en el momento de prender la hoguera. Si, en el último momento, el humo se lo impedía, la agonía de la víctima era espantosa. En 1726, Catherine Hayes, que había envenenado a su madre y luego descuartizó el cadáver, tardó tres horas en expirar. Su caso dista mucho de ser el único: las brujas no acababan nunca de morir y el sufrimiento de los herejes se prolongaba como por placer. Otro método de quemar a la gente (en particular, los judíos) consistía en arrojar al condenado a un foso lleno de ramitas, pez y troncos. Este método, muy utilizado en la Alemania medieval, sobrevivió hasta la época de los campos de exterminio, pero hay razones para creer que es de origen francés. En efecto, durante el reinado de Felipe el Largo se acusó a los judíos de haberse asociado con los leprosos y con el diablo para envenenar los manantiales de agua potable. En Chinon, dice Michelet, cavaron un día un gran foso y quemaron en él a ciento sesenta hombres y mujeres:
«Muchos de ellos saltaban al foso entre cánticos, como en una celebración. Algunas mujeres hicieron arrojar a sus hijos antes que ellas, temerosas de que se los arrebataran para bautizarlos. En París, quemaron sólo a los culpables…»
Según dice Herodoto en Historias (libro IV, capítulo 69), los escitas utilizaban un tipo de hoguera muy original para ajusticiar a los falsos adivinos:
«Se les hace morir de la manera siguiente: se llena de troncos pequeños un carro, al cual se uncen unos bueyes; se coloca en él a los adivinos, atados de pies y manos, amordazados y rodeados de leña; se prende fuego y, a continuación, se azuza a los bueyes, asustándolos para activar su huida. Unas veces, los animales son devorados por las llamas con los adivinos; otras, llenos de quemaduras, huyen cuando el timón ha sido consumido por el fuego.»

Así pues, al norte del Ponto Euxino costaba muy caro equivocarse acerca del curso de los astros o de la evolución de las afecciones de la realeza. Claro que no eran más considerados en Japón, donde los condenados perecían metidos en cestos de mimbre, similares a los que los galos disponían en honor de sus dioses. En Civilisations inconnues, obra escrita en 1863, Oscar Commettant describe el suplicio en estos términos:
«Se mete a la víctima en un recipiente de mimbre, lo bastante tupido para que las llamas alcancen la carne con dificultad y a través de unos estrechos intersticios; luego, se arroja el cesto al fuego. Al cabo de unos segundos, cuando el mimbre medio consumido deja penetrar el aguijón de la llama, mil quemaduras, al principio superficiales y a los pocos momentos insoportables, comienzan a torturar de un modo horrible al condenado. Enloquecido por el dolor, éste salta instintivamente en el interior del cesto, y cada movimiento recibe los aplausos de la multitud, que se cree ante un espectáculo. Hay risas, comentarios y elogios, hasta que el cesto queda inmóvil, es decir, hasta que la víctima ha muerto asfixiada.»
También en Extremo Oriente, poco antes de la primera guerra mundial, los chinos, aprovechando los últimos progresos de la técnica, habían ideado otro método expeditivo para quemar a los culpables. «Se obliga al condenado a beber dos litros de petróleo — explica J. Avalon en un artículo titulado “Monsieur de Pékin” — y se le introduce una larga mecha que prácticamente llega hasta el estómago. Luego, se enciende la mecha: el petróleo se inflama y la víctima, escupiendo un inmenso chorro de fuego, literalmente estalla» (Aesculape, junio de 1914).
En la conquista de Argelia, el coronel Pélissier se distinguió por ordenar quemar en una caverna de la Garganta del Dahar, en la Cabilia, a hombres, mujeres y niños. Bugeaud defendió a capa y espada de los ataques de la «prensa canallesca» al autor de esta acción que, en junio de 1845, ocasionó sólo 760 muertes y dio a los franceses enorme popularidad. Ante tales hechos, ¿cómo censurar a las tropas alemanas por el salvajismo que demostraron en Lieja en 1914, o a los norteamericanos por su actuación en Vietnam? Los polinesios, al menos, tenían la excusa de que asaban a los vencidos para comérselos.  ¿Y los musulmanes? ¿Son acaso más civilizados? No, a juzgar por el ejemplo siguiente, que se refiere al suplicio del «chámgát», practicado en Egipto a principios del siglo XIX:
«He aquí la espantosa descripción que hace el jeque Mohammed ibn-Omar el-Tonsy: se cogía una gran vasija de tierra cocida, poco profunda, y se llenaba de estopa untada con pez y alquitrán. Hecho esto, se traía al condenado, se le ataban los brazos a un largo palo que, pasando sobre el pecho, llegaba hasta la punta de los dedos y, en el cuello, se le ponía una anilla de hierro de la que pendían cuatro o cinco largas cadenas.
»Acto seguido, se vestía al desdichado con unas ropas untadas de resina y se le hacía sentar en la vasija de tierra, fuertemente sujeta a la silla de un camello; a continuación, se colocaban varias mechas resinosas encendidas a lo largo del palo, que mantenía extendidos los brazos del condenado. El rostro de la víctima también era untado con pez y alquitrán y se le prendía fuego: espantosos gemidos atestiguaban los horribles sufrimientos que soportaba. Se paseaba este lamentable cortejo por las calles de la ciudad, los mercados y las plazas públicas.
»Estas atrocidades, practicadas particularmente en tiempos de los mamelucos, provocaban un profundo terror en la población. La última víctima que sufrió en El Cairo la pena del “chámgát” fue una mujer llamada Djindyah, que había cometido varios asesinatos» (Citado por Fernand Nicolay en Histoire sanglante de l’Humanité, pp. 131-132).

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