DEMONOLOGIA

SAKAR

urlSAKAR Genio infernal que según el Thai-mud se apoderó del trono de Salomón. Des­pués de haber tomado a Sidonia y muerto al rey de esta ciudad, Salomón se elevó a su hija Terada que llegó a ser su favorita, y como continuamente deploraba la muerte de su pa­dre, mandó al diablo que construyese su ima­gen para consolarla: pero esta estatua coloca­da en el aposento de la princesa llegó a ser el objeto de su culto y el de sus mujeres, así es que informado Salomón de esta idolatría por su visir Asat, rompió la estatua, castigó a su mujer y se retiró a un desierto donde se humilló delante de Dios, y sin embargo sus lágrimas y arrepentimiento no le salvaron de la pena que merecía por su falta. Este prín­cipe acostumbraba antes de entrar en el baño, entregar su anillo, del que dependía su corona a una de sus concubinas llamada Amina, y un día dirigióse Sakar a ella con las facciones del rey y recibiendo de sus manos el anillo, en fuerza de aquel talismán tomó posesión del trono, cambiando las leyes en ayuda siempre de la maldad, al propio tiempo que Salomón, cuyas facciones habían cambiado, desconocido a los ojos de sus vasallos, tuvo que andar errante pidiendo limosna. En fin después de cuarenta días, tiempo igual al en que se ha­bía adorado el ídolo en su palacio, fugóse el diablo y arrojó el anillo al mar, dándoselo a Salomón el pez, que se lo tragó al caer, quien lo encontró en sus entrañas. Recobrada la po­sesión de su reino, este monarca prendió a Sakar, le colgó una piedra al cuello y le pre­cipitó en el lago de Tiberiada.

 

