DEMONOLOGIA, MONSTRUOSIDADES, TORTURA

DOLOR Y VOLUPTUOSIDAD, Sadicos famosos

Sádicos famosos
Hasta aquí, la mezcla de provocación intelec­tual, embotamiento del sentido moral y perver­sión instintiva forma un todo inextricable. Las cosas se aclaran, sin embargo, cuando se aborde el «gran sadismo», para el cual el crimen no sóle representa una finalidad sino que constituye su motor esencial. Indispensable para la eclosión (fe la voluptuosidad, el asesinato puede prevalecer sobre el deseo más salvaje y. en ocasiones, el placer lo proporciona el descuartizamiento en sí mismo. ¿Acaso Lacenaire no confesaba con ci­nismo que ver expirar al hombre a! que odiaba era para el un placer divino?
A los grandes perversos, la flagelación y las prácticas del sadismo ordinario (pinchazos, que­maduras, etc.) no les bastan para provocar la activación de los órganos eréctiles. La desviación va más allá. La violencia que buscan antes d:l orgasmo desaparece con la muerte, pero sin ésta no alcanzarían ese estado de embriaguez. Matan por placer, y su placer es doble ya que, en cierto modo, su sexo se bifurca. Está unido al cuerpo y, al mismo tiempo, es capaz de explorar las entra­ñas a modo de cuchillo.
«Sátiros y destripadores —escribe el doctor Rene Allendy— son miserables que jamás han gozado del don del amor, ya que la ternura sólo puede ser una elaboracion, a traves de la sexualidad, de un sentimiento de solidaridad social del cual carecen. La atrofia de sus instintos sociales constituyen esa especie de locura moral, esa ausencia de sentimientos humanos que aparece en ellos de modo tan monstruoso. De la lidad no conocen sino el ciclón cegador del to sexual que desencadena el horror. Sus tos agresivos se hallan investidos de un dobel placer: el caníbal de morder la carne palpitante o clavar un arma en ella, y el sexual de la embiaguez erótica.»
Tan sólo la perspectiva de la muerte, que imaginan como el acto gratuito por excelencia summun del arte, mueve a los héroes de las as de Sade. Evidentemente, no podemos tomar al pie de la letra las exageraciones literarias de su creador, sus imaginaciones de disarmonia y sus sueños de sustitución, pero debemos recocer que la realidad le ha dado la razón con bastante frecuencia. Por otra parte, Sade adorna, pero no inventa. No existe ninguna diferencia entre sus monstruos morales y un Carlos el Malo , un Gilles de Rais o una condesa Bathory, personajes reales que fueron procesados. Tres personajes, tres actitudes diferentes que, sin embargo, coinciden en la misma pasión por la muerte de los demás. En Carlos el Malo, la vision de la muerte provoca la excitación del pene;  Gilles de Rais participa más directamente y goza cuando descuartiza; Erzsebeth Bathory proolonga la muerte por placer, y encuentra en la sangre un rejuvenecimiento.
“Carlos el Malo —dice Moreau de Tours— capturaba a pastorcillas de quince o dieciséis que, por orden suya, eran bañadas, perfumadas, vestidas con elegancia, bien alimentadas y por sobre todo, estrechamente vigiladas en una vivienda apartada.
Al cabo de un mes o,  como máximo, cinco semanas, su confidente Pringard conducía a una de ellas a la parte superior del palacio, donde el Conde se había hecho construir un misterioso gabinete. Se reunía con la joven a través de una puerta secreta. Entonces, ella imaginaba que su destino sería satisfacer la brutalidad de aquel señor, y se desesperaba o se resignaba. Pero enseguida aparecía un joven poco mayor que ella. El conde, vestido con ropas de lame de oro que podia dejar caer con facilidad, se recostaba en un divan, después, ordenaba a los jóvenes que se desnudara y al paje que poseyera a la muchacha.
A la menor objecion de uno u otro, el tirano blandia una larga espada. Habia que obedecer y tomar posesion del altar, tan elegante como mullido, preparado para el sacrificio. Cuentan que a veces, el hierofante, totalmente ajeno al culto, no sabía cómo ejecutar las órdenes del señor. Entonces, éste descendía para unas nociones ele­mentales y regresaba en seguida a su diván. Por fin, cuando la naturaleza, tan rica y poderosa en la juventud, despertaba con demostraciones que el conde acechaba con gran interés, corría furio­so hacia los pobres adolescentes, los examinaba de cerca profiriendo horribles blasfemias y los mataba a ambos con un puñal que llevaba escon­dido. Al oír los gritos de lujuria que lanzaba en ese instante, su confidente Pringard, que había permanecido apostado tras una puerta secreta, arrojaba a la habitación a una de las cortesanas que el conde mantenía.»
