MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los suplicios, muerte y resurreccion de la tortura

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La Tortura, consideraciones morales.
No obstante, el movimiento conservador en­contraba una sensible oposición. Las tendencias abolicionistas, que apelaban a la moral elemen­tal o alegaban la escasa fiabilidad de las pruebas arrancadas mediante el sufrimiento, se habían ido abriendo paso desde hacía tiempo. Ya Tertu­liano reprochaba con vehemencia a los magistra­dos paganos que aplicasen la tortura a los cristia­nos para que renegaran de su fe. San Agustín, por su parte, señalaba que los jueces son incapa­ces de penetrar en la conciencia de los acusados que les presentan:
-A veces, para descubrir la verdad, no tienen más remedio que torturar a inocentes testigos por alguna causa ajena a ellos. Pero ¿qué sucede cuando un hombre es sometido a tortura por un asunto personal?. Se desea averiguar si es culpa­ble y por eso se le atormenta, pero, si es inocen­te, es castigado por un crimen que no ha cometi­do. Sufre tortura, no porque se haya descubierto que es culpable, ¡sino porque se ignora si lo es! Así. la ignorancia del juez provoca a menudo la desgracia del inocente. Ahora bien, hay algo que resulta mucho más intolerable, mucho más de­plorable, y que debería hacer verter torrentes de lágrimas: cuando el juez atormenta a un acusa­do, en el temor de hacer perecer por error a un inocente, debido a su funesta ignorancia, hace morir, inocente y torturado, a aquel que tortura­ba para evitar que muriera inocente» (La ciudad de Dios. XIX. 6).
A una pregunta realizada en 866 por Boris, kan de los búlgaros, el papa Nicolás I responde declarando formalmente que la confesión espon­tánea es la única válida. En Responsa ad consulta Bulgarorum, prohibe recurrir a la tortura:
«Decís que, en vuestro país, cuando se captu­ra a un ladrón o a un bandido y éste niega el deli­to que se le imputa, el juez le golpea en la cabeza y le pincha en los costados con clavos al rojo has­ta que confiesa la verdad. Sin embargo, ni la ley divina ni la humana pueden admitir en modo alguno esta práctica, ya que la confesión ha de ser espontánea: no debe ser arrancada con mé­todos violentos, sino proferida de modo volun­tario… Rechazad, pues, esas prácticas y conde­nad lo que hasta ahora habéis hecho por igno­rancia.»
Es lamentable que los sucesores de este eran pontífice no siguieran sus directrices. Hasta la época de la Reforma, la argumentación moral contra la tortura estuvo en el olvido o reprimida. Con el mayor respeto, me paso por el culo las leyes que son causa de injusticia para los desgra­ciados», proclama por fin Lutero, cuyos conse­jos» fueron seguidos por Cornelius Agrippa. Jean Wier y Erasmo. Incisivo, aunque prudente. Montaigne critica el principio mismo de un peli­groso invento que parece más «una forma de de­mostrar la paciencia que la verdad…. un medio lleno de incertidumbre y peligro». Y añade«Es preferible morir sin motivo que pasar por esta prueba más penosa que el suplicio y que por su severidad, a menudo supera al propio suplicio (Ensayos, II, V). En 1682. Agustín Nicolas. consejero del rey y relator del Consejo de Esta­do, suscita el debate en un opúsculo dedicado a Luis XIV:
«Me cuento entre los primeros en confesar con ingenuidad que preferiría una muerte rápida antes que padecer dolores insoportables… Nadie ignora que tan sólo media hora de tortura consti­tuye un martirio mayor que tres suplicios de la horca o el cadalso… Quien quiera conocer la pa­rafernalia que rodea a esta carnicería no tiene más que leer a los autores italianos que tratan so­bre el tema… En España, se impide dormir al reo y se le obliga a mantener todos los músculos en tensión durante siete horas, pues de lo contra­rio caería sobre un hierro puntiagudo que al pe­netrar en su trasero le provocaría insoportables dolores… Entre nosotros, se sienta sobre trí­podes candentes a pobres mujeres idiotas acuba­das de brujería, a las que se mortifica en horri­bles prisiones donde permanecen esposadas y encadenadas, medio podridas entre la inmundi­cia de un estercolero apestoso y oscuro, descarnadas y medio muertas… ¡Y se pretende que un cuerpo humano resista torturas tan diabó­licas…!
Binsfeld alaba la imaginación de Marsilio, quien encontró en la imposibilidad de dormir un método suave para hacer confesar a todo tipo de acusados sin romperles los brazos o las piernas. Pero, en realidad, ¿no es éste también un modo cómodo de obtener mentiras y de llevar a la per­dición a personas inocentes? ¿Y acaso no se re­quiere una extraña forma de prejuicio para que un sacerdote o un teólogo nos convenzan de que es un martirio menor o, como dice Marsilio, un tormento ridículo? Lo deplorable en esa gente que sólo confía en la autoridad, sin dejar el más mínimo resquicio a la razón, es que un hombre tan sabio como Jean Bodin se jactara del rigor bárbaro e inhumano de estos martirios, y llegara a considerar excelentes métodos para conseguir que alguien diga lo que se desea, cosas tales como el llamado interrogatorio de los turcos, consistente en clavar clavos como leznas entre las uñas y la carne de todos los dedos de los pies y las manos de la víctima, o esc modo de ator­mentar practicado en Italia al que él llama vigi­lia florentina. ¿Acaso Binsfeld no sabía que los italianos son los hombres que se muestran más dispuestos a utilizar el tormento porque es un invento de su país? Dice que Marsilio hacía con­fesar a los más resistentes, pero no dice lo que nosotros descubrimos un día. demasiado tarde para muchos jueces, es decir, a cuántas vícti­mas convirtió en mártires creyendo hallar crimi­nales.»
Alec Mellor, que lo menciona en su notable obra sobre la tortura, ve en ese texto una especie de resumen de los conceptos abolicionistas que triunfarían en el siglo siguiente. Sin embargo, es­tos argumentos morales no habrían asegurado el triunfo definitivo de la causa de no haber estado apoyados por el más elemental sentido común. Con ello nos referimos a la alusión hecha a la re­sistencia física, por otra parte esencialmente va­riable según los individuos.
«Las declaraciones obtenidas mediante tortu­ra — escribe Henri Estiennc— no son en absolu­to fiables, pues hay hombres fuertes y robustos que. por tener la piel dura como una piedra y un valor inquebrantable, resisten y soportan cons­tantemente el rigor de los tormentos, mientras otros, débiles y aprensivos, se trastornan y pierden la razón antes siquiera de haber visto las tor­turas» (traducido de la Retórica de Aristóteles).
El dolor no puede ser sino fuente de menti­ras, asevera Grocio: «Los que soportan la tortu­ra mienten, y los que no la pueden soportar mienten todavía más». Por su parte. Erasmo, Montaigne, Montesquieu en El espíritu de las le­yes (VI, 17), Federico II y Voltaire plantean el problema desde un punto de vista filosófico. Pero corresponde a Beccaria el honor de haber publicado una obra mordaz, en una época en la que «a excepción de Inglaterra, el estado de la jurisprudencia criminal en Europa era una mara­ña de atrocidades (Grimm). Traducido a varias lenguas, comentado por Voltaire y alabado por Malesherbes. el tratado De los delitos las penas (1764) hubiera debido provocar la inmediata su­presión de la tortura en Europa. Suecia. Prusiael Reino de las Dos Sicilias ya habían dado ejem­plo Francia, extremadamente conservadora, no abolió definitivamente el interrogatorio en el banquillo y la doble sesión de tortura hasta mayo de 1788.
«Someter a un culpable a tortura mientras se desarrolla el proceso —escribe Beccaria—, ya sea para obtener la confesión del crimen, para aclarar sus respuestas contradictorias o para averiguar quiénes son sus cómplices, es una bar­barie consagrada por el uso en la mayoría de na­ciones. Si se demuestra el delito, no es preciso aplicar una pena diferente de la que la ley pres­cribe, y el hecho de que la confesión del culpa­ble ya no sea necesaria hace que la tortura re­sulte inútil: si no se demuestra, atormentar a al­guien a quien la ley contempla como inocente es algo espantoso. Exigir que un hombre sea al mismo tiempo acusador y acusado, pretender hacer del dolor una norma de verdad, equiva­le a confundir todos los poderes. En definitiva, no es más que un medio infalible de absolver al criminal robusto y de condenar al inocente débil…»
Beccaria no sólo condena la barbarie de la tortura, sino que también aboga por la decla­ración en el proceso de varios testigos dignos de crédito, el establecimiento de una jerarquía de las penas según los delitos cometidos y la supre­sión de un sistema arbitrario que deja la deci­sión del suplicio exclusivamente en manos de los jueces. Y, por último, se rebela contra la pu­blicidad de las ejecuciones capitales, que en la mayoría de los casos no suscitan sino un interés morboso:
-La pena de muerte no es, para la inmensa mayoríamás que un espectáculo,y para el res­to, un motivo de despreciable piedad. Estos dos sentimientos absorben el alma y no permiten que penetre en ella ese saludable terror que las leyes pretenden inspirar.»
¿Hay alguna necesidad de añadir que la ma­yor parte de estas consideraciones continúan vi­gentes?
Extendida mediante libros o panfletos y cla­ramente entendida por filósofos y déspotas ilus­tradosla causa abolicionista tropezaba en Francia con la rutina de la magistratura y el ab­soluto desdén de Luis XV, cuyo desprecio no excluía el miedo, como se comprobó a raíz del atentado frustrado de Damiens. Es posible que aquel atentado incitara al rey a rechazar sine die cualquier proyecto de reforma penal. Los erro­res judiciales, los casos Calas y Sirven, la ejecu­ción del caballero de La Barre y la de tanta gente «jurídicamente inmolada por fanatismo», no lo­graron conmover su ánimo.
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Del Museo de los Suplicios, El despeñamiento

El despeñamiento
El despeñamiento desde lo alto de un precipi­cio, un acantilado o una torre es un método ex­tremadamente cómodo. Al condenado no le da tiempo a percibir el hecho, y la muerte es casi siempre segura. Este suplicio, que sobrevenía como por accidente, se reservaba a los traidores, a quienes se arrojaba desde lo alto de la roca Tarpeya: con él se honraba a los dioses mexica­nos, que exigían la inmolación de vírgenes: y se aplicaba asimismo a personajes a los que se que­ría hacer desaparecer lo antes posible. Los grie­gos practicaban mucho el despeñamiento: los la-cedemonios. habiendo sorprendido a mercade­res atenienses comerciando en el Peloponeso. los arrojaron a un pozo: a continuación, los atenien­ses se vengaron en las personas de los embajado­res lacedemonios (Tucídides. II. 67). Filomena actuó del mismo modo tras derrotar a los locrios, y segun la leyenda, en un solo día el rey Sapor hizo arrojar a diez mil cristianos desde lo alto de
abrupto precipicios No menos fueron los idumeos que perecieron víctimas de la cólera de Amasias.
Durante las guerras de religión, se arrojó a mucha gente a pantanos y pozos sin fondo. El barón Adrets y su lugarteniente Puy-Mont-brun destacaron por su crueldad para con los ca-tólicos. a los que arrojaban desde lo alto de los torreones sobre erizadas puntas de lanza y ala­barda. A los recalcitrantes, se les empujaba al vacío a punta de espada: y si lograban asirse a las rugosidades de la piedra, les cunaban las ma­ms. La siguiente anécdota muestra. s¡n embar­go, que los jefes de los asesinos también podían ser graciables:
«En Momas, como ninguno de los que fue­ron despeñados por las ventanas del castillo, que tema infinitas toesas de alto, se dejaba arro­jar, el citado barón, haciendo gala de una gran inhumanidad, ordenó que les cortaran los de­dos… Uno de ellos, lanzado del castillo, que se levantaba sobre un gran peñasco, pudo asirse a
una rama: como no la soltaba, comenzaron a dis­pararle arcabuzazos y a lanzarle piedras, sin que
fuera posible alcanzarlo. Por último, el susodi­cho barón, maravillado, le perdonó la vida, y el condenado escapó como por milagro…» (Ri­chard Yerstegan, Theatre des cruautés des hérétiques de notre temps)
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Del Museo de los Suplicios, el mundo animal en los suplicios

El mundo animal en los suplicios
La evocación del toro de Fálaris nos lleva a los animales considerados por el hombre como instrumentos vivos de suplicio. Al referimos a ellos, se piensa en seguida en las fieras y los grandes carniceros, pero ésta es una visión incompleta. En realidad, los animales menos evo­lucionados se han utilizado en las torturas más sutiles: el elefante aplasta, el león devora y el ti­burón asesta dentelladas, pero la mosca y la hor­miga son capaces de excitar los nervios, de picar mil veces, de prolongar dolores insoportables. Por transgredir la ley persa para adorar a su Dios, Daniel fue arrojado al foso de los leones. Sin embargo, el destino quiso que las fieras de­vorasen a los enemigos del profeta:
«Mandó el rey que los hombres que habían acusado a Daniel fueran traídos y arrojados al foso de los leones, ellos, sus hijos y sus mujeres. y antes de que llegasen al fondo del loso, los leo­nes los cogieron y quebrantaron todos sus hue­sos» (Daniel. VI. 24).
En Cartago. los mercenarios que se rebela­ron contra Amflcar. así como ciertos criminales, fueron dejados a merced de los leones, aunque también es cierto que se crucificaba a los leo­nes… Se utilizaron en el anfiteatro para devorar cristianos, aquellos cristianos que les representa­ban atados a postes, envueltos en redes o cubier­tos con pieles de animales. Entre otros muchos. Atulo y santa Tecla, completamente desnuda, perecieron bajo sus garras, mientras que Blandina murió corneada por un toro. Por fortuna para ella, Perpetua no resistió durante mucho tiempo los ataques de una vaca furiosa y alcanzó en se­guida la palma del martirio. En la India y en Ceilán, así como en Cartago. la pata de un elefante, sabiamente guiada, trituraba el cráneo de los condenados. Ptolomeo Filopátor ordenó que ex­citaran a un grupo de paquidermos para que aplastaran a los judíos, pero Yavé no permitió este bárbaro designio y los elefantes atacaron a sus amos. En América del Norte y en Sumatra arrojaban a los condenados a los saurios. Tam­bién han sido muy útiles los tiburones. Schoelcher condena a los colonos que «para ejercitarse en el tiro, lanzaban al mar a esclavos maniatados y se aplicaban en alcanzarlos antes de que se hundieran en el agua y fueran devorados por los tiburones». Esta muerte era más rápida que la causada por las aves de presa en las Indias o en Dahomev. donde enterraban a los condenados hasta el cuello en una fosa, o los descuartizaban para que los buitres, con su pico voraz, hulearan en sus ojos y sus entrañas.
En las leyes borgoñonas. escribe Fernand Ni-colay, el que robaba un gavilán era condenado al castigo siguiente: le dejaban el pecho desnudo y colocaban sobre él seis onzas de carne fresca de cualquier animal, cortada en finas lonchas. Luego, acercaban al condenado un gavilán al que habían dejado en ayunas todo un día. y el animal, hambriento y furioso, clavaba su pico acerado en los trozos de carne que habían pues­to a su alcance, destrozando dolorosamente el pecho de la víctima.
