La estaca, símbolo de poder fálico
Desde diversos puntos de vista, el apalea miento recuerda la flagelación, y su práctica n( es menos arcaica: las pirámides de Egipto, la: murallas de Nínive y las fortificaciones de Mice nas fueron construidas a estacazos. El empleo d( este método valió la pena… si no consideramos el sufrimiento ajeno. Símbolo de poder fálico, 11 estaca doma a las mujeres, intimida a los esclavos y castiga a los culpables. A veces tiene pode. res mágicos, como, por ejemplo, en manos de Moisés o en las de las hadas. Cura enfermedades, facilita los partos, apacigua la cólera divina y endurece el trasero de los esclavos que, gracias a ella, pueden venderse a mejor precio.
Cada pueblo tenía su manera particular de apalear. Los turcos, por ejemplo, se centraban en el dorso de los pies, mientras que los romanos golpeaban, por este orden, la espalda, el vientre y los muslos, con ramas de olmo, de abedul o de fresno. Totalmente desnudos por orden de los lictores, los condenados a menudo sufrían la pena del escorpión, es decir, la flagelación con un palo rugoso o cubierto de espinas. Era preferible eso a la bofetada china, propinada en pleno rostro con una ancha tira de cuero, o al apaleamiento con láminas de hierro que se infligía a los primeros cristianos.
Los chinos eran partidarios de la estaca, y la aplicaban con severidad. El mínimo eran veinte golpes. Además, los fustigadores debían postrarse ante el juez y agradecerle su indulgente y paternal método correctivo. Con frecuencia, las nalgas desnudas del condenado sufrían la caricia de un bambú biselado: los golpes se asestaban paralelamente y su intensidad iba creciendo de modo progresivo, hasta que se acababa por no distinguir ningún rastro en la masa de carne enrojecida.
La Biblia (siempre volvemos a ella) alude al garrote de los faraones, los reyes de Babilonia y los seleúcidas. Nadie se libraba del correctivo, ni siquiera Eleazar, quien al sufrirlo dio a la juventud un hermoso ejemplo de valor y virtud. Los judíos limitaban el uso de la estaca (lo mismo que el del látigo) a cuarenta golpes. «Si cuando entre algunos hubiere pleito, y llegado el juicio, absolviendo los jueces al justo y condenando al reo, fuere el delincuente condenado a la pena de azotes, el juez le hará echarse a tierra y le hará azotar conforme a su delito, llevando cuenta de los azotes, pero no le hará dar más de cuarenta, no sea que pasando mucho de este número quede tu hermano afrentado ante ti» (Deuterono mio, XXV, 1-4).
El apaleamiento podía resultar mortal cuando se aplicaba a una persona enferma del corazón. El presidiario Castellan pereció por este motivo. «Castellan fue conducido ante el comisario y condenado a recibir cincuenta azotes de cuerda. Los “divertidos”, como el comisario llamaba a sus ejecutores, golpearon con todas sus fuerzas, sin la menor consideración. A los primeros golpes, el desgraciado empezó a lanzar espantosos gritos; a partir de los treinta su voz prácticamente se extinguió; al llegar a los cuarenta, comenzó a exhalar apagados suspiros; luego, se calló. Cuando el apaleamiento finalizó, Castellan estaba muerto» (Histoire des Bagnes, tomo I, p. 546). Los presidiarios, que solían ser azotados con cuerdas, encontraban un ligero alivio mordiendo su gorro o la camisa que les introducían en la boca para que no se oyeran sus gritos. En sus Mémoires, Poulmann nos describe el suplicio desde el punto de vista de la víctima:
«Fui… despojado de mi casaca y mi camisa, y atado boca abajo en un banco de alrededor de un metro de longitud. El ejecutor, armado con una soga alquitranada del grosor de una vela, esperaba con los brazos cruzados que le ordenaran comenzar.
»Al sonar un segundo silbido, la soga cayó sobre mi espalda.
»Un ayudante contaba los golpes.
»La primera sensación de dolor fue tan intensa, que un grito escapó de mi pecho. Luego, me callé y soporté los cincuenta golpes sin manifestar ningún signo de sufrimiento. Cuando todo hubo terminado se dieron cuenta de que había dejado en el banco la marca de mis dientes.
»Pero eso fue todo.
»En cuanto el ayudante gritó “¡Bastar, vertieron chorros de vinagre eñ mi espalda magullada y sangrante, y a continuación la cubrieron con una capa de sal.
»¡Es imposible describir el insoportable dolor que sentí!
»Aquello era demasiado para las fuerzas de un hombre; estaba exhausto.
»Perdí el conocimiento.
»Debo decir que rociar las llagas vivas con vinagre y sal no es, como podría creerse, un cruel refinamiento, sino, por el contrario, un acto de humanidad. Al principio el dolor es atroz, pero gracias a esta mezcla las llagas cicatrizan con rapidez y las magulladuras desaparecen.»
En cambio, el uso de las disciplinas en el penal de Cayena sí constituía un acto de crueldad refinada. Barthélemy Poncet, que desnudo, atado a unas anillas y amordazado, sufrió este castigo, explica:
«Las disciplinas se componen de cuatro, seis u ocho sogas, gruesas como el mango de un portaplumas, alquitranadas y curvadas por un extremo, que se introducen en un mango formando un haz» (Histoire des Bagnes, tomo II, p. 196)