Gilles de Rais, seguro de su impunidad gra­cias a su enorme fortuna, al terror que sus armas inspiraban y al grosor de los muros de sus forta­lezas, también se dedicaba a recoger niñas, aun­que las elegía más jóvenes. Su sensualidad, exa­cerbada por la inactividad, los halagos de sus cómplices y la ausencia de todo elemento feme­nino, se satisfacía con un polución supraventral y un degüello. «Habitabat eos, apud eos calebat et reddcbat naturam super ventrem eorum cum ma­xima delectatione…», declaró su criado Henriet en su confesión. Todo esto no resultaría tan ex­traordinario si el señor de Rays no hubiera aña­dido un elemento satánico a su lujuria. Exigía, en efecto, que los mártires a quienes conducían ante su presencia cargados de cuerdas y cadenas, le dieran las gracias antes de morir. Para conse­guirlo había ideado toda una puesta en escena. Liberadas de las ataduras por orden suya, mi­madas e invitadas a sentarse en sus rodillas, las víctimas acababan por abandonarse a la excesiva familiaridad de una confianza recuperada. Cuan­do, creyéndose a salvo y desbordantes de reco­nocimiento, sonreían y recobraban sus colores naturales, el miserable, con el esmero de un ar­tista, les cortaba lentamente el cuello y contem­plaba cómo languidecían mientras un chorro de sangre lo salpicaba. Por fin, recogía su último aliento v derramaba el semen sobre ellos con la rabia de un monstruo en celo.
Cometido el estupro, Rays soli complacerse en desmembrar los cuerpos, en decapitarlos o en machacarles los senos. Esta carniceria de inocentes, realizada en presencia de sus familiares, le hacia reir hasta derramar lagrimas. La agonia de sus victimas le causaba una satifaccion suplementaria, seguia con avidez todos los estadios y se situaba junto a ella para contemplar mejor. El mismo confeso que le proporcionaba mas placer ver sufrir que satiface su lujuria “
 («… su­per ventres ipsorum sedebat et plurimum delecbatur eos videndo sic mori, et de hoc risus emittebat….conlesión del 22 de octubre de 1440). Tras  este derroche de energía, al que se agregaban excesos de la buena mesa, se sumía con rapidez en un sueño profundo, característico de los ” grandes sádicos “. Sus amigos no tenían más que hacer desaparecer las huellas de la orgía: manchas de sangre y restos informes, que se apresuraban a incinerar.
La Condesa húngara Bathory presentaba tambien graves síntomas de degeneración: probable epilepsia, megalomanía e hiperestesia sexual. Al igual que sus dos ilustres predecesores, buscaba el dolor de los demás antes de sumirse en un letargo absoluto. Era lesbiana, y al desprecio que sentia por las muchachas que le servían de juguete se unía una necesidad permanente de torturarlas. A veces se contentaba con darles terribles palizas o exponerlas desnudas en el palio de su castillo y rociarlas con agua helada. Pero lo más frecuente era que ordenase que les cortaran los dedos con cizallas, que les arrancaran la carne de l­os muslos y los pechos, que las obligaran a coger una llave o una moneda al rojo, o que les pasaran una plancha candente por la planta de los pies. Los suplicios íntimos la fascinaban: colocaba entre las piernas de las muchachas papel untado en aceite, al que una sirvienta prendía fuego, o les quemaba la vulva con la llama de una vela.
Eran buenos tiempos, dirán algunos… Todos los figuran en las actas de interrogatorios de un proceso celebrado en 1611, cuya veracidad es indudable. Valentine Penrose, que ha dedicado un libro a tan siniestro personaje, añade que la utilizaba un artilugio cuya finalidad era conseguir que la sangre fluyera, con lo cual recuperaba juventud y belleza. En el terreno de la invencion diabólica, Erzsébeth Bathory no era inferior a nadie, y la modesta irrigación de los machos no podia reemplazar, para ella, a un chorro de hemoglobina mezclada con tejido triturado.