También se utilizaban musarañas, lirones y ratas. El historiador Théodoret afirma que un rey de Persia hizo cavar unas zanjas en las que metió a los cristianos encadenados y a conti­nuación arrojó sobre ellos un ejército de musa­rañas. Lo que sigue puede adivinarse fácilmen­te, teniendo en cuenta que las musarañas a las que se recurría estaban hambrientas… Según Gallonio. los protestantes fueron los primeros que. en 1591. utilizaron lirones para torturar a los católicos:
«Los echan boca arriba, los atan y les colocan sobre el vientre un recipiente invertido en cuyo interior hay un lirón vivo y encienden fuego so­bre dicho recipiente, de tal modo que el lirón, atormentado por el calor, desgarra su vientre y penetra en sus entrañas.»
Como podemos observar. Octave Mirbeau no inventó nada. En su Jardín de los suplicios, se limitó a colocar a la víctima de espaldas, de modo que presenta a los dientes acerados del roedor la región anal, pero el resultado es el mis­mo. Por otra parte, la rata puede atacar cual­quier otra zona del indefenso prisionero, pues todas son igualmente buenas. Antaño, cuando subía la marea, una legión de roedores invadía las celdas de la Torre de Londres y los desdicha­dos, fuertemente atados, sufrían sus mordedu­ras. Este sufrimiento, que se añadía a tantos otros, precedía a la decapitación en tiempos de Isabel.
En Turquía sumergían algunos gatos, que no soportan el agua, y luego los introducían en los pantalones bombachos de las mujeres infieles o desobedientes. Ea batalla que libraban en aque­lla trampa oscura originaba un divertido espectá­culo y profundos desgarrones de los que los hombres se burlaban. Los perros, por su parte, no eran menos útiles. Llevaban a cabo una espe­cie de servicio de limpieza, engullendo con avi­dez los restos de los desdichados culpables. La nuera de la cruel Amestris fue presa de ellos, así como la reina Jezabel. que se había maquillado en vano para seducir a Jehú. Al verla, las únicas palabras de éste fueron:
«”Echadla abajo”; y ellos la echaron, y su sangre salpicó los muros y los caballos: Jehú la pisoteó con sus pies… Fueron para enterrarla: pero no hallaron de ella más que el cráneo, los pies y las palmas de las manos. Volvieron a dar cuenta a Jehú. que dijo: “Es la amenaza que ha­bía hecho Yavé por su siervo Elias… Los perros comerán la carne de Jezabel en el campo de Jezrael, y el cadáver de Jezabel será como estiércol sobre la superficie del campo, en el campo de Jez-rael. de modo que nadie podrá decir: “Ésta es Jezabel”» (// Reyes, IX, 33-37).
Los perros bien adiestrados pueden ser mal­vados, como bien saben los cuerpos de policía cuando los envían contra huelguistas y manifes­tantes. Los dogos que despoblaron Perú se azu­zan hoy contra los negros, igual como sucedió durante la guerra de Santo Domingo, en que un tal Noailles adquirió perros por centenares a los colonos españoles de Cuba. ¿No se vio en Buchenwald correr desesperadamente a unos des­graciados para evitar los colmillos de los molo-sos? Extenuados, muchos perecieron y a otros los obligaron, por pura diversión, a ladrar meti­dos en una caseta de perro. A veces, el animal que creemos sumiso deja de obedecer. La alego­ría de Acteón ejemplifica este caso:
«Acteón quisiera en verdad estar ausente. pero aquí: y querría ver, pero no sentir en sus carnes. los ataques feroces de sus perros. Le cer­can por todas partes y, con los hocicos hundidos en su cuerpo, desgarran a su amo bajo la aparen­te figura de un ciervo; y se dice que hasta que no escapó su vida por las mil heridas sufridas, no se aplacó la ira de Diana, portadora del carcaj» (Ovidio, Las metamorfosis. Libro III versos 247 a 253).
La más hermosa conquista del hombre pue­de volverse en su contra y devorarle las entra­ñas. En Gascuña, dice Gallonio. los protestan­tes le abrieron el vientre a un sacerdote, se lo llenaron de avena y lo dieron como alimento a los caballos. Sin embargo, no hace más que ci­tar el Teatro de las crueldades de los herejes,cui­dándose bien de añadir que los católicos no ac­tuaron de modo muy diferente y que horrores de este tipo se vieron con asiduidad. En tiempos de Juliano el Apóstata ya se había colocado ce­bada en el vientre de muchachas vírgenes que luego eran ofrecidas a los cerdos. San Gregorio escribe que los hombres de Heliodoro «cogían castas vírgenes que, despreciando los atractivos del mundo, apenas se habían mostrado a los hombres hasta aquel momento, y tras condu­cirlas a una plaza publica, las hacian despojarse de sus vestiduras para que se avergonzaran al verse expuestas a las miradas de todos. A conti­nuación, haciendo que les cortaran y abrieran el vientre (¡Oh. Cristo! ¿Cómo imitar en esta épo­ca la paciencia con que soportaste tus largos su­frimientos? ). comenzaban a masticar su carne con los dientes y a engullirla, pues resultaba agradable a su abominable ansia: también devo­raban su hígado crudo y después de haber pro­bado semejante alimento, hicieron de el su sus­tento habitual. Luego, mientras su vientre aún palpitaba, lo llenaban con el alimento de los cer­dos y haciendo que éstos entraran, ofrecían a la muchedumbre el horrible espectáculo de ver la carne de las jóvenes desgarradas y devorada jun­to a la cebada…»
Encontramos también la intención sádica de descarnar en la muerte de la reina Brunilda, ata­da a la cola de un caballo sin domar por orden de Gotario II. Y también en el suplicio frustrado de Mazepa que, atado a un corcel salvaje, debía pe­recer víctima de los dientes de los lobos y las ga­rras de las aves rapaces:
Corre, vuela, cae… ¡y se levanta rey!
exclama Victor Hugo en sus Orientales, cele­brando el adulterio que no resultó fatal.
El campo que se abre a los endebles insectos no es ni menos grande ni menos bárbaro. Impli­ca recurrir a ejércitos de agentes destructores que. con el tiempo necesario, llevan a sus vícti­mas al borde la locura o las reducen a un puro esqueleto. En la India se introducían coleópteros (en lugar de lirones) bajo un coco colocado sóbre­la piel de la víctima. La agitación de los insectos, centuplicada con ayuda de un palo, no tardaba en volverla loca. En el África negra, las ordalías en caso de adulterio se practicaban —y se practi­can aún— utilizando hormigas rojas que, en la mayoría de los casos, devoran al presunto cul­pable:
«Uno de los refinamientos más crueles pare­ce ser la prueba de las hormigas. Hombres y mu­jeres se reúnen y comen juntos; luego, los hombres bies dicen: “Si no tenéis hijos es porque sois infieles. ¡Decid el nombre de vuestros amantes!. Entonces, atan a todas las mujeres, las cuales, sean o no infieles, confiesan. Las desatan, pero cada una debe pagar una multa: 10 francos si la infidelidad ha sido con un hombre del pueblo y 20 si ha sido con un extranjero, pues puede traer la desgracia a la comunidad. Las mujeres se van. Los hombres encienden un gran fuego y uno de ellos, un iniciado, hace beber un brebaje mágico a un gallo y le corta la cabeza; el ave, con un últi­mo aleteo, cae a los pies de un hombre, que es declarado culpable. Una vez maniatado, se le cu­bre el cuerpo de hormigas cuyos mordiscos son como pequeñas quemaduras. A continuación, se le somete a interrogatorio: “¿A quién has mata­do? ¿A quién le has provocado alguna enferme­dad? ¡Dinos los venenos que conoces!” Al límite del sufrimiento y de la muerte, el hombre aún puede salvarse dando a una de sus mujeres o pa­gando una multa muy crecida. Si no puede, se le añaden más hormigas. El cuerpo, hinchado, se vuelve insensible. Y entonces empiezan a llover los golpes hasta matarlo, porque si quedara con vida, sin duda traería desgracia a lodos los habi­tantes» ( J. Milley. La vie sous les Tropiques. Pa­rís. 1964. pp. 208-209).
Estas costumbres que nos gustaría creer pri­mitivas las aplicaban con los indígenas los colo­nos franceses de la Martinica. Un informe del administrador Phelypeaux dirigido a Versalles en 1712 no deja duda al respecto:
«Para hacerles confesar que envenenan y practican la brujería, algunos habitantes efec­túan en su casa unos interrogatorios más crueles de lo que Fálaris. Busilis y los peores tiranos hu­bieran podido imaginar… Atan a la víctima, completamente desnuda, a un poste cercano a un hormiguero y. después de frotarla con azúcar. le van echando hormigas a cucharadas desde el cráneo hasta la planta de los pies, introduciéndo­las cuidadosamente en todos los orificios del cuerpo…»
En el suplicio del ciíonismo se unta el cuerpo de las víctimas con miel o leche azucarada v se las deja a merced del aguijón de las abejas o de las picaduras de las moscas. San Marcos, obispo de Arctusa. pereció de este modo, y existía una traba de madera, a modo de picota, especial­mente confeccionada para aplicar esta pena, que los persas, al inventar lo que Plutarco y Zonaras denominan pila o barco, perfeccionaron hasta convertirla en obra maestra de la aberración mórbida. Los persas, escribe Gallonio, que sigue a estos autores, aplicaban este suplicio a los regi­cidas:
«Tras construir dos barcos del mismo tamaño y forma, tumban en uno de ellos al condenado y lo tapan con el otro, de tal modo que las manos y los pies quedan fuera, mientras el resto del cuer­po, excepto la cabeza, permanece aprisionado. Le dan alimentos, que se ve obligado a ingerir ante la amenaza de unas agujas dispuestas ante sus ojos. Mientras come, le vierten en la boca un líquido compuesto por una mezcla de miel y le­che, y le embadurnan el rostro con la misma mezcla. A continuación, orientando el barco de modo adecuado, vigilan que el hombre tenga constantemente los ojos frente al sol. y cada día cubren su cabeza y rostro una legión de moscas. Además, como hace en el interior de los barcos cerrados esas cosas que los hombres se ven obli­gados a hacer por necesidad después de haber comido y bebido, la corrupción y la podredum­bre que resultan de ello provocan la aparición de multitud de gusanos que penetran bajo su ropa y le devoran la carne. Cuando el hombre ha muer­to, retiran el barco superior, y entonces puede verse que su cuerpo está completamente roído y que sus entrañas aparecen plagadas de infinidad de gusanos e insectos cuyo número aumenta a diario. Sometido a este suplicio. Mitrídates pa­deció esta agonía durante diecisiete días, al cabo de los cuales entregó por fin su alma.»
Así se expresa Plutarco, cuyo relato difiere poco del de Zonaras:
«Los persas superan el resto de bárbaros pol­la horrible crueldad de sus castigos, en los que aplican torturas interminables…»
Sacie, de quien nos podemos fiar en este cam­po, exclama lleno de admiración:
«¡Qué sublimes invenciones! Eso es el arte: consiste en hacer morir un poco cada día durante el mayor tiempo posible» (Juliette, TV, 269).
Por último, otro suplicio consiste en coser al condenado en el interior de la piel de un animal. San disanto fue expuesto a los rayos de un sol ardiente metido en la piel fresca de un ternero. Otros fueron entregados a las fieras metidos en una piel de asno o un camello. Debemos a Apuleyo y Luciano de Samosata descripciones satíri­cas de este suplicio. En El asno. Luciano dcscribe el terror de una muchacha a quien unos ban­didos quieren castigar con una muerte larga y dolorosa:
«Tengo una idea que os gustará —dijo uno de ellos — . Hay que matar al asno, que por pereza finge cojera y que se ha convertido en cómplice de la fugitiva. Lo mataremos, pues, mañana por la mañana. Luego lo destriparemos, le sacare­mos las entrañas y colocaremos en su interior a esta encantadora niña, de modo que la cabeza quede fuera para que no se asfixie; pero el resto del cuerpo debe quedar perfectamente encerra­do. Entonces, una vez que hayamos cosido la abertura con cuidado, los arrojaremos a ambos fuera para ofrecer a los buitres un nuevo manjar. Obsevad, amigos míos, el horror de semejante suplicio: en primer lugar, estar metida en el ca­dáver de un asno: a continuación, ser cocida en el interior del animal por el ardor del sol de vera­no, mientras la acucia un hambre atroz sin poder quitarse la vida: todo eso por no hablar de la muerte que sufrirá a causa de la infección de esta carroña, ni de los gusanos que vendrán a comér­sela… Y. por último, los buitres llegarán hasta ella a través del asno y la devorarán con él. quizácuando aún esté viva.»
MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, El agua como instrumento de tortura.


El agua como instrumento de tortura
El empleo del elemento acuatico con fines punitivos reviste tres aspectos diferentes, segun que la victima sea sumergida en el agua, rociada con agua helada u obligada a ingerir el liquido.
Suplicio brutal y rapido, el ahogamiento al igual que el despenamiento, se ha praeticado sde siempre en las ejecuciones en masa. Durante el saqueo de Dinant, el conde de Charolais ordeno ahogar a unas ochocientas personas que se habian manifestado en contra de la Casa de Borgoña. En 1905, los soldados rusos ahogaron innumerables chinos, arrojandolos al rio Amur Klos por las coletas. Carrier, un Sade en accion a quien se atribuyen diez mil vfctimas. se limito a repetir el genocidio ordenado por los soberanos de Egipto cuando, a fin de reducir al prolifico y molesto pueblo israelita, que no hacia mas que multiplicarse pese a las persecuciones el faraon ordeno arrojar al Nilo a todos los recien nacidos varones. (Exodo, I, 22). Los judios. por su parte, tambien practicaban el ahogamiento.
El propio Jesus alude a el en este celebre pasaje del evangelio de san Mateo (XVIII 6)- «Y que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mi, mas le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar.»
Los sirio tambien colgaban una muela al cuello de los condenados, mientras que los ger­manos, y las tribus asimiladas, los hundían en el lodo de las ciénagas. «Mientras los traidores y los tránsfugas —dice Tácito— eran colgados de un árbol, los cobardes, los ruines y las prostitutas son arrojados al lodo de los cenagales, pero cu­biertos con una arpillera. Mediante esta diversi­ficación en los suplicios, parecen querer demos­trar que los crímenes han de expiarse a la luz del día, en tanto que las infamias deben ser sepulta­das» (Costumbres de los germanos, XII). La fa­mosa cabeza de hombre descubierta en Tollund, Jutlandia, confirma la veracidad de las fuentes de este historiador.
Encontramos casos de ahogamiento en Siracusa (Diodoro, XIV, 112); en París, donde en 1441 fueron arrojados al Sena prisioneros ingle­ses; y en Nimes, donde el día de san Miguel del año 1567 los protestantes precipitaron a ciento cincuenta católicos a un pozo. Esta matanza re­sulta insignificante comparada con los ahogamientos de Nantes ordenados por el Comité de salvacion publica. En octubre de 1793, Carrier transformo el Loria en un “torrente republicano y una tumba movediza para los aristocratas.
