DEMONOLOGIA, MONSTRUOSIDADES

Brujos y Brujas

BRUJOS Hombres que con el apoyo las potencias infernales pueden obrar cuan quieren en consecuncia de un pacto hecho el diablo.
Los hombres sensatos no ven en los brujos sino unos impostores, charlatanes, bellacos, maniáticos, locos, hipocondríacos o tunos, que, desesperando de darse alguna importancia por su propio mérito, se hacían notables por el terror que inspiraban al estúpido vulgo y a los imbéciles.
En tiempos de Carlos IX, hallándose en París más de treinta mil brujos, que fueron desterrados de la capital. Contábanse más de cien mil en Francia bajo el reinado de Enrique III. Cada ciudad, cada lugar, cada aldea y cada choza tenía los suyos.
En esos tiempos, no cesaban de arder las hogueras para la extinción de los brujos; y cuantos más se hacían morir, tanto más se aumentaba su número. Este es el efecto ordinario de las persecuciones: el hombre se revela contra sus tiranos, y abandona por una inclinación natural lo que le es lícito, para hacer lo que se le quiere prohibir.
Mientras que en Francia se quemaba despiadadamente a todo infeliz acusado de brujería, los ingleses, más prudentes, se contentaban con disputar sobre los brujos. El rey Jaime I ha escrito un grueso volumen para probar que éstos mantienen con el diablo un comercio execrable, y que cuantas hazañas se les atribuían, no eran un mero cuento.

Los brujos son culpables de quince crímenes enormes, dice Bodin: 1.°, reniegan a Dios; 2.°, blasfeman; 3.0, adoran al diablo; 4.°, le dedican sus hijos; 5.°, sacrifícanlos antes de ser bautizados; 6.°, conságranlos a Satanás desde el vientre de su madre; 7.°, prométenle atraer cuantos puedan a su servicio; 8.°, juran en nombre del diablo y lo tienen a honra; 9.°, cometen incestos; 10.°, matan a las personas, las hacen cocer y se las comen; 11.0, mantiénense de carroña y de ahorcados; 12.°, hacen morir a los hombres con el veneno y los sortilegios; 13.°, hacen reventar el ganado; 14.°, marchitan los frutos y causan la esterilidad; 15.°, tienen ayuntamiento carnal con el diablo.
He aquí quince crímenes detestables, que todos los brujos cometen, o al menos en mucha parte, y de los cuales el menor merece una exquisita muerte. De modo que no pasaba mes alguno en que no se quemasen en gran número y de los acusados, citados ante el tribunal, los jueces de aquel tiempo condenaban casi siempre a los nueve décimos como brujos y mágicos convencidos de haber hecho pacto con el diablo.

Don Prudencio Sandoval, obispo de Pamplona en su Historia de Carlos V, refiere que dos jóvenes, una de once años y otra de nueve, se acusaron ellas mismas como brujas, delante los miembros del consejo real de Navarra; confesaron que se habían hecho recibir en la secta de los brujos, y se obligaron a descubrir todas las mujeres que lo eran, si se les concedía el perdón. Habiéndoselo prometido los jueces, ambas niñas declararon que viendo el ojo izquierdo de una persona podían conocer si era bruja o no; e indicaron el paraje donde se debían hallar muchas, pues era donde tenían sus reuniones. El consejo mandó a un juez trasportarse al lugar con las dos niñas, escoltado de cincuenta caballeros. Al llegar a cada población o aldea, debía encerrar a aquéllas en una casa separada, y hacer conducir delante de ellas a todas las mujeres de quienes se sospechase, para probar el medio que ellas habían indicado. De esta experiencia resultó que las mujeres que fueron señaladas por las dos jóvenes, como brujas, lo eran realmente. Cuando se vieron en la cárcel declararon que eran más de ciento cincuenta, que cuando una mujer se presentaba para ser recibida en su sociedad, se la daba, si era doncella, un joven bien formado y robusto con quien tenía comercio carnal, y hacíasele renegar de Jesucristo y de su religión. El día en que se celebraba esta ceremonia, veíase aparecer en medio de un círculo un macho cabrío todo negro; apenas hacía oír su voz ronca, todas las brujas se reunían y se ponían a danzar; después de lo cual iban todas a besarle el salvo-honor y hacían luego una comida de queso, pan y vino. Al acabarse este festín, cada bruja cabalgaba con su vecino, transformado en macho cabrío, y después de haberse untado el cuerpo con los excrementos de un sapo, de un cuervo y de muchos reptiles, volaban por los aires, para trasportarse a los lugares donde querían hacer mal.