Un herrero, bien pagado y atemorizado por las amenazas, había construido en el secreto de la noche una increíble pieza de hierro forjado, particularmente difícil de manejar. Se trataba de una jaula cilindrica de brillantes láminas de hie­rro sujetas con unas cinchas. Se hubiera dicho que estaba destinada a algún enorme buho. Pero el interior estaba provisto de clavos acerados…» Introducían a una sirvienta joven completamente desnuda y, mientras la condesa permanecía sen­tada bajo la jaula, una cómplice pinchaba a la prisionera con un hierro afilado. «A cada golpe se acrecentaban más los ríos de sangre que caían sobre la otra mujer, blanca, impasible, con la mi­rada perdida en el vacío, apenas consciente…» (pp. 124-125).
Resulta inquietante advertir que estos crimi­nales contaron con numerosos cómplices. ¿Qué les sucedió a criados y familiares? ¿Acaso se vie­ron dominados por el terror, por la contempla­ción de la muerte o por el placer del espectácu­lo? ¿O simplemente por el íntimo vínculo que une al masoquista con su sádico amo? Cierto que muchos de los grandes pervertidos, como Vacher, Jack el Destripados, Landrú. Haigh o Christie, actuaron solos, pero las asociaciones también son frecuentes: Lacenaire buscaba acó­litos, lo mismo que Haarmann y Pleil. A falta de verdadero público —de ese público que aplaudía las locuras de Nerón y Heliogábalo— necesitan un alma tortuosa, un reflejo de su personalidad, que les comprenda, los justifique y los siga. No hace mucho tiempo, el Reino Unido se estreme­ció con el relato de los horrores cometidos, no por aristócratas desviados o sátiros impúdicos, sino por dos modestos oficinistas, Ian Brady y Myra Hindley, cuya unión no alcanzaba la per­fección si no iba acompañada de gritos y perver­siones sanguinarias. Sin embargo, lo más proba­ble es que esta pareja de anormales se deleitara más sembrando el pánico que buscando satisfacciones socráticas.
«Evolucionando en el universo angustioso de la perversión, en cuyo seno la irrealidad se había convertido en realidad y la realidad había adop­tado un aspecto irreal, sus móviles nunca eran sencillos sino Que revelaban siempre alguna faceta de su perversion.
Estos amantes apasionados satisfacian sus inclinaciones especiales similares a las Rais y Bathory – matando niños a hachazo. Drogadas, borrachas e innoblemente injuriadas (como en las obras de Sade), las víctimas debían pres­tarse a juegos incalificables. EI hombre las foto­grafiaba buscando los ángulos más obscenos, las sodomizaba y, por último, las torturaba, graban­do sus gritos de terror en un magnetófono. La mujer, absolutamente pasiva y obediente, lim­piaba las salpicaduras de sangre de las paredes y el suelo. La cinta grabada y la película fotográfi­ca permitía a los dos cómplices conservar un re­cuerdo preciso y vivo de sus crímenes, al tiempo que les proporcionaba una infinita excitación, como a tantos maníacos del colecconismo.¿Qué asesino no ha cedido a esta atracción, al ardiente deseo de conservar una parte del cadáver o al de regresar al lugar del crimen, aun a riesgo de ser capturado? Kurten actuaba de este modo. Según describe Clifford Allen, «regresaba con frecuen­cia, bien a ver el cadáver antes de que lo descu­brieran, bien al lugar donde había matado o in­cluso a la tumba de la víctima. Eso lo excitaba sexualmente…, cuando visitaba las tumbas de sus víctimas alcanzaba el orgasmo, al igual que cuando prendía fuego a un cadáver».
A veces, el placer de matar prevalece sobre la unión carnal. El sexo pierde entonces toda im­portancia, ya que la voluptuosidad se polariza en un sustitutivo fálico, en el instrumento de un su­plicio más o menos prolongado. Si la cohabita­ción llega a producirse, siempre tiene lugar des­pués del asesinato, móvil primordial que recibe la aportación ocasional de un erotismo brutal. Papavoine Lemaítre y Menesclou se hicieron fa­mosos por asesinar a niños de corta edad que en­contraban por azar. El impulso homicida, que no guarda ninguna relación con la edad (Lemaítre aún no contaba quince años cuando cometió su primer crimen, y Menesclou fue guillotinado a los veinte), encuentra una excusa en la locura. El asesinato puede afectar a varias víctimas a la vez, como sucedió en julio de 1966, cuando Richard Speck dio muerte a ocho estudiantes de enferme­ría de Chicago, ejecutadas por estrangulación o a cuchilladas en tres horas. No menos horribles fueron los de Heath, y, sobre todo, los del padre Bernard y Michel Henriot.
