MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los suplicios, muerte y resurreccion de la tortura

IMG_4081
La Tortura, consideraciones morales.
No obstante, el movimiento conservador en­contraba una sensible oposición. Las tendencias abolicionistas, que apelaban a la moral elemen­tal o alegaban la escasa fiabilidad de las pruebas arrancadas mediante el sufrimiento, se habían ido abriendo paso desde hacía tiempo. Ya Tertu­liano reprochaba con vehemencia a los magistra­dos paganos que aplicasen la tortura a los cristia­nos para que renegaran de su fe. San Agustín, por su parte, señalaba que los jueces son incapa­ces de penetrar en la conciencia de los acusados que les presentan:
-A veces, para descubrir la verdad, no tienen más remedio que torturar a inocentes testigos por alguna causa ajena a ellos. Pero ¿qué sucede cuando un hombre es sometido a tortura por un asunto personal?. Se desea averiguar si es culpa­ble y por eso se le atormenta, pero, si es inocen­te, es castigado por un crimen que no ha cometi­do. Sufre tortura, no porque se haya descubierto que es culpable, ¡sino porque se ignora si lo es! Así. la ignorancia del juez provoca a menudo la desgracia del inocente. Ahora bien, hay algo que resulta mucho más intolerable, mucho más de­plorable, y que debería hacer verter torrentes de lágrimas: cuando el juez atormenta a un acusa­do, en el temor de hacer perecer por error a un inocente, debido a su funesta ignorancia, hace morir, inocente y torturado, a aquel que tortura­ba para evitar que muriera inocente» (La ciudad de Dios. XIX. 6).
A una pregunta realizada en 866 por Boris, kan de los búlgaros, el papa Nicolás I responde declarando formalmente que la confesión espon­tánea es la única válida. En Responsa ad consulta Bulgarorum, prohibe recurrir a la tortura:
«Decís que, en vuestro país, cuando se captu­ra a un ladrón o a un bandido y éste niega el deli­to que se le imputa, el juez le golpea en la cabeza y le pincha en los costados con clavos al rojo has­ta que confiesa la verdad. Sin embargo, ni la ley divina ni la humana pueden admitir en modo alguno esta práctica, ya que la confesión ha de ser espontánea: no debe ser arrancada con mé­todos violentos, sino proferida de modo volun­tario… Rechazad, pues, esas prácticas y conde­nad lo que hasta ahora habéis hecho por igno­rancia.»
Es lamentable que los sucesores de este eran pontífice no siguieran sus directrices. Hasta la época de la Reforma, la argumentación moral contra la tortura estuvo en el olvido o reprimida. Con el mayor respeto, me paso por el culo las leyes que son causa de injusticia para los desgra­ciados», proclama por fin Lutero, cuyos conse­jos» fueron seguidos por Cornelius Agrippa. Jean Wier y Erasmo. Incisivo, aunque prudente. Montaigne critica el principio mismo de un peli­groso invento que parece más «una forma de de­mostrar la paciencia que la verdad…. un medio lleno de incertidumbre y peligro». Y añade«Es preferible morir sin motivo que pasar por esta prueba más penosa que el suplicio y que por su severidad, a menudo supera al propio suplicio (Ensayos, II, V). En 1682. Agustín Nicolas. consejero del rey y relator del Consejo de Esta­do, suscita el debate en un opúsculo dedicado a Luis XIV:
«Me cuento entre los primeros en confesar con ingenuidad que preferiría una muerte rápida antes que padecer dolores insoportables… Nadie ignora que tan sólo media hora de tortura consti­tuye un martirio mayor que tres suplicios de la horca o el cadalso… Quien quiera conocer la pa­rafernalia que rodea a esta carnicería no tiene más que leer a los autores italianos que tratan so­bre el tema… En España, se impide dormir al reo y se le obliga a mantener todos los músculos en tensión durante siete horas, pues de lo contra­rio caería sobre un hierro puntiagudo que al pe­netrar en su trasero le provocaría insoportables dolores… Entre nosotros, se sienta sobre trí­podes candentes a pobres mujeres idiotas acuba­das de brujería, a las que se mortifica en horri­bles prisiones donde permanecen esposadas y encadenadas, medio podridas entre la inmundi­cia de un estercolero apestoso y oscuro, descarnadas y medio muertas… ¡Y se pretende que un cuerpo humano resista torturas tan diabó­licas…!
Binsfeld alaba la imaginación de Marsilio, quien encontró en la imposibilidad de dormir un método suave para hacer confesar a todo tipo de acusados sin romperles los brazos o las piernas. Pero, en realidad, ¿no es éste también un modo cómodo de obtener mentiras y de llevar a la per­dición a personas inocentes? ¿Y acaso no se re­quiere una extraña forma de prejuicio para que un sacerdote o un teólogo nos convenzan de que es un martirio menor o, como dice Marsilio, un tormento ridículo? Lo deplorable en esa gente que sólo confía en la autoridad, sin dejar el más mínimo resquicio a la razón, es que un hombre tan sabio como Jean Bodin se jactara del rigor bárbaro e inhumano de estos martirios, y llegara a considerar excelentes métodos para conseguir que alguien diga lo que se desea, cosas tales como el llamado interrogatorio de los turcos, consistente en clavar clavos como leznas entre las uñas y la carne de todos los dedos de los pies y las manos de la víctima, o esc modo de ator­mentar practicado en Italia al que él llama vigi­lia florentina. ¿Acaso Binsfeld no sabía que los italianos son los hombres que se muestran más dispuestos a utilizar el tormento porque es un invento de su país? Dice que Marsilio hacía con­fesar a los más resistentes, pero no dice lo que nosotros descubrimos un día. demasiado tarde para muchos jueces, es decir, a cuántas vícti­mas convirtió en mártires creyendo hallar crimi­nales.»
Alec Mellor, que lo menciona en su notable obra sobre la tortura, ve en ese texto una especie de resumen de los conceptos abolicionistas que triunfarían en el siglo siguiente. Sin embargo, es­tos argumentos morales no habrían asegurado el triunfo definitivo de la causa de no haber estado apoyados por el más elemental sentido común. Con ello nos referimos a la alusión hecha a la re­sistencia física, por otra parte esencialmente va­riable según los individuos.
«Las declaraciones obtenidas mediante tortu­ra — escribe Henri Estiennc— no son en absolu­to fiables, pues hay hombres fuertes y robustos que. por tener la piel dura como una piedra y un valor inquebrantable, resisten y soportan cons­tantemente el rigor de los tormentos, mientras otros, débiles y aprensivos, se trastornan y pierden la razón antes siquiera de haber visto las tor­turas» (traducido de la Retórica de Aristóteles).
El dolor no puede ser sino fuente de menti­ras, asevera Grocio: «Los que soportan la tortu­ra mienten, y los que no la pueden soportar mienten todavía más». Por su parte. Erasmo, Montaigne, Montesquieu en El espíritu de las le­yes (VI, 17), Federico II y Voltaire plantean el problema desde un punto de vista filosófico. Pero corresponde a Beccaria el honor de haber publicado una obra mordaz, en una época en la que «a excepción de Inglaterra, el estado de la jurisprudencia criminal en Europa era una mara­ña de atrocidades (Grimm). Traducido a varias lenguas, comentado por Voltaire y alabado por Malesherbes. el tratado De los delitos las penas (1764) hubiera debido provocar la inmediata su­presión de la tortura en Europa. Suecia. Prusiael Reino de las Dos Sicilias ya habían dado ejem­plo Francia, extremadamente conservadora, no abolió definitivamente el interrogatorio en el banquillo y la doble sesión de tortura hasta mayo de 1788.
«Someter a un culpable a tortura mientras se desarrolla el proceso —escribe Beccaria—, ya sea para obtener la confesión del crimen, para aclarar sus respuestas contradictorias o para averiguar quiénes son sus cómplices, es una bar­barie consagrada por el uso en la mayoría de na­ciones. Si se demuestra el delito, no es preciso aplicar una pena diferente de la que la ley pres­cribe, y el hecho de que la confesión del culpa­ble ya no sea necesaria hace que la tortura re­sulte inútil: si no se demuestra, atormentar a al­guien a quien la ley contempla como inocente es algo espantoso. Exigir que un hombre sea al mismo tiempo acusador y acusado, pretender hacer del dolor una norma de verdad, equiva­le a confundir todos los poderes. En definitiva, no es más que un medio infalible de absolver al criminal robusto y de condenar al inocente débil…»
Beccaria no sólo condena la barbarie de la tortura, sino que también aboga por la decla­ración en el proceso de varios testigos dignos de crédito, el establecimiento de una jerarquía de las penas según los delitos cometidos y la supre­sión de un sistema arbitrario que deja la deci­sión del suplicio exclusivamente en manos de los jueces. Y, por último, se rebela contra la pu­blicidad de las ejecuciones capitales, que en la mayoría de los casos no suscitan sino un interés morboso:
-La pena de muerte no es, para la inmensa mayoríamás que un espectáculo,y para el res­to, un motivo de despreciable piedad. Estos dos sentimientos absorben el alma y no permiten que penetre en ella ese saludable terror que las leyes pretenden inspirar.»
¿Hay alguna necesidad de añadir que la ma­yor parte de estas consideraciones continúan vi­gentes?
Extendida mediante libros o panfletos y cla­ramente entendida por filósofos y déspotas ilus­tradosla causa abolicionista tropezaba en Francia con la rutina de la magistratura y el ab­soluto desdén de Luis XV, cuyo desprecio no excluía el miedo, como se comprobó a raíz del atentado frustrado de Damiens. Es posible que aquel atentado incitara al rey a rechazar sine die cualquier proyecto de reforma penal. Los erro­res judiciales, los casos Calas y Sirven, la ejecu­ción del caballero de La Barre y la de tanta gente «jurídicamente inmolada por fanatismo», no lo­graron conmover su ánimo.
DEMONOLOGIA