En  su propia confesion ( cuantas no arrancaba el tormento!) dijeron que habían enviado a tres o cuatro personas para obedecer las órdenes de Satanás, quien las introducía en las casas, abriéndoles las puertas y ventanas, las que tenía cuidado de cerrar luego que el maleficio había tenido efecto. Todas las noches que precedían a las grandes fiestas del año, tenían asambleas generales donde hacían muchas cosas contrarias a la religión y a la honestidad. Cuando asistían a la misa, veían la hostia negra; pero si habían formado el propósito de renunciar a sus prácticas diabólicas, la veían de color natural.
Añade Sandoval que el juez, queriéndose asegurar de la verdad de los hechos por su propia experiencia, hizo prender a una bruja vieja y la prometió el perdón con la condición de que haría delante de él todas las operaciones de brujería. Habiendo aceptado la vieja la proposición, pidió la caja de ungüento que se había hallado sobre ella, y subió a una torre con el juez y un gran número de personas. Colocóse delante de una ventana, se untó la palma de la mano izquierda, la muñeca, el nudillo del codo, debajo del brazo, la ingle y el lado izquierdo; después de lo cual gritó, con una voz fuerte: ¿Eres tú? Todos los expectadores oyeron en los aires otra que respondió: Sí, aquí estoy. La bruja púsose entonces a bajar por lo largo de la torre, con la cabeza hacia abajo, sirviéndose de los pies y de las manos a la manera de los lagartos. Al llegar a mitad de la altura, tomó su vuelo en los aires, delante de los asistentes que no dejaron de verla hasta que desapareció en el horizonte. En el asombro que este prodigio había causado a todos, el juez hizo publicar que daría una considerable cantidad de dinero a cualquiera que cogiese a la bruja. Al cabo de dos días le fue presentada por unos pastores que la cogieron. El juez la preguntó porqué no había volado más lejos que pudiese escapar de los que la buscaban, a lo que respondió que su dueño no había querido trasportarla sino a la distancia de tres leguas, y que la había dejado en el campo donde los pastores la hallaron.
El juez ordinario pronunció sentencia contra ciento cincuenta brujas, y fueron entrega- das a la inquisición de Estella, y ni los ungüentos, ni el diablo pudieron darles alas para huir del castigo de doscientos latigazos y de muchos años de prisión que se les hizo sufrir. En Francia, indefectiblemente, hubieran sido quemadas.
Nuestro siglo no está aún exento de brujos. Los hay en todas las aldeas, y hállanse en París, donde el mágico Moreau hacía maravillas, pocos años atrás.
La señorita Lorimier, a quien las artes deben muchos cuadros preciosos, estando en Saint-Hour con otra señora también artista, tomaba desde una roca, situada en el llano, el plano de la ciudad y dibujaba trazando líneas con un lapicero. Los aldeanos empezaron a arrojar piedras a ambas señoras, las cogieron y las condujeron a casa del alcalde, tomán• dolas por brujas. M. Dulaure cuenta en la des• cripción de la Auvernia, un hecho semejante En 1778 los auvernienses creyeron que eran brujos los ingenieros que levantaban el plano de la provincia, y los arrojaron a pedradas
El tribunal correccional de Marsella ha pro nunciado su fallo últimamente sobre una cau sa bien singular. Una joven tenía un amante que debía ser ratificado por un consiguiente matrimonio: pero el amante, infiel a sus pro mesas, quería a otra mujer. En fin, la aman te abandonada, después de haber usado de poder de sus encantos, había recurrido a los de M. M*** que se reputaba muy hábil en brujería y practicaba la magia a escondidas para favorecer a las jóvenes de Marsella, quejosas de sus buenos amigos.
La nueva Ariana se dirigió al viejo doctor pidiéndole si tenía algún secreto para atraer a un infiel, y torcer el cuello a una rival M. M***, que al parecer no carecía de ellos empezó por hacerse dar dinero, y después una gallina negra, el corazón de un buey y unos clavos. Era preciso que todo esto fuese robado, con el dinero podía adquirise legítimamente, el brujo se encargaba de lo demás. Pero sucedió, que no habiendo podido volver a la joven su amante, embargado por los primeros encantos del himeneo, quería al menos aquélla que le fuese devuelto su dinero; de aquí se originó un proceso cuyo fallo condenó a M. M*** a una multa y a dos años de prisión como estafa. En otros tiempos no se le hubiera hecho al brujo esta injuria; hubiera tenido el honor de ser quemado como ministro de Lucifer (1).

ALQUIMIA, DEMONOLOGIA

Alquimia

ALQUIMIA La Alquimia o la Altaquimia y Química por excelencia, que se llama también filosofía hermética, es esta sublime parte de la química que se ocupa del arte de transformar los metales.
El secreto quimérico de hacer el oro ha estado en boga entre los chinos mucho tiempo antes que de ello se tuviesen las primeras nociones en Europa. Ellos hablan en su libros en términos mágicos de la simiente del oro y del polvo de proyección. Ellos prometen sacar de sus crisoles no solamente el oro, sí que también un remedio específico y universal que procura a los que le toman una especie de inmortalidad.
Zózimo, que vivió a principio del siglo v, es uno de los primeros entre nosotros que haya escrito sobre el modo de hacer oro y plata, o el modo de fabricar la piedra filosofal. Esta piedra es un polvo o un licor formado de diversos metales en fusión bajo una constelación favorable.