DEMONOLOGIA

CABALA

16d49a76318011e2bfc622000a9d0dda_5CABALA Pie de la Mirándola dice que esta palabra, que en su origen hebraico signi­fica tradición, es el nombre de un hereje que escribió contra Jesucristo, y cuyos sectarios se llamaron cabalistas.
La antigua cabala de los judíos es, según algunos, una especie de masonería misteriosa, y según otros no es más que una explicación mística de la Biblia, el arte de hallar sentidos ocultos en la descomposición de los vocablos y el modo de obrar prodigios por la virtud de éstos, pronunciados de cierta manera. Esta maravillosa ciencia, si se cree a los rabinos, libra a los que la poseen de las flaquezas hu­manas, les procura bienes sobrenaturales, co­munícales el don de profecía, el poder de obrar milagros a su voluntad y el arte de con­vertir los metales en oro, o sea la piedra filo­sofal. Muéstrales también que el mundo sub­lunar no puede durar más que siete mil años, y todo lo que es superior a la luna, cuarenta y nueve mil. Los judíos conservan la cabala por tradición oral; creen que Dios la dio a Moi­sés al pie del monte Sinaí, y que el rey Salo­món autor de una figura misteriosa que llaman el árbol de la cabala de los judíos, ha sido muy sabio porque hacía talismanes mejor que otro alguno. Tostat, obispo de Avila, dice tam­bién que Moisés no hacía los milagros con la vara, sino porque en ella estaba grabado el gran nombre de Dios. Valderrama cuenta que los apóstoles hacían igualmente maravillas con el nombre de Jesús, y cita muchos santos cuyo nombre era capaz de resuscitar los muertos.
La cabala griega, inventada, según se dice, por Pitágoras y por Platón, renovada por los valentinianos, sacó su fuerza de la combina­ción de las letras griegas e hizo milagros con el alfabeto, precioso recurso que jamás se hu­biera poseído sin la invención de la escritura, y que nos prueba que en este mundo está todo rodeado de maravillas.
La grande cabala, o la cabala propiamente dicha en sentido moderno, es el arte de tratar con los espíritus elementales, y saca también mucha parte de su poder de ciertas palabras misteriosas. Explica las cosas más oscuras por los números, por el cambio de orden en las letras y por razones para las cuales los caba­listas no han formado regla alguna. He aquí cuales son, según éstos, los espíritus elemen­tales.
Los cuatro elementos son habitados cada uno por particulares criaturas mucho más per­fectas que el hombre, pero sometidas como él a las leyes de la muerte. El aire, ese espacio inmenso colocado entre el cielo y la tierra, tiene habitantes mucho más nobles que las aves y mosquitos; esos vastos mares encie­rran otros a más de los delfines y ballenas; las profundidades de 1 atierra so son tan sólo para los topos, y el elemento del fuego, más sublime aún que los otros, no ha sido hecho para permanecer inútil y vacío.
Las salamandras habitan su región; las síl-fidas el vacío del aire; los gnomos el inferior de la tierra, y las ninfas el seno de las aguas. Todos estos seres son compuestos de las más puras partes de los elementos que habitan. Adán, el más perfecto de todos ellos, era su rey natural; pero después de su falta, conver­tido en impuro y grosero, como dice el abate de Villars en el Conde de Gabalis, no tuvo máh semejanza con aquellas sustancias, perdió todo el imperio que sobre ellas gozaba y arrebató el conocimiento de las mismas a su desdi­chada posteridad.
Consolémonos no obstante; se han hallado en la naturaleza los medios de poseer este per­dido poder. Para recobrar la soberanía sobre las salamandras y tenerlas a sus órdenes, atrái­gase el fuego del sol por medio de espejos cóncavos, en un globo de vidrio; en él se for­mará un polvo solar que se purifica con él mismo y con los otros elementos, y si se come es excelentemente propio para enardecer el fuego que está en nosotros y convertirnos, por decirlo así, en materia ígnea. Entonces los ha­bitantes de la esfera del fuego se hacen infe-feriores a nosotros y nos tienen la misma amis­tad que a sus semejantes, y todo el respeto debido al que es después de su criador. Del mismo modo, para mandar a las sílfidas, a los gnomos y a las ninfas, llénese de aire, de tierra o de agua, un globo de cristal, y déjese bien tapado, expuesto al sol durante un mes. Cada uno de estos elementos, así purificados, es un imán que atrae los espíritus que les son propios.
Si uno toma de ello cada día durante al­gunos meses, verá bien pronto en los aires la república volante de subidas, las ninfas ve­nir en tropel a las orillas del agua y los gno­mos, guardianes de los tesoros y de las mi­nas, ostentar sus riquezas. Nada se arriesga en hacer amistad con ellos; hállaseles muy bue­nos, sabios, bienhechores y con temor de Dios. Su alma es mortal y no tienen la esperanza de gozar un día del Ser Supremo, a quien conocen y a quien adoran. Viven mucho tiem­po y no mueren hasta el fin de muchos siglos. Pero, ¿qué es el tiempo después de la eter­nidad?… No es imposible hallar un remedio a este mal, pues del mismo modo que el hom­bre por una alianza que con Dios ha con­traído ha sido hecho partícipe de la Divini­dad, las sílfidas, los gnomos, las ninfas y las es, que una ninfa o una sílfida es inmortal y capaz de la bienaventuranza a la que todos aspiramos, cuando es bastante dichosa para desposarse con un sabio, y un gnomo, o un sílfido cesa de ser mortal desde el momento en que toma por mujer a una hija de los hom­bres.