Gilles De RAÍS

RAÍS (Gilles de )

Mariscal de Francia que fue ejecutado como a convencido de sodomía y brujería en el siglo xv.

Si quieres saber mas sobre Gilles de Rais, lease DOLOR Y VOLUPTUOSIDAD, Sadicos famosos.

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, El despeñamiento

El despeñamiento
El despeñamiento desde lo alto de un precipi­cio, un acantilado o una torre es un método ex­tremadamente cómodo. Al condenado no le da tiempo a percibir el hecho, y la muerte es casi siempre segura. Este suplicio, que sobrevenía como por accidente, se reservaba a los traidores, a quienes se arrojaba desde lo alto de la roca Tarpeya: con él se honraba a los dioses mexica­nos, que exigían la inmolación de vírgenes: y se aplicaba asimismo a personajes a los que se que­ría hacer desaparecer lo antes posible. Los grie­gos practicaban mucho el despeñamiento: los la-cedemonios. habiendo sorprendido a mercade­res atenienses comerciando en el Peloponeso. los arrojaron a un pozo: a continuación, los atenien­ses se vengaron en las personas de los embajado­res lacedemonios (Tucídides. II. 67). Filomena actuó del mismo modo tras derrotar a los locrios, y segun la leyenda, en un solo día el rey Sapor hizo arrojar a diez mil cristianos desde lo alto de
abrupto precipicios No menos fueron los idumeos que perecieron víctimas de la cólera de Amasias.
Durante las guerras de religión, se arrojó a mucha gente a pantanos y pozos sin fondo. El barón Adrets y su lugarteniente Puy-Mont-brun destacaron por su crueldad para con los ca-tólicos. a los que arrojaban desde lo alto de los torreones sobre erizadas puntas de lanza y ala­barda. A los recalcitrantes, se les empujaba al vacío a punta de espada: y si lograban asirse a las rugosidades de la piedra, les cunaban las ma­ms. La siguiente anécdota muestra. s¡n embar­go, que los jefes de los asesinos también podían ser graciables:
«En Momas, como ninguno de los que fue­ron despeñados por las ventanas del castillo, que tema infinitas toesas de alto, se dejaba arro­jar, el citado barón, haciendo gala de una gran inhumanidad, ordenó que les cortaran los de­dos… Uno de ellos, lanzado del castillo, que se levantaba sobre un gran peñasco, pudo asirse a
una rama: como no la soltaba, comenzaron a dis­pararle arcabuzazos y a lanzarle piedras, sin que
fuera posible alcanzarlo. Por último, el susodi­cho barón, maravillado, le perdonó la vida, y el condenado escapó como por milagro…» (Ri­chard Yerstegan, Theatre des cruautés des hérétiques de notre temps)
MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, el mundo animal en los suplicios