Sibon repara que los antiguos no conocían la Alquimia; sin embargo, se ve en Plinio que el emperador Calígula emprendió hacer oro con una preparación de arsénico, y que abandonó su proyecto porque los gastos subían a más que el provecho que podía sacar.
Algunos partidarios de esta ciencia suponen que los egipcios conocían todos sus misterios, pero, ¿cómo se habrían dejado perder tamaños secretos? Más probable es que la Alquimia es una invención de los árabes, quienes tuvieron en otro tiempo muchos brazos ocupados en sus hornillos, en los que siempre encontraban sólo ceniza.
Esta preciosa piedra filosofal, que se llama también elixir universal, agua del sol, polvo de proyección, que tanto se ha buscado y jamás encontrado, procuraría al que tuviese la dicha de poseerlo, riquezas incomprensibles, una salud siempre florida, una vida sin enfermedades y aún, según el parecer de más de un cabalista, la inmortalidad; nada encontraría que le pudiese resistir y sería como un dios sobre la tierra.
Para hacer esta grande obra es menester, según algunos, oro, plomo, hierro, antimonio, vitriolo, soliman, arsénico, tártaro, mercurio, agua, tierra y aire, a lo que se debe unir un huevo de gallo, saliva, orines y excremento humano. Un filósofo ha dicho también, y con razón, que la piedra filosofal era una ensalada y que para ella se necesitaba sal, aceite y vinagre.
Otros dan esta receta como el verdadero secreto de hacer la obra hermética: Poner una vasija de vidrio muy fuerte, en baño de arena, elixir de Aristéo con bálsamo de mercurio e igual peso del más puro oro de vida o precipitado de oro, y la calcinación que quedará al fondo de la vasija se multiplicará cien mil veces.
Si no se sabe cómo procurarse el elixir de Aristéo y el bálsamo de mercurio puede pedirse a los espíritus cabalísticos o, si se prefiere, al demonio barbudo del que hablaremos luego.
Como el poseedor de la piedra filosofal sería el más glorioso, el más poderoso, el más rico y el más dichoso de los mortales, que lo convertiría todo en oro a su voluntad y gozaría de todos los bienes de este mundo, no nos debemos admirar de que tanta gente haya pasado su vida en los hornillos para descubrirla. El emperador Rodolfo nada deseaba tanto como encontrarla. El rey de España Felipe II empleó sumas inmensas en hacer trabajar los alquimistas en la conversión de los metales, sin obtener nada. Todos cuantos han seguido sus pasos han tenido la misma suerte, de modo que se ignora aún cuál es el color y la forma de la piedra filosofal.
Los alquimistas suponen allá en sus sueños que muchos sabios la han poseído; que Dios la enseñó a Adán, quien comunicó el secreto a Enoch y de quien fue bajando por grados a Abraham, a Moisés, a Job, que multiplicó sus bienes siete veces por medio de la piedra filosofal; a santo Domingo, a Parecelso y finalmente al famoso Nicolás Flamel. Citan con respeto algunos libros de filosofía hermética que atribuyen a María, hermana de Moisés, a Hermes Trismejisto, a Demócrito, a Aristóteles, a santo Tomás, etc., etc. La caja de Pandora, el vellocino de oro de Jason, la roca de Sisifo, el muslo de oro de Pitágoras, sólo es, según ellos, la obra magna. Añaden aquellos delirantes que encuentran todos sus misterios en el Génesis y en el Apocalipsis principalmente (del que hacen un poema en alabanza de la alquimia), en la Odisea y en las Matamórfosis de Ovidio. Los dragones que velan, los toros que respiran fuego, son emblemas de los trabajos herméticos. Gabino de Montluisan, gentil hombre, ha dado también una extravagante explicación de las figuras extrañas que adornan la fachada de nuestra Señora de París, en las que veía una historia completa de la piedra filosofal. El Padre Eterno,extendiendo los brazos y sosteniendo un ángel en cada una de sus manos, anuncia bastante, según él dice, la perfección de la obra concluida.
Otros aseguran que no puede poseerse el gran secreto sino con el socorro de la magia; llaman demonio barbudo al que se encarga de enseñarla, y quien, según dicen, es un demonio muy viejo. Encuéntranse para apoyo de esta opinión, en muchos libros de conjuraciones mágicas, fórmulas para evocar los demonios herméticos. Cedreno, que creía esto, cuenta que un alquimista presentó al emperador Anastasio, como obra de su arte, un freno de oro y pedrerías para su caballo. El emperador aceptó el regalo e hizo meter al alquimista en una prisión donde murió; después de lo cual, el freno se volvió negro, con lo que se creyó que el oro de los alquimistas sólo es una farsa del diablo; pero muchas anécdotas prueban que no es más que una farsa de los hombres.
Un empírico que pasó por Sedan, dio a Enrique I, príncipe de Bullon, el secreto de hacer oro, que consistía en fundir en un crisol un gramo de polvo rojo que él le dio, con algunas onzas de litargirio. El príncipe hizo la operación en presencia del charlatán y sacó tres onzas de oro de tres granos de aquel polvo, lo que le puso más contento que admirado, y el adepto para acabar de seducirle le regaló todo su polvo transmutable.
Había de él trescientos mil granos, con los que creía él poseer cien mil onzas de oro. El filósofo llevaba prisa en su viaje, pues debía llegar a Venecia para asistir a la gran reunión de filósofos herméticos; nada le había quedado, pero sólo pedía veinte mil escudos; el duque de Bullon le dio cuarenta mil y le despidió con honor.
A su llegada a Sedan, el charlatán había hecho comprar todo el litargirio que tenían los boticarios, a quienes lo volvió a vender, cargado de algunas onzas de oro. Cuando aquel litargirio estuvo concluido, el príncipe no hizo más oro, no vio más al empírico, y quedó chasqueado en sus cuarenta mil escudos.
Jeremías Medero, citado por Delrío, cuenta un chasco casi del todo igual que otro adepto dio al marqués Ernesto de Bade. Todos los soberanos se ocupaban antiguamente de la piedra filosofal, la que buscó por mucho tiempo la famosa Isabel. Juan Gautier, barón de Plumerolles, se alababa de saber hacer oro. Carlos IX, engañado por sus promesas, le mandó dar ciento veinte mil libras y el adepto puso manos a la obra, pero después de haber trabajado ocho días, huyó con el dinero del monarca. Corrióse en su persecución y fue preso y ahorcado.
En 1616 el gobierno francés dio también a Guido de Grusemburgo veinte mil escudos para trabajar en la Bastilla a fin de hacer oro: huyóse pasadas tres semanas, con los veinte mil escudos, y no se le volvio a ver en Francia.
Enrique VI, rey de Inglaterra, se vio reducido a tal grado de necesidad que, según Evelino en su numismática, intentó llenar sus cofres con la ayuda de la alquimia. El encabezamiento de este singular proyecto contiene las protestas más solemnes y más serias, sobre la existencia y virtudes de la piedra filosofal, animando a los que se ocupasen de ella, anulando y condenando todas las anteriores prohibiciones. Créese que el libelo de este encabezamiento fue comunicado por Selden, archivero mayor, a su íntimo amigo Ben Johnson, cuando componía su comedia el Alquimista.
Así que se publicó esta real cédula, muchos hicieron tan hermosas promesas de lograr lo que el rey deseaba, que al año siguiente S. M. publicó otro edicto en el que declaró a sus súbditos que la hora tan deseada se acercaba ya, y que por medio de la piedra filosofal que pronto iba a poseer, pagaría las deudas del Estado en oro y plata acuñados…
