MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Dolor y voluptuosidad

El hombre es un animal lo bastante sorpren­dente como para intentar buscar el sosiego de pasiones y sentidos en el sufrimiento y la crueldad. Los buenos pretextos que le incitaban a sacrificar a sus semejantes en nombre de la jus­ticia o en honor de las divinidades desaparecen ante la búsqueda desenfrenada del placer. El erdugo, consciente o inconscientemente, siente cierta voluptuosidad en martirizar, al igual que el sacerdote goza con la vergüenza y las ofensas al pudor. En el vasto terreno del erotismo, la li­bertad recupera sus derechos y la Bestia se muestra al desnudo. Su rostro carece de atracti­vo, pues el hombre, malvado por naturaleza, di­rige su furia contra el objeto amado, le exige su­misión y pasividad. Llega incluso a someterse a las peores abyecciones, a la esclavitud y el te­rror. Y todo para depositar un poco de semen a merced del viento y de sus fantasías. La educa­ción, la prudencia y la voluntad no son nada comparadas con las exigencias genitales, sobre las que nuestro mundo hipócrita se complace en correr un tupido velo, prefiriendo con mucho — ¿por cuánto tiempo aún? — la aberración a la catarsis. Nadie se atreve a abordar el fondo del problema con tanta franqueza como lo hace Noirceuil cuando se dirige a Juliette:
«No existe objeto en la Tierra que no esté apuesto a sacrificarle. Para mí, es un dios; que lo sea también para ti, Juliette. Adora a ese dés­pota, adula a ese dios soberbio. Desearía que hubiese un hombre encargado de matar, con es­pantosos suplicios, a todos los que se negaran a inclinarse ante él… Si fuera rey, Juliette, nada me causaría más placer que hacerme seguir por dos verdugos que exterminasen al momento todo aquello que me resultara repugnante a la vista… Caminaría sobre cadáveres y me sentiría feliz; eyacularía en la sangre, que correría a chorros por mis pies» (Juliette, I, p. 244).
Para Sade, el placer es primordial. La única realidad del hombre, solo en un universo de indi­viduos que le son indiferentes, está en función del goce que le proporcionan sus semejantes, sin que importe si éste va acompañado de dolor, tor­tura y muerte. «El mayor dolor de los demás cuenta menos que mi placer», señala Maurice Blanchot al resumir las opiniones de Sade:
«Si debo comprar el más leve goce a cambio un cúmulo de inusitadas atrocidades, eso no [ene ninguna importancia, porque el goce me deleita, está en mí; en cambio, la sensación de crimen no me afecta, está fuera de mí.»
A excepción de las alusiones a los suplicios. de las que Sade no sabría prescindir, fuerza es reconocer que sus héroes se expresan con una franqueza absoluta. Las aspiraciones de Noir­ceuil son las de los machos bien dotados, aque­llos a quienes no repele el «amor vulgar» y que desearían decir de su amante:
¿Qué soberbia está, en su desorden,
cuando cae con los senos desnudos
y la vemos, con los labios entreabiertos,
retorcerse en un beso de rabia
y mascullar, aullando, palabras desconocidas!
Efectivamente, el amor implica fantasías cuya exageración podría conducir a una especie de locura. ¿Qué apasionado no devora a su pare­ja a besos, no mordisquea sus pezones y sus axi­las, no muerde sus labios o su cuello? Un sadis­mo menor, si se quiere, en el que el paroxismo del placer lleva a perdonar un dolor pasajero. Pero auténtico sadismo cuando la búsqueda del dolor por el dolor es el elemento predominante en aquellos que encuentran placer en desflorar, o en los impotentes que se ven obligados a recu­rrir a medios mecánicos para provocar el espas­mo. Según Octave Mirbeau, la sangre es un pre­cioso estimulante para la voluptuosidad; es el vino del amor para todos esos seres que no pue­den gozar sin hacer sufrir a su prójimo o sufrir por él.
La manía de la desfloración ha existido en muchos pueblos. Para llevarla a cabo, los sacer­dotes egipcios ocupaban el lugar de sus dioses en la oscuridad propicia de los santuarios; los de Babilonia preferían la violación colectiva; y en Roma se sacrificaba la virginidad en elinmundis-simum fascinum, que horrorizaba a san Agustín. La violación es una tortura que siempre ha he­cho las delicias de los orientales. El placer que proporciona no reside tanto en la sangre y las lá­grimas vertidas como en la sorpresa de la virgen estrecha o el muchacho esquivo, que no espera­ban tan triste suerte. Ésa es la razón que explica la existencia de todo un comercio de adolescen­tes, al que aluden tanto el Satiricón como los in­formes de la ONU. Es, asimismo, la causa de la invención de artilugios apropiados para destro­zar hímenes e ingeniosos mecanismos capaces de reducir la resistencia más pertinaz. Estos apa­ratos que siembran la obra de Sade, y que Fer­nando de Ñapóles perfeccionaría, existieron en China hasta época reciente. Georges Soulié de Morant nos cuenta que un príncipe chino, muy aficionado a los jóvenes, encontró un medio para tenerlos a su merced:
«Cuando un visitante llegaba inesperadamen­te, el anfitrión lo conducía al lugar de honor y hacía que se sentara junto al instrumento sobre el que ya estaba dispuesta la ritual taza de té, que debía coger con ambas manos. ¿Quién hu­biera sospechado una traición? El visitante, sin embargo, al levantar la taza accionaba un meca­nismo oculto. Súbitamente, con la rapidez del rayo, surgían unas esposas de acero que aprisio­naban las muñecas del desdichado, el cual que­daba completamente indefenso y a merced de la voluntad de su anfitrión» (Bijou de Ceinture,Pa­rís, 1926, pp. 162-163).
Los violadores son simples viciosos a quienes sólo interesa la rareza del placer. También po­drían obtenerlo con muchachas nubiles o con in­dividuos de más edad, si no fuera porque quie­ren realizarlo con los aderezos del servilismo y el terror. Por otra parte, no tienen ninguna excusa, al contrario de aquellos que, debido a su incapa­cidad o a excesos sexuales, buscan en ciertas coacciones un medio de conseguir el orgasmo. Según la intensidad de los deseos a satisfacer o el estado psicopatológico, estas coacciones pueden revestir tres formas principales, que incluyen una amplia gama de variantes: la flagelación, el ahor­camiento simulado y las mutilaciones, con su gama infinita.
Te habras dado cuenta que muchas de estas manifestaciones morbozas y sadismo placentero las estuvimos comentando esta semana.
MONSTRUOSIDADES

