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Gilles De RAÍS
Del Museo de los Suplicios, El despeñamiento
Del Museo de los Suplicios, el mundo animal en los suplicios
Del Museo de los Suplicios, El agua como instrumento de tortura.
Del Museo de los Suplicios, El desollamiento
El desollamiento
La ya larga lista de suplicios quedaría incompleta si omitiéramos el desollamiento, la sierra y el despedazamiento, que rebajan a todos cuantos los ordenaron al nivel de la más baja animalidad. Fríamente sólo cabe decir que Apolo no fue otra cosa que un verdugo sádico cuando desolló a Marsias. Las artes plásticas han deformado esta visión inmunda, habituándonos a contemplar la técnica y la habilidad utilizadas para representar la musculatura y la risa sardónica de la víctima:
«Al que grita se le ha arrancado la piel de todo su cuerpo y todo él no es sino una sola llaga; por doquier mana la sangre, los nervios quedan al descubierto y las trémulas venas sin (la protección de) la piel se estremecen; se podría contar sus vísceras palpitantes y las fibras que reciben la luz en su pecho», escribe Ovidio en sus Metamorfosis (VI, versos 382 a 400). Los faunos, los sátiros, las ninfas y los pastores acuden a llorar por Marsias y sus lágrimas, al caer sobre la tierra fértil, forman un río que baña Frigia. La poesía aviva el dolor de un suplicio que los asirios veneraban tanto como el empalamiento:
«Hice desollar a los jefes de la rebelión y cubrí este muro con su piel; algunos fueron emparedados vivos; otros, crucificados o empalados; hice desollar a muchos de ellos en mi presencia, y con su piel cubrimos la muralla», proclamaba un parte de guerra de Asurbanipal. Sus soldados-verdugos adoptaban las máximas precauciones para arrancar la piel de los prisioneros, cuyos despojos adornaban los alrededores del campamento. En la Persia aqueménida se desollaba a los jueces que eran parciales o prevaricadores. Su piel, cortada a tiras, se utilizaba para cubrir los sillones donde se sentaban sus sucesores, los cuales podían ser elegidos entre sus hijos. Otanés fue designado por Cambises para reemplazar a su padre, que había sido desollado:
«Su padre, Sisamnés, había sido uno de los jueces reales; pero como realizara un juicio inicuo por dinero, el rey Cambises lo condenó a muerte y a ser totalmente desollado; después de arrancarle la piel, la hizo cortar a tiras, y con ella hizo cubrir el sillón en el que Sisamnés se sentaba para juzgar; una vez cubierto el sillón, Cambises nombró juez, para reemplazar a Sisamnés, cuyo cadáver acababa de hacer desollar, al propio hijo de Sisamnés, advirtiéndole que no olvidara jamás qué sillón ocupaba para juzgar» (Herodoto, V, cap. 25).
El desollamiento siempre ha satisfecho macabras tendencias fetichistas de quien ordenaba el suplicio o se encontraba en situación de disfrutarlo. Este castigo encuentra una prolongación en la manía del coleccionismo. Así, Sapor I conservó los restos rellenos de paja y teñidos de rojo del emperador Valeriano, e Ilse Koch ordenó que le hicieran pantallas de lámpara con la piel curtida de los deportados. Algunos aficionados buscan con pasión pieles humanas para hacer pantalones o para encuadernar libros licenciosos. Las personas totalmente tatuadas casi siempre tienen la seguridad de poseer una renta vitalicia, pero no cuentan con los riesgos del veneno (ya que no los del puñal o el cuchillo, que despreciarían ese capital).
En el siglo XIV, sin que se sepa por qué motivos exactamente, se practicaba el desollamiento a gran escala. Las costumbres eran bárbaras, y los crímenes, inspirados por el propio infierno. Acusados de haber seducido a Margarita y a Blanca, las nueras de Felipe IV, y de haber pecado con ellas incluso en los días más santos, los hermanos D’Aunay fueron desollados vivos, castrados y decapitados, y sus cuerpos colgados por las axilas. El demonio que les había incitado a la lujuria empujó al obispo Geraldi a matar al sobrino de Juan XXII. Condenado a cadena perpetua y, más tarde, acusado de brujería, el obispo fue desollado y quemado vivo en Aviñón. Poco después aparecieron las bandas de desolladores, uno de cuyos jefes, Dammartin, que trabajaba para Luis XI, había desollado a Charles de Melun.
