MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, El empalamiento

El empalamiento
En las antípodas de la cabeza, el empalamiento afecta una parte determinada del cuerpo que se considera vergonzante. Si la decapitación impresiona, el palo hace sonreír, pues no se ve de él más que su aspecto agradable. Voltaire, en quien otros suplicios suscitaban la más viva irritación, lo ensalzaba. Y su opinión es ampliamente compartida, gracias a los cuentos obscenos y las historias escabrosas. Muchas personas piensan que el empalamiento no debe desagradar en absoluto a los sodomitas, cuya perversidad les lleva a utilizar rábanos o mangos de escoba. El Gran Diccionario (tomo XII, p. 45) dice:
«El suplicio del palo o empalamiento, uno de los más horribles que la crueldad humana haya inventado, consiste en atravesar al condenado con un palo de madera, cuya punta se hace penetrar por la base. Para empalar, se tumba a la víctima en el suelo, boca abajo, con las piernas atadas de modo que queden separadas y las manos sujetas a la espalda. Para impedir cualquier movimiento que pueda molestar al verdugo en el cumplimiento de sus funciones, se le colocan unos arneses de asno, sobre los que se sienta uno de los ayudantes. Tras haber untado los conductos con grasa, el verdugo empuña el palo con ambas manos, lo hunde tan profundamente como puede y, con ayuda de un mazo, lo hace penetrar unos cincuenta o sesenta centímetros. A continuación, se clava el palo en el suelo y la víctima es abandonada a sí misma. Sin tener donde asirse, el desdichado es arrastrado sin cesar por el peso de su propio cuerpo, de modo que el palo penetra cada vez más, hasta que acaba por asomar por la axila, el pecho o el vientre. La muerte tarda en poner fin a los sufrimientos del torturado. Algunos vivieron hasta tres días en esta posición; la rapidez en morir varía, según la constitución del individuo y, sobre todo, la dirección en que se haya introducida el palo. Este hecho tiene una explicación muy sencilla. En efecto, debido a una crueldad espantosamente refinada, se procura que la punta del palo no esté afilada, sino que sea más bien roma, pues de no ser así, al atravesar todos los órganos que encuentra a su paso provocaría una muerte rápida; en cambio, al ser redonda, en lugar de atravesar los órganos los empuja y desplaza, y penetra sólo en los tejidos blandos. De este modo, como los órganos vitales resultan poco lesionados, es posible mantener a la víctima con vida por cierto tiempo, a pesar de los horribles dolores que produce la compresión de los nervios. La dirección que se da al palo también influye en gran medida en la duración del suplicio, ya que es evidente que si, en lugar de clavarlo en el sentido del eje del cuerpo, penetra en dirección ligeramente oblicua, en vez de salir por el pecho o la axila no hará más que atravesar el abdomen; además, si no penetra en la cavidad torácica no puede lesionar los órganos vitales, y la existencia puede entonces prolongarse por mucho más tiempo que en caso contrario.»
El origen del palo es indiscutiblemente oriental. Para aterrorizar al enemigo al que asediaban, los asirios solían empalar a los prisioneros por el centro del cuerpo, justo por debajo del esternón. El palo se presentaba entonces como un largo poste que se veía desde lejos, tal como más adelante se verían las cruces de cartaginenses y romanos. Todos esos pueblos practicaban la táctica del terror para sembrar el pánico entre la población civil; táctica que luego sería utilizada en las matanzas de prisioneros.
El empalamiento podía obedecer a otros móviles, como, por ejemplo, una interpretación errónea de los sueños, que hizo merecedores de este tipo de muerte a los magos culpables de haber permitido a Ciro que partiera de la corte de Astiages (Herodoto, I, 128); la traición, por la que fue castigado el rey de Libia, Inaros (Tucídides, I, 90); o la venganza, que motivó los suplicios infligidos a Leónidas, a Eduardo II de Inglaterra y al asesino de Kléber.
Tras la batalla de las Termópilas, Jerjes ordenó que le cortasen la cabeza a Leónidas y empalaran su cadáver. Según Herodoto (VII, 238), Leónidas fue, en vida, el hombre que más suscitó la cólera de Jerjes, y «de no haber sido por ello, éste jamás hubiera hecho que su cadáver sufriera semejantes ultrajes sacrílegos, pues, que yo sepa, no hay hombres que superen a los persas en el respeto tradicional a la virtud guerrera». Pausanias, vencedor en Platea, se negó a infligir el mismo ultraje al cadáver de Mardonio, sólo para no actuar como los bárbaros (Herodoto, IX, 78).
El pobre Eduardo II, que tuvo la desgracia de casarse con una mujer enérgica sin dejar por ello de frecuentar la compañía de bellos muchachos, fue empalado vivo. Como resistía los ultrajes y se negaba a suicidarse, sus asesinos lo atravesaron con un cuerno que contenía una barra incandescente. «Lo afeitaron con agua fría —escribe Michelet — y lo coronaron con heno; por último, como se obstinaba en vivir, le echaron encima una pesada puerta y presionaron con fuerza sobre ella; luego, lo empalaron con un hierro al rojo metido, dicen, en el interior de un asta, para matarlo sin dejar rastro. El cadáver fue expuesto a la vista del pueblo; se le entregó con honores y se celebró una misa en su honor. No se veían las huellas de ninguna herida, pero los gritos se habían oído, y el rictus del rostro denunciaba la horrible invención de los asesinos.»
El tío del rey de Iraq, cuyos gustos eran similares a los de Eduardo II de Inglaterra, fue castigado también «por do más pecado había» en 1958.