Mano de Gloria

MANO DE GLORIA Esta mano de gloria es la mano de un ahorcado que preparan de este modo: cúbresela con un pedazo de mor­taja, apretándola bien para hacer salir la poca sangre que pudiese haber quedado; métesela después en un puchero de barro con sal, sa­litre y pimienta, todo bien pulverizado. Déja­sela en este puchero por el espacio de 15 días, después de lo cual se la pone que reciba el ardiente sol de la canícula hasta estar bien seca, y en cuanto éste no baste métesela en un horno caliente con helécho y verbena.
Compónese luego una especie de vela con la grasa del ahorcado, la cera virgen y el zumo de Laponia, y sírvese de la mano de gloria como de un candelero para tener esa maravillosa vela encendida. Todos cuantos hay en los pa­rajes en que se deja ver esta funesta bujía quedan inmóviles y sin poder menearse, cual difuntos.
Varios modos hay de hacer servir la mano de gloria que los malvados conocen muy bien, pero después de mucho tiempo que no hayan ahorcado a nadie debe ser una cosa muy rara.
Dos mágicos, habiendo posado en un figón para robar, pidieron pasar la noche cerca del fuego, lo que se les concedió. Cuando todos se hubieron acostado, la sirvienta, a quien no habían gustado mucho aquellos rostros pati­bularios de los dos viajeros, se fue a escuchar por la cerradura para saber lo que hacían, y vio que sacaban de un saco la mano de algún cuerpo muerto, que untaban sus dedos con un ungüento y después los encendían menos uno que no pudieron por más esfuerzos que hi­cieron, y esto fue, según entendió, por ser ella sola la que no dormía entre todos los de la casa, pues todos los demás dedos estaban encendidos para sumir en el más profundo sueño a los que estaban ya dormidos. Corrió a despertar a su amo, pero no pudo alcanzar­lo, como tampoco a los demás del mesón, has­ta haber apagado los dedos encendidos, cuan­do los dos ladrones ya habían empezado a dar el primer golpe en un aposento vecino. Los dos mágicos viéndose descubiertos huyeron, y no les ha vuelto a ver más.

Es inútil el uso de la mano de gloria para los ladrones cuando se ha tenido la precaución de restregar el umbral de la puerta con un un­güento compuesto de hiél de gato negro, grasa de pollo blanco y sangre de mochuelo, cuyo ungüento debe hacerse en la canicula.
MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Dolor y Voluptuosidad, Manifestacion colectivas del sadismo

El sadismo de grupo es el peor que se pueda imaginar. «Cuando la masa derrama sangre —es­criben los doctores Cabanés y Nass —, al princi­pio experimenta náuseas; luego, si no se detiene y supera su primera reacción de repugnancia, se deleita apasionadamente y se ensaña con su pre­sa como un alcohólico con su víctima. Entonces se estremece con un placer voluptuoso.» Electri­zados por el número, el ambiente, el miedo, el odio o la venganza, los individuos ya no logran controlar sus nervios. Esa situación desemboca, como ya hemos visto, en los azotes en público, pero puede llegar hasta la violación o el asesina­to, hechos de los cuales nadie se siente verdade­ramente responsable. Cometida por un hombre solo sobre una mujer o un niño, la violación se convierte en un acto de fuerza y coacción. La cosa cambia cuando son varias personas las que jometen el crimen para satisfacer las exigencias desbocadas de sus sentidos:
«La violación cometida por un solo indivi­duo, rara vez —de un modo relativo, por supues­to— va seguida de asesinato; en las realizadas por un grupo de individuos, esto sucede con mu­cha más frecuencia. En los dos casos, una causa bastante común es la resistencia de la mujer, que sólo se consigue vencer destrozándola. Una vez muerta, lejos de convertirse en algo que provoca
ugnancia y horror, sirve para saciar la lubrici­dad del asesino. Otra causa es esa depravación, indiscutiblemente patológica, por la cual deter­minados individuos necesitan hacer correr la san-
para excitar sus sentidos» (doctor Aubry,La Contagion du Meurtre, p. 214).
Las Vísperas Sicilianas, la noche de San Bar­tolomé, las matanzas de septiembre, los ahoga-mientos de Nantes o los pogroms, sólo encuen­tran explicación en las bruscas erupciones de un sadismo enloquecido que se aproxima a la vesa­nía. Vemos al pueblo desmandado desgarrar a Coligny, devorar los restos de Ravaillac y de Concini, profanar los cadáveres de la Lamballe y de Mussolini. Babeuf escribía a su esposa:
«Comprendo que el pueblo quiera hacer jus­ticia, y apruebo esta justicia cuando queda satis­fecha con el aniquilamiento de los culpables. Pero ¿podría no ser cruel hoy en día? Suplicios
todo tipo, descuartizamientos, torturas, rue­das, hogueras, patíbulos y verdugos que proliferan por doquier… ¡nos han inculcado unas cos­tumbres tan horrendas! Los señores, en lugar de civilizarnos, nos han convertido en bárbaros por­que también ellos lo son. Recogen y recogerán lo que han sembrado…»
«Ebrias de vino y sensualidad, las amigas de quienes perpetraron las matanzas de septiembre —escribe Matón de la Varenne— danzaban so­bre los cuerpos mutilados, marcando el compás en las partes cuya desnudez era más aparente, y llevaban atados en el seno jirones de carne que el pudor no permite nombrar…» Las cantineras de la Comuna de París no actuaron de modo dife­rente en la calle Haxo con los cadáveres de poli­cías y sacerdotes.
Eros es inseparable de Thanatos. «Las esce­nas que seguían al saqueo de una fortaleza en las islas Fidji —escribe Thomson— son demasiado horribles para ser descritas con detalle. Uno de los datos menos atroces es que no se establecían diferencias en razón del sexo o la edad. Innume­rables mutilaciones, practicadas a veces sobre víctimas vivas, y actos de crueldad impregnada de pasión sexual, hacían el suicidio preferible a la captura. Con el fatalismo innato del carácter melanesio, muchos cautivos ni siquiera intenta­ban huir, sino que inclinaban pasivamente la ca­beza para recibir el mazazo. Si tenían la desgra­cia de ser apresados, la suerte que les aguardaba era siniestra. Conducidos al pueblo principal, eran entregados a muchachos de alto rango que se divertían torturándolos o, aturdidos de un ma­zazo, eran introducidos en hornos muy calientes; cuando el calor les devolvía la conciencia del do­lor, sus convulsiones frenéticas provocaban las risotadas de los espectadores…» (citado por Da­vie, La Guerre,p. 400). Y se trataba de un pue­blo evolucionado, civilizado, con sentido artísti­co y, por otra parte, bueno y generoso. Claro que también es cierto que luego se han visto co­sas mucho peores. En el campo de Dachau, por ejemplo, una galería habilitada al efecto permitía a las amantes de los oficiales de las SS contem­plar a los moribundos, hormigueantes de gusa­nos y acorralados por los perros famélicos, y la flagelación de prisioneros a los que se azotaba con un cinturón. Estos hechos nos dejan estu­pefactos y nos producen escalofríos porque se trata de sucesos contemporáneos, aunque si re­flexionamos no son peores que las ejecuciones de Grandier, Damiens y la Voisin. El sadismo femenino encuentra en ellos una perfecta satis­facción.
«Cuando las mujeres se acostumbran a exci­tarse despertando su crueldad —podemos leer en Juliette (IV, p. 273) — , la extrema delicad de sus fibras y la prodigiosa sensibilidad de sus órganos les hacen llevar todo eso mucho más le­jos que los hombres.» La manía de Sarah Bern­hardt de que la poseyeran en su ataúd, da la ra­zón a Sade, y mucho más la de Rachel, cuyo ma­yor deseo era ser amada sobre el cuerpo de un hombre recién guillotinado. Horace de Viel-Cas-tel relata que «a uno de sus amantes le impuso la condición de que repitiera en los momentos decisivos: “¡Soy Jesucristo!”. Y cada vez que estas palabras sacrilegas llegaban a sus oídos, Rachel alcanzaba un paroxismo de placer imposible describir».
DEMONOLOGIA, MONSTRUOSIDADES

