MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Dolor y Voluptuosidad, Cinturon de castidad

El cinturón de castidad
La libertad de que goza hoy en día la mayoría de mujeres explica la escasez de casos de secuestro y violencia corporal. De cualquier modo, todavía existen maridos que, cegados por un ataque de celos morbosos, son capaces de recorrer innumerables tiendas en busca de un cinturón de castidad, de atar a su esposa a los barrotes de la cama o de hacerle llevar pistones de motor de explosión en los tobillos. Una vez conocidos, estos casos producen risa, ya que no se reflexiona en el aspecto patológico de la cuestión. La evocación del cinturón de castidad suscita inmediatamente la hilaridad. Se piensa en lo ridículo del objeto y en el exceso de precauciones inútiles por parte del celoso, la mayoría de las veces burlado. Se compadece al amante fogoso, cuyas demostraciones de ternura son castigadas por una doble cuchilla, como escribe A. Piron en Le Bougie de Noél:

De los dos resortes, la bella sujetaba uno, el amante el otro, y en esta aventura
la serpiente sostiene con firmeza
                      [la unión de ambos, y se sumerge al instante con viveza
en el sueño de la voluptuosidad.
Este doble acercamiento hace
                   [abandonarse, olvidarse,

estar dispuesto a perder la vida,
no pensar en nada, sino sentirlo todo,
y en este transporte tan poderoso,
en medio del calor que la inflama,
la serpiente acaba siendo víctima funesta
de las cuchillas liberadas, y este lugar tan bello, trono de sus placeres,
se convierte en su tumba.

Se olvida con demasiada frecuencia el consentimiento de la mujer, que, como se señala en la Historia de O, la convierte en un objeto a disposición exclusivamente del placer del señor, cuando el señor decide entregarse a él. Inventado por Francois de Carrare en el siglo XIV, el cinturón es mencionado por Rabelais y Brantóme. El primero nos muestra a Panurgo colocando a su mujer un «bergamasco»; el segundo nos narra el caso de un cerrajero que, por intentar vender tales cinturones fue amenazado de muerte y, finalmente, desapareció. En la Enciclopedia, Diderot lo describe en los términos siguientes:
«Es un presente que un marido celoso hace a veces a su mujer al día siguiente de la boda. Este cinturón está formado por dos láminas de hierro muy flexibles, ensambladas en forma de cruz y cubiertas de terciopelo; una de estas láminas rodea el cuerpo a la altura de los riñones; la otra pasa entre los muslos y su extremo se une con los dos de la primera lámina; un candado, del que hay una sola llave, la cual está en poder del marido, cierra los tres extremos.»
La confección del cinturón en todas las épocas, con los pretextos más diversos (la moral, el respeto a los tabúes sociales, la decencia más elemental), indica la persistencia de una manía sexual caracterizada. Esta sencilla pero auténtica descripción del abogado Freydier, de Nimes, nos proporciona una prueba de ello:
«Es una especie de calzón bordado y con mallas, con numerosos hilos de latón entrelazados unos con otros, formando un cinturón que remata, por delante, con un candado cuya llave sólo tiene el señor Berlhe. Este artilugio que constituye el recinto de la prisión de la cual él es el carcelero, tiene diferentes costuras que permanecen ocultas, de trecho en trecho, por precintos de lacre cuyo sello tiene el señor Berlhe» (contra la introducción de los candados o cinturones de castidad en Francia, en favor de la señorita Marie Lajon, acusadora, 1750).
Los celos del esposo no lo explican todo. Lo importante es reducir a la mujer, envilecerla de algún modo, hacerle sentir que depende por entero del poseedor de la llave. Y el principio se aplica tanto a la amante como a la esposa, la matrona o la hija impúber. En 1869, un fabricante de bragueros inventó un aparato «guardián de la fidelidad», que un notario de Aveyron avaló moralmente con el siguiente programa, que vale su peso en candados:
«Semejante invento no necesita elogios, ya que todo el mundo sabe el servicio que puede prestar. Gracias a él se podrá poner a las jóvenes a salvo de esos desgraciados que las cubren de vergüenza y sumen a las familias en el duelo. El marido dejará a su esposa sin temor de ser ultrajado en su honor y su afecto. Terminarán infinidad de discusiones e ignominias. Los padres estarán seguros de su paternidad y les será posible tener bajo llave cosas más preciosas que el oro… En una época de desórdenes como la que vivimos, hay tantos esposos burlados, tantas madres engañadas, que he creído hacer una buena acción y prestar un servicio a la sociedad, ofreciéndole un invento destinado a proteger las buenas costumbres» (Mandato de buscadores y curiosos).
A mediados del presente siglo, el uso del cinturón aún no había desaparecido: en 1957, un joyero de Chátellerault (¡lejos de Sicilia o de Marruecos!) amenazó a su esposa con un revólver y precintó su carne con un magnífico anillo de oro para impedir que pudiera pertenecer a otro hombre. Al hacerse pública su ridícula conducta, se vio abocado al suicidio.
Mucho más cruel fue el método de venganza empleado por un médico annamita con una amante infiel. El informe forense del doctor Dubois (Saigón, 1893) dice:
«Tuvo la infernal idea de aprovechar que dormitaba a la hora de la siesta, para introducirle en la vagina un trozo de madera dura, tallado en forma de miembro viril y provisto de una corona de varillas de hierro, cuyo extremo libre, muy acerado, una vez introducido debía dirigirse contra las paredes del conducto y, por estar orientado hacia la vulva, hundirse en ella al menor intento de extracción. Como se puede suponer, los desgarrones que sufrió la desdichada fueron espantosos.»