MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, El desollamiento

El desollamiento
La ya larga lista de suplicios quedaría incompleta si omitiéramos el desollamiento, la sierra y el despedazamiento, que rebajan a todos cuantos los ordenaron al nivel de la más baja animalidad. Fríamente sólo cabe decir que Apolo no fue otra cosa que un verdugo sádico cuando desolló a Marsias. Las artes plásticas han deformado esta visión inmunda, habituándonos a contemplar la técnica y la habilidad utilizadas para representar la musculatura y la risa sardónica de la víctima:
«Al que grita se le ha arrancado la piel de todo su cuerpo y todo él no es sino una sola llaga; por doquier mana la sangre, los nervios quedan al descubierto y las trémulas venas sin (la protección de) la piel se estremecen; se podría contar sus vísceras palpitantes y las fibras que reciben la luz en su pecho», escribe Ovidio en sus Metamorfosis (VI, versos 382 a 400). Los faunos, los sátiros, las ninfas y los pastores acuden a llorar por Marsias y sus lágrimas, al caer sobre la tierra fértil, forman un río que baña Frigia. La poesía aviva el dolor de un suplicio que los asirios veneraban tanto como el empalamiento:
«Hice desollar a los jefes de la rebelión y cubrí este muro con su piel; algunos fueron emparedados vivos; otros, crucificados o empalados; hice desollar a muchos de ellos en mi presencia, y con su piel cubrimos la muralla», proclamaba un parte de guerra de Asurbanipal. Sus soldados-verdugos adoptaban las máximas precauciones para arrancar la piel de los prisioneros, cuyos despojos adornaban los alrededores del campamento. En la Persia aqueménida se desollaba a los jueces que eran parciales o prevaricadores. Su piel, cortada a tiras, se utilizaba para cubrir los sillones donde se sentaban sus sucesores, los cuales podían ser elegidos entre sus hijos. Otanés fue designado por Cambises para reemplazar a su padre, que había sido desollado:
«Su padre, Sisamnés, había sido uno de los jueces reales; pero como realizara un juicio inicuo por dinero, el rey Cambises lo condenó a muerte y a ser totalmente desollado; después de arrancarle la piel, la hizo cortar a tiras, y con ella hizo cubrir el sillón en el que Sisamnés se sentaba para juzgar; una vez cubierto el sillón, Cambises nombró juez, para reemplazar a Sisamnés, cuyo cadáver acababa de hacer desollar, al propio hijo de Sisamnés, advirtiéndole que no olvidara jamás qué sillón ocupaba para juzgar» (Herodoto, V, cap. 25).
El desollamiento siempre ha satisfecho macabras tendencias fetichistas de quien ordenaba el suplicio o se encontraba en situación de disfrutarlo. Este castigo encuentra una prolongación en la manía del coleccionismo. Así, Sapor I conservó los restos rellenos de paja y teñidos de rojo del emperador Valeriano, e Ilse Koch ordenó que le hicieran pantallas de lámpara con la piel curtida de los deportados. Algunos aficionados buscan con pasión pieles humanas para hacer pantalones o para encuadernar libros licenciosos. Las personas totalmente tatuadas casi siempre tienen la seguridad de poseer una renta vitalicia, pero no cuentan con los riesgos del veneno (ya que no los del puñal o el cuchillo, que despreciarían ese capital).
En el siglo XIV, sin que se sepa por qué motivos exactamente, se practicaba el desollamiento a gran escala. Las costumbres eran bárbaras, y los crímenes, inspirados por el propio infierno. Acusados de haber seducido a Margarita y a Blanca, las nueras de Felipe IV, y de haber pecado con ellas incluso en los días más santos, los hermanos D’Aunay fueron desollados vivos, castrados y decapitados, y sus cuerpos colgados por las axilas. El demonio que les había incitado a la lujuria empujó al obispo Geraldi a matar al sobrino de Juan XXII. Condenado a cadena perpetua y, más tarde, acusado de brujería, el obispo fue desollado y quemado vivo en Aviñón. Poco después aparecieron las bandas de desolladores, uno de cuyos jefes, Dammartin, que trabajaba para Luis XI, había desollado a Charles de Melun.
El arrancamiento de cabelleras, practicado antaño en América del Norte (scalp) constituye una variedad atenuada y localizada del desollamiento. En sus Memorias dedicadas a los usos y costumbres de los indios, Hewit Adair y Le Petit afirman que la víctima, completamente desnuda, era atada a una horca que le mantenía los pies y las manos en forma de cruz de san Andrés. En esta posición, le arrancaban la piel del cráneo hasta las orejas y la dejaban expuesta para que su visión espantara a los adversarios.
La enervación, que consistía en quemar los tendones de las rodillas y las corvas, es otra variedad de desollamiento. Este suplicio, aunque quizá más suave, no resulta menos duradero y convierte a quien lo ha sufrido en una especie de eunuco, pues lo deja en un estado de absoluta debilidad e incapacitado para cualquier acto amoroso. La enervación se practicó, sobre todo, en la época merovingia. Clodoveo II ordenó que les quemaran los nervios a sus dos hijos y los abandonó en una balsa en medio del Sena. Un célebre cuadro de Luminais representa a los dos desdichados abandonados a merced de la corriente;
San Filiberto los acogió en Jumiéges, donde la balsa embarrancó.

MONSTRUOSIDADES

Ambroise Pare, EJEMPLO DE LA CANTIDAD INSUFICIENTE DE SEMEN

Si falla la cantidad de semen, como hemos dicho anteriormente, del mismo modo fallará también algún miembro, en poco o en mucho. De ahí ocurrirá que el niño tenga dos cabezas y un brazo, y que otro no tenga brazos; otro no tendrá ni brazos ni piernas, o le faltarán otras partes, como hemos dicho más arriba; otro tendrá dos cabezas y un solo brazo y el resto del cuerpo bien constituido.
En 1573 vi en París, en la puerta de Saint-André-des-Arts, a un niño de nueve años de edad, oriundo de Parpeville, una aldea a tres leguas de Guise; su padre se llamaba Pierre Renard, y su madre, que lo llevaba, Marquette. Este monstruo no tenía más que dos dedos en la mano derecha, y el brazo estaba bastante bien formado desde el hombro hasta el codo, pero desde el codo hasta los dos dedos era muy deforme. No tenía piernas, aunque le salía de la nalga derecha la forma incompleta de un pie, con cuatro dedos aparentes; de la mitad de la nalga izquierda brotaban dos dedos, y uno de ellos casi se parecía al miembro viril. Esto lo muestra al natural la presente imagen.

El primero de noviembre de 1562 nació en Villefranche-du-Queyran, en Gascuña, este monstruo sin cabeza 5 que me regaló el señor Hautin, doctor regente de la Facultad de Medicina de París; aquí tienes su imagen, de frente y de espaldas; él me afirmó haberlo visto [Fig. 23].

De algún tiempo a esta parte se ha visto en París un hombre sin brazos, de unos cuarenta años de edad aproximadamente, fuerte y robusto, que realizaba casi todo lo que otro podía hacer con las manos: a saber, con su muñón de hombro y la cabeza, descargaba un hacha contra un pedazo de madera, con tanta firmeza como hubiera sabido hacerlo otro hombre con sus brazos; del mismo modo hacía restallar un látigo de carretero y efectuaba varias otras acciones; con los pies comía, bebía y jugaba a las cartas y a los dados, cosa que te muestra esta imagen; por último, se hizo bandido, ladrón y asesino, y fue ejecutado en Gueldres, es decir, ahorcado y tendido en la rueda [Fig. 25].
Del mismo modo, según se recuerda recientemente, se ha visto en París una mujer sin brazos que cortaba, cosía y realizaba varias otras tareas. Hipócrates, en el libro 2 de las Epidemias, escribe que la mujer de Antígenes parió un niño todo él de carne, sin hueso alguno, y no obstante con todas las partes bien formadas.