Conducían a estos últimos al centro del río en embarcaciones parecidas a la que Nerón reservó un día para su madre. Entonces tenía lugar el «matrimonio republicano», las bodas sangrientas a las que nadie escapaba: hombres armados con picas y garfios se afanaban en empujar a los in­fortunados al lecho del río. Hay que aclarar, en favor de Carrier, que la guerra civil había alcan­zado proporciones atroces, y que había recibido la orden de exterminara los prisioneros vcndea-nos sin juicio previo. Pese a ello, no deja de ser un monstruo de intolerancia y lujuria. Un mons­truo que contó con muchos cómplices, pues las hazañas de su Compañía Marat, con «baños» y «deportaciones verticales» de cincuenta o cien personas a la vez, eran calurosamente aplaudidas en la Convención. También mutilaban a los pri­sioneros y, como en los tiempos de las guerras de de religion, los hombres de Carrier, héroe sádico, envió en más de una oca­sión al suplicio a las mujeres públicas de las que acababa de gozar. Su defensa, que es la misma de todos los torturadores, merece ser citada por su lógica y su virulencia:
«Si merezco comparecer ante la justicia, los miembros de la Convención, que aún subsisten, en lugar de acusarme, deben comparecer con­migo, porque todos han aplaudido públicamen­te mis actos y, a mi regreso, me han acogido fra­ternalmente, me han felicitado y trie han estrechado la mano. Durante mi misión, publicaron el decreto que ordenaba a los generales repu­blicanos pasar por las armas a todos los vendeanos que cayeran en sus manos e incendiar las casas de los colonos infernales. Si soy un crimi­nal, mis colegas son los que me han empujado al crimen, y si mi cabeza rueda, las suyas deben rodar con la mia, porque si se trata de buscar culpabilidad, todos aqui, en la convencion, es culpable, hasta la campanilla del presidente.
El rociamiento sólo tiene interés en los países fríos. El suplicio consiste en dejar que el líquido se enfríe sobre el cuerpo de la víctima, que en la mayoría de los casos perece. Se ha practicado este castigo en Afganistán, en Persia y en Sibe­ria. La terrible condesa Bathory se lo inpuso a sus esclavas, y algunos prisioneros italianos lo sufrieron en la Unión Soviética. Por otri parte, por el martirologio romano y el testimonio de san Basilio sabemos que cuarenta soldados de con­fesión cristiana fueron arrojados a un estanque, del que se les sacó helados para, a continuación, quebrarles los miembros.
Por último, la ingestión de agua, conocida co­rrientemente como «interrogatorio con agua», se practicó en casi todas partes antes de la Re­volución de 1789. Con las extremidades atadas a los ángulos de una mesa, la víctima era obligada a ingurgitar considerables cantidades de líqui­do: seis litros en el «caballete pequeño» y doce en el grande. La marquesa de Brinvilliers, pe­queño y encantador monstruo, tuvo que sufrir este suplicio, y le pareció tan espantoso como la hoguera.
Una variante de este método es la de impedir la micción. Al emperador Tiberio, escribe Suetonio «se le ocurrió, entre otras invenciones atro­ces, hacer beber a sus invitados, insistiendo pér­fidamente, grandes cantidades de vino; acto se­guido, ordenaba que les ataran la verga para que sufrieran, a la vez, el dolor de las ligaduras y la ardiente necesidad de orinar» (Tiberio, LXII).
Es evidente que amén de ligar el pene se pue­de taponar el ano. En la Persia aqueménida se atiborraba de comida a la víctima, que se pudría entre la gusanera originada por sus propios ex­crementos.
MONSTRUOSIDADES, TORTURA

DOLOR Y VOLUPTUOSIDAD, El sadomasoquismo

Sadomasoquismo
Si reflexionamos, nos daremos cuenta de que los individuos que imponen este tipo de supli­cios, o temen que les pongan los cuernos más que a la peste, o detestan al sexo opuesto, a ve­ces sin saberlo. En cualquier caso, tienen miedo de no ser capaces de satisfacer sexualmente a las mujeres y padecen un evidente complejo. Para excitar al hombre, que en definitiva no puede ser reemplazado, algunas revistas especializadas le ofrecen poses extrañas, e incluso inverosímiles, de mujeres arrodilladas, amordazadas, suspendi­das y contorsionadas. Los elementos fetichistas aparecen en abundancia: medias negras, intermi­nables ligas, tacones altísimos, botas de cuero y delantales de caucho. Así ataviadas y sometidas, las hembras, según se piensa en este sistema ma­triarcal, deben seducir a machos que de otro modo no se atreverían a acercárseles. La Corporation», un fabuloso negocio, también hace posar a modelos aficionadas, utilizando po­tros, postes y sillas claveteadas. Cuentos para modistillas, con una trama infantil y somera, sir­ven de pretexto para la difusión de fotografías que, si no llegan a ser indecentes, resultan in­quietantes y morbosas. Estas historias giran en torno a los celos surgidos a raíz de concursos de belleza o asuntos de espionaje, inquisición, robo y secuestro. Prisiones, hospitales y dormitorios de colegio son los marcos más frecuentes donde se desarrolla la acción. Para el placer del com­prador, también se inventan salas de tortura lle­nas de látigos, estrapadas, esposas, cuerdas que forman telas de araña, potros y postes de ejecu­ción de complicadas formas. Mujeres más o me­nos lesbianas (según los gustos de la clientela) se torturan entre sí y, llegado el caso, aparecen tra­vestidos que se añaden a la acción. Todo resulta tan artificial y sofisticado que sólo los enfermos mentales pueden encontrar un ingrediente eróti­co en tales ejercicios de acrobacia y flexibilidad muscular. La Baronesa Acero (Baroness Steel), entre otras grandes damas sádicas, obliga a sus mujeres-esclavas a lucir una enloquecida indu­mentaria compuesta de cinturones con canda­dos, máscaras, bozales, cadenas y argollas. Las utiliza como asiento o taburete y anula su volun­tad haciéndoles llevar piezas de armadura total­mente grotescas, cuyas llaves o tuercas conserva en su poder. Para someter a las rebeldes, en los sótanos de su castillo dispone de otros mecanis­mos (¡nos preguntamos en qué podrán consis­tir!), que un ejército de ayudantes se encarga de engrasar y mantener a punto.
A veces, los hombres dignos de tal nombre —ya que toda medalla tiene su reverso— son so­metidos a las exigencias de la «duchesse de la Bastille» (textual) o de «Mrs. Tyrant». Obliga­dos a llevar ligas y encajes, representan un papel de muchachas viciosas y maltratadas que con­trasta con su complexión atlética. La «Nutrix Corporation» presenta una serie de dibujos en los que mujeres enérgicas imponen sus caprichos a varios hombres disfrazados, o a uno solo, el marido, a quien una esposa sádica somete a su voluntad. Treinta y cinco fotografías indican la manera de domar al macho reticente y ridiculiza­do. Un personaje ambivalente, que responde al nombre de María, es obligado a vestirse con ropa de cuero, lo cubren de cadenas y le hacen ponerse zapatos de tacón alto. Luego, lo colocan sobre un potro y lo desnudan; tiene las manos atadas y lleva un bozal. Y un hombre, un tal Ha­rry, es el que se complace en este tipo de repre­sentaciones. En agradecimiento se le entrega un frasco de perfume. ¿Acaso Hércules no hilaba a los pies de Onfalia?
En Estados Unidos, estas revistas ejercen tal influencia en las costumbres, que no poca gente intenta sufrir estas adorables torturas. A finales de diciembre de 1965, el New York He­rald(edición europea) publicaba la siguiente noticia:
«Las autoridades municipales han descubier­to en Newark (estado de Nueva Jersey) una «casa de tortura» que surtía a una clientela na­cional de masoquistas. La policía ha encontrado habitaciones decoradas con cadenas colgadas del techo, potros de tortura, látigos y correas, barras de hierro, esposas, camisas de fuerza, zapatos con pasador y espejos en que los clientes podían contemplarse mientras los azotaban…»
La gerente declaró que ganaba 1.000 dólares semanales administrando «tratamientos» a hom­bres y mujeres que buscaban una excitación se­xual en la coacción y el dolor. La policía confiscó las fichas de 4.000 personas, algunas de ellas muy conocidas, en las que constaban sus inclina­ciones particulares y sus antipatías.
El masoquismo, infinitamente más difícil de abordar y definir que el sadismo, existe en to­dos los ambientes. Los ejemplos contemporá­neos que podríamos extraer del nazismo o del modo de vida norteamericano son únicamen­te la exageración de un fenómeno universal. ¿Quién no conoce la leyenda de Aristóteles ca­balgado por una hermosa mujer desnuda que lo so­mete con absoluta devoción a los peores deseos de una ramera:
«Pero estos juegos inocentes se malograron en seguida. No hubo crueldad en ella, porque continuaba siendo una buena chica; se produjo como una irrupción de viento demencial, que poco a poco se agrandó en la habitación cerrada. La lujuria les trastornó, les indujo a las más deli­rantes fantasías de la carne. Los antiguos espan­tos devotos de su noche de insomnio evoluciona­ban ahora hacia una sed de bestialidad, una ur­gencia de colocarse a cuatro patas, de gruñir y de morder. Luego, un día, mientras él hacía el oso, ella le dio un empujón tan fuerte que lo derribó contra un mueble; y ella soltó una risa involunta­ria, al ver el chichón que se había hecho en la frente… Otras veces, él era un perro. Ella arro­jaba su pañuelo perfumado a un extremo de la habitación, y él debía correr a recogerlo con los dientes, arrastrándose sobre las manos y las rodi­llas… Y él disfrutaba su bajeza, gustaba del pla­cer de ser un animal. Deseando humillarse toda­vía más, gritaba: «¡Pega más fuerte…! Grrr, grrr. ¡Estoy rabioso, pega!».
Los masoquistas de ambos sexos se deleitan con la flagelación. La intensidad del placer varía a tenor del grado de aberración. Una mujer ena­morada, como Eloísa, que aceptaba recibir pali­zas que ella creía merecidas, a la larga experimen­taba un extraño goce «cuya dulzura superaba la suavidad de todos los perfumes». «Cuanto más se rebela una mujer en el momento de azotarla — escribe Grosley—, más agradablemente se sorprende cuando se le hacen percibir tantas prue­bas de amor en los ultrajes recibidos. Cuanto más mira con horror al furioso que la golpea, más pro­fundamente se enternece al no ver en él más que un hombre celoso que la adora, un ardoroso amante» (Sur l’usage de battre sa maítresse, Tro-yes, 1744). Evidentemente, en este caso la ten­dencia no es innata, pero a la larga llega a implan­tarse el masoquismo sobre todo si el fustigador maneja el instrumento de dolor con arte consu­mado. Por eso se imponen unas reglas de juego entre el azotador, que simula cólera, y su vícti­ma, que al ofrecer su trasero y sus muslos sabe que la sesión acabará con una reconciliación a través del coito:
«Las flores suelen vengar al amante enfureci­do, que apenas finge parecer ofendido. Persigue a la traviesa, la alcanza, la sujeta; y calibrando por sus flancos su indócil ligereza, con un rami­llete que trae escondido castiga su belleza culpa­ble, la obliga a callar, la riñe y, como un severo dueño y señor, simula con amor estar quejoso y colérico. Y al final, haciendo caso omiso de sus gritos, de sus protestas, de sus arrebatos, empu­ña el látigo y comienza a golpear, golpea sin parar, fuera de sí, enfurecido y amenazante, hasta que la obliga a pedirle perdón» (André de Chénier, Art d’aimer).
En otros tiempos, la afición a las disciplinas podía adquirirse en los colegios e internados reli­giosos. El hábito hacía (y hace aún) que algunas personas se convirtieran en masoquistas. Sin em­bargo, hay también quienes son masoquistas por naturaleza; tal era el caso de Jean-Jacques Rous­seau, que en este pasaje de las Confesiones reve­la con claridad la búsqueda voluptuosa del casti­go corporal:
«Como Mademoiselle Lambercier sentía ha­cia nosotros el afecto de una madre, también ejercía su autoridad y, en las ocasiones que lo merecíamos, llegaba a castigarnos. Durante bas­tante tiempo se limitó a amenazarnos, y esta amenaza de un castigo totalmente nuevo para mí me resultaba espantosa. Sin embargo, cuando se materializó, me pareció menos terrible de lo que había imaginado. Y lo más curioso es que aquel castigo hizo que me encariñara aún más con aquella que me lo había impuesto… En el dolor, e incluso en la vergüenza, encontré una especie de sensualidad que me dejaba más deseos que te­mor de volver a experimentarlo de la misma mano. Cierto es que, como indudablemente se mezclaba cierto instinto precoz del sexo, si su hermano me hubiera infligido el mismo castigo no me habría parecido ni mucho menos tan pla­centero.»
Otros, en lugar del látigo, prefieren ser piso­teados. Péladan, por ejemplo, le pide a su aman­te que convierta al rendido servidor que tiene ante ella en su alfombra. Krafft-Ebing (observa­ción 108) menciona el caso de un funcionario que gozaba de buena salud y que sentía la necesi­dad de servir a las mujeres y jugar, como Aristó­teles, al equus eroticus.Confesó que las mujeres podían golpearle, pincharle, injuriarle o acari­ciarle a su antojo:
«Llegué a entregarme a esta práctica mañana y tarde. Al acabar no experimentaba ni cansan­cio ni sensación de malestar; lo único que suce­día esos días es que tenía poco apetito. Cuando era posible, prefería desnudarme de cintura para arriba para sentir mejor la fusta. La mujer debía ser decente. Me gustaba que llevase bonitos za­patos, medias, un pantalón corto y ceñido, y la parte superior del cuerpo totalmente cubierta, con sombrero y guantes.»
Un enfermo de Havelock-Ellis (Études de Psychologie sexuelle, tomo V, pp. 57 y ss.) que­ría que anduvieran sobre su cuerpo y pisotearan con fuerza su pene turgente:
«Si una mujer se coloca encima de mí y, mi­rándome, pone el tacón del zapato o la zapatilla justo en la intersección cercana al escroto, con la suela apoyada y el otro pie sobre el vientre, y yo no sólo lo siento, sino que también veo cómo se hunde mientras ella deja caer su peso sobre uno u otro pie, alternativamente, para mantener el equilibrio, el orgasmo se produce en toda su ple­nitud. En estas condiciones, la emisión de semen es una agonía de placer. Sin embargo, es preciso que, en ese momento, todo el peso de la mujer esté sobre el pene.»
Algunos homosexuales prefieren ser golpea­dos en sus partes carnosas con espuelas:
«Me quité los pantalones —confesó uno de ellos— y mientras, arrodillado, besaba íntima­mente sus genitales, él situó con un movimiento helicoidal las espuelas en mis muslos y los golpeó hasta que comenzó a manar sangre. No sentí do­lor, sino una voluptuosidad tan intensa que me provocó una eyaculación interminable, como nunca antes había experimentado» (Moll).