El arrancamiento de cabelleras, practicado antaño en América del Norte (scalp) constituye una variedad atenuada y localizada del desollamiento. En sus Memorias dedicadas a los usos y costumbres de los indios, Hewit Adair y Le Petit afirman que la víctima, completamente desnuda, era atada a una horca que le mantenía los pies y las manos en forma de cruz de san Andrés. En esta posición, le arrancaban la piel del cráneo hasta las orejas y la dejaban expuesta para que su visión espantara a los adversarios.
La enervación, que consistía en quemar los tendones de las rodillas y las corvas, es otra variedad de desollamiento. Este suplicio, aunque quizá más suave, no resulta menos duradero y convierte a quien lo ha sufrido en una especie de eunuco, pues lo deja en un estado de absoluta debilidad e incapacitado para cualquier acto amoroso. La enervación se practicó, sobre todo, en la época merovingia. Clodoveo II ordenó que les quemaran los nervios a sus dos hijos y los abandonó en una balsa en medio del Sena. Un célebre cuadro de Luminais representa a los dos desdichados abandonados a merced de la corriente;
San Filiberto los acogió en Jumiéges, donde la balsa embarrancó.
Del Museo de los Suplicios, La Horca
La horca
A juzgar por lo que se dice, el colgamiento no tiene nada de desagradable en comparación con los suplicios que acamabos de describir. Todos los que, por accidente o por suerte, escaparon a la muerte, han conservado un recuerdo agradable. Provoca la erección y, con frecuencia, la expulsión de semen, que hace las delicias de los libertinos y los pintores de escenas amorosas.
Los judíos colgaban a los idólatras y los blasfemos, y también los cadáveres de los criminales. Dirigiéndose a Moisés, el Eterno exclama: «Reúne a todos los príncipes del pueblo, y cuelga a éstos del patíbulo ante Yavé, cara al sol…». Y Moisés, por su parte, insta a los jueces de Israel: «Matad a cualquiera de los vuestros que haya servido a Baal Fogor» (Números, XXV, 4-5).
En Roma, rara vez colgaban a los ciudadanos por el cuello, sino por los pies, los brazos o los pulgares, y a menudo ponían pesos en las partes del condenado que no estaban en contacto con la cuerda. San Gregorio de Armenia fue atado por un pie y san Antonio de Nicomedia por un brazo En la Galia, cuando colgaban a alguien por lo brazos, le ataban pesos en la parte inferior 4 las piernas y los dejaban caer de golpe. A veces los esclavos eran colgados por el cuello de árbole estériles, como el olmo, el aliso o el álamo, con sagrados a las divinidades infernales. «Erant au tem infelices arbores», escribe Plinio en su Histo ria Natural (Libro XXVI), más preocupado pe el bosque que por la carne viva cubierta por u sombrío velo.
Durante la Edad Media se mantuvo esta cos tumbre con los plebeyos acusados de bigarnil robo, infanticidio y deserción. (El hecho de qu Enguerrand de Marigny y Olivier-le-Daim fu( ran colgados por el cuello hasta morir, constitt ye una excepción.)
Enviar cartas anónimas que contuvieran arru nazas de muerte conducía a la horca. En el Jou, nal de Barbier se lee:
«El 12 de abril de 1726 fue colgado por clec sión del Chátelet, confirmada por sentencia, 1 cocinero del señor de Guerchois, consejero de Estado, que le había escrito cartas anónimas a su señor diciéndole que, si no dejaba un saco de luises en una ventana de la calle, lo asesinaría. El asunto no se llevó en secreto, apostaron gente de vigilancia en la calle y, a continuación, colocaron un saco lleno de monedas. El cocinero, sabedor de los preparativos, escribió tres cartas diferentes al señor de Guerchois, diciéndole que un día en el Pont-Neuf, al regresar de una cena, se había librado porque iba muy bien acompañado, pero que tarde o temprarno caería si no le pagaba. Era difícil descubrir al autor de la carta. No sé qué fatalidad hizo que se les ocurriera despedir al cocinero. La señora de Guerchois, al pagarle, le pido un recibo, y él cometió la torpeza de dárselo. A la señora le sorprendió el parecido de la letra con la de las cartas y se rindió a la evidencia. Hicieron arrestar al cocinero, el cual fue colgado.