MONSTRUOSIDADES

Ambroise Pare, parto multiple

DE LAS MUJERES QUE TIENEN VARIAS CRIATURAS
EN UN SOLO PARTO
EL parto normal de las mujeres es de un niño; no obstante, como el número de mujeres es elevado, se ven ocasiones en que tienen dos, a los que se llama gemelos o mellizos; las hay que dan a luz tres, cuatro, cinco, seis y más. Empédocles dice que, cuando hay gran cantidad de semen, se produce pluralidad de hijos. Otros, como los estoicos, dicen que se engendran porque en la matriz hay varias celdas, separaciones y cavidades, y cuando el semen se extiende por éstas, se producen varios niños; sin embargo, esto es falso, pues en la matriz de la mujer no se encuentra más que una sola cavidad, mientras que en los animales, como perras, puercos y otros, hay varias celdas, lo que constituye la causa de que conciban varias crías. Aristóteles ha escrito que la mujer no podía tener en un solo parto más de cinco hijos; sin embargo, esto le ocurrió a la sirvienta de César Augusto, que parió de una vez cinco hijos, que no vivieron  al igual que la madre sino muy breve tiempo. En el año 1554, en Berna, Suiza, la esposa del doctor Jean Gelinger tuvo igualmente en un solo parto cinco hijos, tres varones y dos hembras. Albucrasis cita como seguro el caso de una mujer que tuvo siete, y de otra que, al accidentarse, abortó de quince bien formados. Plinio, en el capítulo 11 del libro 7, menciona a una que abortó de doce. El mismo autor dice que en él Peloponeso se vio a una mujer dar a luz cuatro veces, y tener en cada parto cinco hijos, de los que vivieron la mayoría. D’Alechamps, en su Cirugía Francesa, capítulo 74, folio 448, dice que un caballero llamado Bonaventura Savelli, de Siena, le afirmó que una esclava suya, con la que convivía, tuvo siete hijos en un parto, de los que cuatro fueron bautizados. Y en nuestra época, entre Sarthe y Maine, en la parroquia de Sceaux, cerca de Chambellay, hay una casa solariega llamada la Maldemeure, cuya señora tuvo dos hijos en el primer año de su matrimonio, tres en el segundo, cuatro en el tercero, cinco en el cuarto y seis en el quinto, de lo que murió; uno de estos seis hijos está vivo, y es hoy señor del mencionado lugar de Maldemeure. En Beaufort-en-Vallée, región de Anjou, una joven, hija del difunto Macé Chauniere, tuvo un hijo, y al cabo de ocho o diez días otro más, que hubo que sacarle del vientre, lo que le produjo la muerte. Martinis Cromerus, en el noveno libro de la Historia de Polonia, escribe que en la provincia de Cracovia, Margarita, una dama muy virtuosa y de casa grande y antigua, esposa de un conde llamado Virboslaüs, dio a luz, el 20 de enero de 1269, una ventregada de 36 hijos vivos.
Francisco Pico de la Mirandola escribe que una mujer, llamada Dorotea, en Italia, parió en dos veces a veinte hijos, a saber, nueve una vez y once otra; al llevar peso tan grande, estaba tan abultada que sostenía su vientre, que le llegaba

hasta las rodillas, con una gran cinta prendida del cuello y de los hombros, como lo ves en esta imagen [Fig. 18].
En París, en el cementerio de Saint-Innocent, en el noveno pilar de la galería principal, junto al Espíritu Santo, está colocado un epitafio de piedra que dice así: «Aquí yace la honorable señora Yolande Bailli, esposa que fue del honorable varón Denys Capel, procurador en el Chátelet de París, que falleció el 17 de abril de 1513, a los ochenta y ocho años de edad y cuarenta y dos de viudedad, y vio, o pudo ver antes de su muerte, a 295 hijos nacidos de su ser.»

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, La Horca

La horca
A juzgar por lo que se dice, el colgamiento no tiene nada de desagradable en comparación con los suplicios que acamabos de describir. Todos los que, por accidente o por suerte, escaparon a la muerte, han conservado un recuerdo agradable. Provoca la erección y, con frecuencia, la expulsión de semen, que hace las delicias de los libertinos y los pintores de escenas amorosas.
Los judíos colgaban a los idólatras y los blasfemos, y también los cadáveres de los criminales. Dirigiéndose a Moisés, el Eterno exclama: «Reúne a todos los príncipes del pueblo, y cuelga a éstos del patíbulo ante Yavé, cara al sol…». Y Moisés, por su parte, insta a los jueces de Israel: «Matad a cualquiera de los vuestros que haya servido a Baal Fogor» (Números, XXV, 4-5).
En Roma, rara vez colgaban a los ciudadanos por el cuello, sino por los pies, los brazos o los pulgares, y a menudo ponían pesos en las partes del condenado que no estaban en contacto con la cuerda. San Gregorio de Armenia fue atado por un pie y san Antonio de Nicomedia por un brazo En la Galia, cuando colgaban a alguien por lo brazos, le ataban pesos en la parte inferior 4 las piernas y los dejaban caer de golpe. A veces los esclavos eran colgados por el cuello de árbole estériles, como el olmo, el aliso o el álamo, con sagrados a las divinidades infernales. «Erant au tem infelices arbores», escribe Plinio en su Histo ria Natural (Libro XXVI), más preocupado pe el bosque que por la carne viva cubierta por u sombrío velo.
Durante la Edad Media se mantuvo esta cos tumbre con los plebeyos acusados de bigarnil robo, infanticidio y deserción. (El hecho de qu Enguerrand de Marigny y Olivier-le-Daim fu( ran colgados por el cuello hasta morir, constitt ye una excepción.)
Enviar cartas anónimas que contuvieran arru nazas de muerte conducía a la horca. En el Jou, nal de Barbier se lee:
«El 12 de abril de 1726 fue colgado por clec sión del Chátelet, confirmada por sentencia, 1 cocinero del señor de Guerchois, consejero de Estado, que le había escrito cartas anónimas a su señor diciéndole que, si no dejaba un saco de luises en una ventana de la calle, lo asesinaría. El asunto no se llevó en secreto, apostaron gente de vigilancia en la calle y, a continuación, colocaron un saco lleno de monedas. El cocinero, sabedor de los preparativos, escribió tres cartas diferentes al señor de Guerchois, diciéndole que un día en el Pont-Neuf, al regresar de una cena, se había librado porque iba muy bien acompañado, pero que tarde o temprarno caería si no le pagaba. Era difícil descubrir al autor de la carta. No sé qué fatalidad hizo que se les ocurriera despedir al cocinero. La señora de Guerchois, al pagarle, le pido un recibo, y él cometió la torpeza de dárselo. A la señora le sorprendió el parecido de la letra con la de las cartas y se rindió a la evidencia. Hicieron arrestar al cocinero, el cual fue colgado.
»Al pueblo y a muchas otras personas les pareció excesivamente riguroso quitarle la vida a un hombre que no había matado ni robado y que jamás había cometido una acción. El populacho mostró su resentimiento rompiendo los cristales de casa del señor de Guerchois… Pero considerandolo con calma, como el caso era nuevo, se obro correctamente al colgarlo para dar ejemplo, sobre todo teniendo en cuenta que era un sirviente y que no se puede comprar la tranquilidad pública.»