El padre Bernard, quien , segun los terminos utilizados el 13 de agosto de 1833 por un periodico con una tirada de diez mil ejemplares, queria gozar de la hija excesivamente bella de un posadero, corto la garganta de la muchacha con una navaja y …« cometio sobre la desdichada, todavia palpitante, lo que la pluma se niega a descri­bir…». Cuando la madre acudío en busca de su hija, el malvado se arrojó sobro ella para consu­mar el mismo crimen. Finalmente, un campesino descubrió los dos cuerpos atados a un palo por los cabellos:
… Oculto bajo la sombra del misterio,
saca una navaja e, internándose de pronto
en aquel bosque solitario,
¡le corta el cuello! El asesino
todavía comete un crimen peor,
pues nada detiene su furor.
Ese monstruo sumido en el abismo
atenta ahora contra el pudor.
La madre, inquieta por su hija,
acude una mañana a la rectoría.
El cura, con aire tranquilo,
la toma suavemente de la mano,
y la conduce al mismo bosque
donde el crimen había consumado.                                                                                                                                                                       Erzsébet Báthory
Movido por su furor extremo                                  
no tarda en asesinarla…
Michel Henriot, casado con una muchacha que tenía medio cuerpo paralizado, no se preo­cupaba lo más mínimo de satisfacerla. La trataba como una especie de objeto al que pellizcaba, pinchaba o golpeaba, como un niño perverso maltrata sus juguetes o martiriza los animales confiados a su cuidado. Confesó que saciaba su deseo golpeando a su mujer:
«Después del crimen me encontraron absolu­tamente tranquilo. Yo soy así y, además, había tomado bromuro. Mi esposa anotaba mis brus­cos cambios de humor, que siempre han sido la base de todo. En esos momentos sufría un verda­dero desdoblamiento de personalidad, y cuando golpeaba a mi mujer era por deseo de ella. Yo saciaba mi deseo golpeándola. Esa brusca disten­sión me calmaba los nervios. Porque a mí lo que me calma no es gritar, sino actuar con brutali­dad… Mi mujer me reprochaba que la pinchara con agujas, pero yo experimentaba una satisfac­ción sin límites al ver brotar la sangre. A veces sueño con suplicios que me gustaría ejecutar. Porque yo no considero la vida humana como algo precioso. Ni siquiera la mia: hace por lo menos siete años que pienso en suicidarme, pero no me habria suicidado sin antes cometer violaciones y acesinatos…
Los casos de Léger, Vetzeni y Haigh son aún is extraños, ya que una inclinación «vampírica» por la sangre reduce sus crímenes a insatisfaciones más alimenticias que eróticas. Légcr, un retrasado mental, un ser supersticioso y atormentado, fue detenido tres días después de que hubiera desgarrado el cuerpo de una chiquilla. Según declaró, el espíritu maligno que lo dominaba le había obligado a chupar el corazón de la inocente: «Sólo hago esto para conseguir sangre …. quería beber sangre…. me atormentaba la sed, ya no era dueño de mí mismo», confesó ante la Audiencia Criminal de Versalles el 23 de noviembre de 1824.
Vincent Vetzeni, otro asesino por pura voluptuosidad, experimentaba un intenso placer biendo sangre del pubis o practicando una incisión en la yugular. «Nunca se me ocurrió tocar o mirar los órganos genitales —confesó con ingenuidad a Lombroso—, me bastaba con sujetar a mujeres por el cuello y chuparles la sangre. Todavía hoy ignoro cómo están constituidas las mujeres. Mientras la estrangulaba, y también después, me apretaba acostado contra el cuerpo de la mujer, sin fijar mi atención en una parte del cuerpo más que en otra.»
John Haigh. más distinguido e «intelectual», sorbía la sangre con una paja. Su sabor salado y aspecto metálico le obsesionaban. No torturaba, pero soñaba con suplicios y disfrutaba disolviendo a sus víctimas en ácido sulfúrico. Tenía exrañas pesadillas y le aquejaban unas migrañas atroces.