El mundo animal en los suplicios
La evocación del toro de Fálaris nos lleva a los animales considerados por el hombre como instrumentos vivos de suplicio. Al referimos a ellos, se piensa en seguida en las fieras y los grandes carniceros, pero ésta es una visión incompleta. En realidad, los animales menos evo­lucionados se han utilizado en las torturas más sutiles: el elefante aplasta, el león devora y el ti­burón asesta dentelladas, pero la mosca y la hor­miga son capaces de excitar los nervios, de picar mil veces, de prolongar dolores insoportables. Por transgredir la ley persa para adorar a su Dios, Daniel fue arrojado al foso de los leones. Sin embargo, el destino quiso que las fieras de­vorasen a los enemigos del profeta:
«Mandó el rey que los hombres que habían acusado a Daniel fueran traídos y arrojados al foso de los leones, ellos, sus hijos y sus mujeres. y antes de que llegasen al fondo del loso, los leo­nes los cogieron y quebrantaron todos sus hue­sos» (Daniel. VI. 24).
En Cartago. los mercenarios que se rebela­ron contra Amflcar. así como ciertos criminales, fueron dejados a merced de los leones, aunque también es cierto que se crucificaba a los leo­nes… Se utilizaron en el anfiteatro para devorar cristianos, aquellos cristianos que les representa­ban atados a postes, envueltos en redes o cubier­tos con pieles de animales. Entre otros muchos. Atulo y santa Tecla, completamente desnuda, perecieron bajo sus garras, mientras que Blandina murió corneada por un toro. Por fortuna para ella, Perpetua no resistió durante mucho tiempo los ataques de una vaca furiosa y alcanzó en se­guida la palma del martirio. En la India y en Ceilán, así como en Cartago. la pata de un elefante, sabiamente guiada, trituraba el cráneo de los condenados. Ptolomeo Filopátor ordenó que ex­citaran a un grupo de paquidermos para que aplastaran a los judíos, pero Yavé no permitió este bárbaro designio y los elefantes atacaron a sus amos. En América del Norte y en Sumatra arrojaban a los condenados a los saurios. Tam­bién han sido muy útiles los tiburones. Schoelcher condena a los colonos que «para ejercitarse en el tiro, lanzaban al mar a esclavos maniatados y se aplicaban en alcanzarlos antes de que se hundieran en el agua y fueran devorados por los tiburones». Esta muerte era más rápida que la causada por las aves de presa en las Indias o en Dahomev. donde enterraban a los condenados hasta el cuello en una fosa, o los descuartizaban para que los buitres, con su pico voraz, hulearan en sus ojos y sus entrañas.
En las leyes borgoñonas. escribe Fernand Ni-colay, el que robaba un gavilán era condenado al castigo siguiente: le dejaban el pecho desnudo y colocaban sobre él seis onzas de carne fresca de cualquier animal, cortada en finas lonchas. Luego, acercaban al condenado un gavilán al que habían dejado en ayunas todo un día. y el animal, hambriento y furioso, clavaba su pico acerado en los trozos de carne que habían pues­to a su alcance, destrozando dolorosamente el pecho de la víctima.
También se utilizaban musarañas, lirones y ratas. El historiador Théodoret afirma que un rey de Persia hizo cavar unas zanjas en las que metió a los cristianos encadenados y a conti­nuación arrojó sobre ellos un ejército de musa­rañas. Lo que sigue puede adivinarse fácilmen­te, teniendo en cuenta que las musarañas a las que se recurría estaban hambrientas… Según Gallonio. los protestantes fueron los primeros que. en 1591. utilizaron lirones para torturar a los católicos:
«Los echan boca arriba, los atan y les colocan sobre el vientre un recipiente invertido en cuyo interior hay un lirón vivo y encienden fuego so­bre dicho recipiente, de tal modo que el lirón, atormentado por el calor, desgarra su vientre y penetra en sus entrañas.»
Como podemos observar. Octave Mirbeau no inventó nada. En su Jardín de los suplicios, se limitó a colocar a la víctima de espaldas, de modo que presenta a los dientes acerados del roedor la región anal, pero el resultado es el mis­mo. Por otra parte, la rata puede atacar cual­quier otra zona del indefenso prisionero, pues todas son igualmente buenas. Antaño, cuando subía la marea, una legión de roedores invadía las celdas de la Torre de Londres y los desdicha­dos, fuertemente atados, sufrían sus mordedu­ras. Este sufrimiento, que se añadía a tantos otros, precedía a la decapitación en tiempos de Isabel.
En Turquía sumergían algunos gatos, que no soportan el agua, y luego los introducían en los pantalones bombachos de las mujeres infieles o desobedientes. Ea batalla que libraban en aque­lla trampa oscura originaba un divertido espectá­culo y profundos desgarrones de los que los hombres se burlaban. Los perros, por su parte, no eran menos útiles. Llevaban a cabo una espe­cie de servicio de limpieza, engullendo con avi­dez los restos de los desdichados culpables. La nuera de la cruel Amestris fue presa de ellos, así como la reina Jezabel. que se había maquillado en vano para seducir a Jehú. Al verla, las únicas palabras de éste fueron:
«”Echadla abajo”; y ellos la echaron, y su sangre salpicó los muros y los caballos: Jehú la pisoteó con sus pies… Fueron para enterrarla: pero no hallaron de ella más que el cráneo, los pies y las palmas de las manos. Volvieron a dar cuenta a Jehú. que dijo: “Es la amenaza que ha­bía hecho Yavé por su siervo Elias… Los perros comerán la carne de Jezabel en el campo de Jezrael, y el cadáver de Jezabel será como estiércol sobre la superficie del campo, en el campo de Jez-rael. de modo que nadie podrá decir: “Ésta es Jezabel”» (// Reyes, IX, 33-37).
Los perros bien adiestrados pueden ser mal­vados, como bien saben los cuerpos de policía cuando los envían contra huelguistas y manifes­tantes. Los dogos que despoblaron Perú se azu­zan hoy contra los negros, igual como sucedió durante la guerra de Santo Domingo, en que un tal Noailles adquirió perros por centenares a los colonos españoles de Cuba. ¿No se vio en Buchenwald correr desesperadamente a unos des­graciados para evitar los colmillos de los molo-sos? Extenuados, muchos perecieron y a otros los obligaron, por pura diversión, a ladrar meti­dos en una caseta de perro. A veces, el animal que creemos sumiso deja de obedecer. La alego­ría de Acteón ejemplifica este caso:
«Acteón quisiera en verdad estar ausente. pero aquí: y querría ver, pero no sentir en sus carnes. los ataques feroces de sus perros. Le cer­can por todas partes y, con los hocicos hundidos en su cuerpo, desgarran a su amo bajo la aparen­te figura de un ciervo; y se dice que hasta que no escapó su vida por las mil heridas sufridas, no se aplacó la ira de Diana, portadora del carcaj» (Ovidio, Las metamorfosis. Libro III versos 247 a 253).
La más hermosa conquista del hombre pue­de volverse en su contra y devorarle las entra­ñas. En Gascuña, dice Gallonio. los protestan­tes le abrieron el vientre a un sacerdote, se lo llenaron de avena y lo dieron como alimento a los caballos. Sin embargo, no hace más que ci­tar el Teatro de las crueldades de los herejes,cui­dándose bien de añadir que los católicos no ac­tuaron de modo muy diferente y que horrores de este tipo se vieron con asiduidad. En tiempos de Juliano el Apóstata ya se había colocado ce­bada en el vientre de muchachas vírgenes que luego eran ofrecidas a los cerdos. San Gregorio escribe que los hombres de Heliodoro «cogían castas vírgenes que, despreciando los atractivos del mundo, apenas se habían mostrado a los hombres hasta aquel momento, y tras condu­cirlas a una plaza publica, las hacian despojarse de sus vestiduras para que se avergonzaran al verse expuestas a las miradas de todos. A conti­nuación, haciendo que les cortaran y abrieran el vientre (¡Oh. Cristo! ¿Cómo imitar en esta épo­ca la paciencia con que soportaste tus largos su­frimientos? ). comenzaban a masticar su carne con los dientes y a engullirla, pues resultaba agradable a su abominable ansia: también devo­raban su hígado crudo y después de haber pro­bado semejante alimento, hicieron de el su sus­tento habitual. Luego, mientras su vientre aún palpitaba, lo llenaban con el alimento de los cer­dos y haciendo que éstos entraran, ofrecían a la muchedumbre el horrible espectáculo de ver la carne de las jóvenes desgarradas y devorada jun­to a la cebada…»
Encontramos también la intención sádica de descarnar en la muerte de la reina Brunilda, ata­da a la cola de un caballo sin domar por orden de Gotario II. Y también en el suplicio frustrado de Mazepa que, atado a un corcel salvaje, debía pe­recer víctima de los dientes de los lobos y las ga­rras de las aves rapaces:
Corre, vuela, cae… ¡y se levanta rey!
exclama Victor Hugo en sus Orientales, cele­brando el adulterio que no resultó fatal.
El campo que se abre a los endebles insectos no es ni menos grande ni menos bárbaro. Impli­ca recurrir a ejércitos de agentes destructores que. con el tiempo necesario, llevan a sus vícti­mas al borde la locura o las reducen a un puro esqueleto. En la India se introducían coleópteros (en lugar de lirones) bajo un coco colocado sóbre­la piel de la víctima. La agitación de los insectos, centuplicada con ayuda de un palo, no tardaba en volverla loca. En el África negra, las ordalías en caso de adulterio se practicaban —y se practi­can aún— utilizando hormigas rojas que, en la mayoría de los casos, devoran al presunto cul­pable:
«Uno de los refinamientos más crueles pare­ce ser la prueba de las hormigas. Hombres y mu­jeres se reúnen y comen juntos; luego, los hombres bies dicen: “Si no tenéis hijos es porque sois infieles. ¡Decid el nombre de vuestros amantes!. Entonces, atan a todas las mujeres, las cuales, sean o no infieles, confiesan. Las desatan, pero cada una debe pagar una multa: 10 francos si la infidelidad ha sido con un hombre del pueblo y 20 si ha sido con un extranjero, pues puede traer la desgracia a la comunidad. Las mujeres se van. Los hombres encienden un gran fuego y uno de ellos, un iniciado, hace beber un brebaje mágico a un gallo y le corta la cabeza; el ave, con un últi­mo aleteo, cae a los pies de un hombre, que es declarado culpable. Una vez maniatado, se le cu­bre el cuerpo de hormigas cuyos mordiscos son como pequeñas quemaduras. A continuación, se le somete a interrogatorio: “¿A quién has mata­do? ¿A quién le has provocado alguna enferme­dad? ¡Dinos los venenos que conoces!” Al límite del sufrimiento y de la muerte, el hombre aún puede salvarse dando a una de sus mujeres o pa­gando una multa muy crecida. Si no puede, se le añaden más hormigas. El cuerpo, hinchado, se vuelve insensible. Y entonces empiezan a llover los golpes hasta matarlo, porque si quedara con vida, sin duda traería desgracia a lodos los habi­tantes» ( J. Milley. La vie sous les Tropiques. Pa­rís. 1964. pp. 208-209).
Estas costumbres que nos gustaría creer pri­mitivas las aplicaban con los indígenas los colo­nos franceses de la Martinica. Un informe del administrador Phelypeaux dirigido a Versalles en 1712 no deja duda al respecto:
«Para hacerles confesar que envenenan y practican la brujería, algunos habitantes efec­túan en su casa unos interrogatorios más crueles de lo que Fálaris. Busilis y los peores tiranos hu­bieran podido imaginar… Atan a la víctima, completamente desnuda, a un poste cercano a un hormiguero y. después de frotarla con azúcar. le van echando hormigas a cucharadas desde el cráneo hasta la planta de los pies, introduciéndo­las cuidadosamente en todos los orificios del cuerpo…»
En el suplicio del ciíonismo se unta el cuerpo de las víctimas con miel o leche azucarada v se las deja a merced del aguijón de las abejas o de las picaduras de las moscas. San Marcos, obispo de Arctusa. pereció de este modo, y existía una traba de madera, a modo de picota, especial­mente confeccionada para aplicar esta pena, que los persas, al inventar lo que Plutarco y Zonaras denominan pila o barco, perfeccionaron hasta convertirla en obra maestra de la aberración mórbida. Los persas, escribe Gallonio, que sigue a estos autores, aplicaban este suplicio a los regi­cidas:
«Tras construir dos barcos del mismo tamaño y forma, tumban en uno de ellos al condenado y lo tapan con el otro, de tal modo que las manos y los pies quedan fuera, mientras el resto del cuer­po, excepto la cabeza, permanece aprisionado. Le dan alimentos, que se ve obligado a ingerir ante la amenaza de unas agujas dispuestas ante sus ojos. Mientras come, le vierten en la boca un líquido compuesto por una mezcla de miel y le­che, y le embadurnan el rostro con la misma mezcla. A continuación, orientando el barco de modo adecuado, vigilan que el hombre tenga constantemente los ojos frente al sol. y cada día cubren su cabeza y rostro una legión de moscas. Además, como hace en el interior de los barcos cerrados esas cosas que los hombres se ven obli­gados a hacer por necesidad después de haber comido y bebido, la corrupción y la podredum­bre que resultan de ello provocan la aparición de multitud de gusanos que penetran bajo su ropa y le devoran la carne. Cuando el hombre ha muer­to, retiran el barco superior, y entonces puede verse que su cuerpo está completamente roído y que sus entrañas aparecen plagadas de infinidad de gusanos e insectos cuyo número aumenta a diario. Sometido a este suplicio. Mitrídates pa­deció esta agonía durante diecisiete días, al cabo de los cuales entregó por fin su alma.»
Así se expresa Plutarco, cuyo relato difiere poco del de Zonaras:
«Los persas superan el resto de bárbaros pol­la horrible crueldad de sus castigos, en los que aplican torturas interminables…»
Sacie, de quien nos podemos fiar en este cam­po, exclama lleno de admiración:
«¡Qué sublimes invenciones! Eso es el arte: consiste en hacer morir un poco cada día durante el mayor tiempo posible» (Juliette, TV, 269).
Por último, otro suplicio consiste en coser al condenado en el interior de la piel de un animal. San disanto fue expuesto a los rayos de un sol ardiente metido en la piel fresca de un ternero. Otros fueron entregados a las fieras metidos en una piel de asno o un camello. Debemos a Apuleyo y Luciano de Samosata descripciones satíri­cas de este suplicio. En El asno. Luciano dcscribe el terror de una muchacha a quien unos ban­didos quieren castigar con una muerte larga y dolorosa:
«Tengo una idea que os gustará —dijo uno de ellos — . Hay que matar al asno, que por pereza finge cojera y que se ha convertido en cómplice de la fugitiva. Lo mataremos, pues, mañana por la mañana. Luego lo destriparemos, le sacare­mos las entrañas y colocaremos en su interior a esta encantadora niña, de modo que la cabeza quede fuera para que no se asfixie; pero el resto del cuerpo debe quedar perfectamente encerra­do. Entonces, una vez que hayamos cosido la abertura con cuidado, los arrojaremos a ambos fuera para ofrecer a los buitres un nuevo manjar. Obsevad, amigos míos, el horror de semejante suplicio: en primer lugar, estar metida en el ca­dáver de un asno: a continuación, ser cocida en el interior del animal por el ardor del sol de vera­no, mientras la acucia un hambre atroz sin poder quitarse la vida: todo eso por no hablar de la muerte que sufrirá a causa de la infección de esta carroña, ni de los gusanos que vendrán a comér­sela… Y. por último, los buitres llegarán hasta ella a través del asno y la devorarán con él. quizácuando aún esté viva.»
MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, El agua como instrumento de tortura.