Lurancy Vennum y Posesion de Mary Roff

Existe comprobada constancia de un extrordinario caso de presunta posesión, no por entidades sobrenaturales o demoníacas, sino por el espíritu de una joven fallecida a los dieciocho años de edad.
El caso apareció publicado por el doctor Stevens en el «Religio-Philosophical Journal» de los Estados Unidos, con el título de «Watseka Wonder» y obtuvo una amplia popularidad por aquel entonces — principios de siglo—, despertando la inquietud y curiosidad de nume­rosos investigadores de lo paranormal, y dando lugar a una enconada polémica acerca de la posibilidad de que el fenómeno fuera en reali­dad un caso de verdadera posesión.
Los acontecimientos se desarrollaron —hace más de cien años— en una pequeña ciudad del Estado de Illinois, llamada Watseka. Vivieron por aquella época dos familias en tal ciudad, los Vennum y los Roff. Ambas se conocían tan sólo superficialmente, teniendo contactos muy distantes en el tiempo y lejos, de todos modos, de cualquier tipo de intimidad.
Los sucesüs comenzaron cuando Lurancy Vennum, hija de los Ven­num, que aún no contaba catorce años de edad, hubo de ser internada en un local especialmente destinado para personas dementes. Los sín­tomas que presentaba eran por demás espectaculares: tras largas y penosas crisis epileptoides o histerógenas —el médico que la trató, el doctor Stevens, nunca pudo especificar la naturaleza de sus ataques—, Lurancy sufría bruscos e inopidados cambios de personalidad. Los tra­tamientos a que fue sometida no dieron resultado, y se acabó conside­rándola como un caso sin esperanza.
Estos síntomas no tendrían más trascendencia desde una perspecti­va psiquiátrica moderna y no serían, por tanto, objeto de nuestro inte­rés, si no fuera por los fenómenos que posteriormente se desarrollaron en la persona de la desdichada Lurancy Vennum.
El caso de Lurancy pronto se extendió por los alrededores, inquie­tando al señor Roff, cuya hija Mary, fallecida hacia doce años, había muerto a causa de unos padecimientos extremadamente similares. Aun­que los Roff no habían tenido una especial relación con los Vennum, el señor Roff decidió visitar a Lurancy para advertir a sus padres acerca de los malos tratos que su hija Mary había recibido en una institución para enfermos mentales y que aceleraron, quizás, su muerte. El señor Roff marchó, en compañía del doctor Stevens a visitar a Lurancy. Am­bos la encontraron en un estado lamentable, alternando crisis catatóni-cas con caídas al suelo muy aparatosas y estados crepusculares de consciencia en los que afirmaba recibir visitas de diversos «espíritus» de personas ya difuntas.
¿Regreso del «más alla»?
Pero al contemplar al señor Roff, Lurancy exclamó que había recibi­do una inesperada y nueva «visita» espiritual, cuyo nombre era «Mary Roff». El señor Roff, ciertamente emocionado, instó a Lurancy para que permitiera manifestarse a su hija desaparecida. Y así pareció suceder: tras doce años de «habitat» en el más allá, Mary Roff decidió «tomar el cuerpo» de la infortunada Lurancy, y manifestarse tal y como fue en vida.
Desde ese momento, Lurancy Vennum afirmaba repetidamente ser Mary Roff, y pedía con insistencia que la llevaran a «su» verdadera casa, asegurando, con los gestos y ademanes más convincentes, no conocer en absoluto a los miembros de la familia Vennum. Y tanta fue su insis­tencia que los restantes miembros de la familia Roff decidieron ir a visitar a aquella joven que afirmaba ser Mary, su hija muerta a los die­ciocho años.
Singular fue la reacción de Lurancy cuando, asomándose a la venta­na, gritó alborozada al reconocer a su madre y hermana, a quien llamó inmediatamente por su nombre familiar, Nervie (Minerva). Cubrió de entrañables abrazos a ambas, insistiendo con más encono que nunca en que la trasladaran a su verdadera casa.
Como los ataques y delirios violentos de Lurancy habían desapare­cido desde que comenzó a autodenominarse Mary Roff, y ante la deses­perada insistencia de la muchacha, los Vennum consistieron en que Lurancy partiera para vivir una temporada en casa de los Roff, aco­giéndola éstos como si fuera su verdadera hija.
Cuando Lurancy llegó a casa de los Roff, todo pareció resultarle familiar y conocido, incluso hasta los más mínimos detalles. Supo, desde un principio, la correcta disposición de las estancias, así como el lugar usual de los objetos y útiles familiares. Reconocía y saludaba adecuada­mente a los amigos y conocidos de sus supuestos padres —sólo a aque­llos a los que Mary había conocido en vida, es decir, doce años atrás—. En una ocasión, según cuenta el doctor Stevens, localizó una caja en la que hacía doce años había guardado un collar roto, describiendo deta­lladamente su contenido antes de abrirla. En suma, su comportamiento con respecto a su nueva familia era en todo similar al que hubiera teni­do la difunta Mary; parecía conocer con absoluta certeza todas las anécdotas y circunstancias que eran recuerdos comunes de la familia. Le gustaba, en aquel período, relatar minuciosamente sucesos acaeci­dos en vida de Mary, así como las reacciones y comportamientos que sus familiares tuvieron. Se podría hablar de una total «retroadaptación».
Un caso perfecto
Al cabo de los meses, la verdadera personalidad de Lurancy Ven­num, comenzó, tímidamente, a hacer su aparición en el propio ambien­te de los Roff. Al principio, eran lapsos de tiempo breve, en los que aparecía la personalidad de Lurancy, para dejar paso a la dramatizada de Mary Roff. Más tarde Lurancy empezó a extrañar a los Roff, olvidan­do detalles, localizaciones, circunstancias y sucesos que, poco antes, relatara con gran alegría. Fue en un momento en que se hallaba pre­sente su hermano Henry Vennum cuando afloró por completo la perso­nalidad de Lurancy Vennum, abrazándose enfáticamente a su hermano y rogándole, con abundante llanto, que la llevara a su verdadera casa, la de los Vennum.
Desde aquellos momentos, Lurancy olvidó por completo a los Roff, y —así lo afirma el doctor Stevens— su comportamiento volvió a ser el de antes, lo mismo que-su caligrafía, pues se pudo comprobar que las cartas que enviaba periódicamente cambiaron en cuanto al contenido y los rasgos desde que comenzó a extrañar a los Roff, es decir, desde que empezó a firmar las cartas con el nombre de Lurancy Vennum, en vez de hacerlo con el Mary Roff.
