DEMONOLOGIA, MONSTRUOSIDADES, TORTURA

DOLOR Y VOLUPTUOSIDAD, Sadicos famosos

Sádicos famosos
Hasta aquí, la mezcla de provocación intelec­tual, embotamiento del sentido moral y perver­sión instintiva forma un todo inextricable. Las cosas se aclaran, sin embargo, cuando se aborde el «gran sadismo», para el cual el crimen no sóle representa una finalidad sino que constituye su motor esencial. Indispensable para la eclosión (fe la voluptuosidad, el asesinato puede prevalecer sobre el deseo más salvaje y. en ocasiones, el placer lo proporciona el descuartizamiento en sí mismo. ¿Acaso Lacenaire no confesaba con ci­nismo que ver expirar al hombre a! que odiaba era para el un placer divino?
A los grandes perversos, la flagelación y las prácticas del sadismo ordinario (pinchazos, que­maduras, etc.) no les bastan para provocar la activación de los órganos eréctiles. La desviación va más allá. La violencia que buscan antes d:l orgasmo desaparece con la muerte, pero sin ésta no alcanzarían ese estado de embriaguez. Matan por placer, y su placer es doble ya que, en cierto modo, su sexo se bifurca. Está unido al cuerpo y, al mismo tiempo, es capaz de explorar las entra­ñas a modo de cuchillo.
«Sátiros y destripadores —escribe el doctor Rene Allendy— son miserables que jamás han gozado del don del amor, ya que la ternura sólo puede ser una elaboracion, a traves de la sexualidad, de un sentimiento de solidaridad social del cual carecen. La atrofia de sus instintos sociales constituyen esa especie de locura moral, esa ausencia de sentimientos humanos que aparece en ellos de modo tan monstruoso. De la lidad no conocen sino el ciclón cegador del to sexual que desencadena el horror. Sus tos agresivos se hallan investidos de un dobel placer: el caníbal de morder la carne palpitante o clavar un arma en ella, y el sexual de la embiaguez erótica.»
Tan sólo la perspectiva de la muerte, que imaginan como el acto gratuito por excelencia summun del arte, mueve a los héroes de las as de Sade. Evidentemente, no podemos tomar al pie de la letra las exageraciones literarias de su creador, sus imaginaciones de disarmonia y sus sueños de sustitución, pero debemos recocer que la realidad le ha dado la razón con bastante frecuencia. Por otra parte, Sade adorna, pero no inventa. No existe ninguna diferencia entre sus monstruos morales y un Carlos el Malo , un Gilles de Rais o una condesa Bathory, personajes reales que fueron procesados. Tres personajes, tres actitudes diferentes que, sin embargo, coinciden en la misma pasión por la muerte de los demás. En Carlos el Malo, la vision de la muerte provoca la excitación del pene;  Gilles de Rais participa más directamente y goza cuando descuartiza; Erzsebeth Bathory proolonga la muerte por placer, y encuentra en la sangre un rejuvenecimiento.
“Carlos el Malo —dice Moreau de Tours— capturaba a pastorcillas de quince o dieciséis que, por orden suya, eran bañadas, perfumadas, vestidas con elegancia, bien alimentadas y por sobre todo, estrechamente vigiladas en una vivienda apartada.
Al cabo de un mes o,  como máximo, cinco semanas, su confidente Pringard conducía a una de ellas a la parte superior del palacio, donde el Conde se había hecho construir un misterioso gabinete. Se reunía con la joven a través de una puerta secreta. Entonces, ella imaginaba que su destino sería satisfacer la brutalidad de aquel señor, y se desesperaba o se resignaba. Pero enseguida aparecía un joven poco mayor que ella. El conde, vestido con ropas de lame de oro que podia dejar caer con facilidad, se recostaba en un divan, después, ordenaba a los jóvenes que se desnudara y al paje que poseyera a la muchacha.
A la menor objecion de uno u otro, el tirano blandia una larga espada. Habia que obedecer y tomar posesion del altar, tan elegante como mullido, preparado para el sacrificio. Cuentan que a veces, el hierofante, totalmente ajeno al culto, no sabía cómo ejecutar las órdenes del señor. Entonces, éste descendía para unas nociones ele­mentales y regresaba en seguida a su diván. Por fin, cuando la naturaleza, tan rica y poderosa en la juventud, despertaba con demostraciones que el conde acechaba con gran interés, corría furio­so hacia los pobres adolescentes, los examinaba de cerca profiriendo horribles blasfemias y los mataba a ambos con un puñal que llevaba escon­dido. Al oír los gritos de lujuria que lanzaba en ese instante, su confidente Pringard, que había permanecido apostado tras una puerta secreta, arrojaba a la habitación a una de las cortesanas que el conde mantenía.»