También se colgaba a los adúlteros y a sus cómplices en horcas, patíbulos con varios pilares entre los cuales destaca el de Montfaucon, que se hizo célebre gracias a Villon y Coligny. Victor Hugo dice:
«Aquel monumento proyectaba un horrible perfil en el cielo; sobre todo por la noche, cuando la luz de la luna iluminaba aquellos cráneos blanquecinos, o cuando el viento zarandeaba cadenas y esqueletos en la oscuridad. La presencia de aquel patíbulo bastaba para convertir todos los alrededores en lugares siniestros.»
Hasta finales del siglo XVIII, aproximadamente, el ahorcamiento estuvo muy en boga. Se erigían horcas no sólo en toda Europa, sino también en las tierras recién colonizadas. La visita a los patíbulos constituía un solaz, una distracción. Tanto los reyes como las muchachas ávidas de sensaciones y las brujas, que acudían en busca de mandrágora o a cortar la cuerda benefactora, se entretenían con estos paseos campestres. La obra anónima que hemos aludido a propósito de la hoguera, describe así el colgamiento:
«Al criminal se le cuelga rodeándole el cuello con tres cuerdas: las dos to tous s, que son cuerdas del grosor del dedo eñiqu- . a una de ellas con un nudo corredizo, el jet, que sólo sirve para ayudar a que la v’cti a caiga de la escalera.
»El criminal sube a la carreta del ejecutor y se sienta sobre una tabla, de espaldas al caballo y acompañado de un confesor y del ejecutor, que se sitúa detrás de él. Cuando llegan a la horca, en la que se apoya una escalera, sube primero el verdugo andando hacia atrás y, utilizando las cuerdas, ayuda a subir al criminal. A continuación asciende el confesor y, mientras exhorta a la víctima, el ejecutor ata las tourtouses al brazo de la horca y, cuando el confesor empieza a descender, el verdugo, dando un golpe con la rodilla y ayudado por el jet, le quita la escalera a la víctima, la cual queda suspendida en el aire. Los nudos corredizos de las tourtouses le ciñen el cuello; entonces, el ejecutor, sosteniéndose con las manos a los maderos de la horca, trepa con las manos atadas de la víctima y a fuerza de patadas y golpes en el estómago, termina el suplicio con la muerte.»
El procedimiento es de una mortificante vulgaridad, de modo que parece preferible el de la trampilla. En las ciudades británicas, dice el Gran Diccionario Universal del siglo XIX, «la ejecución se lleva a cabo en un balcón de la prisión que da a una plaza; se sitúa al condenado sobre una trampilla y, cuando llega el momento, ésta se abre por medio de un muelle y el desdichado queda suspendido en el aire». Esta forma de actuar evita a la víctima interminables preparativos y un angustioso paseo hacia el lugar de la ejecución. Pero ¿es éste el efecto buscado en todos los casos? Cabe ponerlo en duda si pensamos en la publicidad que se da a las ejecuciones en Arabia Saudita y el Congo. Los suplicios que se infligían en China eran atroces: colgada por la mandíbula a las paredes de la canga, la víctima sentía cómo el suelo se iba hundiendo poco a poco bajo sus pies. En Turquía se le dejaba la mínima capacidad de movimiento necesaria para prolongar la agonía. El Gran Diccionario Universal del siglo XIX especifica que el instrumento ejecutor está compuesto por dos postes, unidos en la parte superior por un travesaño:
«Se sitúa a la víctima, que lleva una cuerda al cuello, entre los dos postes; se lanza por encima del travesaño uno de los extremos de dicha cuerda, se iza al condenado hasta que se halla a unos pies del suelo y se ata la cuerda. La víctima, que tiene los brazos libres, puede retrasar la muerte sosteniendo la cuerda por encima de su cabeza, pero las fuerzas no tardan en abandonarle y se deja caer para siempre» (tomo XII, p. 539)

MONSTRUOSIDADES

Ambroise Pare, hermafroditas o androginos

DE LOS HERMAFRODITAS O ANDRÓGINOS, ES DECIR, QUE TIENEN DOS SEXOS EN UN MISMO CUERPO
LOS hermafroditas o andróginos son criaturas que nacen con doble aparato genital, masculino y femenino, y por ello son llamados en nuestra lengua francesa hombres-mujeres. En cuanto a la causa, es que la mujer aporta tanto semen como el hombre en proporción, y por eso la virtud formadora, que siempre trata de crear su semejante, es decir, un macho a partir de la materia masculina, y una hembra de la femenina, hace que en un mismo cuerpo se reúnan a veces los dos sexos, y se les llama hermafroditas. Existen cuatro variedades, a saber: hermafrodita macho, que es aquel que tiene el sexo del hombre perfecto, puede engendrar, y presenta en el perineo (que es la zona entre el escroto y el trasero) un orificio en forma de vulva, que sin embargo no penetra en el interior del cuerpo, y del que no sale ni orina ni semen. La mujer hermafrodita, además de su vulva que está bien formada y por la que arroja el semen y las reglas, tiene un miembro viril, situado por encima de dicha vulva cerca del pubis, sin prepucio, pero de una piel delicada, que no puede volverse ni replegarse, sin erección alguna; de él no sale orina ni semen, y no hay rastro de escroto ni de testículos. Los hermafroditas que no son de uno ni de otro tipo, son los que están totalmente privados y exentos de generación, y cuyos sexos son totalmente imperfectos, situados uno junto al otro, a veces uno encima y el otro debajo, y no pueden utilizarlos sino para expulsar la orina. Hermafroditas machos y hembras son los que tienen ambos sexos bien formados, y pueden utilizarlos y emplearlos para engendrar; y a éstos, las leyes antiguas y modernas les hicieron —y les hacen aún— elegir qué sexo desean utilizar, con prohibición, so pena de perder la vida, de utilizar aquel que no hubieran escogido, debido a los inconvenientes que de ello pudieran resultar. Pues algunos han abusado de tal manera, que mediante un uso mutuo y recíproco se entregaban a la lascivia con uno y otro sexo, a veces de hombre, a veces de mujer, puesto que tenían naturaleza de hombre y mujer adecuada para tal acto; incluso, como escribe Aristóteles, su seno derecho es como el de un hombre y el izquierdo como el de una mujer.
Los médicos y cirujanos experimentados y entendidos pueden discernir si los hermafroditas son más aptos para ostentar y utilizar un sexo u otro, o los dos, o ninguno en absoluto. Y tal cosa se determinará por las partes genitales, es decir, si el sexo femenino es de dimensiones apropiadas para recibir la verga viril, y si por él manan las reglas; se determinará igualmente por el rostro, y si los cabellos son finos o gruesos; si la voz es varonil o débil; si los pechos son semejantes a los de los hombres o a los de las mujeres; también, si el aspecto todo del cuerpo es robusto o afeminado, si son atrevidos o temerosos, y otras actitudes propias de varones o de hembras. Y, en cuanto a las partes genitales que corresponden al hombre, hay que examinar y ver si existe gran cantidad de vello en el pubis y en torno al ano, pues por regla general, casi siempre, las mujeres carecen de él en el trasero. Del mismo modo, hay que examinar si la verga viril está bien proporcionada en grosor y largura, si se yergue y si de ella mana el semen, lo que se hará en virtud de la confesión del hermafrodita, una vez haya estado en compañía de mujer; y por este examen se podrá en verdad discernir y reconocer al hermadrodita macho o hembra, o si son una y otra cosa, o si no son ninguna de ambas. Y si el sexo del hermafrodita tiende más al del hombre que al de la mujer, ha de llamársele hombre; y lo mismo sucederá con la mujer. Y si el hermafrodita tiene tanto de uno como de otro, será llamado hermafrodita hombre y mujer, como puedes verlo en esa ilustración [Fig. 19].

 

 

 

 

 

 

 

 

En el ario 1486 se vio nacer en el Palatinado, bastante cerca de Heidelberg, en una aldea llamada Rorbarchie, a dos niños gemelos enlazados y unidos por la espalda, y que eran hermafroditas, como puede verse en esta imagen [Fig. 20].