También estos seres acuden cuando noso­tros los llamamos. Por esto san Agustín ha tenido la modestia de no decir nada sobre los espíritus entonces llamados faunos o sátiros, y que perseguían a los africanos de su tiem­po, por el deseo de llegar a la inmortalidad aliándose con los hombres. Los cabalistas afir­man que las diosas de la antigüedad, las nin­fas que elegían amantes entre los hombres, los demonios Íncubos y sucubos, las hadas, que en los tiempos modernos prodigaban sus favores a la luz de la luna a algunos pastores dichosos, no son sino sílfidas, salamandras o ninfas. Añaden que las sobrinas de los curas no son otra cosa que espíritus elementares de la misma naturaleza, que quieren sin escán­dalo unirse a los hombres. Hay gnomos que prefieren morir antes que arriesgarse, hacién­dose inmortales, a ser tan desgraciados como los demonios.
El diablo es quien les inspira estos sen­timientos, y nada olvida para impedir a esas pobres criaturas el inmortalizarse por nuestra alianza.
Los cabalistas están obligados a renunciar a todo comercio carnal con las mujeres por no ofender a las sílfidas y a las ninfas, que son sus amantes. Además, ellas no son celo­sas la una de la otra, y un sabio puede in­mortalizar tantas como juzga a propósito, sin temor de hacerles ningún agravio. Sin embar go, como el número de los sabios cabalistas es muy limitado, no es extraño que las sílfidas y las ninfas se muestren algunas veces poco delicadas, y emplean toda suerte de inocen­tes artificios para inmortalizarse con nosotros.
A veces alguno creerá estar en los brazos de su esposa, y sin pensarlo se halla en los de una ninfa; tal mujer piensa abrazar a su ma­rido e inmortaliza a un salamandra; alguno imaginará ser hijo de un hombre y lo es de un sílfido, y una doncella juzgará al desper­tarse que es virgen, y ha dado en sueños lo que más quería.
Un joven señor de Baviera no podía de nin­gún modo consolarse de la muerte de su mu­jer, a quien amaba apasionadamente. Una síl-fida tomó la figura de la difunta y se presen­tó al desolado joven, diciendo que Dios la había resucitado para consolar su extrema aflicción. Vivieron juntos muchos años y tu­vieron hermosos hijos, pero el joven señor no era bastante hombre de bien para retener a la sílfida: juraba y decía con frecuencia pa­labras deshonestas; ella le advirtió varias ve­ces, pero al fin, viendo que sus avisos eran inútiles, desapareció un día, no dejándole más que su jubón y el arrepentimiento de no ha­ber seguido sus buenos consejos.
Muchos herejes de los primeros siglos mez­claron la cabala judía con las ideas del cris­tianismo y admitieron entre Dios y el hombre cuatro especies de seres intermediarios, a sa­ber (según denominación posterior): las sala­mandras, las ninfas y los gnomos. Los caldeos son sin duda los primeros que han imaginado los seres elementares; decían que éstos espí­ritus eran las almas de los muertos, que para aparecerse a los vivos iban a tomar un cuerpo sólido en la luna. La cabala de los orientales es aún el arte de comerciar con los genios, a los cuales evocan con palabras bárbaras. Ver­dad es que todas las cabalas, aunque son di­ferentes en los pormenores, se parecen mucho en el fondo.
Cuéntanse sobre esta materia una multitud de anécdotas. Algunas rabinos afirman que la hija de Jeremías, entrando en el baño des­pués de este profeta, concibió con el calor que el padre había dejado en él… y parió al cabo de nueve meses al gran cabalista Bensyrach;  dicese también que Homero, Virgilio, Orfeo, fueron sabios cabalistas.
Entre los vocablos más poderosos de la ca­bala, la famosa palabra agía es sobre todo ve­nerada. Para hallar las cosas perdidas, para saber por medio de revelaciones las noticias de lejanos países, para hacer aparecer a los ausentes, vuélvase uno hacia el Oriente y pro­nuncie en alta voz el nombre agía. Obra tales maravillas, aun cuando es invocado por los ignorantes y pecadores; ¡juzgúese pues cuáles hará en una boca cabalística! (Exclamaciones de un cabalista).
Puédense hallar sobre la cabala instruccio­nes más extensas en varias obras que tratan especialmente de ella: 1.° El conde de Gaba­lis o entretenimientos sobre las ciencias secre­tas,por el abate Villar; la mejor edición es de 1742, en 12.° 2.° Los genios asistentes, con­tinuación del Conde de Gabalis, en 12.°, del mismo año. 3.° El gnomo irreconciliable, con­tinuación de Los genios asistentes. 4.° Nuevos entretenimientos sobre las ciencias secretas,nueva continuación del Conde de Gabalis, del mismo año. 5.° Cartas cabalísticas, por el mar­qués de Argens. La Haya, 1741, seis tomos en 12.° Es preciso leer las cartas del cabalista Abukibak. Véase Gnomos, Ninfas, Salaman­dras, Sílfidos, Zcdequias, etc.
(1) “Theophanis chronographia”, anno 408.