Gilles de Rais, seguro de su impunidad gra­cias a su enorme fortuna, al terror que sus armas inspiraban y al grosor de los muros de sus forta­lezas, también se dedicaba a recoger niñas, aun­que las elegía más jóvenes. Su sensualidad, exa­cerbada por la inactividad, los halagos de sus cómplices y la ausencia de todo elemento feme­nino, se satisfacía con un polución supraventral y un degüello. «Habitabat eos, apud eos calebat et reddcbat naturam super ventrem eorum cum ma­xima delectatione…», declaró su criado Henriet en su confesión. Todo esto no resultaría tan ex­traordinario si el señor de Rays no hubiera aña­dido un elemento satánico a su lujuria. Exigía, en efecto, que los mártires a quienes conducían ante su presencia cargados de cuerdas y cadenas, le dieran las gracias antes de morir. Para conse­guirlo había ideado toda una puesta en escena. Liberadas de las ataduras por orden suya, mi­madas e invitadas a sentarse en sus rodillas, las víctimas acababan por abandonarse a la excesiva familiaridad de una confianza recuperada. Cuan­do, creyéndose a salvo y desbordantes de reco­nocimiento, sonreían y recobraban sus colores naturales, el miserable, con el esmero de un ar­tista, les cortaba lentamente el cuello y contem­plaba cómo languidecían mientras un chorro de sangre lo salpicaba. Por fin, recogía su último aliento v derramaba el semen sobre ellos con la rabia de un monstruo en celo.
Cometido el estupro, Rays soli complacerse en desmembrar los cuerpos, en decapitarlos o en machacarles los senos. Esta carniceria de inocentes, realizada en presencia de sus familiares, le hacia reir hasta derramar lagrimas. La agonia de sus victimas le causaba una satifaccion suplementaria, seguia con avidez todos los estadios y se situaba junto a ella para contemplar mejor. El mismo confeso que le proporcionaba mas placer ver sufrir que satiface su lujuria “
 («… su­per ventres ipsorum sedebat et plurimum delecbatur eos videndo sic mori, et de hoc risus emittebat….conlesión del 22 de octubre de 1440). Tras  este derroche de energía, al que se agregaban excesos de la buena mesa, se sumía con rapidez en un sueño profundo, característico de los ” grandes sádicos “. Sus amigos no tenían más que hacer desaparecer las huellas de la orgía: manchas de sangre y restos informes, que se apresuraban a incinerar.
La Condesa húngara Bathory presentaba tambien graves síntomas de degeneración: probable epilepsia, megalomanía e hiperestesia sexual. Al igual que sus dos ilustres predecesores, buscaba el dolor de los demás antes de sumirse en un letargo absoluto. Era lesbiana, y al desprecio que sentia por las muchachas que le servían de juguete se unía una necesidad permanente de torturarlas. A veces se contentaba con darles terribles palizas o exponerlas desnudas en el palio de su castillo y rociarlas con agua helada. Pero lo más frecuente era que ordenase que les cortaran los dedos con cizallas, que les arrancaran la carne de l­os muslos y los pechos, que las obligaran a coger una llave o una moneda al rojo, o que les pasaran una plancha candente por la planta de los pies. Los suplicios íntimos la fascinaban: colocaba entre las piernas de las muchachas papel untado en aceite, al que una sirvienta prendía fuego, o les quemaba la vulva con la llama de una vela.
Eran buenos tiempos, dirán algunos… Todos los figuran en las actas de interrogatorios de un proceso celebrado en 1611, cuya veracidad es indudable. Valentine Penrose, que ha dedicado un libro a tan siniestro personaje, añade que la utilizaba un artilugio cuya finalidad era conseguir que la sangre fluyera, con lo cual recuperaba juventud y belleza. En el terreno de la invencion diabólica, Erzsébeth Bathory no era inferior a nadie, y la modesta irrigación de los machos no podia reemplazar, para ella, a un chorro de hemoglobina mezclada con tejido triturado.