Carlos II pensaba también en la alquimia, y las personas ocupadas en operar en la obra magna eran tan de nota como ridícula era la cédula, porque la formaban monjes, drogueros, tenderos y atuneros, y la cédula fue concedida; authoritate parlamenti.
Los alquimistas eran llamados antiguamente multiplicadores, como se ve por el estauto de Enrique IV de Inglaterra que no creía en la alquimia. Este estatuto se encuentra en la cédula siguiente de Carlos II.
“Nadie de hoy en adelante se atreverá a multiplicar el oro ni la plata, ni emplear la superchería de la multiplicación bajo la pena de ser tratado y castigado por felonía.”
Léese aún en las curiosidades de la literatura, que una princesa inglesa, muy amiga de la alquimia, encontró un hombre que suponía tener el poder de cambiar el plomo en oro, y este filósofo hermético, pedía únicamente los materiales y el tiempo necesario para ejecutar la conversión que había prometido. Fue llevado a la casa de campo de su protectora, donde se construyó para él un vasto laboratorio, y a fin de que no se le estorbase se prohibió a todos la entrada. Hizo él, de modo que su puerta diese vueltas: así que recibía la comida sin ver y sin ser visto, y sin que nada pudiese distraerle de sus sublimes contemplaciones.
Durante dos años que estuvo en el castillo no consintió en hablar con nadie, ni aún con la princesa, y cuando por primera vez se vio ésta introducida en su laboratorio, vio con grata admiración alambiques, calderas inmensas, largos cañutos, hornos, hornillos y tres o cuatro fuegos infernales, encendidos en diferentes lados de esta especie de volcán; no contempló con menos veneración la ahumada figura del alquimista, pálido, descarnado y debilitado por sus operaciones y vigilias, quien la reveló en una jerga ininteligible los resultados que obtuvo, y ella vio o creyó ver bocas de minas de oro esparramadas por su laboratorio.
Entretanto el alquimista pedía continuamente un nuevo alambique o inmensas cantidades de carbón, y la princesa, a pesar de su celo, que veía ya gastada gran parte de su fortuna para abastecer las demandas del filósofo, empezó a regularizar los vuelos de su imaginación con los consejos de la prudencia. Ya habían transcurrido dos años en que se habían gastado inmensas cantidades de plomo y aún no veía más que plomo: descubrió sus ideas al físico y éste le confesó sinceramente que él mismo estaba sorprendido de la lentitud de sus progresos, pero que iba a redoblar sus esfuerzos y a aventurar una laboriosa operación de la que había creído poderse pasar sin ella hasta entonces. Su protectora se retiró, y las doradas visiones de la esperanza recobraron todo su primer imperio.
Un día que ella estaba comiendo, un horrible grito seguido de una explosión parecida a la de un cañón del mayor calibre, se dejó oír y al momento se dirigió con sus criados al aposento del alquimista en el que encontraron dos largas retortas rotas, una gran parte del laboratorio incendiada y al físico quemado de los pies a la cabeza.
Elías Ashmole en su cotidiana del 13 mayo de 1655, escribe:
“Mi padre Backhousse (astrólogo que le había adoptado por hijo, conforme a la práctica de los adeptos), estando enfermo en Fleetstret, cerca de la iglesia de San Dustan, y encontrándose a las once de la noche a punto de expirar, me reveló el secreto de la piedra filosofal, única herencia que me dejó con su muerte.” Por esto sabemos que un desgraciado que conocía el arte de hacer el oro, vivía sin embargo de limosnas y que Asmhole creía firmemente ser poseedor de la tal receta.
Asmhole, sin embargo, ha elevado un monumento harto curioso de las sabias locuras de su siglo, en su teatro químico británico. Aunque éste sea más bien un historiador de la Alquimia que un adepto en esta frívola ciencia, el curioso pasará ratos divertidos recorriendo el tomo en 4.° en el que ha reunido los tratados de varios alquimistas ingleses. Esta colección presenta diversos lances de los misterios de la secta de los empíricos, y Asmhole cuenta algunas anécdotas mucho más maravillosas que las quiméricas invenciones de los árabes, dice de la piedra filosofal que de ella sabe bastante para callarse y que no sabe bastante para hablar.
La Química moderna no ha perdido sin embargo las esperanzas, por no decir la certeza, de ver un día verificados los dorados sueños de los alquimistas. El doctor Girtanner de Gottingue últimamente ha aventurado la profecía de que en el siglo xIx sería generalmente conocida la transmutación de los metales; que todos los alquimistas sabrán hacer oro; que los instrumentos de cocina serán de oro y de plata, lo que contribuirá mucho a alargar la vida, que en el día se encuentra comprometida por los óxidos del cobre, del plomo, del hierro que tragamos con nuestros alimentos.
Acabaremos con una anécdota que merece colocarse aquí. Había en Pisa un usurero muy rico llamado Grimaldi, que había reunido inmensas sumas a fuerza de tacañerías; vivía solo y muy mezquinamente, no teniendo criado, porque le habría tenido que pagar su salario; ni perro, porque le habría debido alimentar. Una noche en que había cenado en casa de un amigo y que se retiraba solo y muy tarde, a pesar de la lluvia que caía en abundancia, alguno que le esperaba cayó sobre él para asesinarle. Al sentirse Grimaldi herido de una puñalada, entró en la tienda de un platero que por casualidad estaba aún abierta. Este platero, lo mismo que Grimaldi, pretendía hacer fortuna, pero por otro camino que el de la usura, pues buscaba la piedra filosofal, y como aquella noche hacía una gran fundición, había dejado su tienda abierta para templar el calor de sus hornillos.
Tacio (así se llamaba el platero) habiendo reconocido a Grimaldi, le preguntó qué hacia a aquella hora en la calle: “¡ay de mí!, contestó Grimaldi, acabo de ser asesinado”, y al decir esto se sienta y muere. Esta desgracia ponía a Tacio en el más extraño embarazo. Pero pensando pronto que todos los vecinos estaban dormidos o encerrados por causa de la lluvia y que él estaba solo en su tienda, concibió un proyecto atrevido y que sin embargo le parecía fácil. Nadie habia visto entrar en su casa a Grimaldi, y declarando su muerte se podía sospechar de él; así es que cerró su puerta y pensó cambiar en bien esta desgracia, lo mismo que pensaba cambiar el plomo en oro.
Tacio sabía ya o sospechaba las riquezas de GriMaldi; empezó por registrarle y habiéndole encontrado en sus faltriqueras junto con algunos dineros un grueso manojo de llaves, resolvió probar las cerraduras del difunto. Grimaldi no tenía parientes, y el alquimista no encontraba a mal instituirse su heredero, por lo que, provisto de una linterna, emprendió su camino.
Hacía un tiempo horrible, pero no se arredró por ello. Llega en fin, prueba las llaves, entra en el aposento, busca la caja y después de muchos trabajos consigue abrir todas las cerraduras. Encuentra anillos de oro, brazaletes, diamantes y cuatro sacos en cada uno de los cuales leyó con alegría tres mil escudos en oro. Apodérase de ellos y regresa a su casa sin que nadie le hubiese visto.
De vuelta guarda al punto sus riquezas, después de lo cual pensó en enterrar al difunto; le toma en brazos, le lleva a su bodega y habiendo hecho un hoyo de cuatro pies de profundidad le entierra con sus llaves y vestidos; finalmente vuelve a cubrir la hoya con tanta precaución que no se reparaba que en aquel lugar se hubiese siquiera tocado la tierra.