 

DEMONOLOGIA

HOMBRE HOJO, DEMONIO

IMG_4645HOMBRE HOJO

Demonio de las tem­pestades.

“Por la noche en los hnrrihles de­siertos de las costas de Bretaña, cerca de Saint Pol-de-Leon, recorren la playa fantasmas ho­rribles; furioso el hombre rojo manda a los elementos y precipita en las ondas al viajero que turba sus secretos y la soledad que apre­cia.

DEMONOLOGIA

EXCOMUNIÓN

IMG_4628EXCOMUNIÓN Los rayos de la Iglesia eran en otro tiempo en extremo temidos, todo el mundo tenía derecho a matar impunemente a un excomulgado, usurparle los bienes, de­vastar sus dominios, y hacerle toda especie de fechorías, sin que tuviese nada que alegar en su defensa; reusaban comer en sus compañía, y hablar con él; mirándole como infestado de un mal contagioso, huía todo el mundo de su lado como lo hubieran podido hacer de un apestado hasta tanto que lavó el borrón de su afrenta con una penitencia pública. Pero en los tiempos que alcanzamos han decaído en extremo de su poder las excomuniones: esta arma terrible, que entre los antiguos causaba tal estrago, ha perdido su buen temple y su poder.

El primer día de pascua del año 1245 un canónigo de san Germán (I* Auxerrois) estan­do en el pulpito anunció a sus feligreses que el papa Inocencio IV quería excomulgar al emperador Federico II en todas las iglesias de la cristiandad. “No puedo atinar, añadió, ron la causa de este castigo; solo se que el papa y el emperador están en sangrienta guerra, y como ignoro cual de los dos dio el motivo, ex­comulgo en nombre de todos los derechos que la iglesia me concede a aquel de los dos que no tenga razón absolviendo desde ahora al otro”. Federico II, a quien contaron este chis­te, envió al canónigo un rico presente.
Lanzó el Arzobispo de León en 1120 una excomunión contra las orugas y langostas que hacían espantoso estrago en la cosecha. Sobre este particular, añade Saint-Foix que en el reinado de Francisco I, en la causa que for­mulaban los labradores contra esos insectos, les daban un abogado que los defendía como hubiera podido hacerse con cualquier malhe­chor; Juan Milon de Champaña, fue portador de una sentencia pronunciada el 9 de julio del año 1516:
“Atendiendo a los estragos causados en las heredades de los colonos de Villenove por las orugas, ordenamos que salgan de estos lugares en el término de seis días contaderos desde el de la fecha, y de no hacerlo serán maldecidas y excomulgadas”.
¿Quién ha criado los insectos ya que se ruega al Señor que los destruya?
Disponiéndose a pasar a Inglaterra Guiller­mo el Conquistador en 1066 recibió del papa un estandarte bendecido, un cabello de san Pedro, y una bula de excomunión contra todo aquel que se opusiese a su empresa.
En los Secretos de los griegos se lee que un religioso del desierto de Scheté, habiendo sido excomulgado por su superior a causa de algu­na desobediencia, huyó de su lado, y llegó a Alejandría donde le prendieron por orden del gobernador y le despojaron con ignominia de su santo hábito; fue después destinado como una de las víctimas que se ofrecían a los dio­ses falsos. El prófugo sufrió con santa resigna­ción los bárbaros tormentos que le hicieron padecer, hasta que por último cortándole la cabeza pusieron fin a sus penas; acabado el sacrificio le sacaron fuera de la ciudad, y le tiraron por los animales carnívoros. Durante la noche los cristianos le fueron a buscar y envolviéndolo después de embalsamado, en ri­ca mortaja, lo llevaron a enterrar como mártir en un lugar escogido en la principal iglesia.