Un herrero, bien pagado y atemorizado por las amenazas, había construido en el secreto de la noche una increíble pieza de hierro forjado, particularmente difícil de manejar. Se trataba de una jaula cilindrica de brillantes láminas de hie­rro sujetas con unas cinchas. Se hubiera dicho que estaba destinada a algún enorme buho. Pero el interior estaba provisto de clavos acerados…» Introducían a una sirvienta joven completamente desnuda y, mientras la condesa permanecía sen­tada bajo la jaula, una cómplice pinchaba a la prisionera con un hierro afilado. «A cada golpe se acrecentaban más los ríos de sangre que caían sobre la otra mujer, blanca, impasible, con la mi­rada perdida en el vacío, apenas consciente…» (pp. 124-125).
Resulta inquietante advertir que estos crimi­nales contaron con numerosos cómplices. ¿Qué les sucedió a criados y familiares? ¿Acaso se vie­ron dominados por el terror, por la contempla­ción de la muerte o por el placer del espectácu­lo? ¿O simplemente por el íntimo vínculo que une al masoquista con su sádico amo? Cierto que muchos de los grandes pervertidos, como Vacher, Jack el Destripados, Landrú. Haigh o Christie, actuaron solos, pero las asociaciones también son frecuentes: Lacenaire buscaba acó­litos, lo mismo que Haarmann y Pleil. A falta de verdadero público —de ese público que aplaudía las locuras de Nerón y Heliogábalo— necesitan un alma tortuosa, un reflejo de su personalidad, que les comprenda, los justifique y los siga. No hace mucho tiempo, el Reino Unido se estreme­ció con el relato de los horrores cometidos, no por aristócratas desviados o sátiros impúdicos, sino por dos modestos oficinistas, Ian Brady y Myra Hindley, cuya unión no alcanzaba la per­fección si no iba acompañada de gritos y perver­siones sanguinarias. Sin embargo, lo más proba­ble es que esta pareja de anormales se deleitara más sembrando el pánico que buscando satisfacciones socráticas.
«Evolucionando en el universo angustioso de la perversión, en cuyo seno la irrealidad se había convertido en realidad y la realidad había adop­tado un aspecto irreal, sus móviles nunca eran sencillos sino Que revelaban siempre alguna faceta de su perversion.
Estos amantes apasionados satisfacian sus inclinaciones especiales similares a las Rais y Bathory – matando niños a hachazo. Drogadas, borrachas e innoblemente injuriadas (como en las obras de Sade), las víctimas debían pres­tarse a juegos incalificables. EI hombre las foto­grafiaba buscando los ángulos más obscenos, las sodomizaba y, por último, las torturaba, graban­do sus gritos de terror en un magnetófono. La mujer, absolutamente pasiva y obediente, lim­piaba las salpicaduras de sangre de las paredes y el suelo. La cinta grabada y la película fotográfi­ca permitía a los dos cómplices conservar un re­cuerdo preciso y vivo de sus crímenes, al tiempo que les proporcionaba una infinita excitación, como a tantos maníacos del colecconismo.¿Qué asesino no ha cedido a esta atracción, al ardiente deseo de conservar una parte del cadáver o al de regresar al lugar del crimen, aun a riesgo de ser capturado? Kurten actuaba de este modo. Según describe Clifford Allen, «regresaba con frecuen­cia, bien a ver el cadáver antes de que lo descu­brieran, bien al lugar donde había matado o in­cluso a la tumba de la víctima. Eso lo excitaba sexualmente…, cuando visitaba las tumbas de sus víctimas alcanzaba el orgasmo, al igual que cuando prendía fuego a un cadáver».
A veces, el placer de matar prevalece sobre la unión carnal. El sexo pierde entonces toda im­portancia, ya que la voluptuosidad se polariza en un sustitutivo fálico, en el instrumento de un su­plicio más o menos prolongado. Si la cohabita­ción llega a producirse, siempre tiene lugar des­pués del asesinato, móvil primordial que recibe la aportación ocasional de un erotismo brutal. Papavoine Lemaítre y Menesclou se hicieron fa­mosos por asesinar a niños de corta edad que en­contraban por azar. El impulso homicida, que no guarda ninguna relación con la edad (Lemaítre aún no contaba quince años cuando cometió su primer crimen, y Menesclou fue guillotinado a los veinte), encuentra una excusa en la locura. El asesinato puede afectar a varias víctimas a la vez, como sucedió en julio de 1966, cuando Richard Speck dio muerte a ocho estudiantes de enferme­ría de Chicago, ejecutadas por estrangulación o a cuchilladas en tres horas. No menos horribles fueron los de Heath, y, sobre todo, los del padre Bernard y Michel Henriot.