Lurancy volvió al hogar totalmente curada de su enfermedad men­tal, casándose posteriormente, sin mostrar en adelante síntomas mani­fiestos de desequilibrio. Podría pensarse que el espíritu de Mary Roff la había «curado».
Este es el caso más perfecto y completo que se conoce en los ana­les de lo paranormal, que pudiera sugerir directamente la idea de un proceso de verdadera posesión del cuerpo de un ser vivo por el «espí­ritu» de un difunto. En general, es aceptado así por gran número de tratadistas y estudiosos del tema y, para decir verdad, presenta unas características muy sugestivas para detenerse en el análisis de sus cir­cunstancias y pormenores.
Se nos abren, pues, varios interrogantes. ¿Cómo consiguió Lurancy llegar a conocer con tanta perfección el ambiente que rodeaba a la difunda Mary Roff, considerando, además, que hacía ya doce años que ésta había abandonado el reino de los vivos? ¿Cómo pudo remedar —mimetizarse prácticamente— el carácter y ademanes de Mary? ¿Cómo fue capaz de reconocer inmediatamente como sus padres y hermanos a personas que le eran desconocidas antes? Todos estos interrogantes no llevan, directa y necesariamente, a plantearnos la cuestión más funda­mental, y sobre la que desarrollamos algunas consideraciones: ¿Estuvo realmente poseído el cuerpo de la joven Lurancy Vennum por el «espí­ritu» —psiquismo, consciencia superviviente, memoria, etc.— de la di­funta Mary Roff? ¿Cómo, si no, se explica que Lurancy dejara de reco­nocer a sus verdaderos padres y prefiriera marchar a vivir a la casa de los Roff, donde todo parecía serle familiar, y con quienes compartía una serie de vivencias y recuerdos que solamente la desaparcida Mary po­dría poseer?
Algunos inconvenientes presenta el caso que nos ocupa. Que los fenómenos que el tal doctor Stevens nos narra como producidos por la jovencita Lurancy Vennum pertenecen al ámbito de lo paranormal es algo que, de ser cierto lo que él relató, no nos ofrece ninguna duda.
Incognitas irresolubles
Tres puntos débiles encontramos en el caso descrito que pudieran poner en duda la idea de la «posesión». Tanto el doctor Strevens como el señor Roff eran adictos al movimiento espiritista; por eso probable­mente, el doctor Stevens, al observar las cualidades mediumnicas que mostrabra Lurancy mientras estuvo internada en el asilo de dementes, invitaba al señor Roff a visitarla, por ver si podía manifestarse, a través de las facultades mediúnicas de Lurancy, el espíritu de la desapareci­da hija del señor Roff (posibilidad que, según las convicciones espiritis­tas, no les resultaría muy remota). Y así parece que sucedió: Lurancy, quizás percibiendo por algún canal hiperestético o extransensorial que el señor Roff deseaba comunicarse con su hija muerta, dejó que se manifestase la personalidad de Mary Roff; y esto último no es de extra-, ñar, pues uno de los síntomas de la enfermedad mental que la había llevado a la reclusión era, precisamente, el manifestar personalidades al­ternantes. Y tanto llegó a mimetizarse Lurancy con el personaje de Ma­ry Roff que, durante un lapso de tiempo, llegó a vivirlo, olvidándose por completo de su verdadera personalidad. Tampoco esta actitud nos ha­bría de extrañar, pues en los anales de psiquiatría son innumerables los casos de personalidades psicóticas que afirman ser personas diferentes a las que realmente son. Lo que sí nos parece insólito es que Lurancy lograra (prácticamente reconstruir la vida de Mary Roff, conociendo tan­tos detalles y circunstancias que hacían pensar que era la propia Mary, venida del más allá, quien guiaba sus actos.
Otro punto que creemos interesante y explicativo es que el doctor Stevens conocía desde hacía mucho tiempo a la familia Roff, por lo cual pudo servirle a Lurancy como «intermediario» telepático para obtener todo tipo de información acerca de su hija y de sus padres y hermanos. Captando, pues, por vía extransensorial, tales informaciones a través del doctor Stevens, Lurancy pudo dramatizar el personaje de la difunta Mary. Por otro lado, destaquemos que entre los Roff y los Vennum hubo un corto período de coincidencia —fueron vecinos años atrás—, cuando Lurancy era una niña. En este breve período hay que entender que Lurancy conoció a los Roff, y pudo retener datos, tanto a nivel conscien­te como a nivel inconsciente, que luego le pudieron servir para repre­sentar tan vivamente el personaje de Mary.
Por último, y quizá sea la objección de más peso, podríamos pensar que Lurancy, cuando estaba en el ambiente de los Roff (en la casa de Mary) percibía estímulos sensoriales y parasensoriales de todo tipo, aparte de captar de los Roff informaciones telepáticas sobre la persona, modos y forma de actuar de Mary, con las que podía remedar bastante bien la personalidad de la difunta, así como narrar sucesos y circuns­tancias de su vida y de la familia Roff. A este respecto comenta el parapsicólogo H. C. Berendt: «Cuando Lurancy vivía ya en el ambiente de la familia Roff, toda la realidad de la casa pudo haber actuado en Lurancy como un campo psicométnco. De éste podría haber extraído Lurancy el conocimiento paranormal que manifestó luego, igual que un buen paragnosta (dotado o médium), con sólo mirar un objeto, puede leer en él detalles sobre la vida y las enfermedades de quien fue su dueño.»
No obstante, aunque este tipo de casos pudiera ser explicado me­diante las facultades mediúmnicas extrasensonales del sujeto, hay in­vestigadores que los consideran evidencia de la posibilidad de que el «espíritu» de una persona ya difunta ocupe temporalmente el cuerpo de un vivo. De todos modos, los hechos relatados tuvieron lugar hace más de cien años, por lo que cualquier intento de estudiar detallada­mente las circunstancias en que se desarrollaron y de realizar un exa­men psicológico de los personajes resulta ya imposible.
Pero «imposible» es una palabra que, como decía Napoleón, sólo se encuentra en el diccionario de los imbéciles. ¿Es «imposible» realizar viajes astrales? ¿Es igualmente «imposible» que el ser humano pueda encontrarse en dos lugares a la vez? ¿Es la reencarnación algo más que un mito «imposible»? Seguidamente intentaremos dar una respuesta po­sible a todos estos interrogantes.
MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Crimenes por lujuria