Antes de empezar al día siguiente la misa, el sacerdote que debía celebrarla dirigióse a su auditorio, como era costumbre en aquellos tiempos, encargándoles: “Que todos los que no hubiesen comulgado se retirasen de la iglesia para no profanar con su presencia la imagen del Señor; viose con admiración de los cir­cunstantes abrirse con lentitud la sepultura del mártir, y marcharse su cuerpo del mismo modo, en dirección a los claustros, concluido el oficio entró en la iglesia y se encerró en la losa que cubría sus despojos. No dejó de ha­ber quien rogase al Señor por el bien estar de aquel cuerpo y al cabo de tres días se apa­reció a una niña en sueños un ásgel y la dijo que el religioso había incurrido en la excomu­nión, por haber desobedecido a su superior, y que permanecería en el mismo estado hasta tanto que le absolviese él mismo que le había castigado. Inmediatamente fueron al desierto a buscarle, y después de hallado fue conducido el buen anciano ante el sepulcro del már­tir, quien después de haber sido absuelto per­maneció en su tumba sin alterarse al oir las palabras de los sacerdotes. — Así se cuenta: nosotros nada ponemos ni quitamos de nuestra cosecha.
Aun en el día los griegos están persuadidos de que los cuerpos de los excomulgados no se reducen como los demás a polvo por mucho tiempo que estén enterrados, y aunque sea en tierra bendecida, hasta tanto que reciban la absolución. Pretenden también que la tierra escupe los cadáveres profanos.
En el siglo XV mandando el patriarca Ma­nuel o Máximo, el emperador turco de Cons-tantinopla quiso saber si era verdad que los cuerpos de los excomulgados no se corrompían. Ordenó abrir el patriarca la huesa de una mu­jer que había tenido comercio ilícito con un arzobispo, y que otro prelado había excomul­gado. Hallaron el cadáver muy negro e hin­chado. Encerráronle los turcos en una tumba con el sello del sultán para que nadie fuese atrevido a tocarla; hizo el patriarca sus ora­ciones, dio la absolución a la difunta y al re­conocerla al cabo de tres días encontraron el cuerpo reducido a polvo. Pero es de observar que no tiene nada de extraño este milagro, pues ya sabemos que los cadáveres que se ex­traen intactos de las sepulturas expuestos al aire se vuelven polvo en muy corto tiempo.
En el segundo concilio que se verificó en Limoges en 1031 el obisjo de Cahors contó una aventura bastante extraña a la verdad y que presentó como reciente.
“Un caballero de nuestra diócesis, exclamó el prelado, fue muerto estando excomulgado: no quise ceder a los reiterados ruegos de sus amigos que me suplicaban le absolviese; que­ría hacer un ejemplar castigo para que escar­mentasen los demás; de consiguiente fue ente­rrado por algunos gentiles hombres, sin las ceremonias eclesiásticas ni el permiso y asistencia de los sacerdotes, en una arruinada iglesia dedicada en otro tiempo a san Pedro.
Al siguiente día por la mañana encontraron su cuerpo arrojado a alguna distancia de la sepultura, la que se conocía que había per­manecido intacta. Los caballeros que le ha­bían enterrado solo hallaron en ella los lienzos en que había sido envuelto; pusiéronse en la huesa segunda vez cubriéndola además de la losa con una cantidad enorme de piedras.
Al otro día encontraron también el cadáver fuera de su puesto sin que se notase que la ha­bía hecho algún ser humano. Aconteció lo mismo por espacio de cinco días; enterráronle por último, viendo que la iglesia lo desecha­ba, lejos de todo lugar santo y en tierra profa­na, lo que llenó de terror a los señores feu­dales circunvecinos que vinieron a rogarme le perdonase.