Hecho esto, corre a su aposento, abre sus sacos, cuenta su oro y encuentra las sumas perfectamente conformes con los rótulos. En seguida colocólo todo en un armario secreto y fuese a acostar porque el trabajo y la alegría le habían cruelmente fatigado.
Algunos días después, no apareciendo Grimaldi, abriéronse sus puertas por orden de la justicia y quedaron todos sumamente admirados de no encontrar en su casa dinero. Hiciéronse vanas pesquisas por mucho tiempo y solamente cuando ya no se hablaba de él, fue cuando Tacio aventuró algunos dichos acerca de sus descubrimientos químicos. Se le burlaban a la cara, pero él sostenía con tesón los adelantos que iba haciendo, graduando con destreza sus discursos y alegría. Finalmente habló de un viaje a Francia para ir a vender los resultados obtenidos, y a fin de representar mejor su papel, fingió tenía necesidad de dinero para embarcarse. Pidió prestados cien florines sobre un cortijo. Creyósele del todo loco, pero no por eso dejó de marchar, mofándose en su interior de sus conciudadanos, que se burlaban de él a las claras.
En tanto llegó a Marsella, cambió su oro en letras de cambio contra buenos banqueros de Pisa y escribió a su mujer que había ya vendido sus efectos. Su carta infundió tal admiración en todos los ánimos, que duraba aún a su llegada a la ciudad. Tomó un aire triunfante al entrar en su casa, y para añadir pruebas sonantes a las verbales que daba de su fortuna, fue a buscar doce mil escudos de oro en casa de los banqueros. Era casi imposible negarse a tal demostración. Contábase por todas partes su historia, y exaltábase por doquier su ciencia, y pronto fue puesto al nivel de los sabios y obtuvo a la vez la doble consideración de rico y de hombre de genio.
Cuéntase igualmente que un adepto que se decía poseedor de la piedra filosofal pidió una recompensa a León X, y este Pontífice, protector de las artes, encontró justa su pretensión y le dijo volviese al otro día; acudió alegre el charlatán, pero León le mandó dar una gran bolsa vacía, diciéndole que ya que sabía hacer oro, sólo necesitaba una bolsa para meterlo; el conde de Ocseustiern atribuye esta contestación al papa Urbano VIII, a quien un adepto dedicó un tratado de alquimia.
En el día, aunque se hayan disipado un tanto nuestros primeros errores, la lista de los que para encontrar la piedra filosofal alambican aún raíces de coles, uñas de topos, acederas, hongos, el sudor del sol, salivazos de la luna, pelos de gato, ojos de sapo, flor de estaño, etc., en Francia y aun sólo en París, llenaría tomos enteros.
Ved ahí la definición que un autor moderno ha dado de la alquimia: “Es un arte rico en esperanzas, liberal en promesas, ingenioso para las penas y fatigas, cuyo principio es mentir, el medio trabajar y el fin mendigar”. Véase a Paracelso, Flamel, etc.
Tratado de Química filosófica y hermética, enriquecido con las operaciones más curiosas del arte, impreso en París el año 1725, en 12.°, con aprobación firmada por Audry, doctor en medicina y privilegiado del rey.
“Al principio, habiéndolo bien considerado los sabios, han reconocido que el oro engendra oro y la plata plata, y pueden multiplicarse en sus especies.
“Los antiguos filósofos, trabajando por la vía seca, han sacado una parte de su oro volátil y le han reducido a sublimado, blanco como la nieve y reluciente como el cristal, y han convertido la otra parte en una sal fija, y de la conjunción del volátil con el fijo han hecho su elixir.
“Los filósofos modernos han extraído del mercurio un espíritu ígneo, mineral, vegetal y multiplicativo, en cuya concavidad húmeda está oculto el mercurio primitivo o quinta esencia católica; esto es universal. Por medio de este espíritu se atrae el germen espiritual contenido en el oro, y por esta vía, que han llamado vía húmeda, su azufre y su mercurio han sido hechos; el mercurio de los filósofos no es sólido como el metal, ni muelle como el azogue, sino un intermedio.
“Han tenido este secreto oculto por mucho tiempo, porque es el principio, medio y fin de la obra; vamos a descubrirle para el bien de todos.
“Para hacer la obra es pues menester: 1. Purgar el mercurio con sal y vinagre. 2. Sublimarle con vitriolo y salitre. 3. Disolverle en el agua fuerte. 4. Sublimarle de nuevo. 5. Calcinarle y fijarle. 6. Disolver una parte por deliquio en la gruta, donde se resolverá en licor o aceite. 7. Destilar este licor para separar el agua espiritual, el aire y el fuego. 8. Meter este cuerpo mercurial calcinado y fijado en el agua espiritual o espíritu líquido mercurial destilado. 9. Putrificarlos reunidos hasta que se ennegrezcan; después en la superficie se elevará un espíritu, un azufre blanco inodoro que también se llama sal amoníaco. 10. Disolver esta sal amoníaco en el espíritu mercurial líquido, luego destilarle hasta que todo llegue a licor y entonces quedará hecho el vinagre de los sabios. 11. Esto hecho, será menester pasar del oro al antimonio por tres veces y después reducirle a cal. 12. Poner esta cal de oro en vinagre muy agrio, dejarla putrificar y en la superficie del vinagre se elevará una tierra en hojas del color de las perlas orientales; es necesario sublimarle de nuevo hasta que esta tierra sea muy pura, y entonces tendréis hecha la operación de la grande obra.
“Para el segundo trabajo, tomad una parte de esta cal de oro y dos de la agua espiritual cargada de su sal amoníaco; poned esta noble confección en un vaso de cristal de forma de huevo, y tapadle herméticamente; mantened un fuego suave y continuo; el agua ígnea disolverá poco a poco la cal de oro; se formará un licor que es el agua de los sabios, y su verdadero cahos, conteniendo las calidades elementares: cálido, seco, frío y húmedo. Dejad putrificar esta composición hasta que se vuelva negra; y esta negrura, que se llama la cabeza de cuervo y el saturno de los sabios, da a conocer al artista que ya está en buen camino.
“Pero para quitar esta negrura fétida, que se llama también tierra negra, débese hacer hervir de nuevo hasta que el vaso no presente más que una sustancia blanca como la nieve. Este grado de la obra se llama el Cisne. Es necesario en fin fijar con el fuego, este licor blanco que se calcina y se divide en dos partes, la una blanca por la plata, y la otra roja por el oro; entonces quedarán cumplidos los trabajos y poseeréis la piedra filosofal.
“En las varias operaciones se pueden sacar varios productos. Al principio el leon verde que es un líquido espeso que se llama también azoote y que hace salir el oro oculto en los materiales innobles; el león rojo que convierte los metales en oro es un polvo de un rojo vivo; la cabeza de cuervo, llamada también la vela negra del navío de Theseo, depósito negro que precede al leon verde y cuya aparición a los cuarenta días promete el buen resultado de la obra, sirve para la descomposición y putrefacción de los objetos de que se quiere sacar el oro; la pólvora blanca que transmuta los metales blancos en plata fina; el elixir rojo, con el cual se hace el oro y se curan todas las heridas; el elixir blanco, con el cual se hace la plata y se procura una vida sumamente larga. Llámasele también la hija blanca de los filósofos, y todas estas variedades de la piedra filosofal, vegetan y se multiplican?’
El resto del libro está por el mismo estilo, y contiene todos los secretos de la alquimia aldescubierto. Véase Bálsamo universal, Elixir de la vida, Oro potable, Aguila celeste, etc

