MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, La Horca

La horca
A juzgar por lo que se dice, el colgamiento no tiene nada de desagradable en comparación con los suplicios que acamabos de describir. Todos los que, por accidente o por suerte, escaparon a la muerte, han conservado un recuerdo agradable. Provoca la erección y, con frecuencia, la expulsión de semen, que hace las delicias de los libertinos y los pintores de escenas amorosas.
Los judíos colgaban a los idólatras y los blasfemos, y también los cadáveres de los criminales. Dirigiéndose a Moisés, el Eterno exclama: «Reúne a todos los príncipes del pueblo, y cuelga a éstos del patíbulo ante Yavé, cara al sol…». Y Moisés, por su parte, insta a los jueces de Israel: «Matad a cualquiera de los vuestros que haya servido a Baal Fogor» (Números, XXV, 4-5).
En Roma, rara vez colgaban a los ciudadanos por el cuello, sino por los pies, los brazos o los pulgares, y a menudo ponían pesos en las partes del condenado que no estaban en contacto con la cuerda. San Gregorio de Armenia fue atado por un pie y san Antonio de Nicomedia por un brazo En la Galia, cuando colgaban a alguien por lo brazos, le ataban pesos en la parte inferior 4 las piernas y los dejaban caer de golpe. A veces los esclavos eran colgados por el cuello de árbole estériles, como el olmo, el aliso o el álamo, con sagrados a las divinidades infernales. «Erant au tem infelices arbores», escribe Plinio en su Histo ria Natural (Libro XXVI), más preocupado pe el bosque que por la carne viva cubierta por u sombrío velo.
Durante la Edad Media se mantuvo esta cos tumbre con los plebeyos acusados de bigarnil robo, infanticidio y deserción. (El hecho de qu Enguerrand de Marigny y Olivier-le-Daim fu( ran colgados por el cuello hasta morir, constitt ye una excepción.)
Enviar cartas anónimas que contuvieran arru nazas de muerte conducía a la horca. En el Jou, nal de Barbier se lee:
«El 12 de abril de 1726 fue colgado por clec sión del Chátelet, confirmada por sentencia, 1 cocinero del señor de Guerchois, consejero de Estado, que le había escrito cartas anónimas a su señor diciéndole que, si no dejaba un saco de luises en una ventana de la calle, lo asesinaría. El asunto no se llevó en secreto, apostaron gente de vigilancia en la calle y, a continuación, colocaron un saco lleno de monedas. El cocinero, sabedor de los preparativos, escribió tres cartas diferentes al señor de Guerchois, diciéndole que un día en el Pont-Neuf, al regresar de una cena, se había librado porque iba muy bien acompañado, pero que tarde o temprarno caería si no le pagaba. Era difícil descubrir al autor de la carta. No sé qué fatalidad hizo que se les ocurriera despedir al cocinero. La señora de Guerchois, al pagarle, le pido un recibo, y él cometió la torpeza de dárselo. A la señora le sorprendió el parecido de la letra con la de las cartas y se rindió a la evidencia. Hicieron arrestar al cocinero, el cual fue colgado.
»Al pueblo y a muchas otras personas les pareció excesivamente riguroso quitarle la vida a un hombre que no había matado ni robado y que jamás había cometido una acción. El populacho mostró su resentimiento rompiendo los cristales de casa del señor de Guerchois… Pero considerandolo con calma, como el caso era nuevo, se obro correctamente al colgarlo para dar ejemplo, sobre todo teniendo en cuenta que era un sirviente y que no se puede comprar la tranquilidad pública.»