»Al pueblo y a muchas otras personas les pareció excesivamente riguroso quitarle la vida a un hombre que no había matado ni robado y que jamás había cometido una acción. El populacho mostró su resentimiento rompiendo los cristales de casa del señor de Guerchois… Pero considerandolo con calma, como el caso era nuevo, se obro correctamente al colgarlo para dar ejemplo, sobre todo teniendo en cuenta que era un sirviente y que no se puede comprar la tranquilidad pública.»
También se colgaba a los adúlteros y a sus cómplices en horcas, patíbulos con varios pilares entre los cuales destaca el de Montfaucon, que se hizo célebre gracias a Villon y Coligny. Victor Hugo dice:
«Aquel monumento proyectaba un horrible perfil en el cielo; sobre todo por la noche, cuando la luz de la luna iluminaba aquellos cráneos blanquecinos, o cuando el viento zarandeaba cadenas y esqueletos en la oscuridad. La presencia de aquel patíbulo bastaba para convertir todos los alrededores en lugares siniestros.»
Hasta finales del siglo XVIII, aproximadamente, el ahorcamiento estuvo muy en boga. Se erigían horcas no sólo en toda Europa, sino también en las tierras recién colonizadas. La visita a los patíbulos constituía un solaz, una distracción. Tanto los reyes como las muchachas ávidas de sensaciones y las brujas, que acudían en busca de mandrágora o a cortar la cuerda benefactora, se entretenían con estos paseos campestres. La obra anónima que hemos aludido a propósito de la hoguera, describe así el colgamiento:
«Al criminal se le cuelga rodeándole el cuello con tres cuerdas: las dos to tous s, que son cuerdas del grosor del dedo eñiqu- . a una de ellas con un nudo corredizo, el jet, que sólo sirve para ayudar a que la v’cti a caiga de la escalera.
»El criminal sube a la carreta del ejecutor y se sienta sobre una tabla, de espaldas al caballo y acompañado de un confesor y del ejecutor, que se sitúa detrás de él. Cuando llegan a la horca, en la que se apoya una escalera, sube primero el verdugo andando hacia atrás y, utilizando las cuerdas, ayuda a subir al criminal. A continuación asciende el confesor y, mientras exhorta a la víctima, el ejecutor ata las tourtouses al brazo de la horca y, cuando el confesor empieza a descender, el verdugo, dando un golpe con la rodilla y ayudado por el jet, le quita la escalera a la víctima, la cual queda suspendida en el aire. Los nudos corredizos de las tourtouses le ciñen el cuello; entonces, el ejecutor, sosteniéndose con las manos a los maderos de la horca, trepa con las manos atadas de la víctima y a fuerza de patadas y golpes en el estómago, termina el suplicio con la muerte.»
El procedimiento es de una mortificante vulgaridad, de modo que parece preferible el de la trampilla. En las ciudades británicas, dice el Gran Diccionario Universal del siglo XIX, «la ejecución se lleva a cabo en un balcón de la prisión que da a una plaza; se sitúa al condenado sobre una trampilla y, cuando llega el momento, ésta se abre por medio de un muelle y el desdichado queda suspendido en el aire». Esta forma de actuar evita a la víctima interminables preparativos y un angustioso paseo hacia el lugar de la ejecución. Pero ¿es éste el efecto buscado en todos los casos? Cabe ponerlo en duda si pensamos en la publicidad que se da a las ejecuciones en Arabia Saudita y el Congo. Los suplicios que se infligían en China eran atroces: colgada por la mandíbula a las paredes de la canga, la víctima sentía cómo el suelo se iba hundiendo poco a poco bajo sus pies. En Turquía se le dejaba la mínima capacidad de movimiento necesaria para prolongar la agonía. El Gran Diccionario Universal del siglo XIX especifica que el instrumento ejecutor está compuesto por dos postes, unidos en la parte superior por un travesaño:
«Se sitúa a la víctima, que lleva una cuerda al cuello, entre los dos postes; se lanza por encima del travesaño uno de los extremos de dicha cuerda, se iza al condenado hasta que se halla a unos pies del suelo y se ata la cuerda. La víctima, que tiene los brazos libres, puede retrasar la muerte sosteniendo la cuerda por encima de su cabeza, pero las fuerzas no tardan en abandonarle y se deja caer para siempre» (tomo XII, p. 539)
Del Museo de los Suplicios, El despedazamiento
El despedazamiento
En lugar de serrarlos, también se pueden cortar los miembros con un hacha, un cuchillo, un sable o una hoz; es más lento, pero provoca mayor placer en los espectadores. La sección de órganos reviste un carácter erótico cuando se trata, por ejemplo, de la ablación de los pechos. ¡Cuántas miradas ávidas debieron de clavarse en los pechos de las mártires cristianas, de las santas Pelagia, Bárbara, Ágata y Casilda! ¡Qué saña en hacer caer aquellos bellos frutos, aquellos ornamentos de una virginidad consagrada! ¡Cuánta sangre derramada por vientres y muslos, expuestos a las burlas de una masa furiosamente excitada! Al dolor, se añade un sentimiento de degradación, una impresión de ignominia. ¿En qué se convierten una mujer privada de sus pechos o un hombre castrado? La mutilación adquiere un carácter moral, espiritual, cuando la mujer es castigada en sus partes más atractivas. Si ha utilizado sus encantos para pecar o ha hecho de ellos motivo de celos y concupiscencia, ha de ser castigada, como lo fueron Juana de Nápoles o las favoritas de Muley Ismaél, aquel rey de Marruecos que hizo cortar los pechos «a algunas mujeres de su harén ordenándoles que los pusieran en el borde de un cofre, cuya tapa dejaron caer violentamente dos eunucos…» (padre Dominique Busnot, 1714).
Tratada a tiempo, la ablación de los pechos se convierte en un incremento del castigo; en la mayoría de los casos, las cristianas escaparon a la hemorragia para caer en otros dolores. De origen oriental y lejano, el despedazamiento fue practicado en Egipto, en Persia, entre los asirio-babilonios y en China. Sabemos que Nahucodonosor quiso despedazar a los magos caldeos porque eran incapaces de interpretar un sueño que le atormentaba (Daniel, II, 5). La mitología también menciona a Basilisco, que fue cortado a trozos por haberse negado a ofrecer sacrificios a Apolo. Los chinos elevaron el suplicio a la categoría de sublime al ordenar el despedazamiento lento de las mujeres adúlteras y los regicidas. Se desnudaba al condenado, al que según la costumbre debía cortarse «en diez mil trozos», y en primer lugar se le arrancaban los pechos y los músculos pectorales. Después se practicaba la escisión de los músculos de la cara anterior de los muslos y la de la cara exterior de los brazos.
Cuando podían, los parientes pagaban al verdugo una fuerte suma para que embotara los sentidos del condenado con opio o eligiera, como por azar, entre ocho cuchillos, el más adecuado para alcanzar su corazón lo antes posible. Los prisioneros pobres sufrían la tortura hasta el final, y ni siquiera la muerte ponía fin al espectáculo, ya que desarticulaban los restos del cadáver (cf. Matignon, Dix ans aux pays du Dragon, pp. 263 y siguientes).
Este suplicio aún se aplicaba en Pekín a principios de nuestro siglo y fue infligido a Fu-ChuLi, asesino de un miembro de la familia imperial. Por insigne favor no se llevó a cabo la cremación de los restos del condenado, cuyo fin, descrito por Louis Carpeaux, pone los pelos de punta:
«El Señor de Pekín, impasible, avanza con un cuchillo en la mano.
»El condenado sigue con la mirada el acero que corta su tetilla izquierda. Crispado por el dolor, abre la boca, pero no tiene tiempo de gritar, pues, con un golpe brusco, el verdugo le secciona la tráquea…
»El condenado se crispa en su poste, con un aspecto más espantoso que el de Cristo crucificado, sin poder gritar, tal como exigen los ritos.