John Maltravers, que dirigió la ejecución de Eduardo, aplicó a éste una variante del suplicio empleado en China, donde colocaban la barra al rojo en un estuche de bambú. ¿Usaban quizá los orientales el bambú para crear cierta ilusión en la víctima?
No se tuvieron tantas delicadezas con el sirio Solimán, ejecutado en El Cairo en 1800, tras el asesinato de Kléber. El Consejo de Guerra francés lo condenó a que le quemaran la mano y a morir empalado. El verdugo Barthélémy, que hubo de estudiar la mejor manera de proceder, «tumbó a Solimán boca abajo, se sacó un cuchillo del bolsillo, le hizo una amplia incisión en el ano, acercó el extremo del palo y lo hundió a mazazos. Luego, ató los brazos y las piernas del reo, levantó el palo y lo introdujo en un agujero previamente preparado. Hasta aquel momento, Solimán no había dicho ni una palabra. Entonces, dirigiendo su mirada a la multitud, comenzó a pronunciar en voz alta la fórmula musulmana: “¡No hay más Dios que Alá, y Mahoma su profeta!”. Recitó unos versículos del Corán y pidió que le dieran algo de beber. Un soldado, que permanecía al pie del palo, se dispuso a darle agua. “Guárdate mucho de hacerlo —le dijo Barthélémy, reteniéndolo — , moriría en seguida.” Solimán vivió aún cuatro horas, y tal vez habría vivido más si, después de irse Barthélémy, el soldado, movido por la compasión, no le hubiera dado de beber. A los pocos momentos, expiró». (Relato de Claude Desprez.)

Turcos, persas y siameses aplicaron este suplicio casi siempre de este modo. En Argel, en cambio, los dey hacían colgar a los condenados de unos ganchos clavados en los muros de sus palacios. A falta de murallas, los colonos británicos erigían horcas provistas de ganchos en los que colgaban a los esclavos rebeldes. Por su crueldad, este castigo recuerda mucho al famoso «barco» de los persas de la antigüedad:
«El hombre al que se tortura es colgado por la axila o por el hueso del pecho a un gancho clavado en una horca. Está prohibido, y se castiga con duras penas, procurarle ningún tipo de alivio. Durante el día permanece expuesto, bajo un cielo sin nubes, a los rayos candenes de un sol casi vertical; y por la noche, al frío y la humedad propios de este clima. La piel desgarrada atrae a enjambres de insectos que acuden para alimentarse con su sangre, y el desdichado expira lentamente, atormentado por el hambre y la sed… Estos infortunados africanos tienen una constitución tan robusta, que algunos soportan diez o doce días esos horribles tormentos antes de que la muerte acabe con ellos… Si se necesita semejante código, las colonias son la vergüenza y el azote de la humanidad; si no se necesita, supone la vergüenza de los propios colonos» (Bentham, Théorie des peines et des récompenses, 2.a ed., 1818, tomo 1, p. 281
Los rusos eran menos crueles, pues, hasta finales del siglo XVII, aproximadamente, en vez de dirigir el palo hacia la axila, atravesaban al condenado desde el ano hacia el corazón, con lo cual la muerte sobrevenía con mayor rapidez.

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Del Museo de los Suplicios, LA DECAPITACION

Al contrario de lo que sucede con los castigos precedentes, la decapitacion se ha considerado siempre como un suplicio elegante, al menos en-nuestro entorno. El hacha estaba reservada a los nobles y los aristócratas: a los hijos de Bruto, a san Pablo en su calidad de ciudadano romano, a Ana Bolena, a Carlos I, al conde de Egmont, a Cinq-Mars y a Thou. Es un instrumento que resulta bastante difícil de manejar, pues requiere rapidez visual y unos brazos tan hábiles como fuertes. En el curso de la Historia abundan las ejercuciones frustradas debido a la deficiencia física de los verdugos y a su repugnancia a cortar determinadas cabezas. El mariscal de Biron, que conspiraba con Saboya y España, en ningún momento creyó (ni aun estando en el cadalso) que el rey quisiera su muerte. El verdugo tuvo que decapitarlo por sorpresa, tras haberle asegurado que no lo haría antes de que acabara su plegaria.
«Si el verdugo no hubiese utilizado ese ardid, aquel miserable e irresoluto hombre se habría incorporado de nuevo; de hecho, la espada le seccionó dos dedos al levantar él la mano para aflojarse la venda de los ojos por tercera vez. La cabeza cayó al suelo, de donde fue recogida para ser envuelta en un sudario blanco junto con el cuerpo, que aquella misma noche fue enterrado en Saint-Paul» (L’Estoile, Journal, año 1602).
Cuarenta años más tarde ejecutaron a CinqMars por las mismas razones; él también estaba convencido de que la amistad, o más bien el amor, que le profesaba Luis XIII lo salvaría del cadalso. Un testigo ocular escribe:
«El señor de Cinq-Mars, sin venda en los ojos, colocó cuidadosamente el cuello sobre el tajo; dirigió el rostro hacia la parte anterior del cadalso, asió fuertemente el tajo con, ambos brazos, cerró los ojos y la boca y se dispuso a esperar el golpe, que el verdugo le asestó lenta y pausadamente… Al recibir el golpe, profirió en voz alta una exclamación que quedó ahogada por su propia sangre; alzó las rodillas como si quisiera levantarse y volvió a caer. Como la cabeza no había quedado totalmente separada del cuerpo, el verdugo pasó por detrás a la derecha del condenado, tomó la la cabeza por los cabellos con la mano derecha y sesgó con su cuchilla la parte de la tráquea y de la piel del cuello que no estaban cortadas; después arrojó sobre el cadalso la cabeza, que desde allí saltó al suelo, donde observamos que dio media vuelta y siguió palpitando durante cierto tiempo.»
En la antigua China, la decapitación presentaba un aspecto diferente. La ejecución se efectuaba de pie, y no de rodillas ante el tajo y los ayudantes del verdugo, y se decapitaba a los personajes influyentes, los altos magistrados y todos los que habían tenido el honor de inclinarse ante la sagrada persona del emperador. Este procedimiento resultaba tan eficaz como impresionante: baste pensar en la cabeza girando por los aires y en los borbotones de sangre brotando del cuello. En algunos países de Oriente continúa practicándose este método. En marzo de 1962, dos hombres que habían intentado asesinar al rey de Yemen fueron ejecutados así en la gran plaza de Taez.
El advenimiento al trono de los reyes de Dahomey iba acompañado de ceremonias monstruosas, entre las cuales la decapitación desempeñaba un papel importante e incluso preponderante. Un tal Euschard, comerciante invitado a la coronación de Behanzin, nos dejó este palpitante relato de las principales ceremonias:
«Me hicieron subir a una alta plataforma, ante la cual se alineaban dos hileras de cabezas humanas: ¡todo el suelo del mercado estaba bañado en sangre! Aquellas cabezas eran las de cautivos con los que habían practicado el arte infernal de la tortura… ¡Pero eso no era todo! Trajeron veinticuatro cestos; en cada uno de ellos había un hombre al que sólo se le veía la cabeza. Los alinearon por unos momentos ante el rey y, a continuación, los arrojaron uno tras otro, desde lo alto de la plataforma, a la plaza, donde la multitud, cantando, bailando y vociferando, se los disputaba, al igual que en otros lugares los niños se pelean por coger las golosinas de los bautizos. Todos los que tenían la suerte de atrapar a una víctima y cortarle la cabeza podían ir a cambiar su trofeo por una ristra de cauris que entregaban como prima. Por último, se celebró un desfile militar en el que participó todo el ejército, compuesto por cincuenta mil combatientes, diez mil de los cuales eran amazonas. Una vez finalizado el desfile, fueron martirizados tres grupos de cautivos, a los que les cortaron poco a poco la cabeza con cuchillos sin afilar para alargar el suplicio. De todos los espectáculos, ninguno tan espantoso como éste.»