El padre Bernard, quien , segun los terminos utilizados el 13 de agosto de 1833 por un periodico con una tirada de diez mil ejemplares, queria gozar de la hija excesivamente bella de un posadero, corto la garganta de la muchacha con una navaja y …« cometio sobre la desdichada, todavia palpitante, lo que la pluma se niega a descri­bir…». Cuando la madre acudío en busca de su hija, el malvado se arrojó sobro ella para consu­mar el mismo crimen. Finalmente, un campesino descubrió los dos cuerpos atados a un palo por los cabellos:
… Oculto bajo la sombra del misterio,
saca una navaja e, internándose de pronto
en aquel bosque solitario,
¡le corta el cuello! El asesino
todavía comete un crimen peor,
pues nada detiene su furor.
Ese monstruo sumido en el abismo
atenta ahora contra el pudor.
La madre, inquieta por su hija,
acude una mañana a la rectoría.
El cura, con aire tranquilo,
la toma suavemente de la mano,
y la conduce al mismo bosque
donde el crimen había consumado.                                                                                                                                                                       Erzsébet Báthory
Movido por su furor extremo                                  
no tarda en asesinarla…
Michel Henriot, casado con una muchacha que tenía medio cuerpo paralizado, no se preo­cupaba lo más mínimo de satisfacerla. La trataba como una especie de objeto al que pellizcaba, pinchaba o golpeaba, como un niño perverso maltrata sus juguetes o martiriza los animales confiados a su cuidado. Confesó que saciaba su deseo golpeando a su mujer:
«Después del crimen me encontraron absolu­tamente tranquilo. Yo soy así y, además, había tomado bromuro. Mi esposa anotaba mis brus­cos cambios de humor, que siempre han sido la base de todo. En esos momentos sufría un verda­dero desdoblamiento de personalidad, y cuando golpeaba a mi mujer era por deseo de ella. Yo saciaba mi deseo golpeándola. Esa brusca disten­sión me calmaba los nervios. Porque a mí lo que me calma no es gritar, sino actuar con brutali­dad… Mi mujer me reprochaba que la pinchara con agujas, pero yo experimentaba una satisfac­ción sin límites al ver brotar la sangre. A veces sueño con suplicios que me gustaría ejecutar. Porque yo no considero la vida humana como algo precioso. Ni siquiera la mia: hace por lo menos siete años que pienso en suicidarme, pero no me habria suicidado sin antes cometer violaciones y acesinatos…
Los casos de Léger, Vetzeni y Haigh son aún is extraños, ya que una inclinación «vampírica» por la sangre reduce sus crímenes a insatisfaciones más alimenticias que eróticas. Légcr, un retrasado mental, un ser supersticioso y atormentado, fue detenido tres días después de que hubiera desgarrado el cuerpo de una chiquilla. Según declaró, el espíritu maligno que lo dominaba le había obligado a chupar el corazón de la inocente: «Sólo hago esto para conseguir sangre …. quería beber sangre…. me atormentaba la sed, ya no era dueño de mí mismo», confesó ante la Audiencia Criminal de Versalles el 23 de noviembre de 1824.
Vincent Vetzeni, otro asesino por pura voluptuosidad, experimentaba un intenso placer biendo sangre del pubis o practicando una incisión en la yugular. «Nunca se me ocurrió tocar o mirar los órganos genitales —confesó con ingenuidad a Lombroso—, me bastaba con sujetar a mujeres por el cuello y chuparles la sangre. Todavía hoy ignoro cómo están constituidas las mujeres. Mientras la estrangulaba, y también después, me apretaba acostado contra el cuerpo de la mujer, sin fijar mi atención en una parte del cuerpo más que en otra.»
John Haigh. más distinguido e «intelectual», sorbía la sangre con una paja. Su sabor salado y aspecto metálico le obsesionaban. No torturaba, pero soñaba con suplicios y disfrutaba disolviendo a sus víctimas en ácido sulfúrico. Tenía exrañas pesadillas y le aquejaban unas migrañas atroces.
«Veía —confesó— un bosque de crucifijos que se transformaban gradualmente en árboles. Al principio me pareció ver que de sus ramas caian gotas de rocio o de lluvia. Pero al acercarme, comprendí que era sangre. De repente, todo el bosque comenzó a retorcerse, y de los árboles manaba sangre. Rezumaba de los troncos y caía de las ramas, totalmente roja. Sentía que me debilitaba, que perdía todas mis fuerzas. Vi a un hombre que iba de un árbol a otro recogiendo sangre. Cuando tuvo la copa llena, se acercó a mi : “¡Bebe!”, me ordenó. Pero yo estaba paralizado. El sueño se desvanecio. Sin embargo, yo continuaba siendo consiente de mi desfallecimiento y todo mi ser se dirigía hacia la copa. Me desperté en un estado de semicoma. Seguía vien­do cómo la mano me tendía la copa que yo no podía alcanzar, y aquella horrible sed que nin­gún hombre siente hoy se apoderó de mí para siempre» (cf. France-Dimanche 154, del 14 de agosto de 1949).