En resumen, el masoquista implora la ejecu­ción y aplicación de la tortura que le conducirá a la felicidad. El «ama», de quien espera recibir órdenes y golpes, puede exigírselo todo, incluso el envío de misivas cuyo carácter delirante refle­ja con exactitud este simple fragmento:
«… Ya he decidido las cosas tan soberbias que llevaremos a cabo en tu grato gabinete de amor y de tortura… Beso a beso, el esclavo as­cenderá por la espalda de su ama hasta el cuello, hasta que un delicioso estremecimiento recorra todo su cuerpo; entonces, bella soberana, si tu sensualidad está lo suficientemente despierta, comenzarás a torturar terriblemente a tu escla­vo, que se acostará desnudo a tus pies. Le privarás de cualquier medio de defensa, le atarás los pies, le atarás los brazos a la espalda, y su virili­dad se erguirá… Entonces, el dolor y la lascivia harán que el esclavo comience a retorcerse a los pies de su ama… La soberana tomará el látigo de cuero y castigará a voluntad a su esclavo, que no podrá decir ni desear absolutamente nada… Pero eso no será suficiente, y el ama colocará sus hermosas y delicadas piernas en la espalda del esclavo. Con las espuelas, rasgará su espalda y sus muslos. Y cuando una ardiente voluptuosi­dad nos haya hecho perder casi el sentido a am­bos, el esclavo recibirá la orden… ¡Ah! ¡Esplén­didos instantes, queridísima ama! Olvidando el mundo, apretaremos uno contra otro nuestros cuerpos ardientes, y el esclavo tendrá que dar todo, absolutamente todo, a su ama.»
Llevada a sus últimos extremos, la aberración masoquista se tiñe de fetichismo y llega a la ado­ración del objeto apropiado para ejecutar la tor­tura. Algunos individuos coleccionan cuerdas, cadenas y espuelas; otros se encadenan o se ha­cen encadenar: «Quisiera que una anilla de oro me atravesase la nariz —se leía en una pintada— y ser tratado como un esclavo sumiso y afemina­do por un tiránico amo negro» (Diccionario de Sexología). En su amplio estudio dedicado a las desviaciones sexuales, el doctor Clifford Allen escribe:
«El deseo de ser atado de modo que permita un balanceo es corriente y se cree que actúa como un estimulante sexual, sin duda, a causa del movimiento rítmico. En determinados casos, el simple hecho de ser atado basta para excitar sexualmente.»
Se dan casos de personas que, aisladas en un sótano, un pozo fuera de uso o un granero, han muerto accidentalmente por haber caído la llave de la cerradura o porque la cuerda se ha desliza­do y los ha asfixiado. El juego para provocar la erección es, como mínimo, tan peligroso como el del ahorcamiento.
Los sádicos entran en erección con mucha ra­pidez. El encuentro con su futura víctima los ex­cita al máximo, pero evitan manifestar o satisfa­cer su deseo. La visión de la sangre y las lágri­mas, y oír los gritos y gemidos son elementos indispensables. Conviene, pues, provocarlos, ya que sin ellos el goce sería incompleto y su de­seo quedaría insatisfecho. Según las facilidades con que cuenten para satisfacer su apetito, éste va aumentando progresivamente. Al contrario que los masoquistas, no dudan, en caso necesario, en proclamar unas inclinaciones que pueden condu­cirlos hasta el crimen. Ignoran los remordimien­tos, desprecian la piedad y saben enfrentarse a quienes se permiten juzgarlos en función de ac­tos que trascienden la moral habitual. Mientras el masoquista se mantiene en un discreto segun­do plano, el sádico es orgulloso, cínico y megaló­mano. «Cuando estoy empalmado, quisiera que el mundo entero dejara de existir», exclama el bandido Mobertien Juliette (VI, p. 147), recor­dando a Caligula, que había deseado que el mundo sólo tuviera una cabeza para poder cerce­narla de un solo golpe. El placer de ver sufrir a otros, la schadenfreude, inspira todo el compor­tamiento del sádico y, tal como dice el apóstol de esta aberración:
«Por desgracia, es harto común ver cómo el desenfreno de los sentidos extingue totalmente la piedad en el hombre; su efecto normal es en­durecer; bien sea porque la mayor parte de sus desviaciones requieren una especie de apatía del alma, bien porque la violenta sacudida que ésta imprime a la masa nerviosa disminuye la sensibi­lidad de su acción, lo cierto es que un depravado profesional rara vez es un hombre que se apiade con facilidad.»
El sadismo, aun el menor, no puede prescin­dir de un toque de destrucción y sacrilegio. Sus adictos disfrutan con la idea de hacer daño. Sin duda, tienen más valor que el «investigador» que, so pretexto de los avances científicos o de algún progreso filosófico, se abandona al placer malsano de la vivisección de animales indefen­sos. En el silencio del laboratorio, que tan celo­samente guarda sus secretos, seudosabios y mé­dicos locos pueden practicar hoy las peores tor­turas ideadas por sus mentes enfermas. Pueden permitirse todas las audacias, e incluso se les ani­ma a hacerlas proporcionándoles el «material» necesario, como habría dicho Cari Clauberg, quien, al menos… ¡tuvo la satisfacción de poder trabajar con sus semejantes! El análisis de su ca­rácter, realizado por el doctor Francois Bayle, podría aplicarse a todos los individuos que, bajo la máscara de la cirugía, o la biología, perpetran infamias incalificables:
«Individuo que presenta numerosos y graves estigmas de degeneración y una naturaleza total­mente desprovista de armonía, formada por un conjunto heteróclito de superioridad intelectual, graves defectos caracterológicos y anomalías or­gánicas.»
No es raro que los grandes perversos hayan comenzado por hacer sufrir a los animales. A menudo originarios de medios rurales, durante su infancia el azar hizo que eyacularan contem­plando cómo degollaban un pato o despellejaban un conejo. La experiencia erótica tantas veces buscada, les indujo a martirizar a los animales en espera de algo mejor, como hicieron Vacher, Kurten o Pleil, por ejemplo. En Saint-Ouen-l’Aumone, un enfermo envenenó a diez perros (Aurore del 10 de noviembre de 1953); un ado­lescente inglés de quince años enucleó a once ca­ballos (Times del 22 de octubre de 1958); y una secta de Amberes se divertía ahorcando gatos, que luego se comían (Le Monde del 9 de marzo de 1966). ¡Cuántos actos de este tipo permane­cen ignorados! Pleil, que pretendía haber estado en su perfecto derecho al degollar y dejar desan­grar a sesenta y cinco mujeres para satisfacer las exigencias de su locura criminal, declaraba que sentía el deseo de asesinar porque, en su infan­cia, vio a su madre desangrar un conejo. Preten­día, además, que un ser maligno habitaba en su interior y que la sociedad debía darle el puesto de verdugo para así poder prestar un auténtico servicio. Salvador Dalí confesaba sin ningún re­paro que sentía placer al contemplar la agonía de los cerdos:
«Como sabéis, al degollar un cerdo éste pro­fiere unos gritos espantosos que expresan un su­frimiento insoportable. Oí estos gritos durante toda mi infancia, y lo que deseaba hacer era asfi­xiar al cerdo. Como sabéis, la agonía por estran­gulación o por asfixia es voluptuosa. Ayudado por alguna sustancia alucinógena, quería provo­car el estertor extático del cerdo agonizante has­ta el extremo del placer…» (declaraciones reco­gidas por Josane Duranteau, cf. Combat del 9 de diciembre de 1965).
Los casos de tortura sádica infligida a los ani­males escapan a cualquier intento de contabili­zarlos. Los Anales criminales hacen alguna alu­sión a ellos, y diversas obras mencionan casos de violación de pollos, ocas o conejas por indivi­duos de miembro de dimensiones reducidas. Se hizo famoso el caso de unos legionarios que so-domizaban patos chinos tras haberles metido la cabeza en un cajón.
«El pavo es delicioso —escribe Sade—, pero hay que cortarle el cuello en el preciso momento en que se produce el orgasmo, de ese modo, se produce un estrechamiento del conducto que te colma de voluptuosidad»(Juliette, I, pp. 248-249).
La tortura del animal, en efecto, predispone a la cohabitación carnal. Antaño, los sádicos zoófi­los exigían que las muchachas de vida alegre de­sangraran un conejo en su presencia o retorcie-ran el cuello de algún ave. Thoinot cita el caso de un trastornado mental que, mientras golpea­ba a los conejos, exclamaba: «¡Soy Jack el Destripador!».
Sin llegar al apareamiento o el degüello, mu­chos buscan un placer sexual en las peleas de ga­llos o las corridas de toros. La aparición fulgu­rante del animal, sus terribles derrotes y el des­tripamiento de los caballos les producen espa-mos de placer. Lo importante no es el triunfo del hombre sobre el animal o la práctica de un arte a la vez estético e inteligente, sino la visión de la sangre, que debe brotar a chorros y que, sin lu-a dudas, provoca otras efusiones… En la Histoire de l’Oeil, cuya paternidad se atribuye a Georges Bátanle, éste compara el manejo de la capa con la proyección total y repetida que ca­racteriza el juego físico del amor. La proximidad la muerte, añade, es sentida del mismo modo: «Ese encadenamiento de pases afortunados no es frecuente, y cuando se produce provoca en la multitud un verdadero delirio; en esos mo­mentos patéticos, las mujeres tensan tanto los músculos de las piernas y del bajo vientre que llegan a experimentar un orgasmo.»
Otros seres desalmados se complacen en martirizar a los niños, preferentemente a sus hi­jos. Se han descrito hasta la saciedad los correccionales donde adolescentes se veían sometidos a actos vejatorios por parte de maníacos u obliga­dos a las peores infamias por adultos privados de mujeres. Se ha hablado hasta la saciedad de la cencía forzada de amores particulares en los orfanatos, así como de los castigos corporales in­dos en ciertos internados, para mayor gloria de Dios y satisfacción de los clérigos azotadores. Las obras anticlericales están repletas de ejem­plos escandalosos de religiosos que incitan a los niños al mal o les enseñan el modo de procurarse sensaciones placenteras. Por lo tanto, ahorrare­mos al lector una nueva enumeración.
No existe reacción de la voz de la sangre, des­de el momento en que es posible sentir placer al ver sufrir a un ser inocente. Al sádico, amante del sacrilegio, le encanta profanar todos y cada uno de los tabúes de la sociedad. A merced de sus verdugos en una sórdida guarida, que corres­ponde a la prisión, al in pace o al castillo kafkiano, el niño indefenso es utilizado como válvula de escape de una pasión morbosa. Su padre y su madre le hacen pagar su inútil presencia, su con­cepción tras un estado de embriaguez etílica o una orgía crapulosa. Nada es demasiado duro ni demasiado violento para el desgraciado, obliga­do a dormir en el suelo, a permanecer durante horas atado a la pata de una cama, o de rodillas en un rincón con los brazos en cruz, a soportar pellizcos, golpes y quemaduras. Cada caso que la prensa revela a este mundo enloquecido a fuerza de erotismo y violencia, es peor que el preceden­te. Las muertes a consecuencia de palizas en­cuentran su réplica en la inanición, y así, el ho­rror sucede al horror. Sin embargo, a veces por temor y siempre por debilidad, los testigos ca­llan. Siniestra o lamentable, en algunos casos la tortura de niños adopta un aspecto repulsivo. En mayo de 1966, una tal señora Baniszewski fue condenada a cadena perpetua por haber golpea­do, quemado y escaldado, durante meses, a una muchacha de dieciséis años, que finalmente, mu­rió. Se había entretenido tatuando en el vientre de la desdichada, con agujas al rojo, esta aleccio­nadora frase: «Soy una puta, y estoy orgullosa de serlo» (New York Herald del 25 de mayo de 1966). Dado que los hechos tuvieron lugar en Estados Unidos, donde los adolescentes gozan de bastante libertad, es de suponer que la vícti­ma era una masoquista que hasta cierto punto consentía las torturas. Martirizar a los niños debe de producir un gran placer, ya que todavía hoy, en Perú, se da con regularidad la venta de niños de entre ocho y diez años por una suma media de treinta francos la unidad (Le Figaro del 21 de diciembre de 1965). La deshonra moral se­guramente es más refinada que la del bastón o el látigo.
La flagelación, a la que se someten ciertos se­res débiles para recuperar su vigor y los maso-quistas por el placer de la sumisión, constituye uno de los pasatiempos predilectos del sádico. Provisto de un elemento duro, viril y turgente (una fusta o una vara, por ejemplo), golpea sin contención la espalda, los muslos o el rostro, marcándolos y bañándolos en sangre. Por otra parte, precisamente en esta falta de contención reside su voluptuosidad. Las muchachas sumisas que, con una constancia digna de elogio, se afa­nan en provocar la erección de un compañero deficiente, manejan el látigo con suavidad. Los sádicos, en cambio, no conocen sino la violencia y el desorden dionisíaco; sus sentidos perturba­dos prescinden por entero de las reacciones de la víctima, pues para ellos lo esencial es gozar in­mersos en un torrente de lágrimas. Eso en unas condiciones, por así decirlo, oficiales, ya que Brantóme alude a maridos crueles cuyo único placer consiste en ver azotar a su esposa.
La manía del látigo, que busca justificaciones en la historia bíblica y el folclore, ha existido siempre. El día de los Inocentes, los galanes acu­dían a las camas de las muchachas para sorpren­derlas agradablemente con el látigo. Parece que la intención de Clement Marot, que dirigía este epigrama a Margueritte de Valois, era el de «inocentarla»:
Queridísima hermana, si supiera dónde
se acuesta
vuestra persona, el día de los Inocentes,
muy de mañana iría a vuestro lecho
a ver ese gentil cuerpo al que amo entre
quinientos.
Entonces, mi mano, en vista del ardor
que siento,
no podría quedarse satisfecha
sin tocaros, reteneros, palparos y tentaros.
Y si alguien apareciera por ventura,
fingiría inocentaros:
¿sería una honesta excusa?
Catalina de Médicis ponía gran interés en azotar a las damas de su «batallón» y las alentaba a excitarse en su presencia. Por su parte, Bran­tóme escribe:
«He oído hablar de una gran dama de mun­do, una grandísima dama, que, no satisfecha con su lascivia natural, ya que era una gran puta, y casada y viuda, y muy bella, para provocarse y excitarse más, ordenaba desnudarse a sus damas e hijas, me refiero a las más hermosas, y se goza­ba contemplándolas; y después las azotaba con la palma de la mano en las nalgas, propinándoles rudas palmadas, y vergajazos a aquellas que habían cometido alguna falta; y, entonces, su mayor alegría era verlas agitarse y realizar movimientos y contorsiones con su cuerpo y sus nalgas, que podían resultar extremadamente extraños y pla­centeros según los golpes recibidos.
»Algunas veces, sin desnudarlas, les hacía le­vantarse la ropa, pues no llevaban bragas, y les daba palmadas y azotes en las nalgas para hacer­las reír o llorar, según los motivos que le dieran. Y, con estas visiones y contemplaciones, excita­ba tanto sus apetitos que después iba a aplacar­los, casi siempre en el momento oportuno, con algún hombre galante, fuerte y robusto.»
Esta manía flageladora conoció su máximo esplendor en el siglo XVIII, cuando el «vicio in­glés» florecía sin ninguna vergüenza y las muje­res de mundo contrataban como sirvientas a campesinas metidas en carnes para darse el pla­cer de azotarlas. Siguiendo su ejemplo, las jóve­nes burguesas acudían a flogging partiesen las prisiones, para ver cómo corría la sangre por la espalda y las nalgas de las prostitutas. ¿Acaso sus honorables padres no buscaban mortificante? favores? Sin olvidar, por otra parte, a las chiqui­llas que abundaban en los palacios londinenses. Sade, Restif y Casanova nos ilustran ampliamen­te sobre las extrañas costumbres de aquellos hi­pócritas, no demasiado sanguinarios y domina­dos por el kant o por una moral anticuada que prevalecía en la era victoriana. A veces, la farsa se trocaba en tragedia. En 1757, una tal Man Clifford fue maltratada hasta la muerte por sus patronos; la investigación reveló que éstos bus­caban muchachas para azotarlas hasta hacerlas sangrar o para torturarlas a navajazos.