El agua como instrumento de tortura
El empleo del elemento acuatico con fines punitivos reviste tres aspectos diferentes, segun que la victima sea sumergida en el agua, rociada con agua helada u obligada a ingerir el liquido.
Suplicio brutal y rapido, el ahogamiento al igual que el despenamiento, se ha praeticado sde siempre en las ejecuciones en masa. Durante el saqueo de Dinant, el conde de Charolais ordeno ahogar a unas ochocientas personas que se habian manifestado en contra de la Casa de Borgoña. En 1905, los soldados rusos ahogaron innumerables chinos, arrojandolos al rio Amur Klos por las coletas. Carrier, un Sade en accion a quien se atribuyen diez mil vfctimas. se limito a repetir el genocidio ordenado por los soberanos de Egipto cuando, a fin de reducir al prolifico y molesto pueblo israelita, que no hacia mas que multiplicarse pese a las persecuciones el faraon ordeno arrojar al Nilo a todos los recien nacidos varones. (Exodo, I, 22). Los judios. por su parte, tambien practicaban el ahogamiento.
El propio Jesus alude a el en este celebre pasaje del evangelio de san Mateo (XVIII 6)- «Y que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mi, mas le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar.»
Los sirio tambien colgaban una muela al cuello de los condenados, mientras que los ger­manos, y las tribus asimiladas, los hundían en el lodo de las ciénagas. «Mientras los traidores y los tránsfugas —dice Tácito— eran colgados de un árbol, los cobardes, los ruines y las prostitutas son arrojados al lodo de los cenagales, pero cu­biertos con una arpillera. Mediante esta diversi­ficación en los suplicios, parecen querer demos­trar que los crímenes han de expiarse a la luz del día, en tanto que las infamias deben ser sepulta­das» (Costumbres de los germanos, XII). La fa­mosa cabeza de hombre descubierta en Tollund, Jutlandia, confirma la veracidad de las fuentes de este historiador.
Encontramos casos de ahogamiento en Siracusa (Diodoro, XIV, 112); en París, donde en 1441 fueron arrojados al Sena prisioneros ingle­ses; y en Nimes, donde el día de san Miguel del año 1567 los protestantes precipitaron a ciento cincuenta católicos a un pozo. Esta matanza re­sulta insignificante comparada con los ahogamientos de Nantes ordenados por el Comité de salvacion publica. En octubre de 1793, Carrier transformo el Loria en un “torrente republicano y una tumba movediza para los aristocratas.
Conducían a estos últimos al centro del río en embarcaciones parecidas a la que Nerón reservó un día para su madre. Entonces tenía lugar el «matrimonio republicano», las bodas sangrientas a las que nadie escapaba: hombres armados con picas y garfios se afanaban en empujar a los in­fortunados al lecho del río. Hay que aclarar, en favor de Carrier, que la guerra civil había alcan­zado proporciones atroces, y que había recibido la orden de exterminara los prisioneros vcndea-nos sin juicio previo. Pese a ello, no deja de ser un monstruo de intolerancia y lujuria. Un mons­truo que contó con muchos cómplices, pues las hazañas de su Compañía Marat, con «baños» y «deportaciones verticales» de cincuenta o cien personas a la vez, eran calurosamente aplaudidas en la Convención. También mutilaban a los pri­sioneros y, como en los tiempos de las guerras de de religion, los hombres de Carrier, héroe sádico, envió en más de una oca­sión al suplicio a las mujeres públicas de las que acababa de gozar. Su defensa, que es la misma de todos los torturadores, merece ser citada por su lógica y su virulencia:
«Si merezco comparecer ante la justicia, los miembros de la Convención, que aún subsisten, en lugar de acusarme, deben comparecer con­migo, porque todos han aplaudido públicamen­te mis actos y, a mi regreso, me han acogido fra­ternalmente, me han felicitado y trie han estrechado la mano. Durante mi misión, publicaron el decreto que ordenaba a los generales repu­blicanos pasar por las armas a todos los vendeanos que cayeran en sus manos e incendiar las casas de los colonos infernales. Si soy un crimi­nal, mis colegas son los que me han empujado al crimen, y si mi cabeza rueda, las suyas deben rodar con la mia, porque si se trata de buscar culpabilidad, todos aqui, en la convencion, es culpable, hasta la campanilla del presidente.
El rociamiento sólo tiene interés en los países fríos. El suplicio consiste en dejar que el líquido se enfríe sobre el cuerpo de la víctima, que en la mayoría de los casos perece. Se ha practicado este castigo en Afganistán, en Persia y en Sibe­ria. La terrible condesa Bathory se lo inpuso a sus esclavas, y algunos prisioneros italianos lo sufrieron en la Unión Soviética. Por otri parte, por el martirologio romano y el testimonio de san Basilio sabemos que cuarenta soldados de con­fesión cristiana fueron arrojados a un estanque, del que se les sacó helados para, a continuación, quebrarles los miembros.
Por último, la ingestión de agua, conocida co­rrientemente como «interrogatorio con agua», se practicó en casi todas partes antes de la Re­volución de 1789. Con las extremidades atadas a los ángulos de una mesa, la víctima era obligada a ingurgitar considerables cantidades de líqui­do: seis litros en el «caballete pequeño» y doce en el grande. La marquesa de Brinvilliers, pe­queño y encantador monstruo, tuvo que sufrir este suplicio, y le pareció tan espantoso como la hoguera.
Una variante de este método es la de impedir la micción. Al emperador Tiberio, escribe Suetonio «se le ocurrió, entre otras invenciones atro­ces, hacer beber a sus invitados, insistiendo pér­fidamente, grandes cantidades de vino; acto se­guido, ordenaba que les ataran la verga para que sufrieran, a la vez, el dolor de las ligaduras y la ardiente necesidad de orinar» (Tiberio, LXII).
Es evidente que amén de ligar el pene se pue­de taponar el ano. En la Persia aqueménida se atiborraba de comida a la víctima, que se pudría entre la gusanera originada por sus propios ex­crementos.
MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, El desollamiento