También se colgaba a los adúlteros y a sus cómplices en horcas, patíbulos con varios pilares entre los cuales destaca el de Montfaucon, que se hizo célebre gracias a Villon y Coligny. Victor Hugo dice:
«Aquel monumento proyectaba un horrible perfil en el cielo; sobre todo por la noche, cuando la luz de la luna iluminaba aquellos cráneos blanquecinos, o cuando el viento zarandeaba cadenas y esqueletos en la oscuridad. La presencia de aquel patíbulo bastaba para convertir todos los alrededores en lugares siniestros.»
Hasta finales del siglo XVIII, aproximadamente, el ahorcamiento estuvo muy en boga. Se erigían horcas no sólo en toda Europa, sino también en las tierras recién colonizadas. La visita a los patíbulos constituía un solaz, una distracción. Tanto los reyes como las muchachas ávidas de sensaciones y las brujas, que acudían en busca de mandrágora o a cortar la cuerda benefactora, se entretenían con estos paseos campestres. La obra anónima que hemos aludido a propósito de la hoguera, describe así el colgamiento:
«Al criminal se le cuelga rodeándole el cuello con tres cuerdas: las dos to tous s, que son cuerdas del grosor del dedo eñiqu- . a una de ellas con un nudo corredizo, el jet, que sólo sirve para ayudar a que la v’cti a caiga de la escalera.
»El criminal sube a la carreta del ejecutor y se sienta sobre una tabla, de espaldas al caballo y acompañado de un confesor y del ejecutor, que se sitúa detrás de él. Cuando llegan a la horca, en la que se apoya una escalera, sube primero el verdugo andando hacia atrás y, utilizando las cuerdas, ayuda a subir al criminal. A continuación asciende el confesor y, mientras exhorta a la víctima, el ejecutor ata las tourtouses al brazo de la horca y, cuando el confesor empieza a descender, el verdugo, dando un golpe con la rodilla y ayudado por el jet, le quita la escalera a la víctima, la cual queda suspendida en el aire. Los nudos corredizos de las tourtouses le ciñen el cuello; entonces, el ejecutor, sosteniéndose con las manos a los maderos de la horca, trepa con las manos atadas de la víctima y a fuerza de patadas y golpes en el estómago, termina el suplicio con la muerte.»
El procedimiento es de una mortificante vulgaridad, de modo que parece preferible el de la trampilla. En las ciudades británicas, dice el Gran Diccionario Universal del siglo XIX, «la ejecución se lleva a cabo en un balcón de la prisión que da a una plaza; se sitúa al condenado sobre una trampilla y, cuando llega el momento, ésta se abre por medio de un muelle y el desdichado queda suspendido en el aire». Esta forma de actuar evita a la víctima interminables preparativos y un angustioso paseo hacia el lugar de la ejecución. Pero ¿es éste el efecto buscado en todos los casos? Cabe ponerlo en duda si pensamos en la publicidad que se da a las ejecuciones en Arabia Saudita y el Congo. Los suplicios que se infligían en China eran atroces: colgada por la mandíbula a las paredes de la canga, la víctima sentía cómo el suelo se iba hundiendo poco a poco bajo sus pies. En Turquía se le dejaba la mínima capacidad de movimiento necesaria para prolongar la agonía. El Gran Diccionario Universal del siglo XIX especifica que el instrumento ejecutor está compuesto por dos postes, unidos en la parte superior por un travesaño:
«Se sitúa a la víctima, que lleva una cuerda al cuello, entre los dos postes; se lanza por encima del travesaño uno de los extremos de dicha cuerda, se iza al condenado hasta que se halla a unos pies del suelo y se ata la cuerda. La víctima, que tiene los brazos libres, puede retrasar la muerte sosteniendo la cuerda por encima de su cabeza, pero las fuerzas no tardan en abandonarle y se deja caer para siempre» (tomo XII, p. 539)