Por otra parte, al comienzo del cuello de la matriz se encuentra la entrada y hendidura del sexo de la mujer, que los latinos llaman Pecten [=peine]; y sus bordes, que están cubiertos de vello, se llaman en griego Pterigomata, como si dijéramos alas, o labios de la culminación de la mujer, y entre ellos hay dos excrecencias de carne musculosa, una a cada lado, que cubren la salida de conducto de la orina, y se cierran, una vez que la mujer ha orinado. Los griegos las llaman ninfas, y a algunas mujeres les cuelgan y sobresalen fuera del cuello de la matriz, alargándose y acortándose, como lo hace la cresta de un pavo. En especial, cuando ellas desean el coito y sus maridos se disponen a acercarse, se yerguen como la verga viril, hasta el punto que gozan de ellas con otras mujeres: si se las ve desnudas, las vuelven muy vergonzosas y deformes, y a tales mujeres debe ligárseles y cortárseles lo que es superfluo, pues podrían abusar de ello; el cirujano tendrá cuidado de no hacer una incisión demasiado profunda, para evitar una gran efusión de sangre, y de no cortar el cuello de la vejiga, pues en lo sucesivo no podrían retener su orina, que manaría gota a gota.

Y que haya mujeres que, por medio de estas excrecencias o ninfas, abusen unas de otras, es cosa tan cierta como monstruosa y difícil de creer; está confirmado, sin embargo, por un relato memorable sacado de la Historia de África compuesta por León el Africano. Entre los adivinos que hay en Fez, ciudad importante de Mauritania, en África, existen ciertas mujeres (dice en el libro tercero) que hacen creer al pueblo que tienen trato familiar con los demonios; se aplican ciertos perfumes, fingiendo que el espíritu les entra en el cuerpo, y mediante el cambio de su voz dan a entender que es el espíritu quien habla por su garganta. Entonces, con gran reverencia, la gente les deja un donativo para el demonio. Los sabios africanos llaman a semejantes mujeres Sahacat, que equivale en latín a Fricatrices, ya que se frotan una a otra por placer, y en verdad están aquejadas de ese feo vicio de usar carnalmente unas de otras. Por ello, si va a consultarlas una mujer hermosa, le piden como pago, en nombre del espíritu, relaciones carnales. Y existen algunas que, habiéndole tomado gusto a ese juego, atraídas por el dulce placer que de ellas reciben, aparentan estar enfermas y mandan en busca de esas adivinadoras, y muchas veces hacen que su propio marido lleve este recado; pero, para ocultar mejor su maldad, hacen creer al marido que ha entrado un espíritu en el cuerpo de su mujer, y que, teniendo la salud de ésta a su cargo, es menester que le dé licencia para que pueda ponerse en trato con las adivinadoras: el infeliz marido consiente, y prepara un suntuoso festín para toda esta respetable pandilla; al concluir el festín comienza el baile, y la mujer tiene permiso para irse donde le parezca oportuno. Pero hay algunos que, percatándose astutamente del engaño, hacen salir al espíritu del cuerpo de su mujer a fuerza de palos. Otros también, haciendo creer a las adivinas que están poseídos por los espíritus, las engañan por el mismo medio que han utilizado ellas para con sus mujeres. Esto es lo que escribe al respecto León el Africano, y asegura en otro lugar que hay gentes en África que recorren la ciudad a la manera de nuestros castradores, y han hecho su oficio de cortar tales excrecencias, como hemos mostrado anteriormente al tratar de las operaciones de cirugía.
El día en que se reconciliaron venecianos y genoveses, nació en Italia —según cuenta Boaistuau— un monstruo que tenía cuatro brazos y cuatro piernas, y solamente una cabeza, con el resto del cuerpo bien proporcionado: fue bautizado, y vivió por algún tiempo. Jacques Rueff, cirujano de Zurich, escribe que vio uno semejante, teniendo éste dos sexos de mujer, como puedes comprobarlo en esta imagen [Fig. 21].

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, El despedazamiento

El despedazamiento
En lugar de serrarlos, también se pueden cortar los miembros con un hacha, un cuchillo, un sable o una hoz; es más lento, pero provoca mayor placer en los espectadores. La sección de órganos reviste un carácter erótico cuando se trata, por ejemplo, de la ablación de los pechos. ¡Cuántas miradas ávidas debieron de clavarse en los pechos de las mártires cristianas, de las santas Pelagia, Bárbara, Ágata y Casilda! ¡Qué saña en hacer caer aquellos bellos frutos, aquellos ornamentos de una virginidad consagrada! ¡Cuánta sangre derramada por vientres y muslos, expuestos a las burlas de una masa furiosamente excitada! Al dolor, se añade un sentimiento de degradación, una impresión de ignominia. ¿En qué se convierten una mujer privada de sus pechos o un hombre castrado? La mutilación adquiere un carácter moral, espiritual, cuando la mujer es castigada en sus partes más atractivas. Si ha utilizado sus encantos para pecar o ha hecho de ellos motivo de celos y concupiscencia, ha de ser castigada, como lo fueron Juana de Nápoles o las favoritas de Muley Ismaél, aquel rey de Marruecos que hizo cortar los pechos «a algunas mujeres de su harén ordenándoles que los pusieran en el borde de un cofre, cuya tapa dejaron caer violentamente dos eunucos…» (padre Dominique Busnot, 1714).
Tratada a tiempo, la ablación de los pechos se convierte en un incremento del castigo; en la mayoría de los casos, las cristianas escaparon a la hemorragia para caer en otros dolores. De origen oriental y lejano, el despedazamiento fue practicado en Egipto, en Persia, entre los asirio-babilonios y en China. Sabemos que Nahucodonosor quiso despedazar a los magos caldeos porque eran incapaces de interpretar un sueño que le atormentaba (Daniel, II, 5). La mitología también menciona a Basilisco, que fue cortado a trozos por haberse negado a ofrecer sacrificios a Apolo. Los chinos elevaron el suplicio a la categoría de sublime al ordenar el despedazamiento lento de las mujeres adúlteras y los regicidas. Se desnudaba al condenado, al que según la costumbre debía cortarse «en diez mil trozos», y en primer lugar se le arrancaban los pechos y los músculos pectorales. Después se practicaba la escisión de los músculos de la cara anterior de los muslos y la de la cara exterior de los brazos.

Cuando podían, los parientes pagaban al verdugo una fuerte suma para que embotara los sentidos del condenado con opio o eligiera, como por azar, entre ocho cuchillos, el más adecuado para alcanzar su corazón lo antes posible. Los prisioneros pobres sufrían la tortura hasta el final, y ni siquiera la muerte ponía fin al espectáculo, ya que desarticulaban los restos del cadáver (cf. Matignon, Dix ans aux pays du Dragon, pp. 263 y siguientes).
Este suplicio aún se aplicaba en Pekín a principios de nuestro siglo y fue infligido a Fu-ChuLi, asesino de un miembro de la familia imperial. Por insigne favor no se llevó a cabo la cremación de los restos del condenado, cuyo fin, descrito por Louis Carpeaux, pone los pelos de punta:


«El Señor de Pekín, impasible, avanza con un cuchillo en la mano.
»El condenado sigue con la mirada el acero que corta su tetilla izquierda. Crispado por el dolor, abre la boca, pero no tiene tiempo de gritar, pues, con un golpe brusco, el verdugo le secciona la tráquea…
»El condenado se crispa en su poste, con un aspecto más espantoso que el de Cristo crucificado, sin poder gritar, tal como exigen los ritos.
»Entonces, la tetilla derecha es cortada en un abrir y cerrar de ojos. Los ayudantes presentan un nuevo cuchillo: el verdugo, con mano firme, corta los bíceps, uno tras otro…
»Mientras el desdichado Fu-Chu-Li se contrae horriblemente, el Señor de Pekín, con gesto rápido y seguro, extrae toda la masa muscular de los muslos, que va a parar a un cesto ensangrentado por la carne ya arrojada en su interior…
»En ese momento la cabeza cae; el coma se refleja en el rostro convulso. En seguida la emprenden con el codo izquierdo: dos ayudantes lo parten mediante torsión del antebrazo, y el inmenso dolor reaviva por un momento al moribundo…
»De repente se produce un incidente trágico… Con un impulso enorme, la multitud parece arrojarse sobre la desgraciada víctima; el verdugo y sus ayudantes son arrinconados junto al poste fatal, que casi es derribado con su tronco mutilado…
»El Señor de Pekín, agarrando enérgicamente un jirón de carne ensangrentada del cesto, azota los rostros de la multitud asustada…» (Pékin quis’en va, 1914).