La «humanidad» de la guillotina
Lo que incitó al doctor Guillotin a solicitar la supresión de la decapitación, no fue la práctica de semejantes horrores, sino un deseo de igualdad republicana. La idea en sí de la abolición de la pena capital ni se la planteaba este filántropo, que simplemente deseaba situar al mismo nivel el infamante colgamiento de los plebeyos y la decapitación de los gentileshombres. En Actes des Apótres, diario monárquico, se publicó:

Guillotin, médico, político, ¡una hermosa mañana imagina
que colgar es inhumano
y poco patriótico! Necesita
un suplicio
que, sin cuerda ni poste, despoje al verdugo
de su oficio.

El duque de Liancourt hizo que la Asamblea Constituyente votara la proposición de instaurar ese suplicio único al que el nombre del médico continúa vinculado. Guillotin afirmaba que con su máquina se podía hacer saltar la cabeza de un hombre en un abrir y cerrar de ojos y sin infligirle ningún sufrimiento. Y ensalazaba las ventajas de este sistema aduciendo unos argumentos que, a grandes rasgos, se puden resumir así:
—delitos iguales son castigados con una pena igual, sean cuales fueren el rango y la situación del culpable;
—el suplicio no varía jamás;
—como el crimen es personal, la familia del que padece el suplicio no es perseguida;
—nadie tiene derecho a reprochar a otro el suplicio sufrido por algún pariente;
—no se lleva a cabo confiscación de bienes;
—el cuerpo de la víctima podrá ser devuelto a la familia.
Cierto que la guillotina, en la que se debería haber pensado antes, señala un enorme progreso en comparación con la gama de suplicios aplicados con anterioridad. Sin embargo, por desgracia, se hizo un uso excesivo de ella durante la época del Terror. Desde que existe, esta curiosa máquina ha fascinado a los criminales. ¿Será la visión de la sangre lo que les atrae? ¿O quizá el brillo de la cuchilla? Lo cierto es que numerosos émulos de Lacenaire, sobre el que la cuchilla se abatió a indecisas sacudidas, han deseado dormir con la Viuda:

Te saludo, mi bella prometida,
a ti, que muy pronto debes estrecharme entre
[tus brazos! ¡A ti dedico mi último pensamiento,
pues contigo estuve desde la cuna!
¡Yo te saludo, oh, guillotina, expiación

último artículo de la ley,
que sustrae el hombre al hombre y lo
[devuelve, limpio de crimen, al seno de la nada, mi esperanza y mi fe!

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Del Museo de los Suplicios, La Estaca, simbolo de poder falico

La estaca, símbolo de poder fálico
Desde diversos puntos de vista, el apalea miento recuerda la flagelación, y su práctica n( es menos arcaica: las pirámides de Egipto, la: murallas de Nínive y las fortificaciones de Mice nas fueron construidas a estacazos. El empleo d( este método valió la pena… si no consideramos el sufrimiento ajeno. Símbolo de poder fálico, 11 estaca doma a las mujeres, intimida a los esclavos y castiga a los culpables. A veces tiene pode. res mágicos, como, por ejemplo, en manos de Moisés o en las de las hadas. Cura enfermedades, facilita los partos, apacigua la cólera divina y endurece el trasero de los esclavos que, gracias a ella, pueden venderse a mejor precio.
Cada pueblo tenía su manera particular de apalear. Los turcos, por ejemplo, se centraban en el dorso de los pies, mientras que los romanos golpeaban, por este orden, la espalda, el vientre y los muslos, con ramas de olmo, de abedul o de fresno. Totalmente desnudos por orden de los lictores, los condenados a menudo sufrían la pena del escorpión, es decir, la flagelación con un palo rugoso o cubierto de espinas. Era preferible eso a la bofetada china, propinada en pleno rostro con una ancha tira de cuero, o al apaleamiento con láminas de hierro que se infligía a los primeros cristianos.
Los chinos eran partidarios de la estaca, y la aplicaban con severidad. El mínimo eran veinte golpes. Además, los fustigadores debían postrarse ante el juez y agradecerle su indulgente y paternal método correctivo. Con frecuencia, las nalgas desnudas del condenado sufrían la caricia de un bambú biselado: los golpes se asestaban paralelamente y su intensidad iba creciendo de modo progresivo, hasta que se acababa por no distinguir ningún rastro en la masa de carne enrojecida.

La Biblia (siempre volvemos a ella) alude al garrote de los faraones, los reyes de Babilonia y los seleúcidas. Nadie se libraba del correctivo, ni siquiera Eleazar, quien al sufrirlo dio a la juventud un hermoso ejemplo de valor y virtud. Los judíos limitaban el uso de la estaca (lo mismo que el del látigo) a cuarenta golpes. «Si cuando entre algunos hubiere pleito, y llegado el juicio, absolviendo los jueces al justo y condenando al reo, fuere el delincuente condenado a la pena de azotes, el juez le hará echarse a tierra y le hará azotar conforme a su delito, llevando cuenta de los azotes, pero no le hará dar más de cuarenta, no sea que pasando mucho de este número quede tu hermano afrentado ante ti» (Deuterono mio, XXV, 1-4).