DEMONOLOGIA

Balan, demonio

BALAN Rey grande y terrible de los infiernos.

Que tiene tres cabezas: la una hecha como la de un toro, la segunda como de hombre y la tercera de carnero, y a esto se une la cola de serpiente y unos ojos que arrojan llamas. Muéstrase a caballo de un enorme oso y trae un milano en el puño. Su voz es ronca y violenta y responde muy bien acerca lo pasado, lo presente y lo futuro.

Este demonio, que antiguamente era de la Orden de las dominaciones, y que manda en el día cuarenta legiones infernales, enseña las astucias, la finura y el medio muy cómodo de ver sin ser visto.

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del museo de los Suplicios, La Parrilla

La parrilla
La parrilla, que es un sistema refinado de asar al prójimo, fue utilizada en gran escala en México y las islas Samoa con finalidades antropofágicas. Con este suplicio, los espectadores obtenían el doble placer de saciar su mirada, con la visión de los dolores, y su estómago, con la carne de los prisioneros. Por su parte, los españoles aplicaron con tanta frecuencia las costumbres mexicanas que acabaron por despoblar el país.
Para obligar a los ciudadanos de Egestes a que le dieran dinero, Agatocles inventó diversos suplicios, entre los cuales el de la parrilla constituía una especie de florón. Sólo lo utilizaba con personas opulentas, y Diodoro (XX, 71) nos dice que «hizo fabricar una cama de bronce en forma de cuerpo humano y provista de una reja, a la que se ataba a las víctimas; luego, se prendía fuego debajo y se las quemaba vivas. Este instrumento de suplicio sólo difería del toro de Fálaris en que los desdichados perecían ante los ojos de los espectadores. A las esposas de los ciudadanos ricos les apretaban los talones con tenazas o les cortaban los pechos; a las que estaban encinta les comprimían el vientre con piedras hasta hacerlas abortar…». La víctima más ilustre de la parrilla fue san Lorenzo, de quien muchos relicarios conservan las costillas, mientras que las de los santos Conan y Teódulo han caído en el olvido:
Cuando el calor hubo asado y quemado suficientemente un lado,
dirigiéndose al juez desde lo alto
del patíbulo, el mártir dijo con voz débil y entrecortada: «Volved ahora mi cuerpo del otro lado, que éste ya está bastante quemado y no debe estropearse».

Así se expresa Prudencio en su Himno, pero tenemos motivos para pensar que san Lorenzo no sintió tanto placer en la parrilla. Como tampoco san Eleuterio cuando lo colocaron en una cama de hierro calentada al rojo blanco, o los condenados a la silla de cobre o el casco al rojo. Como en el infierno, ha habido quien ha pensado en asar a la gente al espetón: este método, muy utilizado entre los antropófagos, carece de toda lógica en el mundo civilizado. Aunque, ¿se debe buscar la lógica en materia de suplicios? El rey de Babilonia hizo asar a Sedecías y Ajab por su iniquidad (Jeremías, XXIX, 22). En las guerras de religión se aplicó mucho este suplicio, y el odio explica esa última injuria que consiste en comerse parte de las vísceras del rival detestado, como sucedió en el caso de Concini, cuyo corazón devoraron. En los primeros años de nuestro siglo, todavía los soldados búlgaros espetaban a sus prisioneros servios, o los ataban con alambres de púas antes de asarlos. En 1914, los servios aplicaron procedimientos análogos con los austrohúngaros, a los que previamente destripaban. En cambio, el uso de la sartén (de gran tamaño, por supuesto) pronto se abandonó. Sin la obra de R. P. Gallonio y los grabados de Tempesta, que ilustran abundantes sartenes, calderos, calentadores y cazuelas del más puro estilo renacentista, nos haríamos una idea falsa del instrumento empleado para torturar a los macabeos. Exhortados por una madre intransigente y fanática, que no cesaba de animar su valor, los siete hermanos murieron por negarse a obedecer las órdenes de Antíoco:


«Es muy digno de memoria lo ocurrido a siete hermanos que con su madre fueron presos y a quienes el rey quería forzar a comer carnes de puerco prohibidas y por negarse a comerlas fueron azotados con zurriagos y nervios de toro. Uno de ellos, tomando la palabra, habló así: “¿A qué preguntas? ¿Qué quieres saber de nosotros? Estamos prontos a morir antes que traspasar las patrias leyes”. Irritado el rey, ordenó poner al fuego sartenes y calderos. Cuando comenzaron a hervir, dio orden de cortar la lengua al que había hablado, y de arrancarle el cuero cabelludo, a modo de los escitas, y cortarle manos y pies a la vista de los otros hermanos y de su madre. Mutilado de todos sus miembros, mandó el rey acercarle al fuego y, vivo aún, freírle en la sartén. Mientras el vapor de ésta llegaba bastante a lo lejos, los otros, con la madre, se exhortaban a morir generosamente…» (II Macabeos, VII, 1-6).

En ese gran recipiente con aceite, azufre, pez y resina, frieron a menudo a los cristianos. A otros les sumergían la cabeza en un caldero de plomo derretido o en un bote de pez hirviente. Los cristianos jamás olvidaron estas lecciones. Su modo de actuar con los herejes y las brujas supera los límites de la decencia más simple. En 1581, por ejemplo, Clauder Caron, médico y hombre muy considerado y piadoso, tumbó con tal fuerza a una mendiga de Annonay sobre un potro, que le amputó un dedo del pie. Pero como esto no bastara para hacerla confesar:
«… al igual que los cocineros flamean el cerdo al espetón para darle color, así aquella miserable fue de tal modo flameada que, según creemos, no le quedaba más que entregar el alma, pues no se había escatimado la grasa fundida y humeante en las orejas, bajo las axilas, en su naturaleza, en el hueco del estómago, en las rodillas, en los codos, en los muslos y en las pantorrillas…».