 

DEMONOLOGIA, MONSTRUOSIDADES

Brujos y Brujas

BRUJOS Hombres que con el apoyo las potencias infernales pueden obrar cuan quieren en consecuncia de un pacto hecho el diablo.
Los hombres sensatos no ven en los brujos sino unos impostores, charlatanes, bellacos, maniáticos, locos, hipocondríacos o tunos, que, desesperando de darse alguna importancia por su propio mérito, se hacían notables por el terror que inspiraban al estúpido vulgo y a los imbéciles.
En tiempos de Carlos IX, hallándose en París más de treinta mil brujos, que fueron desterrados de la capital. Contábanse más de cien mil en Francia bajo el reinado de Enrique III. Cada ciudad, cada lugar, cada aldea y cada choza tenía los suyos.
En esos tiempos, no cesaban de arder las hogueras para la extinción de los brujos; y cuantos más se hacían morir, tanto más se aumentaba su número. Este es el efecto ordinario de las persecuciones: el hombre se revela contra sus tiranos, y abandona por una inclinación natural lo que le es lícito, para hacer lo que se le quiere prohibir.
Mientras que en Francia se quemaba despiadadamente a todo infeliz acusado de brujería, los ingleses, más prudentes, se contentaban con disputar sobre los brujos. El rey Jaime I ha escrito un grueso volumen para probar que éstos mantienen con el diablo un comercio execrable, y que cuantas hazañas se les atribuían, no eran un mero cuento.

Los brujos son culpables de quince crímenes enormes, dice Bodin: 1.°, reniegan a Dios; 2.°, blasfeman; 3.0, adoran al diablo; 4.°, le dedican sus hijos; 5.°, sacrifícanlos antes de ser bautizados; 6.°, conságranlos a Satanás desde el vientre de su madre; 7.°, prométenle atraer cuantos puedan a su servicio; 8.°, juran en nombre del diablo y lo tienen a honra; 9.°, cometen incestos; 10.°, matan a las personas, las hacen cocer y se las comen; 11.0, mantiénense de carroña y de ahorcados; 12.°, hacen morir a los hombres con el veneno y los sortilegios; 13.°, hacen reventar el ganado; 14.°, marchitan los frutos y causan la esterilidad; 15.°, tienen ayuntamiento carnal con el diablo.
He aquí quince crímenes detestables, que todos los brujos cometen, o al menos en mucha parte, y de los cuales el menor merece una exquisita muerte. De modo que no pasaba mes alguno en que no se quemasen en gran número y de los acusados, citados ante el tribunal, los jueces de aquel tiempo condenaban casi siempre a los nueve décimos como brujos y mágicos convencidos de haber hecho pacto con el diablo.

Don Prudencio Sandoval, obispo de Pamplona en su Historia de Carlos V, refiere que dos jóvenes, una de once años y otra de nueve, se acusaron ellas mismas como brujas, delante los miembros del consejo real de Navarra; confesaron que se habían hecho recibir en la secta de los brujos, y se obligaron a descubrir todas las mujeres que lo eran, si se les concedía el perdón. Habiéndoselo prometido los jueces, ambas niñas declararon que viendo el ojo izquierdo de una persona podían conocer si era bruja o no; e indicaron el paraje donde se debían hallar muchas, pues era donde tenían sus reuniones. El consejo mandó a un juez trasportarse al lugar con las dos niñas, escoltado de cincuenta caballeros. Al llegar a cada población o aldea, debía encerrar a aquéllas en una casa separada, y hacer conducir delante de ellas a todas las mujeres de quienes se sospechase, para probar el medio que ellas habían indicado. De esta experiencia resultó que las mujeres que fueron señaladas por las dos jóvenes, como brujas, lo eran realmente. Cuando se vieron en la cárcel declararon que eran más de ciento cincuenta, que cuando una mujer se presentaba para ser recibida en su sociedad, se la daba, si era doncella, un joven bien formado y robusto con quien tenía comercio carnal, y hacíasele renegar de Jesucristo y de su religión. El día en que se celebraba esta ceremonia, veíase aparecer en medio de un círculo un macho cabrío todo negro; apenas hacía oír su voz ronca, todas las brujas se reunían y se ponían a danzar; después de lo cual iban todas a besarle el salvo-honor y hacían luego una comida de queso, pan y vino. Al acabarse este festín, cada bruja cabalgaba con su vecino, transformado en macho cabrío, y después de haberse untado el cuerpo con los excrementos de un sapo, de un cuervo y de muchos reptiles, volaban por los aires, para trasportarse a los lugares donde querían hacer mal.

En  su propia confesion ( cuantas no arrancaba el tormento!) dijeron que habían enviado a tres o cuatro personas para obedecer las órdenes de Satanás, quien las introducía en las casas, abriéndoles las puertas y ventanas, las que tenía cuidado de cerrar luego que el maleficio había tenido efecto. Todas las noches que precedían a las grandes fiestas del año, tenían asambleas generales donde hacían muchas cosas contrarias a la religión y a la honestidad. Cuando asistían a la misa, veían la hostia negra; pero si habían formado el propósito de renunciar a sus prácticas diabólicas, la veían de color natural.
Añade Sandoval que el juez, queriéndose asegurar de la verdad de los hechos por su propia experiencia, hizo prender a una bruja vieja y la prometió el perdón con la condición de que haría delante de él todas las operaciones de brujería. Habiendo aceptado la vieja la proposición, pidió la caja de ungüento que se había hallado sobre ella, y subió a una torre con el juez y un gran número de personas. Colocóse delante de una ventana, se untó la palma de la mano izquierda, la muñeca, el nudillo del codo, debajo del brazo, la ingle y el lado izquierdo; después de lo cual gritó, con una voz fuerte: ¿Eres tú? Todos los expectadores oyeron en los aires otra que respondió: Sí, aquí estoy. La bruja púsose entonces a bajar por lo largo de la torre, con la cabeza hacia abajo, sirviéndose de los pies y de las manos a la manera de los lagartos. Al llegar a mitad de la altura, tomó su vuelo en los aires, delante de los asistentes que no dejaron de verla hasta que desapareció en el horizonte. En el asombro que este prodigio había causado a todos, el juez hizo publicar que daría una considerable cantidad de dinero a cualquiera que cogiese a la bruja. Al cabo de dos días le fue presentada por unos pastores que la cogieron. El juez la preguntó porqué no había volado más lejos que pudiese escapar de los que la buscaban, a lo que respondió que su dueño no había querido trasportarla sino a la distancia de tres leguas, y que la había dejado en el campo donde los pastores la hallaron.
El juez ordinario pronunció sentencia contra ciento cincuenta brujas, y fueron entrega- das a la inquisición de Estella, y ni los ungüentos, ni el diablo pudieron darles alas para huir del castigo de doscientos latigazos y de muchos años de prisión que se les hizo sufrir. En Francia, indefectiblemente, hubieran sido quemadas.
Nuestro siglo no está aún exento de brujos. Los hay en todas las aldeas, y hállanse en París, donde el mágico Moreau hacía maravillas, pocos años atrás.
La señorita Lorimier, a quien las artes deben muchos cuadros preciosos, estando en Saint-Hour con otra señora también artista, tomaba desde una roca, situada en el llano, el plano de la ciudad y dibujaba trazando líneas con un lapicero. Los aldeanos empezaron a arrojar piedras a ambas señoras, las cogieron y las condujeron a casa del alcalde, tomán• dolas por brujas. M. Dulaure cuenta en la des• cripción de la Auvernia, un hecho semejante En 1778 los auvernienses creyeron que eran brujos los ingenieros que levantaban el plano de la provincia, y los arrojaron a pedradas
El tribunal correccional de Marsella ha pro nunciado su fallo últimamente sobre una cau sa bien singular. Una joven tenía un amante que debía ser ratificado por un consiguiente matrimonio: pero el amante, infiel a sus pro mesas, quería a otra mujer. En fin, la aman te abandonada, después de haber usado de poder de sus encantos, había recurrido a los de M. M*** que se reputaba muy hábil en brujería y practicaba la magia a escondidas para favorecer a las jóvenes de Marsella, quejosas de sus buenos amigos.
La nueva Ariana se dirigió al viejo doctor pidiéndole si tenía algún secreto para atraer a un infiel, y torcer el cuello a una rival M. M***, que al parecer no carecía de ellos empezó por hacerse dar dinero, y después una gallina negra, el corazón de un buey y unos clavos. Era preciso que todo esto fuese robado, con el dinero podía adquirise legítimamente, el brujo se encargaba de lo demás. Pero sucedió, que no habiendo podido volver a la joven su amante, embargado por los primeros encantos del himeneo, quería al menos aquélla que le fuese devuelto su dinero; de aquí se originó un proceso cuyo fallo condenó a M. M*** a una multa y a dos años de prisión como estafa. En otros tiempos no se le hubiera hecho al brujo esta injuria; hubiera tenido el honor de ser quemado como ministro de Lucifer (1).