»Entonces, la tetilla derecha es cortada en un abrir y cerrar de ojos. Los ayudantes presentan un nuevo cuchillo: el verdugo, con mano firme, corta los bíceps, uno tras otro…
»Mientras el desdichado Fu-Chu-Li se contrae horriblemente, el Señor de Pekín, con gesto rápido y seguro, extrae toda la masa muscular de los muslos, que va a parar a un cesto ensangrentado por la carne ya arrojada en su interior…
»En ese momento la cabeza cae; el coma se refleja en el rostro convulso. En seguida la emprenden con el codo izquierdo: dos ayudantes lo parten mediante torsión del antebrazo, y el inmenso dolor reaviva por un momento al moribundo…
»De repente se produce un incidente trágico… Con un impulso enorme, la multitud parece arrojarse sobre la desgraciada víctima; el verdugo y sus ayudantes son arrinconados junto al poste fatal, que casi es derribado con su tronco mutilado…
»El Señor de Pekín, agarrando enérgicamente un jirón de carne ensangrentada del cesto, azota los rostros de la multitud asustada…» (Pékin quis’en va, 1914).
Del Museo de los Suplicios, Las Hogueras Medievales
Las hogueras medievales
A comienzos de la Edad Media, la hoguera en que eran quemados los herejes y los brujos adoptó dos variantes. El primer método consistía en atar al condenado a un poste, alrededor del cual se apilaban haces de leña; de este modo se podía contemplar al condenado desde lejos mientras las llamas se elevaban hacia el cielo. Los inquisidores españoles y el duque de Alba gustaban de este procedimiento, que, en su opinión, estimulaba singularmente la imaginación de los espectadores. En el segundo método, más clásico por así decirlo, se rodeaba de haces de leña a la víctima, la cual no era colocada sobre la hoguera sino introducida en ella; luego, el verdugo mostraba sus restos al pueblo. Esta hoguera se destinaba a los herejes y las brujas: a despecho de las imágenes de la iconografía popular, los templarios, Jean Huss y Juana de Arco sufrieron este tipo de muerte por asfixia, que una obra anónima del siglo XVIII describe con detalle:
«Se empieza por clavar un poste de siete u ocho pies de altura, alrededor del cual, dejando espacio suficiente para un hombre, se dispone una hoguera cuadrada alternando haces de leña, troncos y paja; alrededor de la base del poste se coloca también una hilera de haces de leña y otra de troncos, cuya altura llegue aproximadamente hasta la cabeza del reo; se deja un espacio libre que permita llegar hasta el poste. Cuando llega el criminal, se le desnuda, se le pone una camisa impregnada de azufre y se le hace entrar por el espacio que se ha dejado libre entre las hileras de haces y troncos que rodean la base del poste. Una vez allí, se le coloca de espaldas al citado poste, se le ata una cuerda al cuello, se le ligan los pies y se le rodea el cuerpo con una cadena de hierro; estas tres ataduras rodean al hombre y el poste. A continuación, se termina la hoguera, tapando con leña, troncos y paja el lugar por el que ha entrado la víctima, de tal modo que ésta queda totalmente oculta; entonces, se prende fuego a la hoguera.
»Hay un medio para que el condenado no sienta el dolor provocado por el fuego, que normalmente se aplica sin que éste se dé cuenta. Es el siguiente: como los ejecutores utilizan para preparar la hoguera unos garabatos de barquero de dos pinchos, uno recto y el otro en forma de gancho, se atraviesa con uno de ellos la hoguera que rodea a la víctima, de modo que el pincho quede situado frente a su corazón. Apenas se ha prendido fuego, se empuja con fuerza el mango del garabato y el pincho atraviesa el corazón del reo, que muere en el acto. Si está dispuesto que sus cenizas sean aventadas, en cuanto es posible acercarse al lugar donde se hallaba, se va allí, se recogen con una pala unas cenizas y se lanzan al aire.»