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, El despedazamiento

El despedazamiento
En lugar de serrarlos, también se pueden cortar los miembros con un hacha, un cuchillo, un sable o una hoz; es más lento, pero provoca mayor placer en los espectadores. La sección de órganos reviste un carácter erótico cuando se trata, por ejemplo, de la ablación de los pechos. ¡Cuántas miradas ávidas debieron de clavarse en los pechos de las mártires cristianas, de las santas Pelagia, Bárbara, Ágata y Casilda! ¡Qué saña en hacer caer aquellos bellos frutos, aquellos ornamentos de una virginidad consagrada! ¡Cuánta sangre derramada por vientres y muslos, expuestos a las burlas de una masa furiosamente excitada! Al dolor, se añade un sentimiento de degradación, una impresión de ignominia. ¿En qué se convierten una mujer privada de sus pechos o un hombre castrado? La mutilación adquiere un carácter moral, espiritual, cuando la mujer es castigada en sus partes más atractivas. Si ha utilizado sus encantos para pecar o ha hecho de ellos motivo de celos y concupiscencia, ha de ser castigada, como lo fueron Juana de Nápoles o las favoritas de Muley Ismaél, aquel rey de Marruecos que hizo cortar los pechos «a algunas mujeres de su harén ordenándoles que los pusieran en el borde de un cofre, cuya tapa dejaron caer violentamente dos eunucos…» (padre Dominique Busnot, 1714).
Tratada a tiempo, la ablación de los pechos se convierte en un incremento del castigo; en la mayoría de los casos, las cristianas escaparon a la hemorragia para caer en otros dolores. De origen oriental y lejano, el despedazamiento fue practicado en Egipto, en Persia, entre los asirio-babilonios y en China. Sabemos que Nahucodonosor quiso despedazar a los magos caldeos porque eran incapaces de interpretar un sueño que le atormentaba (Daniel, II, 5). La mitología también menciona a Basilisco, que fue cortado a trozos por haberse negado a ofrecer sacrificios a Apolo. Los chinos elevaron el suplicio a la categoría de sublime al ordenar el despedazamiento lento de las mujeres adúlteras y los regicidas. Se desnudaba al condenado, al que según la costumbre debía cortarse «en diez mil trozos», y en primer lugar se le arrancaban los pechos y los músculos pectorales. Después se practicaba la escisión de los músculos de la cara anterior de los muslos y la de la cara exterior de los brazos.

Cuando podían, los parientes pagaban al verdugo una fuerte suma para que embotara los sentidos del condenado con opio o eligiera, como por azar, entre ocho cuchillos, el más adecuado para alcanzar su corazón lo antes posible. Los prisioneros pobres sufrían la tortura hasta el final, y ni siquiera la muerte ponía fin al espectáculo, ya que desarticulaban los restos del cadáver (cf. Matignon, Dix ans aux pays du Dragon, pp. 263 y siguientes).
Este suplicio aún se aplicaba en Pekín a principios de nuestro siglo y fue infligido a Fu-ChuLi, asesino de un miembro de la familia imperial. Por insigne favor no se llevó a cabo la cremación de los restos del condenado, cuyo fin, descrito por Louis Carpeaux, pone los pelos de punta:


«El Señor de Pekín, impasible, avanza con un cuchillo en la mano.
»El condenado sigue con la mirada el acero que corta su tetilla izquierda. Crispado por el dolor, abre la boca, pero no tiene tiempo de gritar, pues, con un golpe brusco, el verdugo le secciona la tráquea…
»El condenado se crispa en su poste, con un aspecto más espantoso que el de Cristo crucificado, sin poder gritar, tal como exigen los ritos.
»Entonces, la tetilla derecha es cortada en un abrir y cerrar de ojos. Los ayudantes presentan un nuevo cuchillo: el verdugo, con mano firme, corta los bíceps, uno tras otro…
»Mientras el desdichado Fu-Chu-Li se contrae horriblemente, el Señor de Pekín, con gesto rápido y seguro, extrae toda la masa muscular de los muslos, que va a parar a un cesto ensangrentado por la carne ya arrojada en su interior…
»En ese momento la cabeza cae; el coma se refleja en el rostro convulso. En seguida la emprenden con el codo izquierdo: dos ayudantes lo parten mediante torsión del antebrazo, y el inmenso dolor reaviva por un momento al moribundo…
»De repente se produce un incidente trágico… Con un impulso enorme, la multitud parece arrojarse sobre la desgraciada víctima; el verdugo y sus ayudantes son arrinconados junto al poste fatal, que casi es derribado con su tronco mutilado…
»El Señor de Pekín, agarrando enérgicamente un jirón de carne ensangrentada del cesto, azota los rostros de la multitud asustada…» (Pékin quis’en va, 1914).