«Veía —confesó— un bosque de crucifijos que se transformaban gradualmente en árboles. Al principio me pareció ver que de sus ramas caian gotas de rocio o de lluvia. Pero al acercarme, comprendí que era sangre. De repente, todo el bosque comenzó a retorcerse, y de los árboles manaba sangre. Rezumaba de los troncos y caía de las ramas, totalmente roja. Sentía que me debilitaba, que perdía todas mis fuerzas. Vi a un hombre que iba de un árbol a otro recogiendo sangre. Cuando tuvo la copa llena, se acercó a mi : “¡Bebe!”, me ordenó. Pero yo estaba paralizado. El sueño se desvanecio. Sin embargo, yo continuaba siendo consiente de mi desfallecimiento y todo mi ser se dirigía hacia la copa. Me desperté en un estado de semicoma. Seguía vien­do cómo la mano me tendía la copa que yo no podía alcanzar, y aquella horrible sed que nin­gún hombre siente hoy se apoderó de mí para siempre» (cf. France-Dimanche 154, del 14 de agosto de 1949).
Coherente consigo mismo, Haigh llevó su sed erótico-caníbal hasta la ejecución de nueve crímenes. Como sucede con la mayoría de los gran­des criminales, tenía la errónea creencia de que su caso era único. De hecho, Henri Claude men­ciona a un ayuda de cámara que desgarraba las nalgas y los órganos genitales de las muchachas para devorarlos (Psichiátrie Médico-Légale, pp. 148-149). André Bichel cortaba los cuerpos, según sus propios términos, «como un matarife haría con un buey», y arrancaba jirones de carne para comérselos. Haarmann, a quien se llamaría después «el carnicero de Hannover», vendía en el mercado negro la carne de los efebos de los que había abusado en su cubil. En cuanto a Garayo, prefería las entrañas. Cuestión de gustos…
Garnier publicó la historia de un devorador de carne humana, a quien observó en 1891:
«L… Eugéne, de veintiún años, periodista, fue sorprendido en un banco, donde los guardianes del orden observaron estupefactos que se cortaba un trozo de piel del brazo izquierdo con unas tijeras. Este individuo sentía, desde los tre­ce años, un impulso que se hizo cada vez más ob­sesivo; la visión de una joven hermosa, de piel blanca y delicada, provocaba en él una excita­ción genital y el deseo ardiente de morder y de­vorar un trozo de su piel. Adquirió unas tijeras muy afiladas para poder actuar con rapidez y arrancar apresuradamente un trozo de piel virgi­nal, pero nunca tuvo ocasión de satisfacer su ob­sesión. Cuando ésta era demasiado intensa, se cortaba un trozo de su propia piel, del lugar don­de era más fina y blanca, similar a la piel desea­da, y devoraba aquella carne ensangrentada.»
Comparado con Haigh, este enfermo puede parecer un ser caprichoso, pero sus pesadillas debían de ser del mismo tipo. Todos los fetichis­tas de la sangre recurren a suplicios y torturas para satisfacer sus irracionales deseos.  Si encuentran un cómplice que se lo consienta, le muerde  o hacen que les muerda los brazos o los genitales hasta que brote la sangre.
«Un hombre casado, relata Krafft-Ebing -se presenta con numerosas cicatrices de cortes en los brazos, cuyo origen explica así: cuando quiere acercarse a su joven esposa, que es algo «nervio­sa», primero debe hacerse un corte en el brazo; entonces, ella chupa la herida y alcanza un eleva­do grado de excitación sexual»
La indonesia Animan, que practicaba el «vampirismo» en compañía de un profesor, tam­bién debía de sentir esta especie de voluptuosi­dad gustativa:
«La pareja se bebía la sangre de sus víctimas, entre las cuales, según el informe de la policía, se encontraba un recién nacido, al que los dos vam­piros succionaron la sangre hasta causarle la muerte» (FranceSoir del 20 de diciembre de 1966).
Por el contrario, Girard de Rialle refiere el caso de una mujer, «cuya abnegación la llevaba a satisfacer la glotonería de su cónyuge, y así se dejaba sangrar al menos una vez al año para complacer a su marido».