En ocasiones, el verdugo recibía la orden de agarrotar al condenado justo en el momento de prender la hoguera. Si, en el último momento, el humo se lo impedía, la agonía de la víctima era espantosa. En 1726, Catherine Hayes, que había envenenado a su madre y luego descuartizó el cadáver, tardó tres horas en expirar. Su caso dista mucho de ser el único: las brujas no acababan nunca de morir y el sufrimiento de los herejes se prolongaba como por placer. Otro método de quemar a la gente (en particular, los judíos) consistía en arrojar al condenado a un foso lleno de ramitas, pez y troncos. Este método, muy utilizado en la Alemania medieval, sobrevivió hasta la época de los campos de exterminio, pero hay razones para creer que es de origen francés. En efecto, durante el reinado de Felipe el Largo se acusó a los judíos de haberse asociado con los leprosos y con el diablo para envenenar los manantiales de agua potable. En Chinon, dice Michelet, cavaron un día un gran foso y quemaron en él a ciento sesenta hombres y mujeres:
«Muchos de ellos saltaban al foso entre cánticos, como en una celebración. Algunas mujeres hicieron arrojar a sus hijos antes que ellas, temerosas de que se los arrebataran para bautizarlos. En París, quemaron sólo a los culpables…»
Según dice Herodoto en Historias (libro IV, capítulo 69), los escitas utilizaban un tipo de hoguera muy original para ajusticiar a los falsos adivinos:
«Se les hace morir de la manera siguiente: se llena de troncos pequeños un carro, al cual se uncen unos bueyes; se coloca en él a los adivinos, atados de pies y manos, amordazados y rodeados de leña; se prende fuego y, a continuación, se azuza a los bueyes, asustándolos para activar su huida. Unas veces, los animales son devorados por las llamas con los adivinos; otras, llenos de quemaduras, huyen cuando el timón ha sido consumido por el fuego.»
Así pues, al norte del Ponto Euxino costaba muy caro equivocarse acerca del curso de los astros o de la evolución de las afecciones de la realeza. Claro que no eran más considerados en Japón, donde los condenados perecían metidos en cestos de mimbre, similares a los que los galos disponían en honor de sus dioses. En Civilisations inconnues, obra escrita en 1863, Oscar Commettant describe el suplicio en estos términos:
«Se mete a la víctima en un recipiente de mimbre, lo bastante tupido para que las llamas alcancen la carne con dificultad y a través de unos estrechos intersticios; luego, se arroja el cesto al fuego. Al cabo de unos segundos, cuando el mimbre medio consumido deja penetrar el aguijón de la llama, mil quemaduras, al principio superficiales y a los pocos momentos insoportables, comienzan a torturar de un modo horrible al condenado. Enloquecido por el dolor, éste salta instintivamente en el interior del cesto, y cada movimiento recibe los aplausos de la multitud, que se cree ante un espectáculo. Hay risas, comentarios y elogios, hasta que el cesto queda inmóvil, es decir, hasta que la víctima ha muerto asfixiada.»
También en Extremo Oriente, poco antes de la primera guerra mundial, los chinos, aprovechando los últimos progresos de la técnica, habían ideado otro método expeditivo para quemar a los culpables. «Se obliga al condenado a beber dos litros de petróleo — explica J. Avalon en un artículo titulado “Monsieur de Pékin” — y se le introduce una larga mecha que prácticamente llega hasta el estómago. Luego, se enciende la mecha: el petróleo se inflama y la víctima, escupiendo un inmenso chorro de fuego, literalmente estalla» (Aesculape, junio de 1914).
En la conquista de Argelia, el coronel Pélissier se distinguió por ordenar quemar en una caverna de la Garganta del Dahar, en la Cabilia, a hombres, mujeres y niños. Bugeaud defendió a capa y espada de los ataques de la «prensa canallesca» al autor de esta acción que, en junio de 1845, ocasionó sólo 760 muertes y dio a los franceses enorme popularidad. Ante tales hechos, ¿cómo censurar a las tropas alemanas por el salvajismo que demostraron en Lieja en 1914, o a los norteamericanos por su actuación en Vietnam? Los polinesios, al menos, tenían la excusa de que asaban a los vencidos para comérselos. ¿Y los musulmanes? ¿Son acaso más civilizados? No, a juzgar por el ejemplo siguiente, que se refiere al suplicio del «chámgát», practicado en Egipto a principios del siglo XIX:
«He aquí la espantosa descripción que hace el jeque Mohammed ibn-Omar el-Tonsy: se cogía una gran vasija de tierra cocida, poco profunda, y se llenaba de estopa untada con pez y alquitrán. Hecho esto, se traía al condenado, se le ataban los brazos a un largo palo que, pasando sobre el pecho, llegaba hasta la punta de los dedos y, en el cuello, se le ponía una anilla de hierro de la que pendían cuatro o cinco largas cadenas.