En Francia, el clero incitaba a los malos tra­tos. En La Coquette Chátiée, el padre Grécourt. que sin duda habría podido encontrar móvile más nobles para su apostolado, escribía con toda seriedad:
«Todos los hombres deben a su mujer amor y amabilidad; pero cuando ella abusa de esta situa­ción y se toma demasiadas licencias, un correcti­vo da casi siempre excelentes frutos…»
En muchos casos, los azotes alcanzaban tal intensidad que hubo quienes enloquecieron de vergüenza y humillación; así le sucedió a Théroigne de Méricourt, a quien levantaron las fal­das en la terraza de los Feuillants y acabó sus días en la Salpétriére. Clement Perot y Lauze de Peret declaran que durante el terror blanco, paralelo al otro, se utilizaron paletas en forma de flor de lis contra los republicanos y los protestan­tes del Midi:
«Se usaba una tabla similar a las paletas de las lavanderas. El lado con el que se golpeaba es­taba cubierto con clavos formando una flor de lis, la cual quedaba dibujada con caracteres de sangre cada vez que se golpeaba; de este modo, se imprimía un signo anticipado de conversión en las carnes de las mujeres reacias a recibir la gracia. Para efectuar esta operación, a veces se contentaban con levantarles la falda. Sin embar­go, a una de ellas la dejaron completamente des­nuda en la calle; quedó postrada por el dolor y bañada en sangre. Permaneció expuesta a los in­nobles sarcasmos del populacho enfurecido hasta que un soldado la cubrió con su capote.»
El sádico, que no siempre tiene la posibilidad de asistir o participar en tales festejos, busca en privado la degradación, la resignación y la com­placencia de sus víctimas. Estas últimas no sólo deben sufrir, sino además callarse. En otros tiem­pos, se instruía a las mujeres de vida alegre en ta­les ejercicios; se les exigía que sufrieran sin rechis­tar mil sevicias y vejaciones. Cansada de las casas de baja categoría donde todas vivían desnudas, Rosa, la heroína de una novela de Paul Margueri­te, llega al apartamento de la Mercy, cuya cliente­la se recrea en costumbres un tanto extrañas:
«Por sumas ínfimas, Rosa tuvo que resignar­se a ser azotada, pellizcada y pisoteada por ma­níacos que la abofeteaban, la fustigaban y le cu­brían la piel de moretones a golpes de paleta» (Prostituée).
En la mayoría de los prostíbulos había vergas de retama o brezo, disciplinas de piel de cerdo, látigos, fustas, toallas mojadas y haces de ortigas destinados a esta clientela especial. Había tambien variantes atenuadas del knut y del tawse es­cocés en forma de mano de cuero; cilicios, zapa­tos con el interior claveteado y cinturones con clavos; caballos de Berkley que recordaban al potro, e incluso cuerdas para la estrapada. Aun­que todo ello, por supuesto, no impedía que los
partidarios convencidos continuaran practicando el azote manual.
Los propietarios de esclavos —no nos atrevemos a ímaginar la cantidad de sádicos que debía de  haber entre ellos— utilizaban la flagelación para obtener placeres muy especiales. El autor lónimo del Manuel Théorique et pratique de la Panellation desfemmes esclaves, ya citado, declara que hizo azotar durante un mes, a razón de dos veces diarias, a una joven recalcitrante:
Así, al cabo de pocos días la muchacha estaba domada y me ofrecía todo lo que esperaba de ella, incluidos ciertos favores bucales que las mujeres niegan a sus amantes más queridos. Si hu­biera recurrido a las negras para que corrigieran a mi indócil esclava, a buen seguro nos habría­mos limitado al uso insuficiente del látigo or­dinario, en tanto que los otros látigos me han convertido en el más feliz de los amos de carne servil.»
Ya habíamos dicho que los orígenes de este Manual podían parecer dudosos. Sin embargo, no por ello sus consideraciones sobre las motiva­ciones sádicas de los flageladores resultan menos curiosas. He aquí na medio radical de obtener la sumisión completa tras la fellatio:
«Lo más frecuente es que la mujer reciba los azotes en el potro, colocada en tal posición que su pudor quede cruelmente humillado. De este modo, ninguno de sus encantos se oculta a la contemplación, muy a su pesar, y ella es perfec­tamente consciente de la concupiscencia que la exposición de su rolliza grupa suscita en los ver­dugos. Porque nada puede resultar más penoso para una mujer que provocar el deseo contra su voluntad.
 En cuanto al jesuita Girard, cuyos desenfre­nos produjeron un escándalo considerable en 1728, se esforzaba en combatir el pecado con el pecado. Con esta piadosa intención, sedujo a la Cadiére, de quien era confesor y a la que sodo-mizó después de haberla azotado hasta hacerla sangrar. La Compañía de Jesús, que no había podido salvar a Grandier, arrebató a Girard de las manos de sus jueces y todo acabó en un juego de galantería:
Ardiente de deseo,
el padre Girard ha convertido
a una cría en una mujer.
Más hábil, en cambio,
el Parlamento ha transformado
a una mujer en una cría.
Voltaire escribió este poema, pero a Sade el caso del jesuita le sirvió de inspiración para su Justine. Sin embargo, llegó un momento en que cambiaron las tornas, y aquellos que hasta entonces habían recibido los golpes propinados por manos bendecidas, los devolvieron centuplica­dos. En 1791, en París se procedió a la flagela­ción de cierto número de nalgas «anticonstitucio­nales», sobre todo las de las religiosas de Saint-Roch. El «padre Duchéne» hace alusión a este acontecimiento en la carta número 66 de su diario:
«Mientras en Burdeos se desplegaba el sober­bio pabellón nacional, en París ondeaba el pabe­llón monacal; pues madres y padres, indignados por el comportamiento de viejas monjas crápulas y de jóvenes hermanas beatas que habían dado tantas zurras a sus hijas, fustigaron sus santas nalgas hasta tal punto que, en un momento, aquellos culos devotos adquirieron realmente el color nacional. Quisieron que el patriotismo les entrara en el alma por ahí, al igual que ellas ha­bían querido inculcar la aristocracia a las peque­ñas escolares.»
Aquellos azotes supuestamente republicanos iban más encaminados a la satisfacción de instintos lúbricos que al castigo de pobres monjas sor­prendidas por los sentimientos que inspiraban. Es fácil tener éxito halagando el voyeurismo po­pular, puesto que el estilo de cuanto concierne a las sesiones de azotes se caracteriza por su incli­nación sádica. Quiérase o no, en las líneas si­entes la aberración predomina sobre el anti­clericalismo:
Las Recoletas de la calle del Bac presenta­ron sesenta culos secos y amarillentos: parecían limones arrugados.
No sucedió lo mismo con las Hijas de la Pre­ciosa Sangre: culos blancos como la nieve, bien formados… Un ciudadano que estaba entre la multitud asegura que allí se azotaron los culos más bonitos de la capital. Con las hermanas gri­de las parroquias de Saint-Sulpice,Saint-.aurent, Saínte-Margueriííe, La Madeleine y Saint-Germain-l’Auxerrois no se tuvo ninguna indulgencia, y con toda la razón, pues aquellas beatas cometieron la torpeza de mostrar unos culos de fealdad extrema, negros como topos.
»En cuanto a las Hijas del Calvario, presen­taron unos culos morenos y rollizos que habrían podido pasar por auténticos culos patriotas si no hubieran estado cubiertos por una saya negra…
»Según una relación exacta, se azotaron 621 nalgas; total: 310 culos y medio, ya que la tesore­ra de las Miramiones no tenía más que una nal­ga» (lista de culos aristocráticos… que fueron azotados… por las damas de La Halle…, 1791).
Las flagelaciones públicas no tardaron en ex­tenderse por provincias. El día de Pascua de 1792, una horda de bandidos, por utilizar la ex­presión de Camille Jordan, comenzó a azotar y violar a las muchachas de Lyon en plena calle:
«Vi —escribe— cómo tranquilos cuidadanos eran asaltados de repente por una horda de ban­didos. El sexo más interesante y el más débil fue­ron objeto de una persecución feroz; nuestras mujeres y nuestras hijas eran arrastradas por el lodo de las calles, azotadas en público y horrible­mente ultrajadas. ¡Esa imagen no se borrará ja­más de mi memoria! Vi a una de ellas bañada en lágrimas, despojada de sus vestidos, totalmente derrotada y con la cabeza en el fango. Hombres cubiertos de sangre la rodeaban y frotaban sus delicados miembros con sus manos impuras; sa­ciaban alternativamente la necesidad de desen­freno y de ferocidad; sumían a su víctima en el dolor y la vergüenza…» (Violencias cometidas ante las iglesias de Lyon).
Naturalmente, en los ejecutores aparece el sentimiento inverso, el cual constituye una nueva y última razón para fustigar el trasero de las es­clavas. Para todos los negros y, puedo decirlo, para la mayoría de sus amos, la simple visión del pudor femenino herido supone uno de los place­res más intensos. No voy a filosofar aquí respec­to al origen de este hecho; me basta con consta­tarlo y, a partir de ahí, estaremos perfectamente autorizados a esperar que nuestras criadas nos ofrezcan dicho placer. En términos más claros: azotamos el trasero de una mujer porque le vio­lenta permitir que lo veamos.
Sin embargo, este argumento negativo no es el único. Todo el mundo sabe que la visión de la grupa femenina resulta agradable, y que quizá ninguna otra parte de la mujer revele mejor las cualidades particulares que los designios de la Providencia nos incitan a apreciar…
Evidentemente, nos preguntamos qué tiene en común la Providencia con esa parte redon­deada y esa fisura oscura donde el diablo tiene tendencia a cobijar a los suyos…
El gorila feroz y lúbrico, por usar una expre­sión de Taine, se ha complacido siempre viendo sufrir a su prójimo. Para muchos, la flagelación nunca fue más que un medio para salir del paso, un sustitutivo de placeres auténticamente per­versos. Los emperadores romanos fueron sus modelos, ya que no cesaron de inventar torturas:
—  Tiberio, según cuenta Suetonio, agotó to­das las facetas de la crueldad y durante su reina­do no hubo un solo día que no estuviera marcado por alguna ejecución.
—  Caligula hacía ejecutar las torturas duran­te las comidas o las orgías, y quería a Cesonia con locura porque arañaba el rostro de los niños que iban a jugar con ella.
—  Claudio gustaba de contemplar el rostro de los gladiadores agonizantes, y Vitelio gozaba con el asesinato de sus antiguos acreedores.
—  Domiciano ordenaba quemar las partes naturales de la gente a la que hacía torturar, y su vicio llegaba hasta acariciar e invitar a su mesa a todos aquellos con los que había decidido aca­bar: «Para él, no bastaba con la crueldad; le gus­taban los ardides y golpes bajos».
—  Cómodo ordenó abrir en canal a un hom­bre obeso, de cuyo interior brotaron los intesti­nos; ordenó cortar pies, vaciar ojos y sangrar a gente hasta la muerte, y arrojó a las morenas a su prefecto de Pretoria.
—  Heliogábalo, por último, si damos crédito a Lampridio, inmoló víctimas humanas, pero eli­gió para estos sacrificios «a los niños más hermo­sos de Italia… a fin de que el dolor por su pérdi­da lo sintiera más gente».
Edificados por semejantes ejemplos, los Va-lois lograron superarlos. Catalina de Médicis tuvo la audacia de chapotear en la sangre de los protestantes, mientras que Carlos IX, que se re­gocijaba abiertamente de su matanza, encontró fórmulas dignas del mejor Tiberio. «Esa carnice­ría (se trata de la noche de San Bartolomé) se produjo en presencia del rey —nos dice Papire Masson—, quien la contemplaba desde el Lou­vre con gran alegría. Unos días después, él mis­mo fue al patíbulo de Montfaucon a ver el cuer­po de Coligny, que estaba colgado por los pies, y como algunos miembros de su séquito temieran acercarse a causa del hedor del cadáver, dijo: “El olor de un enemigo muerto es dulce y agra­dable”» (Cimber y Danjou, Archives Curieuses…,t. VIII).
A la mayoría de estos soberanos les satisfacía contemplar el espectáculo de la muerte, lo mis­mo que a algunas envenenadoras (La Brinvilliers, Héléne Jégado) o a ciertos criminales fa­mosos (Landrú, Matuschka, Christie). Eso ya es una buena muestra de sadismo, pero no su esen­cia. Entre todos los que hemos citado, sólo Do­miciano la poseía. Cruel como un tigre, el empe­rador había comprendido a la perfección que el placer se centuplica cuando se sacrifica súbita­mente a una víctima a la cual se acaba de conce­der la gracia o el perdón. Gilíes de Rays, por ejemplo, hacía descolgar a los niños para mimar­los y tranquilizarlos, y, acto seguido, los degolla­ba. Y Raulthing, duque de Austrasia, mantenía de este modo las promesas que hacía al clero:
«Mientras cenaba, alumbrado por un esclavo que sostenía en sus manos una antorcha, uno de sus juegos favoritos era obligar al pobre esclavo a apagar la llama contra sus piernas desnudas y, a continuación, a volver a encenderla y apagarla varias veces del mismo modo. Cuanto más pro­funda era la quemadura, más se divertía el du­que y más se reía de las contorsiones del desdi­chado sometido a esa tortura.
»Hizo enterrar vivos en la misma fosa a dos de sus colonos, un muchacho y una muchacha, culpables de haberse casado sin su consentimien­to, porque, a ruegos de un sacerdote, había jura­do no separarlos. “He mantenido mi promesa: estarán juntos eternamente”, decía con una feroz risa burlona» (Augustin Thierry, Récits des temps mérovingiens).
Denis de Vauru, que ahorcaba a los campesi­nos que no podían pagarle los tributos, es un personaje sádico por excelencia. Sus crímenes superan ampliamente los perpetrados por Minski, Juliette o Bressac. Al parecer, por una atroz crueldad de la que el tal Vauru se declaró culpa­ble, llegó más lejos que el propio emperador Ne­rón. En el Journal d’un Bourgeois de Paris (1422), se lee:
«Habiendo capturado a un joven campesino, lo condujo hasta Meaux arrastrándolo atado a su caballo. Una vez allí, hizo que lo torturasen has­ta que el muchacho, al límite de su resistencia, consintió en pagar un tributo tan elevado que tres campesinos como él hubieran sido incapaces de reunir. Le encargó a su mujer, que estaba en avanzado estado de gestación, que intentara con­seguir la suma exigida. Ella se presentó en Meaux para implorar al tirano, pero él se mostró implacable: si no tenía el tributo el día fijado, el joven sería ahorcado del olmo. Maldiciendo su suerte, la esposa comenzó a hacer una colecta y consiguió reunir la suma. Ahora bien, cuando la tuvo, hacía ya ocho días que el plazo había venci­do. Vauru no concedió ni una hora más al conde­nado, que fue ejecutado sin piedad como los de­más. Ignorante del hecho, la joven, al límite de sus fuerzas ya que había caminado mucho y esta­ba a punto de dar a luz, llegó a Meaux y se des­vaneció. Cuando la reanimaron, preguntó por su marido y le respondieron que no lo tendría antes de pagar el tributo. Esperó un poco y vio cómo conducían ante los tiranos a varios campesinos que, al no poder pagar, fueron inmediatamente estrangulados o ahorcados. Entonces temió por su marido, al que su pobre corazón juzgaba en un estado lamentable. No obstante, entregó el dinero a los torturadores. En cuanto éstos tuvieron el peculio en su poder, la echaron diciéndole que su marido había sufrido la misma suerte que los demás. Ante estas crueles palabras, la mujer perdió la cabeza y se abalanzó como una loca so­bre el bastardo de Vauru. Éste ordenó que la apalearan y la condujesen al olmo. Los verdugos la ataron al tronco y después le cortaron la falda hasta el ombligo. Sobre la pobre mujer se balan­ceaban los cuerpos de los ahorcados, que la roza­ban de vez en cuando y hacían que enloqueciera de miedo. Gritaba de espanto y se la podía oír desde la ciudad. Pero intentar liberarla hubiera supuesto una muerte segura. Cuando anocheció empezaron los dolores del parto. Sus gritos atra­jeron a una manada de lobos que buscaba carro­ña. Le abrieron el vientre a dentelladas, extraje­ron al niño y a ella la despedazaron. Éste fue el final de esa pobre criatura, en el mes de marzo, durante la cuaresma de 1421» (texto editado por R. H. Guerrand).