El apaleamiento podía resultar mortal cuando se aplicaba a una persona enferma del corazón. El presidiario Castellan pereció por este motivo. «Castellan fue conducido ante el comisario y condenado a recibir cincuenta azotes de cuerda. Los “divertidos”, como el comisario llamaba a sus ejecutores, golpearon con todas sus fuerzas, sin la menor consideración. A los primeros golpes, el desgraciado empezó a lanzar espantosos gritos; a partir de los treinta su voz prácticamente se extinguió; al llegar a los cuarenta, comenzó a exhalar apagados suspiros; luego, se calló. Cuando el apaleamiento finalizó, Castellan estaba muerto» (Histoire des Bagnes, tomo I, p. 546). Los presidiarios, que solían ser azotados con cuerdas, encontraban un ligero alivio mordiendo su gorro o la camisa que les introducían en la boca para que no se oyeran sus gritos. En sus Mémoires, Poulmann nos describe el suplicio desde el punto de vista de la víctima:
«Fui… despojado de mi casaca y mi camisa, y atado boca abajo en un banco de alrededor de un metro de longitud. El ejecutor, armado con una soga alquitranada del grosor de una vela, esperaba con los brazos cruzados que le ordenaran comenzar.
»Al sonar un segundo silbido, la soga cayó sobre mi espalda.
»Un ayudante contaba los golpes.
»La primera sensación de dolor fue tan intensa, que un grito escapó de mi pecho. Luego, me callé y soporté los cincuenta golpes sin manifestar ningún signo de sufrimiento. Cuando todo hubo terminado se dieron cuenta de que había dejado en el banco la marca de mis dientes.
»Pero eso fue todo.
»En cuanto el ayudante gritó “¡Bastar, vertieron chorros de vinagre eñ mi espalda magullada y sangrante, y a continuación la cubrieron con una capa de sal.
»¡Es imposible describir el insoportable dolor que sentí!
»Aquello era demasiado para las fuerzas de un hombre; estaba exhausto.
»Perdí el conocimiento.
»Debo decir que rociar las llagas vivas con vinagre y sal no es, como podría creerse, un cruel refinamiento, sino, por el contrario, un acto de humanidad. Al principio el dolor es atroz, pero gracias a esta mezcla las llagas cicatrizan con rapidez y las magulladuras desaparecen.»

En cambio, el uso de las disciplinas en el penal de Cayena sí constituía un acto de crueldad refinada. Barthélemy Poncet, que desnudo, atado a unas anillas y amordazado, sufrió este castigo, explica:
«Las disciplinas se componen de cuatro, seis u ocho sogas, gruesas como el mango de un portaplumas, alquitranadas y curvadas por un extremo, que se introducen en un mango formando un haz» (Histoire des Bagnes, tomo II, p. 196)

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Del Museo de los suplicios, La flagelacion