Los crímenes de lujuria
Los delitos de tipo sexual se englobaban bajo la denominación general de crímenes de lujuria. Inspirados, según se creía, por el demonio, re­vestían más el aspecto de un pecado mortal que el de fantasías en ocasiones dignas de castigo, aunque en todo caso naturales. Los jueces inten­taban combatir los propios errores de la natura­leza. Así, los hermafroditas eran condenados a la picota por rechazar el sexo que se les imponía, como le sucedió a Anne Grandjean en 1765. En cuanto al caballero de Eon, insistió en ser mujer, si bien la autopsia reveló su pertenencia al sexo masculino.
Al principio, la mayoría de estos supuestos crímenes se castigaron con la hoguera; más tar­de, la lógica hizo que se emplearan otros métodos. El adulterio, por ejemplo, era tan frecuenta que habría sido preciso talar bosques enteros El castigo del fuego subsistió, sin embargo, para la sodomía y la bestialidad cometidas por la gen­te de la clase baja; es inimaginable que los jueofl castigaran severamente los «excesos» de los her­manos del monarca, e incluso los del propio rey.
MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Dolor y Voluptuosidad, El ahorcamiento simulado

El ahorcamiento simulado
Al contrario que en el caso de la flagelación, el ahorcamiento simulado es muy peligroso. Sin lugar a dudas, provoca la erección, y con frecuencia incluso la eyaculación, pero quienes se entregan a este vicio, generalmente solitario (aunque en Inglaterra hubo clubs de «colgados» hasta finales del siglo XIV), arriesgan la vida. Extremadamente débil y agotado por los desenfrenos y el abuso de la fellatio, Luis de Borbón, el último de los Condé, fue encontrado ahorcado por su propia mano (cuando, por otra parte, huía de los encantos de la baronesa de Feuchéres, que le parecían demasiado peligrosos). Se dijo que se había colgado accidentalmente de la falleba de la puerta de su habitación, pero el estado del cadáver no dejaba ninguna duda. «Princeps enim, ut diximus, erecto membro, sperma ejaculatus, inventus est», dijo el forense en su informe. ¿Cabe acaso dar detalles más concretos?
Afortunadamente, los casos de ahorcamiento erótico seguido de muerte son infrecuentes. En general, la prensa los ignora o se refiere a ellos como suicidios, basándose en el informe de los expertos. No obstante, el doctor Béroud, de Marsella, destaca el caso de un masoquista que fue encontrado a finales de 1948 con los muslos totalmente manchados. Y añade:
«No hace mucho se ha producido un caso similar en una ciudad del Oeste, el de un masoquista que, despreciando los encantos de su joven esposa, mostraba sus preferencias por un complicado arsenal en el que figuraban seis collares de perro, cuatro ganchos de carnicero, un látigo y correas de cuero. Lo encontraron colgado de un collar de perro y completamente desnudo. Lo único que llevaba eran unas gafas de automovilista.»
En junio de 1966 se encontró a un muchacho de dieciséis años en los bosques de Issenheim, en el Alto Rhin, con una cuerda atada a los órganos sexuales. Mencionemos también el caso del pinche travestido de Ligny-en-Barrois, que nunca fue esclarecido.

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Dolor y Voluptuosidad, Cinturon de castidad

El cinturón de castidad
La libertad de que goza hoy en día la mayoría de mujeres explica la escasez de casos de secuestro y violencia corporal. De cualquier modo, todavía existen maridos que, cegados por un ataque de celos morbosos, son capaces de recorrer innumerables tiendas en busca de un cinturón de castidad, de atar a su esposa a los barrotes de la cama o de hacerle llevar pistones de motor de explosión en los tobillos. Una vez conocidos, estos casos producen risa, ya que no se reflexiona en el aspecto patológico de la cuestión. La evocación del cinturón de castidad suscita inmediatamente la hilaridad. Se piensa en lo ridículo del objeto y en el exceso de precauciones inútiles por parte del celoso, la mayoría de las veces burlado. Se compadece al amante fogoso, cuyas demostraciones de ternura son castigadas por una doble cuchilla, como escribe A. Piron en Le Bougie de Noél:

De los dos resortes, la bella sujetaba uno, el amante el otro, y en esta aventura
la serpiente sostiene con firmeza
                      [la unión de ambos, y se sumerge al instante con viveza
en el sueño de la voluptuosidad.
Este doble acercamiento hace
                   [abandonarse, olvidarse,

estar dispuesto a perder la vida,
no pensar en nada, sino sentirlo todo,
y en este transporte tan poderoso,
en medio del calor que la inflama,
la serpiente acaba siendo víctima funesta
de las cuchillas liberadas, y este lugar tan bello, trono de sus placeres,
se convierte en su tumba.

Se olvida con demasiada frecuencia el consentimiento de la mujer, que, como se señala en la Historia de O, la convierte en un objeto a disposición exclusivamente del placer del señor, cuando el señor decide entregarse a él. Inventado por Francois de Carrare en el siglo XIV, el cinturón es mencionado por Rabelais y Brantóme. El primero nos muestra a Panurgo colocando a su mujer un «bergamasco»; el segundo nos narra el caso de un cerrajero que, por intentar vender tales cinturones fue amenazado de muerte y, finalmente, desapareció. En la Enciclopedia, Diderot lo describe en los términos siguientes:
«Es un presente que un marido celoso hace a veces a su mujer al día siguiente de la boda. Este cinturón está formado por dos láminas de hierro muy flexibles, ensambladas en forma de cruz y cubiertas de terciopelo; una de estas láminas rodea el cuerpo a la altura de los riñones; la otra pasa entre los muslos y su extremo se une con los dos de la primera lámina; un candado, del que hay una sola llave, la cual está en poder del marido, cierra los tres extremos.»
La confección del cinturón en todas las épocas, con los pretextos más diversos (la moral, el respeto a los tabúes sociales, la decencia más elemental), indica la persistencia de una manía sexual caracterizada. Esta sencilla pero auténtica descripción del abogado Freydier, de Nimes, nos proporciona una prueba de ello:
«Es una especie de calzón bordado y con mallas, con numerosos hilos de latón entrelazados unos con otros, formando un cinturón que remata, por delante, con un candado cuya llave sólo tiene el señor Berlhe. Este artilugio que constituye el recinto de la prisión de la cual él es el carcelero, tiene diferentes costuras que permanecen ocultas, de trecho en trecho, por precintos de lacre cuyo sello tiene el señor Berlhe» (contra la introducción de los candados o cinturones de castidad en Francia, en favor de la señorita Marie Lajon, acusadora, 1750).
Los celos del esposo no lo explican todo. Lo importante es reducir a la mujer, envilecerla de algún modo, hacerle sentir que depende por entero del poseedor de la llave. Y el principio se aplica tanto a la amante como a la esposa, la matrona o la hija impúber. En 1869, un fabricante de bragueros inventó un aparato «guardián de la fidelidad», que un notario de Aveyron avaló moralmente con el siguiente programa, que vale su peso en candados:
«Semejante invento no necesita elogios, ya que todo el mundo sabe el servicio que puede prestar. Gracias a él se podrá poner a las jóvenes a salvo de esos desgraciados que las cubren de vergüenza y sumen a las familias en el duelo. El marido dejará a su esposa sin temor de ser ultrajado en su honor y su afecto. Terminarán infinidad de discusiones e ignominias. Los padres estarán seguros de su paternidad y les será posible tener bajo llave cosas más preciosas que el oro… En una época de desórdenes como la que vivimos, hay tantos esposos burlados, tantas madres engañadas, que he creído hacer una buena acción y prestar un servicio a la sociedad, ofreciéndole un invento destinado a proteger las buenas costumbres» (Mandato de buscadores y curiosos).
A mediados del presente siglo, el uso del cinturón aún no había desaparecido: en 1957, un joyero de Chátellerault (¡lejos de Sicilia o de Marruecos!) amenazó a su esposa con un revólver y precintó su carne con un magnífico anillo de oro para impedir que pudiera pertenecer a otro hombre. Al hacerse pública su ridícula conducta, se vio abocado al suicidio.
Mucho más cruel fue el método de venganza empleado por un médico annamita con una amante infiel. El informe forense del doctor Dubois (Saigón, 1893) dice:
«Tuvo la infernal idea de aprovechar que dormitaba a la hora de la siesta, para introducirle en la vagina un trozo de madera dura, tallado en forma de miembro viril y provisto de una corona de varillas de hierro, cuyo extremo libre, muy acerado, una vez introducido debía dirigirse contra las paredes del conducto y, por estar orientado hacia la vulva, hundirse en ella al menor intento de extracción. Como se puede suponer, los desgarrones que sufrió la desdichada fueron espantosos.»