 

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Del Museo de los Suplicios, El empalamiento

El empalamiento
En las antípodas de la cabeza, el empalamiento afecta una parte determinada del cuerpo que se considera vergonzante. Si la decapitación impresiona, el palo hace sonreír, pues no se ve de él más que su aspecto agradable. Voltaire, en quien otros suplicios suscitaban la más viva irritación, lo ensalzaba. Y su opinión es ampliamente compartida, gracias a los cuentos obscenos y las historias escabrosas. Muchas personas piensan que el empalamiento no debe desagradar en absoluto a los sodomitas, cuya perversidad les lleva a utilizar rábanos o mangos de escoba. El Gran Diccionario (tomo XII, p. 45) dice:
«El suplicio del palo o empalamiento, uno de los más horribles que la crueldad humana haya inventado, consiste en atravesar al condenado con un palo de madera, cuya punta se hace penetrar por la base. Para empalar, se tumba a la víctima en el suelo, boca abajo, con las piernas atadas de modo que queden separadas y las manos sujetas a la espalda. Para impedir cualquier movimiento que pueda molestar al verdugo en el cumplimiento de sus funciones, se le colocan unos arneses de asno, sobre los que se sienta uno de los ayudantes. Tras haber untado los conductos con grasa, el verdugo empuña el palo con ambas manos, lo hunde tan profundamente como puede y, con ayuda de un mazo, lo hace penetrar unos cincuenta o sesenta centímetros. A continuación, se clava el palo en el suelo y la víctima es abandonada a sí misma. Sin tener donde asirse, el desdichado es arrastrado sin cesar por el peso de su propio cuerpo, de modo que el palo penetra cada vez más, hasta que acaba por asomar por la axila, el pecho o el vientre. La muerte tarda en poner fin a los sufrimientos del torturado. Algunos vivieron hasta tres días en esta posición; la rapidez en morir varía, según la constitución del individuo y, sobre todo, la dirección en que se haya introducida el palo. Este hecho tiene una explicación muy sencilla. En efecto, debido a una crueldad espantosamente refinada, se procura que la punta del palo no esté afilada, sino que sea más bien roma, pues de no ser así, al atravesar todos los órganos que encuentra a su paso provocaría una muerte rápida; en cambio, al ser redonda, en lugar de atravesar los órganos los empuja y desplaza, y penetra sólo en los tejidos blandos. De este modo, como los órganos vitales resultan poco lesionados, es posible mantener a la víctima con vida por cierto tiempo, a pesar de los horribles dolores que produce la compresión de los nervios. La dirección que se da al palo también influye en gran medida en la duración del suplicio, ya que es evidente que si, en lugar de clavarlo en el sentido del eje del cuerpo, penetra en dirección ligeramente oblicua, en vez de salir por el pecho o la axila no hará más que atravesar el abdomen; además, si no penetra en la cavidad torácica no puede lesionar los órganos vitales, y la existencia puede entonces prolongarse por mucho más tiempo que en caso contrario.»
El origen del palo es indiscutiblemente oriental. Para aterrorizar al enemigo al que asediaban, los asirios solían empalar a los prisioneros por el centro del cuerpo, justo por debajo del esternón. El palo se presentaba entonces como un largo poste que se veía desde lejos, tal como más adelante se verían las cruces de cartaginenses y romanos. Todos esos pueblos practicaban la táctica del terror para sembrar el pánico entre la población civil; táctica que luego sería utilizada en las matanzas de prisioneros.
El empalamiento podía obedecer a otros móviles, como, por ejemplo, una interpretación errónea de los sueños, que hizo merecedores de este tipo de muerte a los magos culpables de haber permitido a Ciro que partiera de la corte de Astiages (Herodoto, I, 128); la traición, por la que fue castigado el rey de Libia, Inaros (Tucídides, I, 90); o la venganza, que motivó los suplicios infligidos a Leónidas, a Eduardo II de Inglaterra y al asesino de Kléber.
Tras la batalla de las Termópilas, Jerjes ordenó que le cortasen la cabeza a Leónidas y empalaran su cadáver. Según Herodoto (VII, 238), Leónidas fue, en vida, el hombre que más suscitó la cólera de Jerjes, y «de no haber sido por ello, éste jamás hubiera hecho que su cadáver sufriera semejantes ultrajes sacrílegos, pues, que yo sepa, no hay hombres que superen a los persas en el respeto tradicional a la virtud guerrera». Pausanias, vencedor en Platea, se negó a infligir el mismo ultraje al cadáver de Mardonio, sólo para no actuar como los bárbaros (Herodoto, IX, 78).
El pobre Eduardo II, que tuvo la desgracia de casarse con una mujer enérgica sin dejar por ello de frecuentar la compañía de bellos muchachos, fue empalado vivo. Como resistía los ultrajes y se negaba a suicidarse, sus asesinos lo atravesaron con un cuerno que contenía una barra incandescente. «Lo afeitaron con agua fría —escribe Michelet — y lo coronaron con heno; por último, como se obstinaba en vivir, le echaron encima una pesada puerta y presionaron con fuerza sobre ella; luego, lo empalaron con un hierro al rojo metido, dicen, en el interior de un asta, para matarlo sin dejar rastro. El cadáver fue expuesto a la vista del pueblo; se le entregó con honores y se celebró una misa en su honor. No se veían las huellas de ninguna herida, pero los gritos se habían oído, y el rictus del rostro denunciaba la horrible invención de los asesinos.»
El tío del rey de Iraq, cuyos gustos eran similares a los de Eduardo II de Inglaterra, fue castigado también «por do más pecado había» en 1958.