DEMONOLOGIA

Amon o Ammon, demonio

AMMON o AAMON Grande y poderoso marqués del imperio infernal..

Acostumbra tener la figura de un lobo con cola de serpiente; vomita llamas y cuando toma la figura humana su cabeza es parecida a la de un grande buho que deja ver sus dientes caninos muy afilados.

Es el más fuerte de los príncipes de los demonios; sabe lo pasado y lo venidero y reconcilia cuando quiere a los amigos que están reñidos. Manda cuarenta legiones.

DEMONOLOGIA

Nigromancia, el arte de evocar a los muertos

NIGROMANCIA Arte de evocar los muertos o adivinar las cosas futuras por la inspección de los cadáveres. Había en Sevilla, Toledo y Salamanca escuelas públicas de Nigromancia en profundas cavernas, cuya entrada mandó tapiarla la reina Isabel I, esposa de Fernando V.
Los griegos usaban mucho esta adivinación y principalmente los tesallenses; rociaban con sangre caliente un cadáver, creyendo tener luego ciertas contestaciones sobre el porvenir. Los que consultaban debían antes haber hecho la exploración aconsejada por el mágico que presidía esta ceremonia, y generalmente, haber apaciguado con algunos sacrificios los manes del difunto, el que sin estos preparativos se mantenía siempre sordo a todas las preguntas.
Los asirios y los judíos se servían también de esta adivinación y ved ahí como obraban estos últimos. Mataban chiquillos torciéndoles el cuello, cortábanles la cabeza la que salaban y embalsamaban: luego gravaban en una plancha de oro el nombre del espíritu maligno para quien habían hecho este sacrificio; colocaban la cabeza encima, la rodeaban de cirios, la adoraban como a un ídolo y les contestaba. Véase Mágicos, Samuel, etc.

DEMONOLOGIA

Alocer, Alocerio, demonio

ALOCERIO Demonio poderoso y gran duque de los infiernos.

Represéntanle vestido de caballero, montado sobre un alazán enorme; tiene la fisonomía de un león con la cara encendida y los ojos ardientes: habla con gravedad.

Enseña los secretos de la astronomía y artes liberales, y gobierna terinta y seis legiones.

DEMONOLOGIA

Cerbern, Cerbere o Cerbero, demonio

CERBERN Cerbero, o Nabero, es entre nosotros un demonio, que Wierus pone en el número de los marqueses del infierno. Es muy poderoso; muéstrase bajo la forma de un cuervo; su voz es ronca, sin embargo, da la elocuencia y la amabilidad; enseña perfectamente las bellas artes, y obtiene para sus amigos los empleos y dignidades. Diez y nueve legiones obedecen sus mandatos. Así dicen los demonógraf os.
Véase pues, que este no es el Cerbero de los antiguos, el terrible perro con tres cabezas; incorruptible portero de los infiernos, llamado también la bestia de las cien cabezas centiceps bellua, a causa de la multitud de culebras de que estaban adornadas las tres. Hesiodo le da cincuenta cabezas de perro; pero generalmente no se les reconocen sino tres. Sus dientes eran negros y afilados, y su mordedura causaba una muerte pronta, Créese que la fábula del Cerbero tiene su origen de los egipcios, que hacían guardar los sepulcros por dogos.
Pero lo que principalmente nos ocupa aquí es el demonio Cerbero, del que añadiremos que en 1586, hizo pacto de alianza, dice la causa criminal, con una mujer de Picardía llamada María Martín, la cual le quería mucho. Véase Martín.

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, Las Hogueras Medievales

Las hogueras medievales
A comienzos de la Edad Media, la hoguera en que eran quemados los herejes y los brujos adoptó dos variantes. El primer método consistía en atar al condenado a un poste, alrededor del cual se apilaban haces de leña; de este modo se podía contemplar al condenado desde lejos mientras las llamas se elevaban hacia el cielo. Los inquisidores españoles y el duque de Alba gustaban de este procedimiento, que, en su opinión, estimulaba singularmente la imaginación de los espectadores. En el segundo método, más clásico por así decirlo, se rodeaba de haces de leña a la víctima, la cual no era colocada sobre la hoguera sino introducida en ella; luego, el verdugo mostraba sus restos al pueblo. Esta hoguera se destinaba a los herejes y las brujas: a despecho de las imágenes de la iconografía popular, los templarios, Jean Huss y Juana de Arco sufrieron este tipo de muerte por asfixia, que una obra anónima del siglo XVIII describe con detalle:
«Se empieza por clavar un poste de siete u ocho pies de altura, alrededor del cual, dejando espacio suficiente para un hombre, se dispone una hoguera cuadrada alternando haces de leña, troncos y paja; alrededor de la base del poste se coloca también una hilera de haces de leña y otra de troncos, cuya altura llegue aproximadamente hasta la cabeza del reo; se deja un espacio libre que permita llegar hasta el poste. Cuando llega el criminal, se le desnuda, se le pone una camisa impregnada de azufre y se le hace entrar por el espacio que se ha dejado libre entre las hileras de haces y troncos que rodean la base del poste. Una vez allí, se le coloca de espaldas al citado poste, se le ata una cuerda al cuello, se le ligan los pies y se le rodea el cuerpo con una cadena de hierro; estas tres ataduras rodean al hombre y el poste. A continuación, se termina la hoguera, tapando con leña, troncos y paja el lugar por el que ha entrado la víctima, de tal modo que ésta queda totalmente oculta; entonces, se prende fuego a la hoguera.
»Hay un medio para que el condenado no sienta el dolor provocado por el fuego, que normalmente se aplica sin que éste se dé cuenta. Es el siguiente: como los ejecutores utilizan para preparar la hoguera unos garabatos de barquero de dos pinchos, uno recto y el otro en forma de gancho, se atraviesa con uno de ellos la hoguera que rodea a la víctima, de modo que el pincho quede situado frente a su corazón. Apenas se ha prendido fuego, se empuja con fuerza el mango del garabato y el pincho atraviesa el corazón del reo, que muere en el acto. Si está dispuesto que sus cenizas sean aventadas, en cuanto es posible acercarse al lugar donde se hallaba, se va allí, se recogen con una pala unas cenizas y se lanzan al aire.»
En ocasiones, el verdugo recibía la orden de agarrotar al condenado justo en el momento de prender la hoguera. Si, en el último momento, el humo se lo impedía, la agonía de la víctima era espantosa. En 1726, Catherine Hayes, que había envenenado a su madre y luego descuartizó el cadáver, tardó tres horas en expirar. Su caso dista mucho de ser el único: las brujas no acababan nunca de morir y el sufrimiento de los herejes se prolongaba como por placer. Otro método de quemar a la gente (en particular, los judíos) consistía en arrojar al condenado a un foso lleno de ramitas, pez y troncos. Este método, muy utilizado en la Alemania medieval, sobrevivió hasta la época de los campos de exterminio, pero hay razones para creer que es de origen francés. En efecto, durante el reinado de Felipe el Largo se acusó a los judíos de haberse asociado con los leprosos y con el diablo para envenenar los manantiales de agua potable. En Chinon, dice Michelet, cavaron un día un gran foso y quemaron en él a ciento sesenta hombres y mujeres:
«Muchos de ellos saltaban al foso entre cánticos, como en una celebración. Algunas mujeres hicieron arrojar a sus hijos antes que ellas, temerosas de que se los arrebataran para bautizarlos. En París, quemaron sólo a los culpables…»
Según dice Herodoto en Historias (libro IV, capítulo 69), los escitas utilizaban un tipo de hoguera muy original para ajusticiar a los falsos adivinos:
«Se les hace morir de la manera siguiente: se llena de troncos pequeños un carro, al cual se uncen unos bueyes; se coloca en él a los adivinos, atados de pies y manos, amordazados y rodeados de leña; se prende fuego y, a continuación, se azuza a los bueyes, asustándolos para activar su huida. Unas veces, los animales son devorados por las llamas con los adivinos; otras, llenos de quemaduras, huyen cuando el timón ha sido consumido por el fuego.»