La flagelación
Según la intensidad con que se aplique y la finalidad que se le asigne, la flagelación se sitúa en esferas muy diferentes. Administrada con suavidad, castiga las travesuras de chiquillos y colegiales o las extravagancias de mujeres díscolas; si es violenta, constituye un aderezo del suplicio e incluso un suplicio en sí misma capaz de provocar la muerte. En sil Flagellum salutis, publicado en Frankfurt en 1698, el médico Paullini la . recomienda contra la melancolía, la rabia, la parálisis, los dolores de ojos, oídos y muelas, el bocio y el aborto. Constituye una auténtica panacea, que en Inglaterra se administra el domingo a las mujeres que se embriagan, y en Francia, a los locos y los sifilíticos. «Los que se encuentren en el hospital afectados de enfermedad venérea, o los que sean internados por dicho motivo — estipula una Ordenanza de 1679— , únicamente serán atendidos a condición de que hagan propósito de enmienda, ante todo, y de que sean azotados; lo cual constará en sus certificados. Esto, por supuesto, afecta a quienes hayan contraído la enfermedad en razón de sus desórdenes y excesos y no a los que hayan sufrido contagio, como, por ejemplo, una mujer por culpa de su marido o una nodriza a través de un niño.» Las obras dedicadas a la flagelación son innumerables y sus implicaciones eróticas, religiosas y disciplinarias la hacen universal. Ninguna raza ha escapado a la tentación del látigo y, por extensión, la del apaleamiento. Los templos, las tumbas y la mayoría de las obras artísticas de la Antigüedad fueron posibles gracias a estos métodos. Los romanos distinguían tres variedades de látigos:
—    la ferula, que era una simple tira de cuero con la que se castigaban las faltas veniales;
—    la scutica, formada por dos tiras de pergamino entrelazadas, que causaba un sufrimiento prolongado;
— el flagellum, similar al látigo utilizado con los animales.
En una obra fundamental sobre la materia, el padre Boileau declara: «Ser azotado con la ferula de los romanos, confeccionada con correas de piel de buey, no era un gran suplicio». La scutica, formada por un conjunto de láminas de pergamino retorcidas, era semejante a los látigos de nuestros maestros de escuela. El flagellum era de cuero, y se parecía a los látigos que utilizan los postillones. En Roma había también látigos de cuerdecillas de España anudadas; Horacio se refieie a ellas en sus Odas, dirigidas a Menas (Libro V, Oda IV, V. 3): «Tú, que llevas en la espalda las cicatrices de las cuerdecillas de España».
Algunos pueblos añadían complementos dolorosos a los látigos, que les parecían demasiado suaves. Para imponer el terror, Roboam, rey de Judá, exclamaba: «Mi padre os fustigó con azotes, y yó os azotaré con escorpiones» (I. Reyes, XII, 14). El nombre de escorpiones obedecía a los pinchos de hierro y los clavos con que se completaban los látigos, y que en los tormentos chinos se convertían en anzuelos. Los rusos empleaban el «pleti» de tres tiras y el terrible knut, provisto de bolas de hierro, que se empapaba en agua helada o vinagre. El Deuteronomio (XXV, I. 3) limitaba a cuarenta el número de azotes dados con un látigo capaz de rodear el cuerpo, pero el knut era mortal. Conspiradores y regicidas no resistían la aplicación de los ciento un latigazos fatídicos. Los azotes con el vergajo no eran mucho mejores, dice Dostoievski; la muerte podía sobrevenir al cabo de tres días de fiebre, migrañas y espantosas quemazones. Quinientos vergajazos, aplicados en una sola sesión, se consideraban un castigo menor, pero el flagelado acababa destrozado, titubeante, con los ojos desorbitados y la piel a tiras.
Ornamento de las ejecuciones capitales, la flagelación se convertía en suplicio absoluto cuando constituía un castigo para determinadas faltas (adulterio, vagabundeo) o cuando afectaba a determinadas categorías sociales (esclavos, marinos). Conocemos la frecuencia con que el látigo fue aplicado antaño y la morbosa voluptuosidad que las damas romanas experimentaban al ver las terribles marcas que dejaba el cuero en la piel de inferiores indefensos. A veces se producían revueltas que eran rápidamente sofocadas en un baño de sangre: Espartaco; los indios de México y Toussaint-Louverture son conocidos por todos. Pero el cáncer, indispensable según algunos historiadores a causa de la coyuntura económica y de la ausencia de máquinas, no desaparecía. Sus argumentos, parcialmente defendibles, no justifican ni la explotación del hombre por el hombre ni las infamias del más vil sadismo.
En tanto que pena aflictiva, la flagelación de las adúlteras tuvo gran éxito en los países europeos, y en Rusia persistió hasta finales del siglo mx. En general, los maridos procedían por sí mismos a aplicar la penitencia, y la muchedumbre se deleitaba contemplando a las mujeres en cueros. «Con el pelo cortado, desnuda y en presencia de sus allegados, la culpable era expulsada de casa por su marido, quien la conduce a latigazos a través de la aldea», escribe Tácito (Costumbres de los germanos, XIX).
Idénticas costumbres existían en la Europa medieval y en Inglaterra, donde hasta 1820 no se dicta un auto que prohiba la flagelación de mujeres en público. A falta de este espectáculo, el buen pueblo podía gozar contemplando la flagelación de mendigos, sediciosos, borrachos y vagabundos, quienes, en virtud de la Whipping Act de 1530, debían ser azotados en las plazas de los mercados urbanos hasta que su cuerpo, atado a una carretilla, estuviera ensangrentado.
En Francia, el látigo no se abandonó jamás: el teatro de Moliére, la educación de los reyes y las costumbres campesinas así lo demuestran. En 1793, el patriotismo metió las narices bajo las faldas de Théroigne de Méricourt y, en 1815, bajo las de las protestantes de Nimes, azotadas en público y golpeadas por los «azotadores reales». Cuando los prusianos entraron en París el 1 de marzo de 1871, escribe Henri Rochefort, no hubo incidentes: «Lo único que turbó la calma fue al arresto y la fustigación por los parisienses de tres puercas que en los Campos Elíseos acogieron a los soldados enemigos y empezaron a darles afectuosos besos. La multitud se abalanzó sobre ellas, las dejó prácticamente desnudas y, tras propinarles una brutal paliza, las cubrieron de escupitajos, injurias, abucheos e incluso violentos puñetazos» (Aventures de ma vie).
Como hemos dicho, dos categoría sociales estuvieron particularmente expuestas al látigo: los esclavos y los marinos.
El Manual teórico y práctico de la flagelación de las mujeres esclavas, cuya redacción se atribuye a un español, afincado en Cuba hacia finales del siglo xviii y propietario de una plantación, ensalza constantemente las ventajas del látigo. Todas las razones materiales, religiosas y sexuales justifican su uso a los ojos del autor, quien apela al testimonio de la Divina Providencia. Para castigar a las negras indolentes, parlanchinas y vanidosas. Dios, en su infinita Sabiduría, dispuso que tuvieran un buen trasero. Por otra parte, existe toda una gradación de instrumentos adecuados para la flagelación. La mano, los vergajos flexibles y las disciplinas resultan excelentes para las jóvenes; a las adultas hay que golpearlas con palos, palmetas, látigos, fustas, correas y cuerdas:
«De aplicación bastante rara, aunque en todo caso recomendable, es el método de frotar con un cepillo duro o un guante de crin las zonas que se van a flagelar. Este procedimiento puede parecer pueril, pero el terror de los esclavos que han sido sometidos a él demuestra que no es desdeñable. La fricción congestiona los nervios subcutáneos y acentúa al máximo el efecto de los azotes ulteriores . A ello hay que añadir que el guante de crin permite al ejecutor atentar violentamente contra el pudor de las muchachas azotadas, y la vergüenza que éstas experimentan puede convertirse en un poderoso complemento del castigo. Otro método similar, aunque con frecuencia demasiado entretenido para quien impone el correctivo, es pinchar a la fustigada con espinas o con un pequeño pincho metálico, por ejemplo, un clavo. Se trata, por supuesto, de pinchar la epidermis lo justo para excitar la sensibilidad y preparar el terreno a la acción de los elementos flagelantes. No hay que insistir en lo muo que se puede hacer sufrir, física o moralmente, a una mujer o una muchacha atada al potro, con las nalgas desnudas y a disposición de los divertidos verdugos.
»Por último, destacaré la aplicación de plantas urticantes en las zonas fustigadas. Este método se utiliza, sobre todo, después de haber azotado a la mujer, y es uno de los que prefieren las negras encargadas de castigar a las muchachas. La integridad de la piel no corre peligro, a pesar de que el escozor es muy intenso y de que la afectada da grandes saltos intentando librarse de las ataduras. También me he complacido haciendo frotar con ortigas el trasero de las muchachas a las que quería honrar con mis favores, sin perjuicio de la aplicación previa del látigo.»
Cabe poner en duda la autenticidad del Manual, pero lo cierto es que refleja a la perfección los usos de la época. A mediados del siglo XlX se continuaba flagelando a los esclavos y Ludlow relata que, en 1863, una pobre negra, por haber dejado que se estropeara un pastel, fue atada al suelo y azotada, tras lo cual su amo vertió lacre ardiendo en las heridas. Esta horrible escena tuvo lugar en Carolina del Sur, donde se produjeron muchos otros espantos similares.
La suerte de los condenados ingleses (los «convictos») no era mucho mejor que la de los esclavos. Los galeotes morían a fuerza de latigazos que reavivaban sus heridas, en las que se incrustaba sal. A falta de remeros a los que martirizar, los capitanes de barco que descargaban mercancías en Australia se complacían en hacer azotar con cuerdas a los convictos y les obligaban luego a sumergirse en el agua salada (cf. Adventures of an Outlaw, de Rasleigh).