Al día siguiente de las matanzas de agosto de 1572, Annibal de Coconas, caballero muy galan­te y apreciado por las damas, compró a los amo­tinados una treintena de hugonotes y los apuñaló a pequeñas cuchilladas. Este método sutil de tor­tura hacía sufrir mil muertes a aquellos desgra­ciados, a los que había prometido salvarles la vida si abjuraban. Así, gozaba del cuerpo al mis­mo tiempo que salvaba un alma de hereje… Eran otros tiempos, pero las costumbres no dife­rían demasiado de las de Mauger, quien, en 1793, en Nancy, «se acostaba en su cama con un puñal en la cabecera, una mujer liviana a su lado, el vaso y las botellas en la mesilla de no­che, y ataviado con una cinta tricolor y una me­dalla de juez, para dar rienda suelta a su desen­freno».
Se podría escribir la Historia desde el punto de vista del sadismo. ¿Acaso no es una sucesión de escenas en las que el fanatismo se alía„a los más desenfrenados excesos? ¿Podemos leerla «sin sentir horror por el género humano»? La mayoría de santos, criminales y locos, cuyas ha­zañas jalonan la Historia, no fueron más que tris­tes extraviados. Evidentemente, no corresponde a todo el mundo ser santo Domingo, Torquemada, Luis XV o Himmler. Sin embargo, ahí está su ejemplo para que lo siga el sádico de baja es­tofa, que ni siquiera cuenta ya con las salas reser­vadas de las casas de lenocinio para apaciguar sus sentidos pervertidos. Le quedan el cine, ciertas revistas y algunas obras de arte, así como sus sueños poblados de árboles cubiertos de sangre, de manos cortadas y de pechos atravesados. Sin duda, muy poco para un hiperactivo. Ésa es la causa de tantos sucesos imprevisibles o extraños que nos desconciertan, como el caso del falso en­fermero que se entretuvo aplicando ochenta in­yecciones intravenosas a un anciano agonizante, o el del loco que arrojaba vitriolo a mujeres jóve­nes para ver su sufrimiento.
En nuestra época, las asociaciones espontá­neas o voluntarias de maníacos sexuales no son un fenómeno extraño. El movimiento nazi fo­menta reuniones de individuos ataviados con bo­tas y casco, armados con látigos, que someten a «esclavos» o «siervos» que se sienten felices de acceder a todos los deseos de sus amos y señores. Los clubs en que se ofrecen espectáculos sádicos y sesiones de tortura abundan en todo el mundo. A diario, se violan muchachas en descampados, tras haberlas golpeado salvajemente y, en oca­siones, mutilado. No es ningún secreto que exis­te la trata de blancas, y no hace demasiados años, la policía de México puso fin a las activida­des de dos hermanas que habían dejado morir de inanición a ochenta chiquillas por negarse a obe­decer sus terribles leyes. Estas hermanas regen­taban una cadena de prostíbulos y exigían que las adolescentes se sometieran a la disciplina del hierro y la estaca, que sufrieran sevicias corpora­les y devorasen, llegado el caso, la carne de sus compañeras. Al parecer, estos actos de antropo­fagia excitaban a una clientela hastiada de viejos depravados (cf. The Times del 19 de octubre de 1964).
DEMONOLOGIA, MONSTRUOSIDADES, TORTURA

DOLOR Y VOLUPTUOSIDAD, Sadicos famosos

Sádicos famosos
Hasta aquí, la mezcla de provocación intelec­tual, embotamiento del sentido moral y perver­sión instintiva forma un todo inextricable. Las cosas se aclaran, sin embargo, cuando se aborde el «gran sadismo», para el cual el crimen no sóle representa una finalidad sino que constituye su motor esencial. Indispensable para la eclosión (fe la voluptuosidad, el asesinato puede prevalecer sobre el deseo más salvaje y. en ocasiones, el placer lo proporciona el descuartizamiento en sí mismo. ¿Acaso Lacenaire no confesaba con ci­nismo que ver expirar al hombre a! que odiaba era para el un placer divino?
A los grandes perversos, la flagelación y las prácticas del sadismo ordinario (pinchazos, que­maduras, etc.) no les bastan para provocar la activación de los órganos eréctiles. La desviación va más allá. La violencia que buscan antes d:l orgasmo desaparece con la muerte, pero sin ésta no alcanzarían ese estado de embriaguez. Matan por placer, y su placer es doble ya que, en cierto modo, su sexo se bifurca. Está unido al cuerpo y, al mismo tiempo, es capaz de explorar las entra­ñas a modo de cuchillo.
«Sátiros y destripadores —escribe el doctor Rene Allendy— son miserables que jamás han gozado del don del amor, ya que la ternura sólo puede ser una elaboracion, a traves de la sexualidad, de un sentimiento de solidaridad social del cual carecen. La atrofia de sus instintos sociales constituyen esa especie de locura moral, esa ausencia de sentimientos humanos que aparece en ellos de modo tan monstruoso. De la lidad no conocen sino el ciclón cegador del to sexual que desencadena el horror. Sus tos agresivos se hallan investidos de un dobel placer: el caníbal de morder la carne palpitante o clavar un arma en ella, y el sexual de la embiaguez erótica.»
Tan sólo la perspectiva de la muerte, que imaginan como el acto gratuito por excelencia summun del arte, mueve a los héroes de las as de Sade. Evidentemente, no podemos tomar al pie de la letra las exageraciones literarias de su creador, sus imaginaciones de disarmonia y sus sueños de sustitución, pero debemos recocer que la realidad le ha dado la razón con bastante frecuencia. Por otra parte, Sade adorna, pero no inventa. No existe ninguna diferencia entre sus monstruos morales y un Carlos el Malo , un Gilles de Rais o una condesa Bathory, personajes reales que fueron procesados. Tres personajes, tres actitudes diferentes que, sin embargo, coinciden en la misma pasión por la muerte de los demás. En Carlos el Malo, la vision de la muerte provoca la excitación del pene;  Gilles de Rais participa más directamente y goza cuando descuartiza; Erzsebeth Bathory proolonga la muerte por placer, y encuentra en la sangre un rejuvenecimiento.
“Carlos el Malo —dice Moreau de Tours— capturaba a pastorcillas de quince o dieciséis que, por orden suya, eran bañadas, perfumadas, vestidas con elegancia, bien alimentadas y por sobre todo, estrechamente vigiladas en una vivienda apartada.
Al cabo de un mes o,  como máximo, cinco semanas, su confidente Pringard conducía a una de ellas a la parte superior del palacio, donde el Conde se había hecho construir un misterioso gabinete. Se reunía con la joven a través de una puerta secreta. Entonces, ella imaginaba que su destino sería satisfacer la brutalidad de aquel señor, y se desesperaba o se resignaba. Pero enseguida aparecía un joven poco mayor que ella. El conde, vestido con ropas de lame de oro que podia dejar caer con facilidad, se recostaba en un divan, después, ordenaba a los jóvenes que se desnudara y al paje que poseyera a la muchacha.
A la menor objecion de uno u otro, el tirano blandia una larga espada. Habia que obedecer y tomar posesion del altar, tan elegante como mullido, preparado para el sacrificio. Cuentan que a veces, el hierofante, totalmente ajeno al culto, no sabía cómo ejecutar las órdenes del señor. Entonces, éste descendía para unas nociones ele­mentales y regresaba en seguida a su diván. Por fin, cuando la naturaleza, tan rica y poderosa en la juventud, despertaba con demostraciones que el conde acechaba con gran interés, corría furio­so hacia los pobres adolescentes, los examinaba de cerca profiriendo horribles blasfemias y los mataba a ambos con un puñal que llevaba escon­dido. Al oír los gritos de lujuria que lanzaba en ese instante, su confidente Pringard, que había permanecido apostado tras una puerta secreta, arrojaba a la habitación a una de las cortesanas que el conde mantenía.»
Gilles de Rais, seguro de su impunidad gra­cias a su enorme fortuna, al terror que sus armas inspiraban y al grosor de los muros de sus forta­lezas, también se dedicaba a recoger niñas, aun­que las elegía más jóvenes. Su sensualidad, exa­cerbada por la inactividad, los halagos de sus cómplices y la ausencia de todo elemento feme­nino, se satisfacía con un polución supraventral y un degüello. «Habitabat eos, apud eos calebat et reddcbat naturam super ventrem eorum cum ma­xima delectatione…», declaró su criado Henriet en su confesión. Todo esto no resultaría tan ex­traordinario si el señor de Rays no hubiera aña­dido un elemento satánico a su lujuria. Exigía, en efecto, que los mártires a quienes conducían ante su presencia cargados de cuerdas y cadenas, le dieran las gracias antes de morir. Para conse­guirlo había ideado toda una puesta en escena. Liberadas de las ataduras por orden suya, mi­madas e invitadas a sentarse en sus rodillas, las víctimas acababan por abandonarse a la excesiva familiaridad de una confianza recuperada. Cuan­do, creyéndose a salvo y desbordantes de reco­nocimiento, sonreían y recobraban sus colores naturales, el miserable, con el esmero de un ar­tista, les cortaba lentamente el cuello y contem­plaba cómo languidecían mientras un chorro de sangre lo salpicaba. Por fin, recogía su último aliento v derramaba el semen sobre ellos con la rabia de un monstruo en celo.
Cometido el estupro, Rays soli complacerse en desmembrar los cuerpos, en decapitarlos o en machacarles los senos. Esta carniceria de inocentes, realizada en presencia de sus familiares, le hacia reir hasta derramar lagrimas. La agonia de sus victimas le causaba una satifaccion suplementaria, seguia con avidez todos los estadios y se situaba junto a ella para contemplar mejor. El mismo confeso que le proporcionaba mas placer ver sufrir que satiface su lujuria “
 («… su­per ventres ipsorum sedebat et plurimum delecbatur eos videndo sic mori, et de hoc risus emittebat….conlesión del 22 de octubre de 1440). Tras  este derroche de energía, al que se agregaban excesos de la buena mesa, se sumía con rapidez en un sueño profundo, característico de los ” grandes sádicos “. Sus amigos no tenían más que hacer desaparecer las huellas de la orgía: manchas de sangre y restos informes, que se apresuraban a incinerar.
La Condesa húngara Bathory presentaba tambien graves síntomas de degeneración: probable epilepsia, megalomanía e hiperestesia sexual. Al igual que sus dos ilustres predecesores, buscaba el dolor de los demás antes de sumirse en un letargo absoluto. Era lesbiana, y al desprecio que sentia por las muchachas que le servían de juguete se unía una necesidad permanente de torturarlas. A veces se contentaba con darles terribles palizas o exponerlas desnudas en el palio de su castillo y rociarlas con agua helada. Pero lo más frecuente era que ordenase que les cortaran los dedos con cizallas, que les arrancaran la carne de l­os muslos y los pechos, que las obligaran a coger una llave o una moneda al rojo, o que les pasaran una plancha candente por la planta de los pies. Los suplicios íntimos la fascinaban: colocaba entre las piernas de las muchachas papel untado en aceite, al que una sirvienta prendía fuego, o les quemaba la vulva con la llama de una vela.
Eran buenos tiempos, dirán algunos… Todos los figuran en las actas de interrogatorios de un proceso celebrado en 1611, cuya veracidad es indudable. Valentine Penrose, que ha dedicado un libro a tan siniestro personaje, añade que la utilizaba un artilugio cuya finalidad era conseguir que la sangre fluyera, con lo cual recuperaba juventud y belleza. En el terreno de la invencion diabólica, Erzsébeth Bathory no era inferior a nadie, y la modesta irrigación de los machos no podia reemplazar, para ella, a un chorro de hemoglobina mezclada con tejido triturado.
Un herrero, bien pagado y atemorizado por las amenazas, había construido en el secreto de la noche una increíble pieza de hierro forjado, particularmente difícil de manejar. Se trataba de una jaula cilindrica de brillantes láminas de hie­rro sujetas con unas cinchas. Se hubiera dicho que estaba destinada a algún enorme buho. Pero el interior estaba provisto de clavos acerados…» Introducían a una sirvienta joven completamente desnuda y, mientras la condesa permanecía sen­tada bajo la jaula, una cómplice pinchaba a la prisionera con un hierro afilado. «A cada golpe se acrecentaban más los ríos de sangre que caían sobre la otra mujer, blanca, impasible, con la mi­rada perdida en el vacío, apenas consciente…» (pp. 124-125).
Resulta inquietante advertir que estos crimi­nales contaron con numerosos cómplices. ¿Qué les sucedió a criados y familiares? ¿Acaso se vie­ron dominados por el terror, por la contempla­ción de la muerte o por el placer del espectácu­lo? ¿O simplemente por el íntimo vínculo que une al masoquista con su sádico amo? Cierto que muchos de los grandes pervertidos, como Vacher, Jack el Destripados, Landrú. Haigh o Christie, actuaron solos, pero las asociaciones también son frecuentes: Lacenaire buscaba acó­litos, lo mismo que Haarmann y Pleil. A falta de verdadero público —de ese público que aplaudía las locuras de Nerón y Heliogábalo— necesitan un alma tortuosa, un reflejo de su personalidad, que les comprenda, los justifique y los siga. No hace mucho tiempo, el Reino Unido se estreme­ció con el relato de los horrores cometidos, no por aristócratas desviados o sátiros impúdicos, sino por dos modestos oficinistas, Ian Brady y Myra Hindley, cuya unión no alcanzaba la per­fección si no iba acompañada de gritos y perver­siones sanguinarias. Sin embargo, lo más proba­ble es que esta pareja de anormales se deleitara más sembrando el pánico que buscando satisfacciones socráticas.
«Evolucionando en el universo angustioso de la perversión, en cuyo seno la irrealidad se había convertido en realidad y la realidad había adop­tado un aspecto irreal, sus móviles nunca eran sencillos sino Que revelaban siempre alguna faceta de su perversion.
