El despeñamiento desde lo alto de un precipicio, un acantilado o una torre es un método extremadamente cómodo. Al condenado no le da tiempo a percibir el hecho, y la muerte es casi siempre segura. Este suplicio, que sobrevenía como por accidente, se reservaba a los traidores, a quienes se arrojaba desde lo alto de la roca Tarpeya: con él se honraba a los dioses mexicanos, que exigían la inmolación de vírgenes: y se aplicaba asimismo a personajes a los que se quería hacer desaparecer lo antes posible. Los griegos practicaban mucho el despeñamiento: los la-cedemonios. habiendo sorprendido a mercaderes atenienses comerciando en el Peloponeso. los arrojaron a un pozo: a continuación, los atenienses se vengaron en las personas de los embajadores lacedemonios (Tucídides. II. 67). Filomena actuó del mismo modo tras derrotar a los locrios, y segun la leyenda, en un solo día el rey Sapor hizo arrojar a diez mil cristianos desde lo alto de
abrupto precipicios No menos fueron los idumeos que perecieron víctimas de la cólera de Amasias.
Durante las guerras de religión, se arrojó a mucha gente a pantanos y pozos sin fondo. El barón Adrets y su lugarteniente Puy-Mont-brun destacaron por su crueldad para con los ca-tólicos. a los que arrojaban desde lo alto de los torreones sobre erizadas puntas de lanza y alabarda. A los recalcitrantes, se les empujaba al vacío a punta de espada: y si lograban asirse a las rugosidades de la piedra, les cunaban las mams. La siguiente anécdota muestra. s¡n embargo, que los jefes de los asesinos también podían ser graciables:
«En Momas, como ninguno de los que fueron despeñados por las ventanas del castillo, que tema infinitas toesas de alto, se dejaba arrojar, el citado barón, haciendo gala de una gran inhumanidad, ordenó que les cortaran los dedos… Uno de ellos, lanzado del castillo, que se levantaba sobre un gran peñasco, pudo asirse a
una rama: como no la soltaba, comenzaron a dispararle arcabuzazos y a lanzarle piedras, sin que
fuera posible alcanzarlo. Por último, el susodicho barón, maravillado, le perdonó la vida, y el condenado escapó como por milagro…» (Richard Yerstegan, Theatre des cruautés des hérétiques de notre temps)