BIZARRO, MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Dolor y Voluptuosidad, El masiquismo y las mutilaciones

El masoquismo se traduce en una búsqueda permanente de la esclavitud y la humillación. El individuo se somete al látigo, a las espuelas, al pisoteo de alguien más fuerte que él, en busca más de la brutalidad que de las caricias o los abrazos. En eso reside la aberración. Sacher Masoch, a quien debe el nombre, prefiere con mucho el brazo que blande el látigo a los senos o la grupa de su pareja. Sin embargo, como no carece de buen gusto, exige que ésta sea atractiva y capaz de excitar la pasión de otros hombres, a los que está en su perfeccto derecho de entregarse cuando le plazca. En ocasiones, el amante (o esposo) goza con la idea de ser engañado e intenta comprobar el hecho en la medida de lo posible. Sobre este punto la prensa publica anuncios significativos: pareja viciosa busca azotador, etcétera.

El secuestro, forma atenuada del suplicio del in pace, reviste un carácter masoquista, ya que a menudo se produce con el consentimiento de la víctima. A título de ejemplo, citemos el caso de Mélanie Bastian, secuestrada de Poitiers cuya historia fue tan bien descrita por André Gide, y que no es sino una reclusa voluntaria que se regodea en la suciedad de un tugurio al que denomina su «pequeña y querida cueva». Mística e infantil, acepta perfectamente su destino de esquizoide. En Los secuestrados de Altona, Frantz von Gerlach acepta también su suerte. Sus razones son muy diferentes, pero subsiste el mismo deseo de evadirse del mundo, de los remordimientos y de las responsabilidades que implica la vida normal. En la mayoría de los casos examinados, las secuestradas (hay predominio de mujeres) son anormales o alienadas a quienes su familia intenta ocultar a las miradas ajenas. Otras aceptan por amor la existencia sórdida que su marido o su amante les dispensa, hasta que un día las encuentran con el pubis rasurado y el cuerpo acribillado de equimosis, tal como le sucedió a Rose-Marie Focan, muerta a los veintiún años a consecuencia de los golpes recibidos. Así pues, víctima y verdugo son cómplices, y las torturas sexuales (quemaduras en los pechos, pinchazos, flagelación) que acompañan al secuestro son aceptadas de buen grado. La complicidad sadomasoquista incita a la víctima, siempre dispuesta al «sacrificio», a ocultar su estado de servidumbre en su entorno inmediato. Sin embargo, esta relación deja de funcionar cuando el verdugo se cansa de golpear o siente deseos de cambiar de pareja. A veces, la mujer tarda dieciocho años en reaccionar, como aquella dama de Danneval, de la que Sébastien Rouillard pidió el divorcio a finales del siglo XVI:
«… Al ver violados la fe conyugal y el pudor del lecho nupcial, su resentimiento fue mucho mayor de lo que había sido mientras permaneció sacrosanta e inmutable. Y lo fue tanto que ese desconsuelo incrementó por otra parte la indignación de su marido, hasta el extremo de que hubiera podido considerársela como prisionera en una habitación, junto con su hija, privadas ambas de todas las comodidades que ofrece la vida, despojadas de todos los atavíos que se concedían a otros, y desprovistas de cuanto les era necesario para su uso y disfrute… Y su marido, pervertido por las malas compañías, se entregó a infligirle un sinfín de excesos, ultrajes y contusiones en muchas partes del cuerpo, según testificaron los cirujanos.»

 