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del museo de los Suplicios, La Parrilla

La parrilla
La parrilla, que es un sistema refinado de asar al prójimo, fue utilizada en gran escala en México y las islas Samoa con finalidades antropofágicas. Con este suplicio, los espectadores obtenían el doble placer de saciar su mirada, con la visión de los dolores, y su estómago, con la carne de los prisioneros. Por su parte, los españoles aplicaron con tanta frecuencia las costumbres mexicanas que acabaron por despoblar el país.
Para obligar a los ciudadanos de Egestes a que le dieran dinero, Agatocles inventó diversos suplicios, entre los cuales el de la parrilla constituía una especie de florón. Sólo lo utilizaba con personas opulentas, y Diodoro (XX, 71) nos dice que «hizo fabricar una cama de bronce en forma de cuerpo humano y provista de una reja, a la que se ataba a las víctimas; luego, se prendía fuego debajo y se las quemaba vivas. Este instrumento de suplicio sólo difería del toro de Fálaris en que los desdichados perecían ante los ojos de los espectadores. A las esposas de los ciudadanos ricos les apretaban los talones con tenazas o les cortaban los pechos; a las que estaban encinta les comprimían el vientre con piedras hasta hacerlas abortar…». La víctima más ilustre de la parrilla fue san Lorenzo, de quien muchos relicarios conservan las costillas, mientras que las de los santos Conan y Teódulo han caído en el olvido:
Cuando el calor hubo asado y quemado suficientemente un lado,
dirigiéndose al juez desde lo alto
del patíbulo, el mártir dijo con voz débil y entrecortada: «Volved ahora mi cuerpo del otro lado, que éste ya está bastante quemado y no debe estropearse».

Así se expresa Prudencio en su Himno, pero tenemos motivos para pensar que san Lorenzo no sintió tanto placer en la parrilla. Como tampoco san Eleuterio cuando lo colocaron en una cama de hierro calentada al rojo blanco, o los condenados a la silla de cobre o el casco al rojo. Como en el infierno, ha habido quien ha pensado en asar a la gente al espetón: este método, muy utilizado entre los antropófagos, carece de toda lógica en el mundo civilizado. Aunque, ¿se debe buscar la lógica en materia de suplicios? El rey de Babilonia hizo asar a Sedecías y Ajab por su iniquidad (Jeremías, XXIX, 22). En las guerras de religión se aplicó mucho este suplicio, y el odio explica esa última injuria que consiste en comerse parte de las vísceras del rival detestado, como sucedió en el caso de Concini, cuyo corazón devoraron. En los primeros años de nuestro siglo, todavía los soldados búlgaros espetaban a sus prisioneros servios, o los ataban con alambres de púas antes de asarlos. En 1914, los servios aplicaron procedimientos análogos con los austrohúngaros, a los que previamente destripaban. En cambio, el uso de la sartén (de gran tamaño, por supuesto) pronto se abandonó. Sin la obra de R. P. Gallonio y los grabados de Tempesta, que ilustran abundantes sartenes, calderos, calentadores y cazuelas del más puro estilo renacentista, nos haríamos una idea falsa del instrumento empleado para torturar a los macabeos. Exhortados por una madre intransigente y fanática, que no cesaba de animar su valor, los siete hermanos murieron por negarse a obedecer las órdenes de Antíoco:


«Es muy digno de memoria lo ocurrido a siete hermanos que con su madre fueron presos y a quienes el rey quería forzar a comer carnes de puerco prohibidas y por negarse a comerlas fueron azotados con zurriagos y nervios de toro. Uno de ellos, tomando la palabra, habló así: “¿A qué preguntas? ¿Qué quieres saber de nosotros? Estamos prontos a morir antes que traspasar las patrias leyes”. Irritado el rey, ordenó poner al fuego sartenes y calderos. Cuando comenzaron a hervir, dio orden de cortar la lengua al que había hablado, y de arrancarle el cuero cabelludo, a modo de los escitas, y cortarle manos y pies a la vista de los otros hermanos y de su madre. Mutilado de todos sus miembros, mandó el rey acercarle al fuego y, vivo aún, freírle en la sartén. Mientras el vapor de ésta llegaba bastante a lo lejos, los otros, con la madre, se exhortaban a morir generosamente…» (II Macabeos, VII, 1-6).

En ese gran recipiente con aceite, azufre, pez y resina, frieron a menudo a los cristianos. A otros les sumergían la cabeza en un caldero de plomo derretido o en un bote de pez hirviente. Los cristianos jamás olvidaron estas lecciones. Su modo de actuar con los herejes y las brujas supera los límites de la decencia más simple. En 1581, por ejemplo, Clauder Caron, médico y hombre muy considerado y piadoso, tumbó con tal fuerza a una mendiga de Annonay sobre un potro, que le amputó un dedo del pie. Pero como esto no bastara para hacerla confesar:
«… al igual que los cocineros flamean el cerdo al espetón para darle color, así aquella miserable fue de tal modo flameada que, según creemos, no le quedaba más que entregar el alma, pues no se había escatimado la grasa fundida y humeante en las orejas, bajo las axilas, en su naturaleza, en el hueco del estómago, en las rodillas, en los codos, en los muslos y en las pantorrillas…».