John Maltravers, que dirigió la ejecución de Eduardo, aplicó a éste una variante del suplicio empleado en China, donde colocaban la barra al rojo en un estuche de bambú. ¿Usaban quizá los orientales el bambú para crear cierta ilusión en la víctima?
No se tuvieron tantas delicadezas con el sirio Solimán, ejecutado en El Cairo en 1800, tras el asesinato de Kléber. El Consejo de Guerra francés lo condenó a que le quemaran la mano y a morir empalado. El verdugo Barthélémy, que hubo de estudiar la mejor manera de proceder, «tumbó a Solimán boca abajo, se sacó un cuchillo del bolsillo, le hizo una amplia incisión en el ano, acercó el extremo del palo y lo hundió a mazazos. Luego, ató los brazos y las piernas del reo, levantó el palo y lo introdujo en un agujero previamente preparado. Hasta aquel momento, Solimán no había dicho ni una palabra. Entonces, dirigiendo su mirada a la multitud, comenzó a pronunciar en voz alta la fórmula musulmana: “¡No hay más Dios que Alá, y Mahoma su profeta!”. Recitó unos versículos del Corán y pidió que le dieran algo de beber. Un soldado, que permanecía al pie del palo, se dispuso a darle agua. “Guárdate mucho de hacerlo —le dijo Barthélémy, reteniéndolo — , moriría en seguida.” Solimán vivió aún cuatro horas, y tal vez habría vivido más si, después de irse Barthélémy, el soldado, movido por la compasión, no le hubiera dado de beber. A los pocos momentos, expiró». (Relato de Claude Desprez.)

Turcos, persas y siameses aplicaron este suplicio casi siempre de este modo. En Argel, en cambio, los dey hacían colgar a los condenados de unos ganchos clavados en los muros de sus palacios. A falta de murallas, los colonos británicos erigían horcas provistas de ganchos en los que colgaban a los esclavos rebeldes. Por su crueldad, este castigo recuerda mucho al famoso «barco» de los persas de la antigüedad:
«El hombre al que se tortura es colgado por la axila o por el hueso del pecho a un gancho clavado en una horca. Está prohibido, y se castiga con duras penas, procurarle ningún tipo de alivio. Durante el día permanece expuesto, bajo un cielo sin nubes, a los rayos candenes de un sol casi vertical; y por la noche, al frío y la humedad propios de este clima. La piel desgarrada atrae a enjambres de insectos que acuden para alimentarse con su sangre, y el desdichado expira lentamente, atormentado por el hambre y la sed… Estos infortunados africanos tienen una constitución tan robusta, que algunos soportan diez o doce días esos horribles tormentos antes de que la muerte acabe con ellos… Si se necesita semejante código, las colonias son la vergüenza y el azote de la humanidad; si no se necesita, supone la vergüenza de los propios colonos» (Bentham, Théorie des peines et des récompenses, 2.a ed., 1818, tomo 1, p. 281
Los rusos eran menos crueles, pues, hasta finales del siglo XVII, aproximadamente, en vez de dirigir el palo hacia la axila, atravesaban al condenado desde el ano hacia el corazón, con lo cual la muerte sobrevenía con mayor rapidez.