Las mutilaciones
Las mutilaciones y torturas destinadas a incrementar el goce son tan abundantes que su enumeración resultaría fatigosa. La circuncisión, la subincisión de la verga o la infibulación del prepucio son moneda corriente en los pueblos que temen la impotencia o un imaginario encogimiento del pene. Según sus creencias, los dioses del mal o los sortilegios pueden provocar en cualquier momento la castración o la desaparición mágica de los genitales. Antiguamente, los chinos utilizaban una balanza de boticario para evitar que el miembro se retrajese por completo, y los bahiraguis de la India se ataban al pene un enorme peso que arrastraban con ellos. Todavía se llevan a cabo numerosas prácticas de este tipo con la finalidad de provocar la excitación. Entre ellas cabe mencionar las incisiones, las escarificaciones y la introducción de agujas en la uretra y de cuerpos extraños en el ano. Sin olvidar los pinchazos en los testículos (que, a la larga, quedan más duros que un pergamino antiguo) y los cortes en el escroto a los que tan aficionados son los amantes de las armas blancas y los cuchillos.
Los individuos pervertidos por el ejemplo o la fantasía no se conforman con estas prácticas un tanto extrañas. Buscan la compañía de un ser muy diferente, aunque complementario, que pueda satisfacer sus aspiraciones masoquistas o sádicas. Por otra parte, llegado el caso ambas tendencias se imbrican y completan, tal como pone de manifiesto este pasaje extraído de las obras de Coelius Rhodiginus, en el que ya no se sabe si se busca la voluptuosidad en sí misma o una puesta en escena apropiada:
«No han transcurrido demasiados años desde la época en que existió un hombre de una lascivia que no sólo se aproximaba a la del gallo, sino que llegaba a un exceso tal que hubiera sido difícil de creer, a no ser por el testimonio de personas dignas de crédito. Cuantos más vergajazos recibía, más ardoroso se mostraba en la acción. Y lo más extraño es que no era posible decidir qué deseaba con mayor avidez, si el látigo o el coito, aunque siempre parecía que su placer aumentaba con los golpes. Así pues, rogaba con insistencia que le azotaran con un látigo que mantenía todo el día sumergido en vinagre. Y si el azotador lo trataba demasiado delicadamente, se enfurecía y le cubría de insultos, sin que considerase nunca que había recibido demasiado hasta que no manaba sangre.
»Fue, si no me equivoco, el único hombre que haya sufrido al mismo tiempo el pesar y el goce del placer, puesto que a través del dolor sentía cosquilleos agradables y, por este medio, saciaba o inflamaba la desazón de la carne. Pero lo más sorprendente es que no ignoraba la criminalidad de esta nueva especie de ejercicio, que se odiaba a sí mismo por ello y que lo combatía con todas sus fuerzas. Sin embargo, estaba tan acostumbrado a esta práctica que no podía prescindir de ella, aunque la desaprobara. La tenía tan arraigada en su corazón desde la infancia, cuando se abandonaba al placer de la carne con sus compañeros después de haberse excitado con los azotes, que le resultó imposible abandonarla nunca más» (citado por el abate Boileau, pp. 296-298).

BIZARRO, MONSTRUOSIDADES

Dolor y Voluptuosidad, Necrofilia

Necrofilia
Al hablar de este tipo de coleccionismo abordamos una nueva perversión instintiva, la necrofilia, cuyas variantes sádicas guardan relación con el tema que estamos tratando. Cabe entender —quizá con dificultad, pero de un modo razonable— que algunos criminales experimenten una sensación de voluptuosidad al matar en el momento de la unión sexual o inmediatamente después. Estaban tratando con un ser vivo sensible, capaz de experimentar un sentimiento de dolor y de manifestarlo. Los gritos, el llanto y los sobresaltos excitaban un ardor sexual que sólo conseguían calmar matando. En ocasiones, la disección aparecía como el corolario supremo de la carnicería, o como la conclusión del prurito. Ahora bien, según hemos visto ya, hay criminales que conservan algo de los restos de sus víctimas: Haarmann guardaba algunos huesos, Vacher y Jack el Destripador, una parte de los órganos genitales, y Gilles de Rays celebraba concursos de cabezas cortadas.
«Besaba a los niños muertos —confesó el 22 de octubre de 1440—, y a los que tenían la cabeza y los miembros más hermosos, los ofrecía a la contemplación, y llevaba su crueldad al extremo de hacer que les abrieran el cuerpo para deleitarse con la visión de sus órganos internos. Y lo más común era que, cuando los niños morían, se sentara sobre su vientre y se complaciera viéndoles morir, en medio de grandes risas…»
La flagelación, la disección y las quemaduras parecen juegos de niños comparados con estas fantasías que tienen la muerte como blanco y pasatiempo favorito. En estos casos, la excitación amorosa se basa en el recuerdo de un ser desaparecido del que se ha obtenido un fugaz placer. Así pues, ¿a qué matar, si el desmembramiento corporal basta para aplacar los sentidos, si la mera contemplación del cadáver excita la imaginación destructora y morbosa? Como muy bien ha observado Burdach, la lubricidad está más relacionada con la satisfacción de los sentidos que con el alivio de los testículos. Esta consideración encaja de maravilla con los necrófilos, entre los cuales debería incluirse a buen número de verdugos, y de aficionados a las emociones fuertes. En el pasado, en el depósito de cadáveres de París, «cuando cada cual había apurado su copa, la gente se dirigía a la sala principal y asistía al espectáculo que ofrecía el encargado, quien actuaba con la precisión del forense que practica las autopsias judiciales. Por ejemplo, hundía una aguja gruesa en el abdomen del cadáver, prendía fuego al gas mefítico que fluía por el agujero y, apagando las demás luces, lograba un efecto lumínico de lo más vistoso… Los cadáveres de varones eran los más apreciados. El cuerpo de un hombre que hubiera permanecido seis semanas bajo el agua ofrecía las mejores condiciones para el espectáculo: en lugar de practicarle la punzada en el vientre, como a las mujeres, le pinchaban en las partes sexuales, en medio del delirio de la concurrencia. Se hacían apuestas sobre la mayor o menor duración de estos fuegos artificiales tan peculiares y, así, los muertos divertían a los vivos» (Macé, Mon Musée Criminel, p. 108).
Los prostíbulos de lujo ofrecían a su clientela voluptuosidades de ultratumba… o cuando menos un anticipo de las mismas.
«La pasión de un alto dignatario eclesiástico, prelado in partibus que residía cerca de París, eran los cadáveres. Entraba vestido de seglar en su lupanar habitual y, una vez dentro, recuperaba su aspecto normal gracias a una sotana que tenían reservada para su uso exclusivo. Previamente, habían dispuesto para él una habitación tapizada enteramente de terciopelo negro tachonado de lágrimas de plata, donde una mujer empolvada de blanco, para imitar la palidez de la muerte, yacía inerte en la cama. Grandes candelabros de plata, con largas velas, iluminaban esta escena tenebrosa con un resplandor lúgubre. El prelado maníaco se arrodillaba a la cabecera de la cama y mascullaba palabras incomprensibles como si estuviera entonando un salmo fúnebre. En un momento dado, se abalanzaba sobre la seudodifunta, que tenía la orden de no realizar un solo movimiento pasara lo que pasase…» (Léo Taxil, La prostitutioi contemporaine, París, 1884, p. 171).
En más de una ocasión, este simulacro dejó de serlo y se utilizó un cadáver auténtico. Según cuenta Herodoto (Libro II, cap. 89), en Egipto procuraban no entregar en seguida los cuerpos de las personas de rango a los embalsamadores. En épocas posteriores, vigilantes de cementerios, guardianes de las aulas de anatomía y «plañideros» pervertidos mancillaron más de un cuerpo confiado a su custodia. Victor Ardisson, el «vampiro del Muy», llegó a ser un experto en este tipo de ejercicios. Enterrador de profesión, absolutamente amoral de vocación y, por añadidura, anósmico, abusó de un centenar de vírgenes, matronas y ancianas, parte de cuyos restos conservaba. Incluso mantenía conversaciones —o más bien monólogos— con las muchachas que desenterraba.
«Me enteré —nos cuenta en una especie de confesión espontánea— de que una joven en la que me había fijado estaba gravemente enferma. Esta noticia me causó un gran placer y me juré poseerla cuando estuviera muerta. Tuve que esperar varios días, con gran impaciencia por mi parte. Día y noche, aquella joven se me aparecía viva, y cada vez que sucedía esto tenía una erección.
»Cuando supe que había muerto, pensé en exhumarla la misma noche de su entierro… Me satisfizo tanto que me oriné sobre el cadáver, y luego decidí llevármelo a casa. Durante el trayecto, abrazaba el cuerpo y le decía: “Te llevo a casa. Allí estarás bien, no te haré ningún daño”… Hasta el momento de mi detención, pasé todas las noches con ella. Durante todo ese tiempo no se produjo la muerte de ninguna muchacha. En caso contrario, habría llevado también el cadáver a mi casa. Lo hubiese acostado junto al otro y los hubiera acariciado a ambos. No olvidaba la cabeza cortada (de una chiquilla) y, de vez en cuando, iba a besarla.»
Como a Vacher, y como a tantos otros, a Ardisson le dedicaron una «copla». He aquí un fragmento:

Semejante monstruo de sadismo, no ofrece el menor interés.