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Del Museo de los Suplicios, Las Hogueras Medievales

Las hogueras medievales
A comienzos de la Edad Media, la hoguera en que eran quemados los herejes y los brujos adoptó dos variantes. El primer método consistía en atar al condenado a un poste, alrededor del cual se apilaban haces de leña; de este modo se podía contemplar al condenado desde lejos mientras las llamas se elevaban hacia el cielo. Los inquisidores españoles y el duque de Alba gustaban de este procedimiento, que, en su opinión, estimulaba singularmente la imaginación de los espectadores. En el segundo método, más clásico por así decirlo, se rodeaba de haces de leña a la víctima, la cual no era colocada sobre la hoguera sino introducida en ella; luego, el verdugo mostraba sus restos al pueblo. Esta hoguera se destinaba a los herejes y las brujas: a despecho de las imágenes de la iconografía popular, los templarios, Jean Huss y Juana de Arco sufrieron este tipo de muerte por asfixia, que una obra anónima del siglo XVIII describe con detalle:
«Se empieza por clavar un poste de siete u ocho pies de altura, alrededor del cual, dejando espacio suficiente para un hombre, se dispone una hoguera cuadrada alternando haces de leña, troncos y paja; alrededor de la base del poste se coloca también una hilera de haces de leña y otra de troncos, cuya altura llegue aproximadamente hasta la cabeza del reo; se deja un espacio libre que permita llegar hasta el poste. Cuando llega el criminal, se le desnuda, se le pone una camisa impregnada de azufre y se le hace entrar por el espacio que se ha dejado libre entre las hileras de haces y troncos que rodean la base del poste. Una vez allí, se le coloca de espaldas al citado poste, se le ata una cuerda al cuello, se le ligan los pies y se le rodea el cuerpo con una cadena de hierro; estas tres ataduras rodean al hombre y el poste. A continuación, se termina la hoguera, tapando con leña, troncos y paja el lugar por el que ha entrado la víctima, de tal modo que ésta queda totalmente oculta; entonces, se prende fuego a la hoguera.
»Hay un medio para que el condenado no sienta el dolor provocado por el fuego, que normalmente se aplica sin que éste se dé cuenta. Es el siguiente: como los ejecutores utilizan para preparar la hoguera unos garabatos de barquero de dos pinchos, uno recto y el otro en forma de gancho, se atraviesa con uno de ellos la hoguera que rodea a la víctima, de modo que el pincho quede situado frente a su corazón. Apenas se ha prendido fuego, se empuja con fuerza el mango del garabato y el pincho atraviesa el corazón del reo, que muere en el acto. Si está dispuesto que sus cenizas sean aventadas, en cuanto es posible acercarse al lugar donde se hallaba, se va allí, se recogen con una pala unas cenizas y se lanzan al aire.»
En ocasiones, el verdugo recibía la orden de agarrotar al condenado justo en el momento de prender la hoguera. Si, en el último momento, el humo se lo impedía, la agonía de la víctima era espantosa. En 1726, Catherine Hayes, que había envenenado a su madre y luego descuartizó el cadáver, tardó tres horas en expirar. Su caso dista mucho de ser el único: las brujas no acababan nunca de morir y el sufrimiento de los herejes se prolongaba como por placer. Otro método de quemar a la gente (en particular, los judíos) consistía en arrojar al condenado a un foso lleno de ramitas, pez y troncos. Este método, muy utilizado en la Alemania medieval, sobrevivió hasta la época de los campos de exterminio, pero hay razones para creer que es de origen francés. En efecto, durante el reinado de Felipe el Largo se acusó a los judíos de haberse asociado con los leprosos y con el diablo para envenenar los manantiales de agua potable. En Chinon, dice Michelet, cavaron un día un gran foso y quemaron en él a ciento sesenta hombres y mujeres:
«Muchos de ellos saltaban al foso entre cánticos, como en una celebración. Algunas mujeres hicieron arrojar a sus hijos antes que ellas, temerosas de que se los arrebataran para bautizarlos. En París, quemaron sólo a los culpables…»
Según dice Herodoto en Historias (libro IV, capítulo 69), los escitas utilizaban un tipo de hoguera muy original para ajusticiar a los falsos adivinos:
«Se les hace morir de la manera siguiente: se llena de troncos pequeños un carro, al cual se uncen unos bueyes; se coloca en él a los adivinos, atados de pies y manos, amordazados y rodeados de leña; se prende fuego y, a continuación, se azuza a los bueyes, asustándolos para activar su huida. Unas veces, los animales son devorados por las llamas con los adivinos; otras, llenos de quemaduras, huyen cuando el timón ha sido consumido por el fuego.»

Así pues, al norte del Ponto Euxino costaba muy caro equivocarse acerca del curso de los astros o de la evolución de las afecciones de la realeza. Claro que no eran más considerados en Japón, donde los condenados perecían metidos en cestos de mimbre, similares a los que los galos disponían en honor de sus dioses. En Civilisations inconnues, obra escrita en 1863, Oscar Commettant describe el suplicio en estos términos:
«Se mete a la víctima en un recipiente de mimbre, lo bastante tupido para que las llamas alcancen la carne con dificultad y a través de unos estrechos intersticios; luego, se arroja el cesto al fuego. Al cabo de unos segundos, cuando el mimbre medio consumido deja penetrar el aguijón de la llama, mil quemaduras, al principio superficiales y a los pocos momentos insoportables, comienzan a torturar de un modo horrible al condenado. Enloquecido por el dolor, éste salta instintivamente en el interior del cesto, y cada movimiento recibe los aplausos de la multitud, que se cree ante un espectáculo. Hay risas, comentarios y elogios, hasta que el cesto queda inmóvil, es decir, hasta que la víctima ha muerto asfixiada.»
También en Extremo Oriente, poco antes de la primera guerra mundial, los chinos, aprovechando los últimos progresos de la técnica, habían ideado otro método expeditivo para quemar a los culpables. «Se obliga al condenado a beber dos litros de petróleo — explica J. Avalon en un artículo titulado “Monsieur de Pékin” — y se le introduce una larga mecha que prácticamente llega hasta el estómago. Luego, se enciende la mecha: el petróleo se inflama y la víctima, escupiendo un inmenso chorro de fuego, literalmente estalla» (Aesculape, junio de 1914).
En la conquista de Argelia, el coronel Pélissier se distinguió por ordenar quemar en una caverna de la Garganta del Dahar, en la Cabilia, a hombres, mujeres y niños. Bugeaud defendió a capa y espada de los ataques de la «prensa canallesca» al autor de esta acción que, en junio de 1845, ocasionó sólo 760 muertes y dio a los franceses enorme popularidad. Ante tales hechos, ¿cómo censurar a las tropas alemanas por el salvajismo que demostraron en Lieja en 1914, o a los norteamericanos por su actuación en Vietnam? Los polinesios, al menos, tenían la excusa de que asaban a los vencidos para comérselos.  ¿Y los musulmanes? ¿Son acaso más civilizados? No, a juzgar por el ejemplo siguiente, que se refiere al suplicio del «chámgát», practicado en Egipto a principios del siglo XIX:
«He aquí la espantosa descripción que hace el jeque Mohammed ibn-Omar el-Tonsy: se cogía una gran vasija de tierra cocida, poco profunda, y se llenaba de estopa untada con pez y alquitrán. Hecho esto, se traía al condenado, se le ataban los brazos a un largo palo que, pasando sobre el pecho, llegaba hasta la punta de los dedos y, en el cuello, se le ponía una anilla de hierro de la que pendían cuatro o cinco largas cadenas.
»Acto seguido, se vestía al desdichado con unas ropas untadas de resina y se le hacía sentar en la vasija de tierra, fuertemente sujeta a la silla de un camello; a continuación, se colocaban varias mechas resinosas encendidas a lo largo del palo, que mantenía extendidos los brazos del condenado. El rostro de la víctima también era untado con pez y alquitrán y se le prendía fuego: espantosos gemidos atestiguaban los horribles sufrimientos que soportaba. Se paseaba este lamentable cortejo por las calles de la ciudad, los mercados y las plazas públicas.
»Estas atrocidades, practicadas particularmente en tiempos de los mamelucos, provocaban un profundo terror en la población. La última víctima que sufrió en El Cairo la pena del “chámgát” fue una mujer llamada Djindyah, que había cometido varios asesinatos» (Citado por Fernand Nicolay en Histoire sanglante de l’Humanité, pp. 131-132).