Así pues, al norte del Ponto Euxino costaba muy caro equivocarse acerca del curso de los astros o de la evolución de las afecciones de la realeza. Claro que no eran más considerados en Japón, donde los condenados perecían metidos en cestos de mimbre, similares a los que los galos disponían en honor de sus dioses. En Civilisations inconnues, obra escrita en 1863, Oscar Commettant describe el suplicio en estos términos:
«Se mete a la víctima en un recipiente de mimbre, lo bastante tupido para que las llamas alcancen la carne con dificultad y a través de unos estrechos intersticios; luego, se arroja el cesto al fuego. Al cabo de unos segundos, cuando el mimbre medio consumido deja penetrar el aguijón de la llama, mil quemaduras, al principio superficiales y a los pocos momentos insoportables, comienzan a torturar de un modo horrible al condenado. Enloquecido por el dolor, éste salta instintivamente en el interior del cesto, y cada movimiento recibe los aplausos de la multitud, que se cree ante un espectáculo. Hay risas, comentarios y elogios, hasta que el cesto queda inmóvil, es decir, hasta que la víctima ha muerto asfixiada.»
También en Extremo Oriente, poco antes de la primera guerra mundial, los chinos, aprovechando los últimos progresos de la técnica, habían ideado otro método expeditivo para quemar a los culpables. «Se obliga al condenado a beber dos litros de petróleo — explica J. Avalon en un artículo titulado “Monsieur de Pékin” — y se le introduce una larga mecha que prácticamente llega hasta el estómago. Luego, se enciende la mecha: el petróleo se inflama y la víctima, escupiendo un inmenso chorro de fuego, literalmente estalla» (Aesculape, junio de 1914).
En la conquista de Argelia, el coronel Pélissier se distinguió por ordenar quemar en una caverna de la Garganta del Dahar, en la Cabilia, a hombres, mujeres y niños. Bugeaud defendió a capa y espada de los ataques de la «prensa canallesca» al autor de esta acción que, en junio de 1845, ocasionó sólo 760 muertes y dio a los franceses enorme popularidad. Ante tales hechos, ¿cómo censurar a las tropas alemanas por el salvajismo que demostraron en Lieja en 1914, o a los norteamericanos por su actuación en Vietnam? Los polinesios, al menos, tenían la excusa de que asaban a los vencidos para comérselos.  ¿Y los musulmanes? ¿Son acaso más civilizados? No, a juzgar por el ejemplo siguiente, que se refiere al suplicio del «chámgát», practicado en Egipto a principios del siglo XIX:
«He aquí la espantosa descripción que hace el jeque Mohammed ibn-Omar el-Tonsy: se cogía una gran vasija de tierra cocida, poco profunda, y se llenaba de estopa untada con pez y alquitrán. Hecho esto, se traía al condenado, se le ataban los brazos a un largo palo que, pasando sobre el pecho, llegaba hasta la punta de los dedos y, en el cuello, se le ponía una anilla de hierro de la que pendían cuatro o cinco largas cadenas.
»Acto seguido, se vestía al desdichado con unas ropas untadas de resina y se le hacía sentar en la vasija de tierra, fuertemente sujeta a la silla de un camello; a continuación, se colocaban varias mechas resinosas encendidas a lo largo del palo, que mantenía extendidos los brazos del condenado. El rostro de la víctima también era untado con pez y alquitrán y se le prendía fuego: espantosos gemidos atestiguaban los horribles sufrimientos que soportaba. Se paseaba este lamentable cortejo por las calles de la ciudad, los mercados y las plazas públicas.
»Estas atrocidades, practicadas particularmente en tiempos de los mamelucos, provocaban un profundo terror en la población. La última víctima que sufrió en El Cairo la pena del “chámgát” fue una mujer llamada Djindyah, que había cometido varios asesinatos» (Citado por Fernand Nicolay en Histoire sanglante de l’Humanité, pp. 131-132).

DEMONOLOGIA

Buer

BUER Demonio de segunda clase, presidente de los infiernos.

Naturalmente forma una estrella o rueda de cinco rayos, la cual avanza, rodando sobre sí misma.

Enseña la filosofía, la lógica y las virtudes de las hierbas medicinales; da buenos criados y salud a los enfermos; manda cincuenta legiones.