El desollamiento
La ya larga lista de suplicios quedaría incompleta si omitiéramos el desollamiento, la sierra y el despedazamiento, que rebajan a todos cuantos los ordenaron al nivel de la más baja animalidad. Fríamente sólo cabe decir que Apolo no fue otra cosa que un verdugo sádico cuando desolló a Marsias. Las artes plásticas han deformado esta visión inmunda, habituándonos a contemplar la técnica y la habilidad utilizadas para representar la musculatura y la risa sardónica de la víctima:
«Al que grita se le ha arrancado la piel de todo su cuerpo y todo él no es sino una sola llaga; por doquier mana la sangre, los nervios quedan al descubierto y las trémulas venas sin (la protección de) la piel se estremecen; se podría contar sus vísceras palpitantes y las fibras que reciben la luz en su pecho», escribe Ovidio en sus Metamorfosis (VI, versos 382 a 400). Los faunos, los sátiros, las ninfas y los pastores acuden a llorar por Marsias y sus lágrimas, al caer sobre la tierra fértil, forman un río que baña Frigia. La poesía aviva el dolor de un suplicio que los asirios veneraban tanto como el empalamiento:
«Hice desollar a los jefes de la rebelión y cubrí este muro con su piel; algunos fueron emparedados vivos; otros, crucificados o empalados; hice desollar a muchos de ellos en mi presencia, y con su piel cubrimos la muralla», proclamaba un parte de guerra de Asurbanipal. Sus soldados-verdugos adoptaban las máximas precauciones para arrancar la piel de los prisioneros, cuyos despojos adornaban los alrededores del campamento. En la Persia aqueménida se desollaba a los jueces que eran parciales o prevaricadores. Su piel, cortada a tiras, se utilizaba para cubrir los sillones donde se sentaban sus sucesores, los cuales podían ser elegidos entre sus hijos. Otanés fue designado por Cambises para reemplazar a su padre, que había sido desollado:
«Su padre, Sisamnés, había sido uno de los jueces reales; pero como realizara un juicio inicuo por dinero, el rey Cambises lo condenó a muerte y a ser totalmente desollado; después de arrancarle la piel, la hizo cortar a tiras, y con ella hizo cubrir el sillón en el que Sisamnés se sentaba para juzgar; una vez cubierto el sillón, Cambises nombró juez, para reemplazar a Sisamnés, cuyo cadáver acababa de hacer desollar, al propio hijo de Sisamnés, advirtiéndole que no olvidara jamás qué sillón ocupaba para juzgar» (Herodoto, V, cap. 25).
El desollamiento siempre ha satisfecho macabras tendencias fetichistas de quien ordenaba el suplicio o se encontraba en situación de disfrutarlo. Este castigo encuentra una prolongación en la manía del coleccionismo. Así, Sapor I conservó los restos rellenos de paja y teñidos de rojo del emperador Valeriano, e Ilse Koch ordenó que le hicieran pantallas de lámpara con la piel curtida de los deportados. Algunos aficionados buscan con pasión pieles humanas para hacer pantalones o para encuadernar libros licenciosos. Las personas totalmente tatuadas casi siempre tienen la seguridad de poseer una renta vitalicia, pero no cuentan con los riesgos del veneno (ya que no los del puñal o el cuchillo, que despreciarían ese capital).
En el siglo XIV, sin que se sepa por qué motivos exactamente, se practicaba el desollamiento a gran escala. Las costumbres eran bárbaras, y los crímenes, inspirados por el propio infierno. Acusados de haber seducido a Margarita y a Blanca, las nueras de Felipe IV, y de haber pecado con ellas incluso en los días más santos, los hermanos D’Aunay fueron desollados vivos, castrados y decapitados, y sus cuerpos colgados por las axilas. El demonio que les había incitado a la lujuria empujó al obispo Geraldi a matar al sobrino de Juan XXII. Condenado a cadena perpetua y, más tarde, acusado de brujería, el obispo fue desollado y quemado vivo en Aviñón. Poco después aparecieron las bandas de desolladores, uno de cuyos jefes, Dammartin, que trabajaba para Luis XI, había desollado a Charles de Melun.
El arrancamiento de cabelleras, practicado antaño en América del Norte (scalp) constituye una variedad atenuada y localizada del desollamiento. En sus Memorias dedicadas a los usos y costumbres de los indios, Hewit Adair y Le Petit afirman que la víctima, completamente desnuda, era atada a una horca que le mantenía los pies y las manos en forma de cruz de san Andrés. En esta posición, le arrancaban la piel del cráneo hasta las orejas y la dejaban expuesta para que su visión espantara a los adversarios.
La enervación, que consistía en quemar los tendones de las rodillas y las corvas, es otra variedad de desollamiento. Este suplicio, aunque quizá más suave, no resulta menos duradero y convierte a quien lo ha sufrido en una especie de eunuco, pues lo deja en un estado de absoluta debilidad e incapacitado para cualquier acto amoroso. La enervación se practicó, sobre todo, en la época merovingia. Clodoveo II ordenó que les quemaran los nervios a sus dos hijos y los abandonó en una balsa en medio del Sena. Un célebre cuadro de Luminais representa a los dos desdichados abandonados a merced de la corriente;
San Filiberto los acogió en Jumiéges, donde la balsa embarrancó.

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, La Horca

La horca
A juzgar por lo que se dice, el colgamiento no tiene nada de desagradable en comparación con los suplicios que acamabos de describir. Todos los que, por accidente o por suerte, escaparon a la muerte, han conservado un recuerdo agradable. Provoca la erección y, con frecuencia, la expulsión de semen, que hace las delicias de los libertinos y los pintores de escenas amorosas.
Los judíos colgaban a los idólatras y los blasfemos, y también los cadáveres de los criminales. Dirigiéndose a Moisés, el Eterno exclama: «Reúne a todos los príncipes del pueblo, y cuelga a éstos del patíbulo ante Yavé, cara al sol…». Y Moisés, por su parte, insta a los jueces de Israel: «Matad a cualquiera de los vuestros que haya servido a Baal Fogor» (Números, XXV, 4-5).
En Roma, rara vez colgaban a los ciudadanos por el cuello, sino por los pies, los brazos o los pulgares, y a menudo ponían pesos en las partes del condenado que no estaban en contacto con la cuerda. San Gregorio de Armenia fue atado por un pie y san Antonio de Nicomedia por un brazo En la Galia, cuando colgaban a alguien por lo brazos, le ataban pesos en la parte inferior 4 las piernas y los dejaban caer de golpe. A veces los esclavos eran colgados por el cuello de árbole estériles, como el olmo, el aliso o el álamo, con sagrados a las divinidades infernales. «Erant au tem infelices arbores», escribe Plinio en su Histo ria Natural (Libro XXVI), más preocupado pe el bosque que por la carne viva cubierta por u sombrío velo.
Durante la Edad Media se mantuvo esta cos tumbre con los plebeyos acusados de bigarnil robo, infanticidio y deserción. (El hecho de qu Enguerrand de Marigny y Olivier-le-Daim fu( ran colgados por el cuello hasta morir, constitt ye una excepción.)
Enviar cartas anónimas que contuvieran arru nazas de muerte conducía a la horca. En el Jou, nal de Barbier se lee:
«El 12 de abril de 1726 fue colgado por clec sión del Chátelet, confirmada por sentencia, 1 cocinero del señor de Guerchois, consejero de Estado, que le había escrito cartas anónimas a su señor diciéndole que, si no dejaba un saco de luises en una ventana de la calle, lo asesinaría. El asunto no se llevó en secreto, apostaron gente de vigilancia en la calle y, a continuación, colocaron un saco lleno de monedas. El cocinero, sabedor de los preparativos, escribió tres cartas diferentes al señor de Guerchois, diciéndole que un día en el Pont-Neuf, al regresar de una cena, se había librado porque iba muy bien acompañado, pero que tarde o temprarno caería si no le pagaba. Era difícil descubrir al autor de la carta. No sé qué fatalidad hizo que se les ocurriera despedir al cocinero. La señora de Guerchois, al pagarle, le pido un recibo, y él cometió la torpeza de dárselo. A la señora le sorprendió el parecido de la letra con la de las cartas y se rindió a la evidencia. Hicieron arrestar al cocinero, el cual fue colgado.
»Al pueblo y a muchas otras personas les pareció excesivamente riguroso quitarle la vida a un hombre que no había matado ni robado y que jamás había cometido una acción. El populacho mostró su resentimiento rompiendo los cristales de casa del señor de Guerchois… Pero considerandolo con calma, como el caso era nuevo, se obro correctamente al colgarlo para dar ejemplo, sobre todo teniendo en cuenta que era un sirviente y que no se puede comprar la tranquilidad pública.»