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, LA CRUCIFIXION

La crucifixión
Si cabe establecer comparaciones en el terreno de lo horrible, el suplicio de la crucifixión en nada desmerece al del empalamiento. Puede que incluso lo supere, ya que las disposiciones legales de la antigüedad preveían la administración de estupefacientes a los condenados con la finalidad de suavizar el castigo.
En su suplemento al Dictionnaire de la Bible(tomo IV, p. 357), Dom Calmet escribe:
«Daban a las víctimas vino mezclado con incienso, mirra o alguna otra droga fuerte capaz de embotar los sentidos y hacerles perder la sensación de dolor. Salomón aconseja dar vino a los que están aniquilados por el dolor; y en la Pasión de Jesucristo vemos practicar este acto humanitario cuando le ofrecen vino mezclado con mirra antes de ser crucificado y vinagre cuando está en la cruz. Estos detalles son generales y se realizan con todos los torturados.»
La cruz utilizada con más frecuencia, que fue la de Cristo, tenía forma de tau. La víctima sólo estaba obligada a llevar sobre los hombros el patibulum, es decir, el montante superior del instrumento. El otro montante, el stipes, permanecía siempre clavado en el suelo. La iconografía cristiana nos ha inducido a error mostrándonos al Señor acarreando una cruz completa de dimensiones exageradas. Rembrandt y Van Dick llegaron incluso a imaginar que, en razón de la calidad del personaje, Cristo había sido crucificado en la crux sublimis, de una altura muy elevada. Gracias a los estudios de los doctores Barbet, Bréhant y Escoffier-Lambiotte, hoy sabemos que los clavos no atravesaban la palma de la mano sino las muñecas, tal como puede apreciarse en el sudario de Turín. Los pies eran clavados directamente en el stipes, la parte vertical de la cruz, y no había ningún soporte para evitar la desagradable flexión de las piernas, tan a menudo corregida en el arte medieval y el barroco.
La asfixia progresiva y el tétanos provocaban la muerte al cabo de unas horas, y no de unos días, en contra de lo que sostenía Ernest Renan. Apelar al hambre, la sed y los síncopes debidos a la insolación, tal como hizo, es incurrir en un error diagnóstico:
«La atrocidad particular del suplicio de la cruz era que se podía vivir tres o cuatro días inmerso en ese horrible estado sobre el madero. La hemorragia de las manos cesaba en seguida y no era mortal. La verdadera causa de la muerte era la posición antinatural del cuerpo, que provocaba espantosos trastornos circulatorios, terribles dolores de cabeza y mareos y, por último, la rigidez de los miembros. Los crucificados de complexión robusta morían de hambre. El objetivo principal de este cruel suplicio no era el de matar directamente al condenado a causa de unas lesiones determinadas, sino el de torturar al esclavo a través de sus manos, a las que no había sabido dar buen uso, y dejar que se pudriera en el madero.»
La lanzada tampoco provocaba la muerte; permitía comprobarla, conforme al Derecho romano. Así pues, la agonía sólo podía acortarse quebrando las piernas con palos o barras metálicas. En un notable artículo publicado en Le Monde el 9 de abril de 1966, el doctor EscoffierLambiotte destaca:
«El proceso de la muerte ha sido descrito por antiguos prisioneros de Dachau y por el doctor Hyneck, de Praga, que lo observaron, respectivamente, en el campo de concentración y, entre 1914-1918, en el ejército austro-alemán, cuando colgaban a los condenados a un poste por las manos. Las víctimas sólo podían respirar ejerciendo un movimiento de tracción con los brazos, lo que provocaba, al cabo de unos diez minutos, violentas contracciones de todos los músculos, en tanto que el tórax quedaba lleno de aire hasta la garganta y era incapaz de expulsarlo. En Dachau ataban pesos a los pies de las víctimas demasiado robustas, a fin de acelerar el proceso de asfixia e impedir la tracción de los brazos…»
La crucifixión se practicaba en Fenicia, Persia, Macedonia y otros muchos lugares. Diodoro de Sicilia relata que la reina Cratesípolis ordenó crucificar a una treintena de agitadores y que luego reinó sin sobresaltos sobre los habitantes de Sición (XIX, cap. 67). Por su parte, Demetrio hizo crucificar a veinticuatro personas en Aegium ante las puertas de la ciudad (XX, cap. 103). Estos ejemplos fueron ampliamente seguidos, pero los romanos dieron una expansión considerable al castigo, sobre todo en razón de las masas de esclavos que precisaban. De Nerón a Constantino, se lo aplicaron a los cristianos, ansiosos por conseguir la palma del martirio sufriendo el mismo suplicio que su divino Maestro.
El instrumento adoptaba formas muy diversas, minuciosamente descritas por Justo Lipsio en su De Cruce (Amberes, 1595). Esta obra, extremadamente seria y cuyos datos proceden de las mejores fuentes arqueológicas, nos explica que, aparte de la tau y la cruz en altar, existían la cruz commissa, con tres brazos, la crux immissa, que tenía cuatro, y la crux decussata, en forma de X, en la que fue clavado san Andrés. El suplicio que sufrió san Pedro era el reservado a los sediciosos. En un hermoso arranque de oratoria, 1 san Juan Crisóstomo exclama:
«Pedro, a ti te fue concedido gozar de Cristo en el árbol y tuviste la suerte de ser crucificado como lo fue tu Maestro, aunque no con la cabeza alta como el Señor Cristo, sino inclinada hacia el suelo como alguien que viajara de la tierra al cielo. ¡Benditos sean los clavos que atravesaron esos miembros sagrados!» (homilía sobre el pastor de los Apóstoles).
También se crucificaba a las mujeres. Santa Maura hubo de sufrir, totalmente desnuda, los improperios del anfiteatro, y santa Benedicta prefirió la cruz al himeneo con un pagano. La crucifixión con fines penales desapareció por completo de la escena occidental tras la caída del Imperio romano. La pretensión de aplicar a un cualquiera el suplicio de Cristo, cuya representación aparecía por doquier, se convirtió entonces en una blasfemia. ¿Acaso no disponían los jueces del recuerdo del sufrimiento de los mártires y de los recursos de la imaginación? A fe que recurrieron a ella a fondo…

La crucifixión resurgió en España en el siglo XIX, durante la guerra de la Independencia. Y en nuestra época, las tropas hitlerianas martirizaron a los judíos en la Unión Soviética, tal como antaño fueron martirizados los mercenarios de Cartago y los compañeros de Espartaco. En la guerra de la Vendée, los chuanes se contentaron con clavar a sus enemigos en puertas y árboles:
«Los bandidos fueron los primeros en iniciar el ciclo de asesinatos y matanzas. Machecoul fue el primer teatro donde se representaron estas escenas de horror. Allí, los bandidos destrozaron y descuartizaron a 800 patriotas; los enterraron estando aún vivos; no hicieron más que cubrir sus cuerpos; dejaron al descubierto sus brazos y sus piernas; ataron a sus mujeres y las obligaron a asistir al suplicio de sus maridos; después, las clavaron vivas, a ellas y a sus hijos, en las puertas de sus casas y las mataron pinchándolas miles de veces. El cura constitucional fue ensartado y paseado así por las calles de Machecoul, tras haber mutilado las partes más sensibles de su cuerpo; lo clavaron, aún vivo, en el árbol de la libertad. Un sacerdote vendeano, Prioul, celebró una misa entre la sangre y los cadáveres mutilados» (Rapport Garnier, 1793).