¿No es esto, según dice don Calmet, un he­cho incontestable? Pues no es menos digno de fe el siguiente. Juan Bromton cuenta en su crónica (y los Bollandistas en el 26 de mayo del mismo año) que S. Agustín, apóstol de Inglaterra, predicando sobre la necesidad de pagar el diezmo, exclamó al empezar la misa ante su auditorio. ¡Que ningún exco­mulgado asista al santo sacrificio! “Viose al momento salir de la iglesia un difunto que estaba enterrado hacía ya ciento cincuenta años.
Después de la misa, precedido S. Agustín de la santa cruz, preguntó al difunto, por que se había marchado, a lo que contestó que había muerto en la excomunión; demandóle el santo donde se hallaba enterrado el cuerpo del que le había lanzado la excomunión. Tras­ladáronse al lugar donde dijo el muerto que se encontraba, y hallado que fue, S. Agustín ordenó que se levantara; volvió a la vida de­clarando que había excomulgado a aquel hombre por su obstinación en rehusar el pago del diezmo; a los constantes ruegos del santo diole el difunto sacerdote la absolución, vol­viéndose al momento los dos muertos a sus respectivos sepulcros.
Pueden hacerse no obstante algunas leves observaciones sobre esta milagrosa aventura. En la época de S. Agustín, apóstol de Ingla­terra, los ingleses no pagaban el diezmo, y no por eso eran excomulgados. Ciento cin­cuenta años antes estaban bien lejos de saber lo que era diezmo ni excomunión, pues ni siquiera había a la sazón en aquel país sacer­dotes cristianos, iglesias ni remota idea de lo que se refiere en el cuento de Juan Bromtom. Pero continuemos nuestra narración pasando a otros sucesos.
Platón y Demócrates dicen (y los Hebreos tenían la misma opinión) que las almas per­manecen cierto tiempo al lado de sus cadá­veres preservándolos algunas veces de la co­rrupción haciéndoles crecer el cabello, y las uñas en sus mismas sepulturas, circunstan­cia que solo se ha otorgado a los vampiros del siglo pasado.
Creían los primeros cristianos también que los difuntos se salían respetuosamente de sus sepulcros para hacer lugar a otros como más dignos de ocupar su puesto. Murió S. Juan el limosnero en Amathonta, en la isla de Chypre, y fueron a depositarle entre dos abispos muertos hacía ya algunos años; al llegar los sepultureros con el cuerpo santo se hicieron a un lado con reverencia para cederle el hon­roso lugar que le correspondía.
Desde remotos tiempos se ha creído que los cuerpos de los santos no se pudren en sus tumbas. He aquí el motivo de esperar cien años para canonizar un difunto porque si un cadáver en el espacio de un siglo no se ha corrompido, es señal de que perteneció a un bienaventurado. De la misma opinión son los griegos, aunque añaden que así como los cuerpos de los excomulgados son negros, fé­tidos e hinchados, los de los santos despiden un perfume oloroso y siempre se conservan en el mismo estado en que se hallaban el día de su entierro. S. Librio arzobispo de Bre­ma en el siglo XI excomulgó a unos piratas que habían hecho muchas maldades; murió uno de ellos y fue sepultado en la Noruega; pasados sesenta años encontraron el cadáver intacto aunque muy negro y hediondo. Diole un obispo la absolución y desde entonces se fue reduciendo a polvo insensiblemente.
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Hechizos