No sólo los delincuentes recibían este trato. El baqueteo infligido en las nalgas, en presencia de toda la tripulación, fue tradicional en la Marina alemana. En los barcos ingleses se repartían latigazos por cualquier insignificancia. La aplicación del látigo constituía el pasatiempo predilecto de sádicos oficiales a juzgar por este relato de James Stanfield, obligado a embarcar en el siglo XVIII:
«Tuvimos la suerte de embarcar en un viejo cascarón que debía entrar en dique seco en Lisboa, y el capitán, temiendo que la tripulación desertara, no se atrevió a maltratarnos hasta que estuvimos a veinticinco grados de latitud. Pero apenas hizo su aparición el látigo, la flagelación se extendió como una epidemia. No transcurría ni una sola hora sin que se aplicara este castigo; a veces había tres hombres atados juntos.
»El único placer del capitán era causar dolor. Hacía azotar a los hombres sólo por contemplar sus contorsiones y oír sus alaridos de dolor. Ordenó azotar al auxiliar de a bordo por haberle dado un vaso de vino a un enfermo, y cuando intentó disculparse, el capitán lo hizo azotar de nuevo por haber presentado excusas. A otro miembro de la tripulación le arrancó un trozo de oreja y le atravesó la mejilla con el dedo. Murió alcoholizado, y tuvo que venir otro capitán de Inglaterra.
»El nuevo capitán estaba tan enfermo que tenían que transportarlo por todo el barco, pero se divertía arañando los rostros con sus largas uñas o con un cuchillo reservado para este uso. Cuando se veía obligado a permanecer acostado, ordenaba que flagelaran a los hombres a los pies de su cama para poder verlos de cerca y no perderse el menor detalle de sus sufrimientos» (citado por D. P. Mannix, History of Torture, p. 145).
No todo el mundo tenía la curiosidad, o la ingenuidad, de aquel gobernador general de la isla Mauricio, que quiso experimentar la flagelación en su propio cuerpo. En su Voyage autour du monde (tomo I, p. 146), Arago nos cuenta que el gobernador hizo que cuatro robustos esclavos lo ataran y le diesen quince latigazos: «Los esclavos no tuvieron más remedio que obedecer. Con el general fuertemente atado a los pies de su cama, el látigo comenzó a actuar. Al primer golpe lanzó un grito horrible; al segundo, intentó romper las ataduras; al tercero, amenazó de muerte al vigoroso esclavo que lo azotaba (pese a que no lo había  hecho con demasiada rudeza). El pobre general gemía, juraba, gritaba, decía que haría decapitar a los cuatro esclavos y que prendería fuego a la ciudad: recibió los quince azotes, ni uno más, ni uno menos, y apenas le desataron se desplomó.» Con todo, la lección surtió efecto, porque desde entonces el gobernador suprimió los cincuenta latigazos que habitualmente ordenaba.

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los suplicios, tortura por marcas y mutilaciones.

Marcas y mutilaciones

En el Antiguo Régimen, la marca, que en su origen señalaba la frente de los esclavos y la pal­ma de la mano de los soldados, se reservaba a los ladrones y los reincidentes. Se mantuvo en las Colonias, donde el artículo 38 del Código Negro de Colbert (1685) preveía su aplicación a los sir­vientes de color:

«Al esclavo fugitivo cuya huida se prolongue durante un mes, a contar desde el día en que su amo lo haya denunciado, se le cortarán las orejas y se le marcará con una flor de lis en un hombro; si reincide y se fuga durante otro mes, contado también a partir del día de la denuncia, se le cor­tará la pantorrilla y se le marcará una flor de lis en el otro hombro; la tercera vez se le castigará con la muerte».Deshonra indeleble, la marca actuaba a modo de auténtico registro de antecedentes pe­nales (Marguerite Rateau), en una época en que este sistema aún no se había inventado. Con un hierro candente sacado de las brasas, el verdugo aplicaba en el hombro derecho (o en los dos hombros, en caso de reincidencia) una flor de lis, una cola de armiño o las letras V, D o GAL, que eran las iniciales de las palabras ladrón (en fran­cés, voleur), desertor y galeote. La marca en for­ma de V era la más frecuente, pues era la que se aplicaba a los ladrones principiantes. «Aquellos o aquellas que, no habiendo sido nunca captura­dos por la Justicia —declara la Ordenanza de 4 de marzo de 1724—, sean por primera vez acusa­dos de robos que no sean domésticos o no hayan sido cometidos en iglesias, serán condenados, como mínimo, a la pena del látigo y a la imposición de una marca en forma de letra V, sin perjuicio de la aplicación de penas mayores si así se considerara oportuno.» Los bandidos ocultaban esta infamia dejándose crecer los cabellos y una barba hirsuta. Tampoco los autores de delitos menores escapaban a la temible quemadura. En Diñan, en 1780, un tal Pierre-Jacques Pinson, criado de granja de trece años, fue fustigado durante tres días y a continuación marcado, por haber robado unas monedas (Archivos de las Costas de Bretaña del Norte, 1.116). La crueldad de tal castigo infligido a un niño, ¿nos da pie para abordar el tema de las mutilaciones? Solapado con frecuencia, aunque siempre morboso, este suplicio, que va de la tonsura a la castración, se da en todos los ambientes y todas las época Segun el modo en que se efectúe, el corte de pelo ridiculiza o castiga. El annamita a quien se le corta el pelo, o la mujer que es castigada con esta pena por haber practicado la prostitución con el enemigo, se sienten humillados, pero sufren mucho menos que el individuo al que se le arranca. La tonsura, aplicada en Israel y en Grecia, en Persia iba acompañada de la aplicación de brasas de carbón sobre la piel; y lo mismo hacían los pieles rojas arrancadores de cabelleras de América del Norte. Otra práctica freSegún el modo cuente era la del arrancamiento del vello púbico, y, por extensión, de las cejas y las uñas. Bajo éstas se colocaban a veces mechas azufradas o astillas. En otros lugares, se castigaba a los criminales cortándoles la nariz, las orejas o los miembros. Diodoro de Sicilia (1,60) nos relata que Actisa-nés, rey de Etiopía, ordenó cortar la nariz a los bandidos del país y los envió a fundar la ciudad de Rinocolure, que tal vez fue el primero de todos los campos de concentración. En Bizancio, el corte de la nariz era común, y el emperador Justiniano II lo sufrió en propia carne. El des-orejamiento también era una práctica corriente en las picotas, en las que clavaban la oreja del condenado o la desprendían. En 1480, en Lam-balle, a un tal Jacques Medal le cortaron la oreja por hurto (Archivos de las Costas de Bretaña del Norte, 83). Durante las guerras de religión, la oreja del enemigo se consideraba como un emblema o un hermoso fetiche. Se confeccionaban collares con ellas, al igual que los primitivos hacían con los dientes y los maxilares inferiores, y el caballero de Béthume se hizo célebre por llevar colgada del cuello una cadena de orejas de sacerdotes católicos.