»Acto seguido, se vestía al desdichado con unas ropas untadas de resina y se le hacía sentar en la vasija de tierra, fuertemente sujeta a la silla de un camello; a continuación, se colocaban varias mechas resinosas encendidas a lo largo del palo, que mantenía extendidos los brazos del condenado. El rostro de la víctima también era untado con pez y alquitrán y se le prendía fuego: espantosos gemidos atestiguaban los horribles sufrimientos que soportaba. Se paseaba este lamentable cortejo por las calles de la ciudad, los mercados y las plazas públicas.
»Estas atrocidades, practicadas particularmente en tiempos de los mamelucos, provocaban un profundo terror en la población. La última víctima que sufrió en El Cairo la pena del “chámgát” fue una mujer llamada Djindyah, que había cometido varios asesinatos» (Citado por Fernand Nicolay en Histoire sanglante de l’Humanité, pp. 131-132).
Del Museo de los Suplicios, LA CRUCIFIXION
La crucifixión
Si cabe establecer comparaciones en el terreno de lo horrible, el suplicio de la crucifixión en nada desmerece al del empalamiento. Puede que incluso lo supere, ya que las disposiciones legales de la antigüedad preveían la administración de estupefacientes a los condenados con la finalidad de suavizar el castigo.
En su suplemento al Dictionnaire de la Bible(tomo IV, p. 357), Dom Calmet escribe:
«Daban a las víctimas vino mezclado con incienso, mirra o alguna otra droga fuerte capaz de embotar los sentidos y hacerles perder la sensación de dolor. Salomón aconseja dar vino a los que están aniquilados por el dolor; y en la Pasión de Jesucristo vemos practicar este acto humanitario cuando le ofrecen vino mezclado con mirra antes de ser crucificado y vinagre cuando está en la cruz. Estos detalles son generales y se realizan con todos los torturados.»
La cruz utilizada con más frecuencia, que fue la de Cristo, tenía forma de tau. La víctima sólo estaba obligada a llevar sobre los hombros el patibulum, es decir, el montante superior del instrumento. El otro montante, el stipes, permanecía siempre clavado en el suelo. La iconografía cristiana nos ha inducido a error mostrándonos al Señor acarreando una cruz completa de dimensiones exageradas. Rembrandt y Van Dick llegaron incluso a imaginar que, en razón de la calidad del personaje, Cristo había sido crucificado en la crux sublimis, de una altura muy elevada. Gracias a los estudios de los doctores Barbet, Bréhant y Escoffier-Lambiotte, hoy sabemos que los clavos no atravesaban la palma de la mano sino las muñecas, tal como puede apreciarse en el sudario de Turín. Los pies eran clavados directamente en el stipes, la parte vertical de la cruz, y no había ningún soporte para evitar la desagradable flexión de las piernas, tan a menudo corregida en el arte medieval y el barroco.
La asfixia progresiva y el tétanos provocaban la muerte al cabo de unas horas, y no de unos días, en contra de lo que sostenía Ernest Renan. Apelar al hambre, la sed y los síncopes debidos a la insolación, tal como hizo, es incurrir en un error diagnóstico:
«La atrocidad particular del suplicio de la cruz era que se podía vivir tres o cuatro días inmerso en ese horrible estado sobre el madero. La hemorragia de las manos cesaba en seguida y no era mortal. La verdadera causa de la muerte era la posición antinatural del cuerpo, que provocaba espantosos trastornos circulatorios, terribles dolores de cabeza y mareos y, por último, la rigidez de los miembros. Los crucificados de complexión robusta morían de hambre. El objetivo principal de este cruel suplicio no era el de matar directamente al condenado a causa de unas lesiones determinadas, sino el de torturar al esclavo a través de sus manos, a las que no había sabido dar buen uso, y dejar que se pudriera en el madero.»
