La horca
A juzgar por lo que se dice, el colgamiento no tiene nada de desagradable en comparación con los suplicios que acamabos de describir. Todos los que, por accidente o por suerte, escaparon a la muerte, han conservado un recuerdo agradable. Provoca la erección y, con frecuencia, la expulsión de semen, que hace las delicias de los libertinos y los pintores de escenas amorosas.
Los judíos colgaban a los idólatras y los blasfemos, y también los cadáveres de los criminales. Dirigiéndose a Moisés, el Eterno exclama: «Reúne a todos los príncipes del pueblo, y cuelga a éstos del patíbulo ante Yavé, cara al sol…». Y Moisés, por su parte, insta a los jueces de Israel: «Matad a cualquiera de los vuestros que haya servido a Baal Fogor» (Números, XXV, 4-5).
En Roma, rara vez colgaban a los ciudadanos por el cuello, sino por los pies, los brazos o los pulgares, y a menudo ponían pesos en las partes del condenado que no estaban en contacto con la cuerda. San Gregorio de Armenia fue atado por un pie y san Antonio de Nicomedia por un brazo En la Galia, cuando colgaban a alguien por lo brazos, le ataban pesos en la parte inferior 4 las piernas y los dejaban caer de golpe. A veces los esclavos eran colgados por el cuello de árbole estériles, como el olmo, el aliso o el álamo, con sagrados a las divinidades infernales. «Erant au tem infelices arbores», escribe Plinio en su Histo ria Natural (Libro XXVI), más preocupado pe el bosque que por la carne viva cubierta por u sombrío velo.
Durante la Edad Media se mantuvo esta cos tumbre con los plebeyos acusados de bigarnil robo, infanticidio y deserción. (El hecho de qu Enguerrand de Marigny y Olivier-le-Daim fu( ran colgados por el cuello hasta morir, constitt ye una excepción.)
Enviar cartas anónimas que contuvieran arru nazas de muerte conducía a la horca. En el Jou, nal de Barbier se lee:
«El 12 de abril de 1726 fue colgado por clec sión del Chátelet, confirmada por sentencia, 1 cocinero del señor de Guerchois, consejero de Estado, que le había escrito cartas anónimas a su señor diciéndole que, si no dejaba un saco de luises en una ventana de la calle, lo asesinaría. El asunto no se llevó en secreto, apostaron gente de vigilancia en la calle y, a continuación, colocaron un saco lleno de monedas. El cocinero, sabedor de los preparativos, escribió tres cartas diferentes al señor de Guerchois, diciéndole que un día en el Pont-Neuf, al regresar de una cena, se había librado porque iba muy bien acompañado, pero que tarde o temprarno caería si no le pagaba. Era difícil descubrir al autor de la carta. No sé qué fatalidad hizo que se les ocurriera despedir al cocinero. La señora de Guerchois, al pagarle, le pido un recibo, y él cometió la torpeza de dárselo. A la señora le sorprendió el parecido de la letra con la de las cartas y se rindió a la evidencia. Hicieron arrestar al cocinero, el cual fue colgado.
»Al pueblo y a muchas otras personas les pareció excesivamente riguroso quitarle la vida a un hombre que no había matado ni robado y que jamás había cometido una acción. El populacho mostró su resentimiento rompiendo los cristales de casa del señor de Guerchois… Pero considerandolo con calma, como el caso era nuevo, se obro correctamente al colgarlo para dar ejemplo, sobre todo teniendo en cuenta que era un sirviente y que no se puede comprar la tranquilidad pública.»
También se colgaba a los adúlteros y a sus cómplices en horcas, patíbulos con varios pilares entre los cuales destaca el de Montfaucon, que se hizo célebre gracias a Villon y Coligny. Victor Hugo dice:
«Aquel monumento proyectaba un horrible perfil en el cielo; sobre todo por la noche, cuando la luz de la luna iluminaba aquellos cráneos blanquecinos, o cuando el viento zarandeaba cadenas y esqueletos en la oscuridad. La presencia de aquel patíbulo bastaba para convertir todos los alrededores en lugares siniestros.»
Hasta finales del siglo XVIII, aproximadamente, el ahorcamiento estuvo muy en boga. Se erigían horcas no sólo en toda Europa, sino también en las tierras recién colonizadas. La visita a los patíbulos constituía un solaz, una distracción. Tanto los reyes como las muchachas ávidas de sensaciones y las brujas, que acudían en busca de mandrágora o a cortar la cuerda benefactora, se entretenían con estos paseos campestres. La obra anónima que hemos aludido a propósito de la hoguera, describe así el colgamiento:
«Al criminal se le cuelga rodeándole el cuello con tres cuerdas: las dos to tous s, que son cuerdas del grosor del dedo eñiqu- . a una de ellas con un nudo corredizo, el jet, que sólo sirve para ayudar a que la v’cti a caiga de la escalera.
»El criminal sube a la carreta del ejecutor y se sienta sobre una tabla, de espaldas al caballo y acompañado de un confesor y del ejecutor, que se sitúa detrás de él. Cuando llegan a la horca, en la que se apoya una escalera, sube primero el verdugo andando hacia atrás y, utilizando las cuerdas, ayuda a subir al criminal. A continuación asciende el confesor y, mientras exhorta a la víctima, el ejecutor ata las tourtouses al brazo de la horca y, cuando el confesor empieza a descender, el verdugo, dando un golpe con la rodilla y ayudado por el jet, le quita la escalera a la víctima, la cual queda suspendida en el aire. Los nudos corredizos de las tourtouses le ciñen el cuello; entonces, el ejecutor, sosteniéndose con las manos a los maderos de la horca, trepa con las manos atadas de la víctima y a fuerza de patadas y golpes en el estómago, termina el suplicio con la muerte.»
El procedimiento es de una mortificante vulgaridad, de modo que parece preferible el de la trampilla. En las ciudades británicas, dice el Gran Diccionario Universal del siglo XIX, «la ejecución se lleva a cabo en un balcón de la prisión que da a una plaza; se sitúa al condenado sobre una trampilla y, cuando llega el momento, ésta se abre por medio de un muelle y el desdichado queda suspendido en el aire». Esta forma de actuar evita a la víctima interminables preparativos y un angustioso paseo hacia el lugar de la ejecución. Pero ¿es éste el efecto buscado en todos los casos? Cabe ponerlo en duda si pensamos en la publicidad que se da a las ejecuciones en Arabia Saudita y el Congo. Los suplicios que se infligían en China eran atroces: colgada por la mandíbula a las paredes de la canga, la víctima sentía cómo el suelo se iba hundiendo poco a poco bajo sus pies. En Turquía se le dejaba la mínima capacidad de movimiento necesaria para prolongar la agonía. El Gran Diccionario Universal del siglo XIX especifica que el instrumento ejecutor está compuesto por dos postes, unidos en la parte superior por un travesaño:
«Se sitúa a la víctima, que lleva una cuerda al cuello, entre los dos postes; se lanza por encima del travesaño uno de los extremos de dicha cuerda, se iza al condenado hasta que se halla a unos pies del suelo y se ata la cuerda. La víctima, que tiene los brazos libres, puede retrasar la muerte sosteniendo la cuerda por encima de su cabeza, pero las fuerzas no tardan en abandonarle y se deja caer para siempre» (tomo XII, p. 539)