También se colgaba a los adúlteros y a sus cómplices en horcas, patíbulos con varios pilares entre los cuales destaca el de Montfaucon, que se hizo célebre gracias a Villon y Coligny. Victor Hugo dice:
«Aquel monumento proyectaba un horrible perfil en el cielo; sobre todo por la noche, cuando la luz de la luna iluminaba aquellos cráneos blanquecinos, o cuando el viento zarandeaba cadenas y esqueletos en la oscuridad. La presencia de aquel patíbulo bastaba para convertir todos los alrededores en lugares siniestros.»
Hasta finales del siglo XVIII, aproximadamente, el ahorcamiento estuvo muy en boga. Se erigían horcas no sólo en toda Europa, sino también en las tierras recién colonizadas. La visita a los patíbulos constituía un solaz, una distracción. Tanto los reyes como las muchachas ávidas de sensaciones y las brujas, que acudían en busca de mandrágora o a cortar la cuerda benefactora, se entretenían con estos paseos campestres. La obra anónima que hemos aludido a propósito de la hoguera, describe así el colgamiento:
«Al criminal se le cuelga rodeándole el cuello con tres cuerdas: las dos to tous s, que son cuerdas del grosor del dedo eñiqu- . a una de ellas con un nudo corredizo, el jet, que sólo sirve para ayudar a que la v’cti a caiga de la escalera.
»El criminal sube a la carreta del ejecutor y se sienta sobre una tabla, de espaldas al caballo y acompañado de un confesor y del ejecutor, que se sitúa detrás de él. Cuando llegan a la horca, en la que se apoya una escalera, sube primero el verdugo andando hacia atrás y, utilizando las cuerdas, ayuda a subir al criminal. A continuación asciende el confesor y, mientras exhorta a la víctima, el ejecutor ata las tourtouses al brazo de la horca y, cuando el confesor empieza a descender, el verdugo, dando un golpe con la rodilla y ayudado por el jet, le quita la escalera a la víctima, la cual queda suspendida en el aire. Los nudos corredizos de las tourtouses le ciñen el cuello; entonces, el ejecutor, sosteniéndose con las manos a los maderos de la horca, trepa con las manos atadas de la víctima y a fuerza de patadas y golpes en el estómago, termina el suplicio con la muerte.»
El procedimiento es de una mortificante vulgaridad, de modo que parece preferible el de la trampilla. En las ciudades británicas, dice el Gran Diccionario Universal del siglo XIX, «la ejecución se lleva a cabo en un balcón de la prisión que da a una plaza; se sitúa al condenado sobre una trampilla y, cuando llega el momento, ésta se abre por medio de un muelle y el desdichado queda suspendido en el aire». Esta forma de actuar evita a la víctima interminables preparativos y un angustioso paseo hacia el lugar de la ejecución. Pero ¿es éste el efecto buscado en todos los casos? Cabe ponerlo en duda si pensamos en la publicidad que se da a las ejecuciones en Arabia Saudita y el Congo. Los suplicios que se infligían en China eran atroces: colgada por la mandíbula a las paredes de la canga, la víctima sentía cómo el suelo se iba hundiendo poco a poco bajo sus pies. En Turquía se le dejaba la mínima capacidad de movimiento necesaria para prolongar la agonía. El Gran Diccionario Universal del siglo XIX especifica que el instrumento ejecutor está compuesto por dos postes, unidos en la parte superior por un travesaño:
«Se sitúa a la víctima, que lleva una cuerda al cuello, entre los dos postes; se lanza por encima del travesaño uno de los extremos de dicha cuerda, se iza al condenado hasta que se halla a unos pies del suelo y se ata la cuerda. La víctima, que tiene los brazos libres, puede retrasar la muerte sosteniendo la cuerda por encima de su cabeza, pero las fuerzas no tardan en abandonarle y se deja caer para siempre» (tomo XII, p. 539)

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, El despedazamiento

El despedazamiento
En lugar de serrarlos, también se pueden cortar los miembros con un hacha, un cuchillo, un sable o una hoz; es más lento, pero provoca mayor placer en los espectadores. La sección de órganos reviste un carácter erótico cuando se trata, por ejemplo, de la ablación de los pechos. ¡Cuántas miradas ávidas debieron de clavarse en los pechos de las mártires cristianas, de las santas Pelagia, Bárbara, Ágata y Casilda! ¡Qué saña en hacer caer aquellos bellos frutos, aquellos ornamentos de una virginidad consagrada! ¡Cuánta sangre derramada por vientres y muslos, expuestos a las burlas de una masa furiosamente excitada! Al dolor, se añade un sentimiento de degradación, una impresión de ignominia. ¿En qué se convierten una mujer privada de sus pechos o un hombre castrado? La mutilación adquiere un carácter moral, espiritual, cuando la mujer es castigada en sus partes más atractivas. Si ha utilizado sus encantos para pecar o ha hecho de ellos motivo de celos y concupiscencia, ha de ser castigada, como lo fueron Juana de Nápoles o las favoritas de Muley Ismaél, aquel rey de Marruecos que hizo cortar los pechos «a algunas mujeres de su harén ordenándoles que los pusieran en el borde de un cofre, cuya tapa dejaron caer violentamente dos eunucos…» (padre Dominique Busnot, 1714).
Tratada a tiempo, la ablación de los pechos se convierte en un incremento del castigo; en la mayoría de los casos, las cristianas escaparon a la hemorragia para caer en otros dolores. De origen oriental y lejano, el despedazamiento fue practicado en Egipto, en Persia, entre los asirio-babilonios y en China. Sabemos que Nahucodonosor quiso despedazar a los magos caldeos porque eran incapaces de interpretar un sueño que le atormentaba (Daniel, II, 5). La mitología también menciona a Basilisco, que fue cortado a trozos por haberse negado a ofrecer sacrificios a Apolo. Los chinos elevaron el suplicio a la categoría de sublime al ordenar el despedazamiento lento de las mujeres adúlteras y los regicidas. Se desnudaba al condenado, al que según la costumbre debía cortarse «en diez mil trozos», y en primer lugar se le arrancaban los pechos y los músculos pectorales. Después se practicaba la escisión de los músculos de la cara anterior de los muslos y la de la cara exterior de los brazos.

Cuando podían, los parientes pagaban al verdugo una fuerte suma para que embotara los sentidos del condenado con opio o eligiera, como por azar, entre ocho cuchillos, el más adecuado para alcanzar su corazón lo antes posible. Los prisioneros pobres sufrían la tortura hasta el final, y ni siquiera la muerte ponía fin al espectáculo, ya que desarticulaban los restos del cadáver (cf. Matignon, Dix ans aux pays du Dragon, pp. 263 y siguientes).
Este suplicio aún se aplicaba en Pekín a principios de nuestro siglo y fue infligido a Fu-ChuLi, asesino de un miembro de la familia imperial. Por insigne favor no se llevó a cabo la cremación de los restos del condenado, cuyo fin, descrito por Louis Carpeaux, pone los pelos de punta:


«El Señor de Pekín, impasible, avanza con un cuchillo en la mano.
»El condenado sigue con la mirada el acero que corta su tetilla izquierda. Crispado por el dolor, abre la boca, pero no tiene tiempo de gritar, pues, con un golpe brusco, el verdugo le secciona la tráquea…
»El condenado se crispa en su poste, con un aspecto más espantoso que el de Cristo crucificado, sin poder gritar, tal como exigen los ritos.
»Entonces, la tetilla derecha es cortada en un abrir y cerrar de ojos. Los ayudantes presentan un nuevo cuchillo: el verdugo, con mano firme, corta los bíceps, uno tras otro…
»Mientras el desdichado Fu-Chu-Li se contrae horriblemente, el Señor de Pekín, con gesto rápido y seguro, extrae toda la masa muscular de los muslos, que va a parar a un cesto ensangrentado por la carne ya arrojada en su interior…
»En ese momento la cabeza cae; el coma se refleja en el rostro convulso. En seguida la emprenden con el codo izquierdo: dos ayudantes lo parten mediante torsión del antebrazo, y el inmenso dolor reaviva por un momento al moribundo…
»De repente se produce un incidente trágico… Con un impulso enorme, la multitud parece arrojarse sobre la desgraciada víctima; el verdugo y sus ayudantes son arrinconados junto al poste fatal, que casi es derribado con su tronco mutilado…
»El Señor de Pekín, agarrando enérgicamente un jirón de carne ensangrentada del cesto, azota los rostros de la multitud asustada…» (Pékin quis’en va, 1914).