Las mujeres hipernerviosas, melancólicas y delirantes sueñan despiertas e imaginan suplicios espantosos: desde desear beber la sangre de una muchacha después de haberla desmembrado, como decía una, hasta deleitarse con la idea de aplastar cráneos y chupar la sangre, como con­fesaba otra. Una de las pacientes de Magnus Hirschfeld declaraba que sentía el deseo de empalar cadaveres.  añadía:
«Siempre quiero ser la más fuerte, y sé muy bien que los muertos ya no pueden defenderse. Me gustaría torturar, aunque sea a personas muertas.»
Numerosos sádicos han experimentado de­seos similares y, al hacerlos realidad, han trans­formado el sueño en una carnicería que sobreco­ge el ánimo. En estos casos, el asesinato, indispensable para la realización del coito, sobre el que predomina, acaba en el robo de restos insen­sibles que muy pronto se convierten en un esti­mulante fetichista. Por lo general, la necesidad de coleccionar dentaduras, pelucas (Landrú) o trozos de cadáveres (Ardisson) supone la perdi­ción de estos estetas de lo macabro. Algunos es­capan milagrosamente al castigo (Jack el Destripador), pero a la mayoría de ellos los pierde su anosmia o la exageración de sus actos infames. Joseph Vacher, inmoral, violento, inestable, falsario y vanidoso, aunque inteligente y total­mente responsable, que llegó a ser el prototipo de los destripadores, sólo sodomizaba cadáveres. «Yo no busco a mis víctimas —decía—; el azar las conduce ante mí.» La violación, que practica­ba en lugares desiertos con chiquillas y jóvenes pastores, después de degollarlos, no era para él más que un anticipo del placer, mucho más in­tenso, del descuartizamiento. Para abrir camino a su exigente miembro, Vacher no dudaba en practicar incisiones, en anudar las entrañas, en seccionar la carótida o el escroto. El decorado fúnebre —que tanto complacía a Gilles de Rais— le excitaba al máximo:
«La puesta en escena, el estrangulamiento, la degollación, la incisión de la carne… —escribe el doctor Lacassagne—, probablemente bastaban para provocarle a este sádico la erección y luego la eyaculación sin necesidad de penetración.» Vacher se diferenciaba de Verzeni en el he­cho de que conocía la constitución de sus vícti­mas. Como afirma la canción:
Una vez cometido el crimen,
limpiaba su navaja con jabón negro,
 y también sus manos y su camisa,
 para reanudar después sus quehaceres,
como quien no ha hecho nada.
En una palabra, ese maníaco que se compla­cía en cortar los testículos y vaciar los intestinosde presas fáciles, era un verdadero gentleman.
Jack el Destripador, cuya historia hizo corre al menos tanta tinta como la de Vacher, parece ser que padecía la misma genitalidad irregular tenía una sangre fría comparable. Jamás se logró capturar a ese verdugo del barrio londinense de White Chapel, donde practicó con un arte consu­mado el despiece ginecológico de vagabundas y prostitutas baratas. Gracias a los trabajos de Tom Cullen, hoy se sabe que utilizó el crimen a modo de instrumento de reivindicación social, con el propósito de luchar contra la apatía de la sociedad victoriana y la falta de caridad de la cla­se dominante:
«Si las costumbres de las duquesas permitie­ran que se las pudiese conducir a los callejones de White Chapel —escribía Bernard Shaw—, una única experiencia de disección anatómica en la persona de una representante de la aristocra­cia evitaría el sacrificio necesario de cuatro mu­jeres del pueblo.»
Este escritor había comprendido perfecta­mente los móviles secretos del Destripados Ahora bien, tales motivos no significan que Jack no fuera un criminal, y de la peor espede, ade­más de coleccionista, como indica este fragmen­to de un trabajo de MacDonald:
«Es probable que Jack degollase a sus vícti­mas, bien porque el acto en sí le proporcionaba placer, o bien porque ello causaba la muerte que le permitía, posteriormente, llevar a cabo cruel­dades que le hacían gozar, como seccionar el ab­domen, manipular los intestinos, o desfigurar ymutilar los órganos sexuales. En este sentido, to­davía denotan una forma más perversa de sexua­lidad las confesiones de quienes exhuman cadá­veres y les infligen ultrajes similares.
»En ocasiones, Jack se llevaba consigo los ór­ganos sexuales de sus víctimas, seguramente para obtener con ellos un placer ulterior, con­templándolos, utilizándolos para masturbarse…»