Estos amantes apasionados satisfacian sus inclinaciones especiales similares a las Rais y Bathory – matando niños a hachazo. Drogadas, borrachas e innoblemente injuriadas (como en las obras de Sade), las víctimas debían pres­tarse a juegos incalificables. EI hombre las foto­grafiaba buscando los ángulos más obscenos, las sodomizaba y, por último, las torturaba, graban­do sus gritos de terror en un magnetófono. La mujer, absolutamente pasiva y obediente, lim­piaba las salpicaduras de sangre de las paredes y el suelo. La cinta grabada y la película fotográfi­ca permitía a los dos cómplices conservar un re­cuerdo preciso y vivo de sus crímenes, al tiempo que les proporcionaba una infinita excitación, como a tantos maníacos del colecconismo.¿Qué asesino no ha cedido a esta atracción, al ardiente deseo de conservar una parte del cadáver o al de regresar al lugar del crimen, aun a riesgo de ser capturado? Kurten actuaba de este modo. Según describe Clifford Allen, «regresaba con frecuen­cia, bien a ver el cadáver antes de que lo descu­brieran, bien al lugar donde había matado o in­cluso a la tumba de la víctima. Eso lo excitaba sexualmente…, cuando visitaba las tumbas de sus víctimas alcanzaba el orgasmo, al igual que cuando prendía fuego a un cadáver».
A veces, el placer de matar prevalece sobre la unión carnal. El sexo pierde entonces toda im­portancia, ya que la voluptuosidad se polariza en un sustitutivo fálico, en el instrumento de un su­plicio más o menos prolongado. Si la cohabita­ción llega a producirse, siempre tiene lugar des­pués del asesinato, móvil primordial que recibe la aportación ocasional de un erotismo brutal. Papavoine Lemaítre y Menesclou se hicieron fa­mosos por asesinar a niños de corta edad que en­contraban por azar. El impulso homicida, que no guarda ninguna relación con la edad (Lemaítre aún no contaba quince años cuando cometió su primer crimen, y Menesclou fue guillotinado a los veinte), encuentra una excusa en la locura. El asesinato puede afectar a varias víctimas a la vez, como sucedió en julio de 1966, cuando Richard Speck dio muerte a ocho estudiantes de enferme­ría de Chicago, ejecutadas por estrangulación o a cuchilladas en tres horas. No menos horribles fueron los de Heath, y, sobre todo, los del padre Bernard y Michel Henriot.
El padre Bernard, quien , segun los terminos utilizados el 13 de agosto de 1833 por un periodico con una tirada de diez mil ejemplares, queria gozar de la hija excesivamente bella de un posadero, corto la garganta de la muchacha con una navaja y …« cometio sobre la desdichada, todavia palpitante, lo que la pluma se niega a descri­bir…». Cuando la madre acudío en busca de su hija, el malvado se arrojó sobro ella para consu­mar el mismo crimen. Finalmente, un campesino descubrió los dos cuerpos atados a un palo por los cabellos:
… Oculto bajo la sombra del misterio,
saca una navaja e, internándose de pronto
en aquel bosque solitario,
¡le corta el cuello! El asesino
todavía comete un crimen peor,
pues nada detiene su furor.
Ese monstruo sumido en el abismo
atenta ahora contra el pudor.
La madre, inquieta por su hija,
acude una mañana a la rectoría.
El cura, con aire tranquilo,
la toma suavemente de la mano,
y la conduce al mismo bosque
donde el crimen había consumado.                                                                                                                                                                       Erzsébet Báthory
Movido por su furor extremo                                  
no tarda en asesinarla…
Michel Henriot, casado con una muchacha que tenía medio cuerpo paralizado, no se preo­cupaba lo más mínimo de satisfacerla. La trataba como una especie de objeto al que pellizcaba, pinchaba o golpeaba, como un niño perverso maltrata sus juguetes o martiriza los animales confiados a su cuidado. Confesó que saciaba su deseo golpeando a su mujer:
«Después del crimen me encontraron absolu­tamente tranquilo. Yo soy así y, además, había tomado bromuro. Mi esposa anotaba mis brus­cos cambios de humor, que siempre han sido la base de todo. En esos momentos sufría un verda­dero desdoblamiento de personalidad, y cuando golpeaba a mi mujer era por deseo de ella. Yo saciaba mi deseo golpeándola. Esa brusca disten­sión me calmaba los nervios. Porque a mí lo que me calma no es gritar, sino actuar con brutali­dad… Mi mujer me reprochaba que la pinchara con agujas, pero yo experimentaba una satisfac­ción sin límites al ver brotar la sangre. A veces sueño con suplicios que me gustaría ejecutar. Porque yo no considero la vida humana como algo precioso. Ni siquiera la mia: hace por lo menos siete años que pienso en suicidarme, pero no me habria suicidado sin antes cometer violaciones y acesinatos…
Los casos de Léger, Vetzeni y Haigh son aún is extraños, ya que una inclinación «vampírica» por la sangre reduce sus crímenes a insatisfaciones más alimenticias que eróticas. Légcr, un retrasado mental, un ser supersticioso y atormentado, fue detenido tres días después de que hubiera desgarrado el cuerpo de una chiquilla. Según declaró, el espíritu maligno que lo dominaba le había obligado a chupar el corazón de la inocente: «Sólo hago esto para conseguir sangre …. quería beber sangre…. me atormentaba la sed, ya no era dueño de mí mismo», confesó ante la Audiencia Criminal de Versalles el 23 de noviembre de 1824.
Vincent Vetzeni, otro asesino por pura voluptuosidad, experimentaba un intenso placer biendo sangre del pubis o practicando una incisión en la yugular. «Nunca se me ocurrió tocar o mirar los órganos genitales —confesó con ingenuidad a Lombroso—, me bastaba con sujetar a mujeres por el cuello y chuparles la sangre. Todavía hoy ignoro cómo están constituidas las mujeres. Mientras la estrangulaba, y también después, me apretaba acostado contra el cuerpo de la mujer, sin fijar mi atención en una parte del cuerpo más que en otra.»
John Haigh. más distinguido e «intelectual», sorbía la sangre con una paja. Su sabor salado y aspecto metálico le obsesionaban. No torturaba, pero soñaba con suplicios y disfrutaba disolviendo a sus víctimas en ácido sulfúrico. Tenía exrañas pesadillas y le aquejaban unas migrañas atroces.
«Veía —confesó— un bosque de crucifijos que se transformaban gradualmente en árboles. Al principio me pareció ver que de sus ramas caian gotas de rocio o de lluvia. Pero al acercarme, comprendí que era sangre. De repente, todo el bosque comenzó a retorcerse, y de los árboles manaba sangre. Rezumaba de los troncos y caía de las ramas, totalmente roja. Sentía que me debilitaba, que perdía todas mis fuerzas. Vi a un hombre que iba de un árbol a otro recogiendo sangre. Cuando tuvo la copa llena, se acercó a mi : “¡Bebe!”, me ordenó. Pero yo estaba paralizado. El sueño se desvanecio. Sin embargo, yo continuaba siendo consiente de mi desfallecimiento y todo mi ser se dirigía hacia la copa. Me desperté en un estado de semicoma. Seguía vien­do cómo la mano me tendía la copa que yo no podía alcanzar, y aquella horrible sed que nin­gún hombre siente hoy se apoderó de mí para siempre» (cf. France-Dimanche 154, del 14 de agosto de 1949).
Coherente consigo mismo, Haigh llevó su sed erótico-caníbal hasta la ejecución de nueve crímenes. Como sucede con la mayoría de los gran­des criminales, tenía la errónea creencia de que su caso era único. De hecho, Henri Claude men­ciona a un ayuda de cámara que desgarraba las nalgas y los órganos genitales de las muchachas para devorarlos (Psichiátrie Médico-Légale, pp. 148-149). André Bichel cortaba los cuerpos, según sus propios términos, «como un matarife haría con un buey», y arrancaba jirones de carne para comérselos. Haarmann, a quien se llamaría después «el carnicero de Hannover», vendía en el mercado negro la carne de los efebos de los que había abusado en su cubil. En cuanto a Garayo, prefería las entrañas. Cuestión de gustos…
Garnier publicó la historia de un devorador de carne humana, a quien observó en 1891:
«L… Eugéne, de veintiún años, periodista, fue sorprendido en un banco, donde los guardianes del orden observaron estupefactos que se cortaba un trozo de piel del brazo izquierdo con unas tijeras. Este individuo sentía, desde los tre­ce años, un impulso que se hizo cada vez más ob­sesivo; la visión de una joven hermosa, de piel blanca y delicada, provocaba en él una excita­ción genital y el deseo ardiente de morder y de­vorar un trozo de su piel. Adquirió unas tijeras muy afiladas para poder actuar con rapidez y arrancar apresuradamente un trozo de piel virgi­nal, pero nunca tuvo ocasión de satisfacer su ob­sesión. Cuando ésta era demasiado intensa, se cortaba un trozo de su propia piel, del lugar don­de era más fina y blanca, similar a la piel desea­da, y devoraba aquella carne ensangrentada.»
Comparado con Haigh, este enfermo puede parecer un ser caprichoso, pero sus pesadillas debían de ser del mismo tipo. Todos los fetichis­tas de la sangre recurren a suplicios y torturas para satisfacer sus irracionales deseos.  Si encuentran un cómplice que se lo consienta, le muerde  o hacen que les muerda los brazos o los genitales hasta que brote la sangre.
«Un hombre casado, relata Krafft-Ebing -se presenta con numerosas cicatrices de cortes en los brazos, cuyo origen explica así: cuando quiere acercarse a su joven esposa, que es algo «nervio­sa», primero debe hacerse un corte en el brazo; entonces, ella chupa la herida y alcanza un eleva­do grado de excitación sexual»
La indonesia Animan, que practicaba el «vampirismo» en compañía de un profesor, tam­bién debía de sentir esta especie de voluptuosi­dad gustativa:
«La pareja se bebía la sangre de sus víctimas, entre las cuales, según el informe de la policía, se encontraba un recién nacido, al que los dos vam­piros succionaron la sangre hasta causarle la muerte» (FranceSoir del 20 de diciembre de 1966).
Por el contrario, Girard de Rialle refiere el caso de una mujer, «cuya abnegación la llevaba a satisfacer la glotonería de su cónyuge, y así se dejaba sangrar al menos una vez al año para complacer a su marido».
Las mujeres hipernerviosas, melancólicas y delirantes sueñan despiertas e imaginan suplicios espantosos: desde desear beber la sangre de una muchacha después de haberla desmembrado, como decía una, hasta deleitarse con la idea de aplastar cráneos y chupar la sangre, como con­fesaba otra. Una de las pacientes de Magnus Hirschfeld declaraba que sentía el deseo de empalar cadaveres.  añadía:
«Siempre quiero ser la más fuerte, y sé muy bien que los muertos ya no pueden defenderse. Me gustaría torturar, aunque sea a personas muertas.»
Numerosos sádicos han experimentado de­seos similares y, al hacerlos realidad, han trans­formado el sueño en una carnicería que sobreco­ge el ánimo. En estos casos, el asesinato, indispensable para la realización del coito, sobre el que predomina, acaba en el robo de restos insen­sibles que muy pronto se convierten en un esti­mulante fetichista. Por lo general, la necesidad de coleccionar dentaduras, pelucas (Landrú) o trozos de cadáveres (Ardisson) supone la perdi­ción de estos estetas de lo macabro. Algunos es­capan milagrosamente al castigo (Jack el Destripador), pero a la mayoría de ellos los pierde su anosmia o la exageración de sus actos infames. Joseph Vacher, inmoral, violento, inestable, falsario y vanidoso, aunque inteligente y total­mente responsable, que llegó a ser el prototipo de los destripadores, sólo sodomizaba cadáveres. «Yo no busco a mis víctimas —decía—; el azar las conduce ante mí.» La violación, que practica­ba en lugares desiertos con chiquillas y jóvenes pastores, después de degollarlos, no era para él más que un anticipo del placer, mucho más in­tenso, del descuartizamiento. Para abrir camino a su exigente miembro, Vacher no dudaba en practicar incisiones, en anudar las entrañas, en seccionar la carótida o el escroto. El decorado fúnebre —que tanto complacía a Gilles de Rais— le excitaba al máximo:
«La puesta en escena, el estrangulamiento, la degollación, la incisión de la carne… —escribe el doctor Lacassagne—, probablemente bastaban para provocarle a este sádico la erección y luego la eyaculación sin necesidad de penetración.» Vacher se diferenciaba de Verzeni en el he­cho de que conocía la constitución de sus vícti­mas. Como afirma la canción:
Una vez cometido el crimen,
limpiaba su navaja con jabón negro,
 y también sus manos y su camisa,
 para reanudar después sus quehaceres,
como quien no ha hecho nada.
En una palabra, ese maníaco que se compla­cía en cortar los testículos y vaciar los intestinosde presas fáciles, era un verdadero gentleman.
Jack el Destripador, cuya historia hizo corre al menos tanta tinta como la de Vacher, parece ser que padecía la misma genitalidad irregular tenía una sangre fría comparable. Jamás se logró capturar a ese verdugo del barrio londinense de White Chapel, donde practicó con un arte consu­mado el despiece ginecológico de vagabundas y prostitutas baratas. Gracias a los trabajos de Tom Cullen, hoy se sabe que utilizó el crimen a modo de instrumento de reivindicación social, con el propósito de luchar contra la apatía de la sociedad victoriana y la falta de caridad de la cla­se dominante:
«Si las costumbres de las duquesas permitie­ran que se las pudiese conducir a los callejones de White Chapel —escribía Bernard Shaw—, una única experiencia de disección anatómica en la persona de una representante de la aristocra­cia evitaría el sacrificio necesario de cuatro mu­jeres del pueblo.»
Este escritor había comprendido perfecta­mente los móviles secretos del Destripados Ahora bien, tales motivos no significan que Jack no fuera un criminal, y de la peor espede, ade­más de coleccionista, como indica este fragmen­to de un trabajo de MacDonald:
«Es probable que Jack degollase a sus vícti­mas, bien porque el acto en sí le proporcionaba placer, o bien porque ello causaba la muerte que le permitía, posteriormente, llevar a cabo cruel­dades que le hacían gozar, como seccionar el ab­domen, manipular los intestinos, o desfigurar ymutilar los órganos sexuales. En este sentido, to­davía denotan una forma más perversa de sexua­lidad las confesiones de quienes exhuman cadá­veres y les infligen ultrajes similares.
»En ocasiones, Jack se llevaba consigo los ór­ganos sexuales de sus víctimas, seguramente para obtener con ellos un placer ulterior, con­templándolos, utilizándolos para masturbarse…»
MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Dolor y Voluptuosidad, La flagelacion

La flagelación
Se sabe desde siempre que la flagelación pa­siva y benigna puede provocar la eyaculación.
«Es probable —escribió Meibomio en su cé­lebre obra— que la flagelación proporcione a las partes relajadas y frías una conmoción violenta, una irritación voluptuosa que las inflama y se propala al semen… [La flagelación] ofrece al hombre libidinoso que buscaba en vano el pla­cer, el medio de consumar el acto de la repro­ducción a pesar de la propia naturaleza, y el de multiplicar sus goces criminales más allá de los lí­mites que ésta ha asignado a sus fuerzas.»