 

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, Las Hogueras Medievales

Las hogueras medievales
A comienzos de la Edad Media, la hoguera en que eran quemados los herejes y los brujos adoptó dos variantes. El primer método consistía en atar al condenado a un poste, alrededor del cual se apilaban haces de leña; de este modo se podía contemplar al condenado desde lejos mientras las llamas se elevaban hacia el cielo. Los inquisidores españoles y el duque de Alba gustaban de este procedimiento, que, en su opinión, estimulaba singularmente la imaginación de los espectadores. En el segundo método, más clásico por así decirlo, se rodeaba de haces de leña a la víctima, la cual no era colocada sobre la hoguera sino introducida en ella; luego, el verdugo mostraba sus restos al pueblo. Esta hoguera se destinaba a los herejes y las brujas: a despecho de las imágenes de la iconografía popular, los templarios, Jean Huss y Juana de Arco sufrieron este tipo de muerte por asfixia, que una obra anónima del siglo XVIII describe con detalle:
«Se empieza por clavar un poste de siete u ocho pies de altura, alrededor del cual, dejando espacio suficiente para un hombre, se dispone una hoguera cuadrada alternando haces de leña, troncos y paja; alrededor de la base del poste se coloca también una hilera de haces de leña y otra de troncos, cuya altura llegue aproximadamente hasta la cabeza del reo; se deja un espacio libre que permita llegar hasta el poste. Cuando llega el criminal, se le desnuda, se le pone una camisa impregnada de azufre y se le hace entrar por el espacio que se ha dejado libre entre las hileras de haces y troncos que rodean la base del poste. Una vez allí, se le coloca de espaldas al citado poste, se le ata una cuerda al cuello, se le ligan los pies y se le rodea el cuerpo con una cadena de hierro; estas tres ataduras rodean al hombre y el poste. A continuación, se termina la hoguera, tapando con leña, troncos y paja el lugar por el que ha entrado la víctima, de tal modo que ésta queda totalmente oculta; entonces, se prende fuego a la hoguera.
»Hay un medio para que el condenado no sienta el dolor provocado por el fuego, que normalmente se aplica sin que éste se dé cuenta. Es el siguiente: como los ejecutores utilizan para preparar la hoguera unos garabatos de barquero de dos pinchos, uno recto y el otro en forma de gancho, se atraviesa con uno de ellos la hoguera que rodea a la víctima, de modo que el pincho quede situado frente a su corazón. Apenas se ha prendido fuego, se empuja con fuerza el mango del garabato y el pincho atraviesa el corazón del reo, que muere en el acto. Si está dispuesto que sus cenizas sean aventadas, en cuanto es posible acercarse al lugar donde se hallaba, se va allí, se recogen con una pala unas cenizas y se lanzan al aire.»
En ocasiones, el verdugo recibía la orden de agarrotar al condenado justo en el momento de prender la hoguera. Si, en el último momento, el humo se lo impedía, la agonía de la víctima era espantosa. En 1726, Catherine Hayes, que había envenenado a su madre y luego descuartizó el cadáver, tardó tres horas en expirar. Su caso dista mucho de ser el único: las brujas no acababan nunca de morir y el sufrimiento de los herejes se prolongaba como por placer. Otro método de quemar a la gente (en particular, los judíos) consistía en arrojar al condenado a un foso lleno de ramitas, pez y troncos. Este método, muy utilizado en la Alemania medieval, sobrevivió hasta la época de los campos de exterminio, pero hay razones para creer que es de origen francés. En efecto, durante el reinado de Felipe el Largo se acusó a los judíos de haberse asociado con los leprosos y con el diablo para envenenar los manantiales de agua potable. En Chinon, dice Michelet, cavaron un día un gran foso y quemaron en él a ciento sesenta hombres y mujeres:
«Muchos de ellos saltaban al foso entre cánticos, como en una celebración. Algunas mujeres hicieron arrojar a sus hijos antes que ellas, temerosas de que se los arrebataran para bautizarlos. En París, quemaron sólo a los culpables…»
Según dice Herodoto en Historias (libro IV, capítulo 69), los escitas utilizaban un tipo de hoguera muy original para ajusticiar a los falsos adivinos:
«Se les hace morir de la manera siguiente: se llena de troncos pequeños un carro, al cual se uncen unos bueyes; se coloca en él a los adivinos, atados de pies y manos, amordazados y rodeados de leña; se prende fuego y, a continuación, se azuza a los bueyes, asustándolos para activar su huida. Unas veces, los animales son devorados por las llamas con los adivinos; otras, llenos de quemaduras, huyen cuando el timón ha sido consumido por el fuego.»

Así pues, al norte del Ponto Euxino costaba muy caro equivocarse acerca del curso de los astros o de la evolución de las afecciones de la realeza. Claro que no eran más considerados en Japón, donde los condenados perecían metidos en cestos de mimbre, similares a los que los galos disponían en honor de sus dioses. En Civilisations inconnues, obra escrita en 1863, Oscar Commettant describe el suplicio en estos términos:
«Se mete a la víctima en un recipiente de mimbre, lo bastante tupido para que las llamas alcancen la carne con dificultad y a través de unos estrechos intersticios; luego, se arroja el cesto al fuego. Al cabo de unos segundos, cuando el mimbre medio consumido deja penetrar el aguijón de la llama, mil quemaduras, al principio superficiales y a los pocos momentos insoportables, comienzan a torturar de un modo horrible al condenado. Enloquecido por el dolor, éste salta instintivamente en el interior del cesto, y cada movimiento recibe los aplausos de la multitud, que se cree ante un espectáculo. Hay risas, comentarios y elogios, hasta que el cesto queda inmóvil, es decir, hasta que la víctima ha muerto asfixiada.»
También en Extremo Oriente, poco antes de la primera guerra mundial, los chinos, aprovechando los últimos progresos de la técnica, habían ideado otro método expeditivo para quemar a los culpables. «Se obliga al condenado a beber dos litros de petróleo — explica J. Avalon en un artículo titulado “Monsieur de Pékin” — y se le introduce una larga mecha que prácticamente llega hasta el estómago. Luego, se enciende la mecha: el petróleo se inflama y la víctima, escupiendo un inmenso chorro de fuego, literalmente estalla» (Aesculape, junio de 1914).
En la conquista de Argelia, el coronel Pélissier se distinguió por ordenar quemar en una caverna de la Garganta del Dahar, en la Cabilia, a hombres, mujeres y niños. Bugeaud defendió a capa y espada de los ataques de la «prensa canallesca» al autor de esta acción que, en junio de 1845, ocasionó sólo 760 muertes y dio a los franceses enorme popularidad. Ante tales hechos, ¿cómo censurar a las tropas alemanas por el salvajismo que demostraron en Lieja en 1914, o a los norteamericanos por su actuación en Vietnam? Los polinesios, al menos, tenían la excusa de que asaban a los vencidos para comérselos.  ¿Y los musulmanes? ¿Son acaso más civilizados? No, a juzgar por el ejemplo siguiente, que se refiere al suplicio del «chámgát», practicado en Egipto a principios del siglo XIX:
«He aquí la espantosa descripción que hace el jeque Mohammed ibn-Omar el-Tonsy: se cogía una gran vasija de tierra cocida, poco profunda, y se llenaba de estopa untada con pez y alquitrán. Hecho esto, se traía al condenado, se le ataban los brazos a un largo palo que, pasando sobre el pecho, llegaba hasta la punta de los dedos y, en el cuello, se le ponía una anilla de hierro de la que pendían cuatro o cinco largas cadenas.
»Acto seguido, se vestía al desdichado con unas ropas untadas de resina y se le hacía sentar en la vasija de tierra, fuertemente sujeta a la silla de un camello; a continuación, se colocaban varias mechas resinosas encendidas a lo largo del palo, que mantenía extendidos los brazos del condenado. El rostro de la víctima también era untado con pez y alquitrán y se le prendía fuego: espantosos gemidos atestiguaban los horribles sufrimientos que soportaba. Se paseaba este lamentable cortejo por las calles de la ciudad, los mercados y las plazas públicas.
»Estas atrocidades, practicadas particularmente en tiempos de los mamelucos, provocaban un profundo terror en la población. La última víctima que sufrió en El Cairo la pena del “chámgát” fue una mujer llamada Djindyah, que había cometido varios asesinatos» (Citado por Fernand Nicolay en Histoire sanglante de l’Humanité, pp. 131-132).