La lanzada tampoco provocaba la muerte; permitía comprobarla, conforme al Derecho romano. Así pues, la agonía sólo podía acortarse quebrando las piernas con palos o barras metálicas. En un notable artículo publicado en Le Monde el 9 de abril de 1966, el doctor EscoffierLambiotte destaca:
«El proceso de la muerte ha sido descrito por antiguos prisioneros de Dachau y por el doctor Hyneck, de Praga, que lo observaron, respectivamente, en el campo de concentración y, entre 1914-1918, en el ejército austro-alemán, cuando colgaban a los condenados a un poste por las manos. Las víctimas sólo podían respirar ejerciendo un movimiento de tracción con los brazos, lo que provocaba, al cabo de unos diez minutos, violentas contracciones de todos los músculos, en tanto que el tórax quedaba lleno de aire hasta la garganta y era incapaz de expulsarlo. En Dachau ataban pesos a los pies de las víctimas demasiado robustas, a fin de acelerar el proceso de asfixia e impedir la tracción de los brazos…»
La crucifixión se practicaba en Fenicia, Persia, Macedonia y otros muchos lugares. Diodoro de Sicilia relata que la reina Cratesípolis ordenó crucificar a una treintena de agitadores y que luego reinó sin sobresaltos sobre los habitantes de Sición (XIX, cap. 67). Por su parte, Demetrio hizo crucificar a veinticuatro personas en Aegium ante las puertas de la ciudad (XX, cap. 103). Estos ejemplos fueron ampliamente seguidos, pero los romanos dieron una expansión considerable al castigo, sobre todo en razón de las masas de esclavos que precisaban. De Nerón a Constantino, se lo aplicaron a los cristianos, ansiosos por conseguir la palma del martirio sufriendo el mismo suplicio que su divino Maestro.
El instrumento adoptaba formas muy diversas, minuciosamente descritas por Justo Lipsio en su De Cruce (Amberes, 1595). Esta obra, extremadamente seria y cuyos datos proceden de las mejores fuentes arqueológicas, nos explica que, aparte de la tau y la cruz en altar, existían la cruz commissa, con tres brazos, la crux immissa, que tenía cuatro, y la crux decussata, en forma de X, en la que fue clavado san Andrés. El suplicio que sufrió san Pedro era el reservado a los sediciosos. En un hermoso arranque de oratoria, 1 san Juan Crisóstomo exclama:
«Pedro, a ti te fue concedido gozar de Cristo en el árbol y tuviste la suerte de ser crucificado como lo fue tu Maestro, aunque no con la cabeza alta como el Señor Cristo, sino inclinada hacia el suelo como alguien que viajara de la tierra al cielo. ¡Benditos sean los clavos que atravesaron esos miembros sagrados!» (homilía sobre el pastor de los Apóstoles).
También se crucificaba a las mujeres. Santa Maura hubo de sufrir, totalmente desnuda, los improperios del anfiteatro, y santa Benedicta prefirió la cruz al himeneo con un pagano. La crucifixión con fines penales desapareció por completo de la escena occidental tras la caída del Imperio romano. La pretensión de aplicar a un cualquiera el suplicio de Cristo, cuya representación aparecía por doquier, se convirtió entonces en una blasfemia. ¿Acaso no disponían los jueces del recuerdo del sufrimiento de los mártires y de los recursos de la imaginación? A fe que recurrieron a ella a fondo…
La crucifixión resurgió en España en el siglo XIX, durante la guerra de la Independencia. Y en nuestra época, las tropas hitlerianas martirizaron a los judíos en la Unión Soviética, tal como antaño fueron martirizados los mercenarios de Cartago y los compañeros de Espartaco. En la guerra de la Vendée, los chuanes se contentaron con clavar a sus enemigos en puertas y árboles:
«Los bandidos fueron los primeros en iniciar el ciclo de asesinatos y matanzas. Machecoul fue el primer teatro donde se representaron estas escenas de horror. Allí, los bandidos destrozaron y descuartizaron a 800 patriotas; los enterraron estando aún vivos; no hicieron más que cubrir sus cuerpos; dejaron al descubierto sus brazos y sus piernas; ataron a sus mujeres y las obligaron a asistir al suplicio de sus maridos; después, las clavaron vivas, a ellas y a sus hijos, en las puertas de sus casas y las mataron pinchándolas miles de veces. El cura constitucional fue ensartado y paseado así por las calles de Machecoul, tras haber mutilado las partes más sensibles de su cuerpo; lo clavaron, aún vivo, en el árbol de la libertad. Un sacerdote vendeano, Prioul, celebró una misa entre la sangre y los cadáveres mutilados» (Rapport Garnier, 1793).