El corte de la mano derecha, práctica que subsiste en varios países árabes y en Camerún, era frecuente en la antigüedad. Así se castigaba no sólo a los ladrones y los adúlteros sino también a los vencidos. Sistemática en Egipto, Babilonia y Etiopía, esta mutilación también se practicaba en el imperio de Darío. Los prisioneros griegos que se presentaron a Alejandro durante su marcha sobre Persépolis atestiguaron haber sufrido este castigo. El rey, escribe Diodoro (XVII, 69), «vio cómo iban a su encuentro alrededor de ochocientos griegos en actitud suplicante: habían sido reducidos a la esclavitud por los predecesores de Darío. Todos aquellos desgraciados, la mayoría de ellos de edad avanzada, estaban mutilados: unos tenían las manos cortadas; otros, los pies; otros, las orejas y la nariz; y a los que sabían algún oficio o industria, no les habían dejado sino los miembros necesarios para ejercer sus conocimientos. La visión de todos aquellos infortunados, respetables por su edad y por sus sufrimientos, suscitó la simpatía de Alejandro, que no pudo contener las lágrimas…». Además de las manos, se mutilan también los pies: las consecuencias son menos graves y el efecto, más sobre-cogedor. En épocas no muy lejanas, las cojeras provocadas abundaban en África y el Oriente islámico. En la Biblia, el rey Adoni Bezeq se complace en obligar a setenta semejantes a arrastrarse bajo su mesa y coger con sus muñones las sobras del festín (Jueces, 1,7).

Los textos relativos a la salvaguarda del orden público en el Antiguo Régimen eran sólo algo menos severos que los citados anteriormente. La pena de muerte se aplicaba en raras ocasiones, pero las mutilaciones corporales eran frecuentes. Hasta finales del siglo XV, llevar armas, alborotar por la noche y raptar muchachas eran causa, al menos, de flagelación y corte de orejas. La Ordenanza de 12 de marzo de 1478 dice:

«Que nadie sea tan osado y audaz como para reunirse con fines disolutos, o para llevar armas de noche, o para realizar cualquier clase de excesos… so pena de ser colgado y estrangulado quien obrare de modo contrario después de la presente publicación, o como mínimo ser apaleado y acabar con las orejas cortadas.

»Que nadie irrumpa en una casa, ni tome o se lleve a una mujer contra su voluntad, pues será castigado con la misma pena.»

Parece que la embriaguez era más tolerada. A los borrachos les estaba permitido reincidir hasta cuatro veces antes de cortarles la oreja. Las malas acciones, cometidas bajo la influencia de las bebidas alcohólicas podían ser perdonadas a cambio de un pago por daños y perjuicios.

«Para evitar ociosidades, blasfemias, homicidios y otros inconvenientes y perjuicios provocados por la embriaguez, se ordena que a todo aquel que sea hallado borracho por primera vez, se le declare incontinente y sea castigado a permanecer a pan y agua; la segunda vez, aparte de lo anterior será azotado en prisión con varas o con el látigo; la tercera vez será fustigado públicamente; y si es incorregible, será castigado con el corte de una oreja y con la infamación y el destierro de su persona…» (Edicto de 30 de agosto de 1536 sobre la acción de la justicia en el ducado de Bretaña, cap. III.) . Por último, existen dos mutilaciones atroces que quitan todo deseo de vivir: el cegamiento y la castración. En pro del género humano, desearíamos que no hubieran sido practicadas con tanta frecuencia. Sin embargo, las encontramos también por doquiera.Nabucodonosor ordenó que sacaran los ojos a Sedecías, y Sansón, tras ser cegado, hizo girar la muela por cuenta de los filisteos (Jueces, XVI, 21). Los merovingios y los soberanos de Bizancio y Bulgaria arrojaron a sus enemigos a cisternas después de cegarlos. En abril de 1477, Luis XI, por pura bondad, caridad y misericordia, ordenó golpear los ojos del traidor Jean Bon hasta reventarlos. Como la operación no fue un éxito completo al primer intento, el preboste de la Casa real envió a dos arqueros para que remataran el trabajo.