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, LA CRUCIFIXION

La crucifixión
Si cabe establecer comparaciones en el terreno de lo horrible, el suplicio de la crucifixión en nada desmerece al del empalamiento. Puede que incluso lo supere, ya que las disposiciones legales de la antigüedad preveían la administración de estupefacientes a los condenados con la finalidad de suavizar el castigo.
En su suplemento al Dictionnaire de la Bible(tomo IV, p. 357), Dom Calmet escribe:
«Daban a las víctimas vino mezclado con incienso, mirra o alguna otra droga fuerte capaz de embotar los sentidos y hacerles perder la sensación de dolor. Salomón aconseja dar vino a los que están aniquilados por el dolor; y en la Pasión de Jesucristo vemos practicar este acto humanitario cuando le ofrecen vino mezclado con mirra antes de ser crucificado y vinagre cuando está en la cruz. Estos detalles son generales y se realizan con todos los torturados.»
La cruz utilizada con más frecuencia, que fue la de Cristo, tenía forma de tau. La víctima sólo estaba obligada a llevar sobre los hombros el patibulum, es decir, el montante superior del instrumento. El otro montante, el stipes, permanecía siempre clavado en el suelo. La iconografía cristiana nos ha inducido a error mostrándonos al Señor acarreando una cruz completa de dimensiones exageradas. Rembrandt y Van Dick llegaron incluso a imaginar que, en razón de la calidad del personaje, Cristo había sido crucificado en la crux sublimis, de una altura muy elevada. Gracias a los estudios de los doctores Barbet, Bréhant y Escoffier-Lambiotte, hoy sabemos que los clavos no atravesaban la palma de la mano sino las muñecas, tal como puede apreciarse en el sudario de Turín. Los pies eran clavados directamente en el stipes, la parte vertical de la cruz, y no había ningún soporte para evitar la desagradable flexión de las piernas, tan a menudo corregida en el arte medieval y el barroco.
La asfixia progresiva y el tétanos provocaban la muerte al cabo de unas horas, y no de unos días, en contra de lo que sostenía Ernest Renan. Apelar al hambre, la sed y los síncopes debidos a la insolación, tal como hizo, es incurrir en un error diagnóstico:
«La atrocidad particular del suplicio de la cruz era que se podía vivir tres o cuatro días inmerso en ese horrible estado sobre el madero. La hemorragia de las manos cesaba en seguida y no era mortal. La verdadera causa de la muerte era la posición antinatural del cuerpo, que provocaba espantosos trastornos circulatorios, terribles dolores de cabeza y mareos y, por último, la rigidez de los miembros. Los crucificados de complexión robusta morían de hambre. El objetivo principal de este cruel suplicio no era el de matar directamente al condenado a causa de unas lesiones determinadas, sino el de torturar al esclavo a través de sus manos, a las que no había sabido dar buen uso, y dejar que se pudriera en el madero.»
La lanzada tampoco provocaba la muerte; permitía comprobarla, conforme al Derecho romano. Así pues, la agonía sólo podía acortarse quebrando las piernas con palos o barras metálicas. En un notable artículo publicado en Le Monde el 9 de abril de 1966, el doctor EscoffierLambiotte destaca:
«El proceso de la muerte ha sido descrito por antiguos prisioneros de Dachau y por el doctor Hyneck, de Praga, que lo observaron, respectivamente, en el campo de concentración y, entre 1914-1918, en el ejército austro-alemán, cuando colgaban a los condenados a un poste por las manos. Las víctimas sólo podían respirar ejerciendo un movimiento de tracción con los brazos, lo que provocaba, al cabo de unos diez minutos, violentas contracciones de todos los músculos, en tanto que el tórax quedaba lleno de aire hasta la garganta y era incapaz de expulsarlo. En Dachau ataban pesos a los pies de las víctimas demasiado robustas, a fin de acelerar el proceso de asfixia e impedir la tracción de los brazos…»
La crucifixión se practicaba en Fenicia, Persia, Macedonia y otros muchos lugares. Diodoro de Sicilia relata que la reina Cratesípolis ordenó crucificar a una treintena de agitadores y que luego reinó sin sobresaltos sobre los habitantes de Sición (XIX, cap. 67). Por su parte, Demetrio hizo crucificar a veinticuatro personas en Aegium ante las puertas de la ciudad (XX, cap. 103). Estos ejemplos fueron ampliamente seguidos, pero los romanos dieron una expansión considerable al castigo, sobre todo en razón de las masas de esclavos que precisaban. De Nerón a Constantino, se lo aplicaron a los cristianos, ansiosos por conseguir la palma del martirio sufriendo el mismo suplicio que su divino Maestro.
El instrumento adoptaba formas muy diversas, minuciosamente descritas por Justo Lipsio en su De Cruce (Amberes, 1595). Esta obra, extremadamente seria y cuyos datos proceden de las mejores fuentes arqueológicas, nos explica que, aparte de la tau y la cruz en altar, existían la cruz commissa, con tres brazos, la crux immissa, que tenía cuatro, y la crux decussata, en forma de X, en la que fue clavado san Andrés. El suplicio que sufrió san Pedro era el reservado a los sediciosos. En un hermoso arranque de oratoria, 1 san Juan Crisóstomo exclama:
«Pedro, a ti te fue concedido gozar de Cristo en el árbol y tuviste la suerte de ser crucificado como lo fue tu Maestro, aunque no con la cabeza alta como el Señor Cristo, sino inclinada hacia el suelo como alguien que viajara de la tierra al cielo. ¡Benditos sean los clavos que atravesaron esos miembros sagrados!» (homilía sobre el pastor de los Apóstoles).
También se crucificaba a las mujeres. Santa Maura hubo de sufrir, totalmente desnuda, los improperios del anfiteatro, y santa Benedicta prefirió la cruz al himeneo con un pagano. La crucifixión con fines penales desapareció por completo de la escena occidental tras la caída del Imperio romano. La pretensión de aplicar a un cualquiera el suplicio de Cristo, cuya representación aparecía por doquier, se convirtió entonces en una blasfemia. ¿Acaso no disponían los jueces del recuerdo del sufrimiento de los mártires y de los recursos de la imaginación? A fe que recurrieron a ella a fondo…

La crucifixión resurgió en España en el siglo XIX, durante la guerra de la Independencia. Y en nuestra época, las tropas hitlerianas martirizaron a los judíos en la Unión Soviética, tal como antaño fueron martirizados los mercenarios de Cartago y los compañeros de Espartaco. En la guerra de la Vendée, los chuanes se contentaron con clavar a sus enemigos en puertas y árboles:
«Los bandidos fueron los primeros en iniciar el ciclo de asesinatos y matanzas. Machecoul fue el primer teatro donde se representaron estas escenas de horror. Allí, los bandidos destrozaron y descuartizaron a 800 patriotas; los enterraron estando aún vivos; no hicieron más que cubrir sus cuerpos; dejaron al descubierto sus brazos y sus piernas; ataron a sus mujeres y las obligaron a asistir al suplicio de sus maridos; después, las clavaron vivas, a ellas y a sus hijos, en las puertas de sus casas y las mataron pinchándolas miles de veces. El cura constitucional fue ensartado y paseado así por las calles de Machecoul, tras haber mutilado las partes más sensibles de su cuerpo; lo clavaron, aún vivo, en el árbol de la libertad. Un sacerdote vendeano, Prioul, celebró una misa entre la sangre y los cadáveres mutilados» (Rapport Garnier, 1793).