En un estilo más sensual que médico, Sade escribe:
«El dolor de las partes fustigadas sutiliza y precipita la sangre con más abundancia, atrae al espíritu y proporcionando a los órganos repro­ductores un calor excesivo y, por último, ofrece al ser libidinoso que busca el placer, el medio de consumar el acto de libertinaje a pesar de la pro­pia naturaleza y de multiplicar sus goces impúdi­cos más allá de los límites de esta naturaleza ma­drastra» (Juliette, II, p. 107). A eso se le llama plagiar con gracia…
En tiempos del marqués, tanto la corte como el pueblo practicaban la flagelación. Existían es­cuelas de fustigación, y no había un solo burdel que careciera de látigos y disciplinas. Fanny Hill sabía el modo de obtener una inyección balsámi­ca
y Madame Dodo se había especializado en azotar a las parejas a domicilio. En el duodécimo diálogo de los Tableaux des Moeurs du Temps, esta última se expresa en los siguientes términos:
«Le quité lo más rápido que pude la camisa y todos los refajos, y descubrí su culo moreno, grande y firme. En seguida me di cuenta, tanto por sus movimientos como por sus palabras, de que conocía el tema. La azoté con todas mis fuerzas; luego coloqué junto a ella, en la misma postura, al señor, al que también azoté con todas mis fuerzas. Cuando acabé, se echaron en la cama, corrieron las cortinas y les dejé. Más tarde volví, y me pagaron bien…»
El Ducutiana, que Petronio hubiera aproba­do, también es muy formal respecto a las volup­tuosas aportaciones del látigo o el manojo de or­tigas:
A una mujer melancólica,
por falta de ocupación,
frotadle el culo con una ortiga
y rebosará de pasión.
Estos ejemplos no son únicamente literarios. Todavía hoy, la «educación inglesa» cuenta con adeptos, y abundan las llamadas casas de masa­jes, que satisfacen a un inmenso rebaño de im­potentes e individuos hastiados. Sin embargo, insistimos en que no se trata de maníacos o dese­quilibrados, sino de desgraciados que buscan un apaciguamiento sensorial. La autoflagelación fe­menina es muchísimo más rara. En la historia, ya clásica, de Florrie, Havelock Ellis señala que el latigo  se convierte en fetiche en tanto que sustitutivo del pene y representacion idealizada de la fuerza bruta.
En la foto

Francesco del Cairo:
Herodíades. Museo de Vicenza. Destacan
en el cuadro el éxtasis sensual y la
expresión histérica. (Foto: A. Vajenti.)
MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Dolor y voluptuosidad

El hombre es un animal lo bastante sorpren­dente como para intentar buscar el sosiego de pasiones y sentidos en el sufrimiento y la crueldad. Los buenos pretextos que le incitaban a sacrificar a sus semejantes en nombre de la jus­ticia o en honor de las divinidades desaparecen ante la búsqueda desenfrenada del placer. El erdugo, consciente o inconscientemente, siente cierta voluptuosidad en martirizar, al igual que el sacerdote goza con la vergüenza y las ofensas al pudor. En el vasto terreno del erotismo, la li­bertad recupera sus derechos y la Bestia se muestra al desnudo. Su rostro carece de atracti­vo, pues el hombre, malvado por naturaleza, di­rige su furia contra el objeto amado, le exige su­misión y pasividad. Llega incluso a someterse a las peores abyecciones, a la esclavitud y el te­rror. Y todo para depositar un poco de semen a merced del viento y de sus fantasías. La educa­ción, la prudencia y la voluntad no son nada comparadas con las exigencias genitales, sobre las que nuestro mundo hipócrita se complace en correr un tupido velo, prefiriendo con mucho — ¿por cuánto tiempo aún? — la aberración a la catarsis. Nadie se atreve a abordar el fondo del problema con tanta franqueza como lo hace Noirceuil cuando se dirige a Juliette:
«No existe objeto en la Tierra que no esté apuesto a sacrificarle. Para mí, es un dios; que lo sea también para ti, Juliette. Adora a ese dés­pota, adula a ese dios soberbio. Desearía que hubiese un hombre encargado de matar, con es­pantosos suplicios, a todos los que se negaran a inclinarse ante él… Si fuera rey, Juliette, nada me causaría más placer que hacerme seguir por dos verdugos que exterminasen al momento todo aquello que me resultara repugnante a la vista… Caminaría sobre cadáveres y me sentiría feliz; eyacularía en la sangre, que correría a chorros por mis pies» (Juliette, I, p. 244).
Para Sade, el placer es primordial. La única realidad del hombre, solo en un universo de indi­viduos que le son indiferentes, está en función del goce que le proporcionan sus semejantes, sin que importe si éste va acompañado de dolor, tor­tura y muerte. «El mayor dolor de los demás cuenta menos que mi placer», señala Maurice Blanchot al resumir las opiniones de Sade:
«Si debo comprar el más leve goce a cambio un cúmulo de inusitadas atrocidades, eso no [ene ninguna importancia, porque el goce me deleita, está en mí; en cambio, la sensación de crimen no me afecta, está fuera de mí.»
A excepción de las alusiones a los suplicios. de las que Sade no sabría prescindir, fuerza es reconocer que sus héroes se expresan con una franqueza absoluta. Las aspiraciones de Noir­ceuil son las de los machos bien dotados, aque­llos a quienes no repele el «amor vulgar» y que desearían decir de su amante:
¿Qué soberbia está, en su desorden,
cuando cae con los senos desnudos
y la vemos, con los labios entreabiertos,
retorcerse en un beso de rabia
y mascullar, aullando, palabras desconocidas!
Efectivamente, el amor implica fantasías cuya exageración podría conducir a una especie de locura. ¿Qué apasionado no devora a su pare­ja a besos, no mordisquea sus pezones y sus axi­las, no muerde sus labios o su cuello? Un sadis­mo menor, si se quiere, en el que el paroxismo del placer lleva a perdonar un dolor pasajero. Pero auténtico sadismo cuando la búsqueda del dolor por el dolor es el elemento predominante en aquellos que encuentran placer en desflorar, o en los impotentes que se ven obligados a recu­rrir a medios mecánicos para provocar el espas­mo. Según Octave Mirbeau, la sangre es un pre­cioso estimulante para la voluptuosidad; es el vino del amor para todos esos seres que no pue­den gozar sin hacer sufrir a su prójimo o sufrir por él.
La manía de la desfloración ha existido en muchos pueblos. Para llevarla a cabo, los sacer­dotes egipcios ocupaban el lugar de sus dioses en la oscuridad propicia de los santuarios; los de Babilonia preferían la violación colectiva; y en Roma se sacrificaba la virginidad en elinmundis-simum fascinum, que horrorizaba a san Agustín. La violación es una tortura que siempre ha he­cho las delicias de los orientales. El placer que proporciona no reside tanto en la sangre y las lá­grimas vertidas como en la sorpresa de la virgen estrecha o el muchacho esquivo, que no espera­ban tan triste suerte. Ésa es la razón que explica la existencia de todo un comercio de adolescen­tes, al que aluden tanto el Satiricón como los in­formes de la ONU. Es, asimismo, la causa de la invención de artilugios apropiados para destro­zar hímenes e ingeniosos mecanismos capaces de reducir la resistencia más pertinaz. Estos apa­ratos que siembran la obra de Sade, y que Fer­nando de Ñapóles perfeccionaría, existieron en China hasta época reciente. Georges Soulié de Morant nos cuenta que un príncipe chino, muy aficionado a los jóvenes, encontró un medio para tenerlos a su merced:
«Cuando un visitante llegaba inesperadamen­te, el anfitrión lo conducía al lugar de honor y hacía que se sentara junto al instrumento sobre el que ya estaba dispuesta la ritual taza de té, que debía coger con ambas manos. ¿Quién hu­biera sospechado una traición? El visitante, sin embargo, al levantar la taza accionaba un meca­nismo oculto. Súbitamente, con la rapidez del rayo, surgían unas esposas de acero que aprisio­naban las muñecas del desdichado, el cual que­daba completamente indefenso y a merced de la voluntad de su anfitrión» (Bijou de Ceinture,Pa­rís, 1926, pp. 162-163).
Los violadores son simples viciosos a quienes sólo interesa la rareza del placer. También po­drían obtenerlo con muchachas nubiles o con in­dividuos de más edad, si no fuera porque quie­ren realizarlo con los aderezos del servilismo y el terror. Por otra parte, no tienen ninguna excusa, al contrario de aquellos que, debido a su incapa­cidad o a excesos sexuales, buscan en ciertas coacciones un medio de conseguir el orgasmo. Según la intensidad de los deseos a satisfacer o el estado psicopatológico, estas coacciones pueden revestir tres formas principales, que incluyen una amplia gama de variantes: la flagelación, el ahor­camiento simulado y las mutilaciones, con su gama infinita.
Te habras dado cuenta que muchas de estas manifestaciones morbozas y sadismo placentero las estuvimos comentando esta semana.
MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Dolor y Voluptuosidad, Manifestacion colectivas del sadismo

El sadismo de grupo es el peor que se pueda imaginar. «Cuando la masa derrama sangre —es­criben los doctores Cabanés y Nass —, al princi­pio experimenta náuseas; luego, si no se detiene y supera su primera reacción de repugnancia, se deleita apasionadamente y se ensaña con su pre­sa como un alcohólico con su víctima. Entonces se estremece con un placer voluptuoso.» Electri­zados por el número, el ambiente, el miedo, el odio o la venganza, los individuos ya no logran controlar sus nervios. Esa situación desemboca, como ya hemos visto, en los azotes en público, pero puede llegar hasta la violación o el asesina­to, hechos de los cuales nadie se siente verdade­ramente responsable. Cometida por un hombre solo sobre una mujer o un niño, la violación se convierte en un acto de fuerza y coacción. La cosa cambia cuando son varias personas las que jometen el crimen para satisfacer las exigencias desbocadas de sus sentidos:
«La violación cometida por un solo indivi­duo, rara vez —de un modo relativo, por supues­to— va seguida de asesinato; en las realizadas por un grupo de individuos, esto sucede con mu­cha más frecuencia. En los dos casos, una causa bastante común es la resistencia de la mujer, que sólo se consigue vencer destrozándola. Una vez muerta, lejos de convertirse en algo que provoca
ugnancia y horror, sirve para saciar la lubrici­dad del asesino. Otra causa es esa depravación, indiscutiblemente patológica, por la cual deter­minados individuos necesitan hacer correr la san-
para excitar sus sentidos» (doctor Aubry,La Contagion du Meurtre, p. 214).
Las Vísperas Sicilianas, la noche de San Bar­tolomé, las matanzas de septiembre, los ahoga-mientos de Nantes o los pogroms, sólo encuen­tran explicación en las bruscas erupciones de un sadismo enloquecido que se aproxima a la vesa­nía. Vemos al pueblo desmandado desgarrar a Coligny, devorar los restos de Ravaillac y de Concini, profanar los cadáveres de la Lamballe y de Mussolini. Babeuf escribía a su esposa:
«Comprendo que el pueblo quiera hacer jus­ticia, y apruebo esta justicia cuando queda satis­fecha con el aniquilamiento de los culpables. Pero ¿podría no ser cruel hoy en día? Suplicios
todo tipo, descuartizamientos, torturas, rue­das, hogueras, patíbulos y verdugos que proliferan por doquier… ¡nos han inculcado unas cos­tumbres tan horrendas! Los señores, en lugar de civilizarnos, nos han convertido en bárbaros por­que también ellos lo son. Recogen y recogerán lo que han sembrado…»
«Ebrias de vino y sensualidad, las amigas de quienes perpetraron las matanzas de septiembre —escribe Matón de la Varenne— danzaban so­bre los cuerpos mutilados, marcando el compás en las partes cuya desnudez era más aparente, y llevaban atados en el seno jirones de carne que el pudor no permite nombrar…» Las cantineras de la Comuna de París no actuaron de modo dife­rente en la calle Haxo con los cadáveres de poli­cías y sacerdotes.
Eros es inseparable de Thanatos. «Las esce­nas que seguían al saqueo de una fortaleza en las islas Fidji —escribe Thomson— son demasiado horribles para ser descritas con detalle. Uno de los datos menos atroces es que no se establecían diferencias en razón del sexo o la edad. Innume­rables mutilaciones, practicadas a veces sobre víctimas vivas, y actos de crueldad impregnada de pasión sexual, hacían el suicidio preferible a la captura. Con el fatalismo innato del carácter melanesio, muchos cautivos ni siquiera intenta­ban huir, sino que inclinaban pasivamente la ca­beza para recibir el mazazo. Si tenían la desgra­cia de ser apresados, la suerte que les aguardaba era siniestra. Conducidos al pueblo principal, eran entregados a muchachos de alto rango que se divertían torturándolos o, aturdidos de un ma­zazo, eran introducidos en hornos muy calientes; cuando el calor les devolvía la conciencia del do­lor, sus convulsiones frenéticas provocaban las risotadas de los espectadores…» (citado por Da­vie, La Guerre,p. 400). Y se trataba de un pue­blo evolucionado, civilizado, con sentido artísti­co y, por otra parte, bueno y generoso. Claro que también es cierto que luego se han visto co­sas mucho peores. En el campo de Dachau, por ejemplo, una galería habilitada al efecto permitía a las amantes de los oficiales de las SS contem­plar a los moribundos, hormigueantes de gusa­nos y acorralados por los perros famélicos, y la flagelación de prisioneros a los que se azotaba con un cinturón. Estos hechos nos dejan estu­pefactos y nos producen escalofríos porque se trata de sucesos contemporáneos, aunque si re­flexionamos no son peores que las ejecuciones de Grandier, Damiens y la Voisin. El sadismo femenino encuentra en ellos una perfecta satis­facción.
«Cuando las mujeres se acostumbran a exci­tarse despertando su crueldad —podemos leer en Juliette (IV, p. 273) — , la extrema delicad de sus fibras y la prodigiosa sensibilidad de sus órganos les hacen llevar todo eso mucho más le­jos que los hombres.» La manía de Sarah Bern­hardt de que la poseyeran en su ataúd, da la ra­zón a Sade, y mucho más la de Rachel, cuyo ma­yor deseo era ser amada sobre el cuerpo de un hombre recién guillotinado. Horace de Viel-Cas-tel relata que «a uno de sus amantes le impuso la condición de que repitiera en los momentos decisivos: “¡Soy Jesucristo!”. Y cada vez que estas palabras sacrilegas llegaban a sus oídos, Rachel alcanzaba un paroxismo de placer imposible describir».
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Crimenes por lujuria

Los crímenes de lujuria
Los delitos de tipo sexual se englobaban bajo la denominación general de crímenes de lujuria. Inspirados, según se creía, por el demonio, re­vestían más el aspecto de un pecado mortal que el de fantasías en ocasiones dignas de castigo, aunque en todo caso naturales. Los jueces inten­taban combatir los propios errores de la natura­leza. Así, los hermafroditas eran condenados a la picota por rechazar el sexo que se les imponía, como le sucedió a Anne Grandjean en 1765. En cuanto al caballero de Eon, insistió en ser mujer, si bien la autopsia reveló su pertenencia al sexo masculino.
Al principio, la mayoría de estos supuestos crímenes se castigaron con la hoguera; más tar­de, la lógica hizo que se emplearan otros métodos. El adulterio, por ejemplo, era tan frecuenta que habría sido preciso talar bosques enteros El castigo del fuego subsistió, sin embargo, para la sodomía y la bestialidad cometidas por la gen­te de la clase baja; es inimaginable que los jueofl castigaran severamente los «excesos» de los her­manos del monarca, e incluso los del propio rey.