Aunque se invoque el atavismo, es culpable sin vacilación.
¡Violar a los vivos ya es despreciable!
Pero violar cadáveres
es todavía más espantoso.
Por eso están tristes los franceses,
¡porque los franceses respetan la muerte!
Imaginar que un cadáver pueda hablarnos, respondernos y experimentar alguna voluptuosa sensación a nuestro contacto, es síntoma de locura y de una grave desviación de la conducta. También lo es creer que ese cadáver pueda sufrir cuando lo desmembramos con más voluptuosidad de la que experimentaríamos violándolo. El impulso de descuartizar que sentía el sargento Bertrand, tenía su origen en un sadismo precoz y en las mutilaciones infligidas a los animales. Procedente de una familia acomodada, hombre apuesto y seductor, con incontables destinos en diferentes guarniciones, Bertrand sólo experimentaba auténtico placer cuando desarticulaba cadáveres que desenterraba de las tumbas con sus propias manos.
«… La primera víctima de mi pasión fue una joven cuyos miembros dispersé después de haberla mutilado. Esta profanación tuvo lugar el 25 de julio de 1848… Lo demás sucedió en un cementerio donde se da sepultura a los suicidas y las personas muertas en hospitales. El primer individuo que exhumé en este lugar fue un ahogado al que sólo le abrí el vientre… Hay que subrayar que nunca he podido mutilar a un hombre, casi nunca los tocaba, mientras que cortaba a una mujer a trozos con un placer extremo. No sé a qué atribuir este hecho… Al principio, me entregaba a los excesos de los que he hablado cuando estaba un poco bebido, pero más adelante ya no tuve necesidad de excitarme con la bebida; cualquier contrariedad bastaba para impulsarme al mal.
»Por lo que he contado, podría creerse que también me sentía inclinado a hacer daño a los vivos. Pero, muy al contrario, era sumamente afectuoso con todo el mundo y no habría podido hacer daño a un niño. También estoy seguro de no tener un solo enemigo; todos los oficiales me apreciaban por mi franqueza y mi amabilidad» (fragmentos de una nota redactada por Bertrand).
El hombre es un monstruo. No sólo se ensaña con animales inocentes, con sus compañeras, con su descendencia, sino que llega a recurrir a los cadáveres para aplacar una insaciable sed de placer. Su deseo no conoce ni lugar, ni hora, ni estación. Sufre su tiranía del mismo modo que sufre la de una violencia que le conduce a la tortura y las depravaciones. Eros está más unido que nunca a Thanatos. Para que nos hablen luego de los buenos salvajes, del imperativo categórico, de la moral innata…

MONSTRUOSIDADES

Ambroise Pare, Malformaciones

EJEMPLO DE LA ESTRECHEZ O PEQUEÑEZ
DE LA MATRIZ
TAMBI É N se forman monstruos debido a la estrechez del cuerpo de la matriz, del mismo modo que vemos que una pera unida al árbol, colocada en un recipiente estrecho antes de que crezca, no puede alcanzar su desarrollo completo; esto lo saben también las señoras que crían perrillos en cestas pequeñas o en otros recipientes estrechos, para impedir su crecimiento. Del mismo modo, la planta que nace del suelo, al encontrar una piedra u otro objeto sólido en el lugar en el que brota, se tuerce, engorda por un lado y es débil por otro; igualmente, los niños salen del vientre de su madre monstruosos y deformes. Pues dice [Hipócrates] que un cuerpo que se mueve en lugar estrecho, por fuerza, ha de volverse mutilado y defectuoso. De modo semejante, Empédocles y Dífilo lo han atribuido al exceso o al defecto y corrupción del semen, o a la mala disposición de la matriz; lo que puede ser cierto por analogía con las cosas fusibles, en las que, si la materia que se quiere fundir no está bien cocida, purificada y preparada, o si el molde es desigual o está mal dispuesto por cualquier otra causa, la medalla o efigie que sale de él es defectuosa, fea y deforme.

EJEMPLO DE LOS MONSTRUOS QUE SE FORMAN
POR HABER PERMANECIDO LA MADRE DURANTE
DEMASIADO TIEMPO SENTADA, CON LOS MUSLOS
CRUZADOS, O POR HABERSE VENDADO Y APRETADO
DEMASIADO EL VIENTRE DURANTE SU EMBARAZO
A. veces sucede también, accidentalmente, que la matriz es bastante amplia por naturaleza, pero que la mujer encinta, por haber permanecido casi siempre sentada durante el embarazo y con los muslos cruzados, como lo hacen con frecuencia las modistas o las que realizan labores de tapicería sobre sus rodillas, o por haberse vendado y oprimido en exceso el vientre, los niños nacen encorvados, jorobados y contrahechos, y algunos con las manos y pies torcidos, como lo ves en esta imagen [Fig. 29].
Imagen de un prodigio, un niño petrificado que fue hallado en el interior del cadáver de una mujer en la ciudad de Sens, el 16 de mayo de 1582, teniendo ella sesenta y ocho años, y después de haberlo llevado en su vientre durante el tiempo de veintiocho años [Fig. 30]. El niño estaba casi totalmente recogido en una bolsa pero aquí está representado en toda su longitud, para mostrar mejor el aspecto entero de sus miembros, a excepción de una mano, que era defectuosa.
Esto puede confirmarse con el testimonio de Matías Cornax, médico de Maximiliano, rey de romanos, quien relata que asistió en persona a la disección del vientre de una mujer, que había llevado a su hijo en la matriz por espacio de cuatro años. También Egidius Hertages, médico en Bruselas, menciona a una mujer que llevó en sus flancos, durante trece años cumplidos, el esqueleto de un niño muerto. Johannes Langius, en la epístola que escribe a Aquiles Bassarus, da también testimonio de una mujer, procedente de un pueblo llamado Eberbach, que expulsó los huesos de un niño muerto en su vientre diez años antes.