Estos delicados métodos no desaparecieron en la larga noche medieval, y así, resurgieron con ocasión de las guerras balcánicas y de la segunda guerra mundial. En Kaputt. Malaparte relata que, en el curso de una visita a Ante Pavelic, vio sobre el escritorio del dictador un objeto que le intrigó enormemente. «Pavelic —escribe— levantó la tapa del cesto y, mostrándome aquella especie de moluscos, aquellas ostras viscosas y gelatinosas, me dijo con su eterna sonrisa lasa: “Es un obsequio de mis fieles seguidores, los ustasi: veinte kilos de ojos humanos”.» Claro que el hecho no tiene nada de extraordinario para quien recuerde que, en 1014, Basilio II ordenó sacar los ojos de los 15.000 prisioneros búlgaros tras la batalla de Balasitsa. El refinamiento chino desdeñaba esta enucleación chapucera tan desagradable de contemplar. Los chinos preferían, con mucho, la cal viva que, según nos confirma el doctor Nass, causaba atroces dolores:

«Con las manos atadas a la espalda, de rodillas y con la cabeza sostenida por el ayudante del verdugo, la víctima, con una espantosa mueca, espera el terrible momento: el torturador coge delicadamente entre el pulgar y el índice un trozo de cal viva y lo deposita en la córnea de cada ojo. El resultado es rápido y seguro, como se puede apreciar al ver retorcerse, víctima de indecibles sufrimientos, al condenado, cuyos ojos quedarán quemados para siempre por la sustancia cáustica. En algunas provincias se suavizaba la tortura colocando un paño entre el ojo y la cal, y así el cegamien-to se obtenía al precio de un sufrimiento menor» (Curiosités médico-artistiques, 3.a serie, p. 106).

En cuanto a la castración, ¿acaso es peor que el cegamiento? Se trata de un tema delicado, que hubiera sido preciso discutir con Abailard y los cantores de la Sixtina… En el campo militar, fue practicada en el antiguo Oriente y en Abisinia, donde la tradición seguía manteniéndose en el reinado de Menelik. En el Antiguo Testamento encontramos frecuentes alusiones a la privación de los órganos genitales. Los enemigos vencidos, o sus hijos, convertidos en eunucos, custodiaban los harenes de los reyes. E Isaías amenaza a Eze-quías con una suerte similar: «Tiempo vendrá en que será llevado a Babilonia todo cuanto hay en esta casa… Y de los hijos que de ti saldrán, de los engendrados por ti, tomarán para hacer de ellos eunucos del palacio del rey de Babilonia» (II Reyes, XX, 15-18).

En el ámbito civil, la castración afectaba fundamentalmente al delito de violación: el culpable recibía el castigo en el instrumento de su pecado. Así sucedía en Egipto, donde se establecía una sutil distinción entre este crimen y el adulterio propiamente dicho:

«Las leyes relativas a las mujeres eran muy severas. El acusado de haber violado a una mujer libre, debía ser castigado cortándole los órganos genitales, porque se consideraba que este crimen contenía en su propia esencia tres males enormes: el insulto, la corrupción de costumbres y la confusión de la descendencia. Por el delito de adulterio cometido sin violencia, se condenaba al varón a recibir mil varazos, y a la mujer al corte de la nariz: el deseo del legislador era que ésta se viera privada de sus atractivos ya que sólo los había empleado para seducir» (Diodoro, I, 78).

 

 

 

 

 

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los suplicios, tortura y muerte por medio de la jaula.

Las Crueles jaulas, la cual hacia las delicias de Luis Xl, quien gustaba de tener a sus prisioneros al alcance de su mano para poder mortificarlos a su antojo.

la permanencia en la jaula solía ser muy larga. Philippe de Commynes, que sufrió durante un tiempo este suplicio, afirma que su inventor, Guillaume de haracourt, estuvo 14 años en la jaula. " El Rey nuestro señor -escribe Commynes- hizo construir varias jaulas de hierro o madera  con la parte exterior cubiertas de placas metálicas y la interior de terribles herrajes, la jaula tenia unos 8 pies de ancho, y su altura era superior a la de un hombre.

La idea fue del obispo Verdum, a quien encerraron en la primera que se construyo, permaneció en ella catorce años. Muchos después , le han maldecido, y yo también, pues bajo el reinado de Carlos VIII estuve en una de ellas, ocho meses" ( memorias. Libro VI, cap.XI ).

Estas jaulas reales no tenían nada que ver con las anilladas de hierro provistas de una bala de cañón que se colocaba alrededor del tobillo. Fuera metálica o de madera, la jaula presentaba diversas variantes. Se podía obligar al condenado a permanecer en cunclillas en un espacio reducido, o acurrucado en una especie de esfera.

Sir  Leonard Skeffington, que presto servicio en la torre de Londres en los tiempos de Enrique VIII, invento una especie de torno al que se le dio el nombre deformado de Scavenger, el cual  ceñía a la víctima y la obligaba a doblar totalmente el cuerpo hasta la planta de los pies, provocandole una violenta hemorragia nasal

Se podía adornar la jaula con pinchos acerados y esposas, como en aquella barbara máquina utilizada antaño en sicilia:

" Unas bandas circulares de acero sujetaban las  diferentes partes del cuerpo, rodeando rodillas, caderas, cintura brazos y cuello. Una llantas de acero cruzaban estas bandas desde las caderas hasta el centro de la cabeza. Unas barras y placas, asimismo de acero, ceñían y sostenían las piernas y los extremos inferiores de unas espuelas se clavaban en los pies de tal modo que, en comparación, la crucifixión hubiera parecido una delicia. Cada espuela estaba provista de tres pinchos acerados que perforaban la planta de los pies de la víctima. En la banda central había unas esposas que impedía cualquier movimiento de brazos y manos. En el punto de confluencia de los círculos de acero, por encima de la cabeza, un solido gancho sujetaba todo el aparato en cuello interior se hallaba suspendida la víctima. (Once a week, 26 de mayo 1866 ).

Encerrada en tan triste jaula, la muerte por inanición ponía final sufrimiento de la víctima. A veces , una esposa ahorrativa vendía los huesos del condenado a los aficionados a los recuerdos macabros. La picola, las cadenas y las argollas no tenían un componente tan trágico . Se puede decir lo mismo de otras penas? si nos referimos a las marcas, las mutilaciones y la practica de la flagelación, evidentemente, no, puesto que estas atentan aun mas contra la integridad física del sujeto condenado.

       

      

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA DAMA DE HIERRO