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, LA DECAPITACION

Al contrario de lo que sucede con los castigos precedentes, la decapitacion se ha considerado siempre como un suplicio elegante, al menos en-nuestro entorno. El hacha estaba reservada a los nobles y los aristócratas: a los hijos de Bruto, a san Pablo en su calidad de ciudadano romano, a Ana Bolena, a Carlos I, al conde de Egmont, a Cinq-Mars y a Thou. Es un instrumento que resulta bastante difícil de manejar, pues requiere rapidez visual y unos brazos tan hábiles como fuertes. En el curso de la Historia abundan las ejercuciones frustradas debido a la deficiencia física de los verdugos y a su repugnancia a cortar determinadas cabezas. El mariscal de Biron, que conspiraba con Saboya y España, en ningún momento creyó (ni aun estando en el cadalso) que el rey quisiera su muerte. El verdugo tuvo que decapitarlo por sorpresa, tras haberle asegurado que no lo haría antes de que acabara su plegaria.
«Si el verdugo no hubiese utilizado ese ardid, aquel miserable e irresoluto hombre se habría incorporado de nuevo; de hecho, la espada le seccionó dos dedos al levantar él la mano para aflojarse la venda de los ojos por tercera vez. La cabeza cayó al suelo, de donde fue recogida para ser envuelta en un sudario blanco junto con el cuerpo, que aquella misma noche fue enterrado en Saint-Paul» (L’Estoile, Journal, año 1602).
Cuarenta años más tarde ejecutaron a CinqMars por las mismas razones; él también estaba convencido de que la amistad, o más bien el amor, que le profesaba Luis XIII lo salvaría del cadalso. Un testigo ocular escribe:
«El señor de Cinq-Mars, sin venda en los ojos, colocó cuidadosamente el cuello sobre el tajo; dirigió el rostro hacia la parte anterior del cadalso, asió fuertemente el tajo con, ambos brazos, cerró los ojos y la boca y se dispuso a esperar el golpe, que el verdugo le asestó lenta y pausadamente… Al recibir el golpe, profirió en voz alta una exclamación que quedó ahogada por su propia sangre; alzó las rodillas como si quisiera levantarse y volvió a caer. Como la cabeza no había quedado totalmente separada del cuerpo, el verdugo pasó por detrás a la derecha del condenado, tomó la la cabeza por los cabellos con la mano derecha y sesgó con su cuchilla la parte de la tráquea y de la piel del cuello que no estaban cortadas; después arrojó sobre el cadalso la cabeza, que desde allí saltó al suelo, donde observamos que dio media vuelta y siguió palpitando durante cierto tiempo.»
En la antigua China, la decapitación presentaba un aspecto diferente. La ejecución se efectuaba de pie, y no de rodillas ante el tajo y los ayudantes del verdugo, y se decapitaba a los personajes influyentes, los altos magistrados y todos los que habían tenido el honor de inclinarse ante la sagrada persona del emperador. Este procedimiento resultaba tan eficaz como impresionante: baste pensar en la cabeza girando por los aires y en los borbotones de sangre brotando del cuello. En algunos países de Oriente continúa practicándose este método. En marzo de 1962, dos hombres que habían intentado asesinar al rey de Yemen fueron ejecutados así en la gran plaza de Taez.
El advenimiento al trono de los reyes de Dahomey iba acompañado de ceremonias monstruosas, entre las cuales la decapitación desempeñaba un papel importante e incluso preponderante. Un tal Euschard, comerciante invitado a la coronación de Behanzin, nos dejó este palpitante relato de las principales ceremonias:
«Me hicieron subir a una alta plataforma, ante la cual se alineaban dos hileras de cabezas humanas: ¡todo el suelo del mercado estaba bañado en sangre! Aquellas cabezas eran las de cautivos con los que habían practicado el arte infernal de la tortura… ¡Pero eso no era todo! Trajeron veinticuatro cestos; en cada uno de ellos había un hombre al que sólo se le veía la cabeza. Los alinearon por unos momentos ante el rey y, a continuación, los arrojaron uno tras otro, desde lo alto de la plataforma, a la plaza, donde la multitud, cantando, bailando y vociferando, se los disputaba, al igual que en otros lugares los niños se pelean por coger las golosinas de los bautizos. Todos los que tenían la suerte de atrapar a una víctima y cortarle la cabeza podían ir a cambiar su trofeo por una ristra de cauris que entregaban como prima. Por último, se celebró un desfile militar en el que participó todo el ejército, compuesto por cincuenta mil combatientes, diez mil de los cuales eran amazonas. Una vez finalizado el desfile, fueron martirizados tres grupos de cautivos, a los que les cortaron poco a poco la cabeza con cuchillos sin afilar para alargar el suplicio. De todos los espectáculos, ninguno tan espantoso como éste.»