la fotoHECHIZOS Encantos, sortilegios, ciertas palabras en prosa y verso dichas para produ­cir efectos maravillosos. Una mujer cuyo país ignoro, padeciendo cruelmente de los ojos fue a una escuela pública y pidió a uno de susalumnos algunas palabras mágicas que pudie­ran calmar su dolor y aún disipar, ofrecién­dole un vestido nuevo. El muchacho le dio un
billete cerrado y la prohibió el que lo abrie­se. Llevóselo y casualmente curó, como también otra conocida a quien dejó el susodicho papel excitó su curiosidad el caso, y abrién­dolo leyeron estas palabras: “Que el demonio te arranque los dos ojos y la boca”, lo cual amedrantándolas las forzó a ir en busca del confesor a revelárselo todo.
No hay nada imposible para un encanto. Cierta mujer murió y un mágico la volvió su movimiento, el cual continuara sin duda si otro hechicero no la quitase de nuevo la vida con otro conjuro.
Delrio cita a un mágico que encendiendo una lámpara encantada excitaba a todas las mujeres que estuvieran en el cuarto a despo­jarse de sus vestidos y a ponerse a bailar des­nudas delante de él. Esta clase de encantos se hacen casi siempre con la ayuda del diablo. Antiguamente los hechiceros encantaron a las serpientes; pero varias veces éstas se vol­vían contra ellos y los mataban; he aquí un ejemplo Un mágico de Sabebourg hizo compa­recer delante del pueblo a todas las serpien­tes que se encontraran a una legua de distan­cia: reunidas que estuvieron las fue matando a todas, excepto a la última que era la mayor, la cual saltando sobre el hechicero le despe­dazó terriblemente, lo que prueba que ni la palabra lupo kindo, como dijo Paracelso, ni otras parecidas hacían el milagro; porque, ¿cómo podían las serpientes oír la voz de un hombre que distaba de ellas una legua, si el demonio no estuviera metido en el prodi­gio? . Nicetas indica otro encanto que se practica sin necesidad de palabra alguna. “Se puede matar a una culebra y una vivora (dice) con tal que se haga después de comer.” Figuier pretende que ha hecho de esos prodigios mojando con su saliva un palo o una piedra, y dando un pequeño golpe en la cabeza de la sierpe.
Además de éstos se citan otros muchos pro­digios admirables. En algunos pueblos de Finesterre, lo cual se usa todavía, pulverizan una pieza de seis cuartos, que echada en un vaso de vino, sidra o aguardiente deja a la persona que lo bebe incansable en la lucha y en la corrida .
Nuestros hechiceros componían cierto bre­baje que daba los mismos resultados. Alberto el Grande da un medio de cargar las armas de fuego que las hace infalibles; es preciso decir, cuando se las prepara: “Dios las carga pero el diablo las dispara”, y cuando se las pone en servicio es preciso que poniendo la pierna derecha sobre la izquierda se diga:
Non tradas Dominum nostrum Jesum Chris­tum, Mathou. Amén.
La mayor parte de los encantos se hacen por medio de palabras bien dichas o escritas. Los turcos cuando algún esclavo se les mar­cha escriben en un papel ciertas expresiones y lo ponen después en la puerta donde está el prófugo, el cual se ve forzado a volver a la esclavitud so pena de ser obligado a fuerza de garrotazos .
Plinio dice que en su tiempo, por medio de ciertos encantos se apagaban los incendios, se retenía la sangre de las heridas, se curaban los miembros dislocados y el mal de gota, y que los antiguos creían firmemente en los encan­tos, los cuales eran unos cuantos versos, lati­nos o griegos, escritos en un papel.
Bodin cuenta en el capítulo 5 del libro 3 de la Demonomanía, que en Alemania los he­chiceros ordeñaban la leche de las vacas por medio de ciertos encantos y que los deshacen por la ayuda de otro que es como sigue: se hace cocer la leche de la vaca, recitando al mismo tiempo algunas expresiones y dando sobre la vasija golpes con un bastón. Al mis­mo tiempo recibe el encantador otros tantos porrazos de la mano del diablo hasta que el prodigio está hecho.
Dice también que si aquel que estuviera preso escribiera sobre la corteza de algún pe­dazo de pan estas palabras: Senozam, Gorora, Gober, Dom, y durmiera de costado, saldría del calabozo a los tres días.
Se detiene también a un carruaje atrave­sando en el camino por donde ha de pasar un bastón en el que estén escritas estas palabras: Jerusalem omnipotens Deus, vuélvete, deten­te aquí.
Se aumenta la fuerza de una pistola hasta cien pasos, envolviendo la bala en un papel en el cual estén los nombres de tres reyes. Se tendrá cuidado, cuando se cargan, de decir al retirar la baqueta: “Deseo que vayas dere­cha a donde voy a tirar”. Un soldado puede estar seguro de la certeza de sus tiros, si es­cribe cuando el sol está en el signo de aries estas palabras sobre la piel de un lobo, o una de corza: “Arcabuz, pistola, cañón (aquí sea el arma que fuera), yo te mando que no tires, por orden del hombre que murió clavado en la cruz espiando nuestros pecados”. Y se pue­de defender de un sablazo o una estocada si se dijera: Sanguis Cristi + sirventer + te +et me +. Se refuerza a un caballo fatigado tocan­do con los dedos en la herradura y pronun­ciando el nombre del primer delincuente sen­tenciado a muerte y diciendo tres veces el Pater y la Ave. Hay además una infinidad de encantos y sortilegios. Véase Maleficios, Ta­lismanes, Palabras.