La «humanidad» de la guillotina
Lo que incitó al doctor Guillotin a solicitar la supresión de la decapitación, no fue la práctica de semejantes horrores, sino un deseo de igualdad republicana. La idea en sí de la abolición de la pena capital ni se la planteaba este filántropo, que simplemente deseaba situar al mismo nivel el infamante colgamiento de los plebeyos y la decapitación de los gentileshombres. En Actes des Apótres, diario monárquico, se publicó:

Guillotin, médico, político, ¡una hermosa mañana imagina
que colgar es inhumano
y poco patriótico! Necesita
un suplicio
que, sin cuerda ni poste, despoje al verdugo
de su oficio.

El duque de Liancourt hizo que la Asamblea Constituyente votara la proposición de instaurar ese suplicio único al que el nombre del médico continúa vinculado. Guillotin afirmaba que con su máquina se podía hacer saltar la cabeza de un hombre en un abrir y cerrar de ojos y sin infligirle ningún sufrimiento. Y ensalazaba las ventajas de este sistema aduciendo unos argumentos que, a grandes rasgos, se puden resumir así:
—delitos iguales son castigados con una pena igual, sean cuales fueren el rango y la situación del culpable;
—el suplicio no varía jamás;
—como el crimen es personal, la familia del que padece el suplicio no es perseguida;
—nadie tiene derecho a reprochar a otro el suplicio sufrido por algún pariente;
—no se lleva a cabo confiscación de bienes;
—el cuerpo de la víctima podrá ser devuelto a la familia.
Cierto que la guillotina, en la que se debería haber pensado antes, señala un enorme progreso en comparación con la gama de suplicios aplicados con anterioridad. Sin embargo, por desgracia, se hizo un uso excesivo de ella durante la época del Terror. Desde que existe, esta curiosa máquina ha fascinado a los criminales. ¿Será la visión de la sangre lo que les atrae? ¿O quizá el brillo de la cuchilla? Lo cierto es que numerosos émulos de Lacenaire, sobre el que la cuchilla se abatió a indecisas sacudidas, han deseado dormir con la Viuda:

Te saludo, mi bella prometida,
a ti, que muy pronto debes estrecharme entre
[tus brazos! ¡A ti dedico mi último pensamiento,
pues contigo estuve desde la cuna!
¡Yo te saludo, oh, guillotina, expiación

último artículo de la ley,
que sustrae el hombre al hombre y lo
[devuelve, limpio de crimen, al seno de la nada, mi esperanza y mi fe!