Coherente consigo mismo, Haigh llevó su sed erótico-caníbal hasta la ejecución de nueve crímenes. Como sucede con la mayoría de los gran­des criminales, tenía la errónea creencia de que su caso era único. De hecho, Henri Claude men­ciona a un ayuda de cámara que desgarraba las nalgas y los órganos genitales de las muchachas para devorarlos (Psichiátrie Médico-Légale, pp. 148-149). André Bichel cortaba los cuerpos, según sus propios términos, «como un matarife haría con un buey», y arrancaba jirones de carne para comérselos. Haarmann, a quien se llamaría después «el carnicero de Hannover», vendía en el mercado negro la carne de los efebos de los que había abusado en su cubil. En cuanto a Garayo, prefería las entrañas. Cuestión de gustos…
Garnier publicó la historia de un devorador de carne humana, a quien observó en 1891:
«L… Eugéne, de veintiún años, periodista, fue sorprendido en un banco, donde los guardianes del orden observaron estupefactos que se cortaba un trozo de piel del brazo izquierdo con unas tijeras. Este individuo sentía, desde los tre­ce años, un impulso que se hizo cada vez más ob­sesivo; la visión de una joven hermosa, de piel blanca y delicada, provocaba en él una excita­ción genital y el deseo ardiente de morder y de­vorar un trozo de su piel. Adquirió unas tijeras muy afiladas para poder actuar con rapidez y arrancar apresuradamente un trozo de piel virgi­nal, pero nunca tuvo ocasión de satisfacer su ob­sesión. Cuando ésta era demasiado intensa, se cortaba un trozo de su propia piel, del lugar don­de era más fina y blanca, similar a la piel desea­da, y devoraba aquella carne ensangrentada.»
Comparado con Haigh, este enfermo puede parecer un ser caprichoso, pero sus pesadillas debían de ser del mismo tipo. Todos los fetichis­tas de la sangre recurren a suplicios y torturas para satisfacer sus irracionales deseos.  Si encuentran un cómplice que se lo consienta, le muerde  o hacen que les muerda los brazos o los genitales hasta que brote la sangre.
«Un hombre casado, relata Krafft-Ebing -se presenta con numerosas cicatrices de cortes en los brazos, cuyo origen explica así: cuando quiere acercarse a su joven esposa, que es algo «nervio­sa», primero debe hacerse un corte en el brazo; entonces, ella chupa la herida y alcanza un eleva­do grado de excitación sexual»
La indonesia Animan, que practicaba el «vampirismo» en compañía de un profesor, tam­bién debía de sentir esta especie de voluptuosi­dad gustativa:
«La pareja se bebía la sangre de sus víctimas, entre las cuales, según el informe de la policía, se encontraba un recién nacido, al que los dos vam­piros succionaron la sangre hasta causarle la muerte» (FranceSoir del 20 de diciembre de 1966).
Por el contrario, Girard de Rialle refiere el caso de una mujer, «cuya abnegación la llevaba a satisfacer la glotonería de su cónyuge, y así se dejaba sangrar al menos una vez al año para complacer a su marido».
Las mujeres hipernerviosas, melancólicas y delirantes sueñan despiertas e imaginan suplicios espantosos: desde desear beber la sangre de una muchacha después de haberla desmembrado, como decía una, hasta deleitarse con la idea de aplastar cráneos y chupar la sangre, como con­fesaba otra. Una de las pacientes de Magnus Hirschfeld declaraba que sentía el deseo de empalar cadaveres.  añadía:
«Siempre quiero ser la más fuerte, y sé muy bien que los muertos ya no pueden defenderse. Me gustaría torturar, aunque sea a personas muertas.»
Numerosos sádicos han experimentado de­seos similares y, al hacerlos realidad, han trans­formado el sueño en una carnicería que sobreco­ge el ánimo. En estos casos, el asesinato, indispensable para la realización del coito, sobre el que predomina, acaba en el robo de restos insen­sibles que muy pronto se convierten en un esti­mulante fetichista. Por lo general, la necesidad de coleccionar dentaduras, pelucas (Landrú) o trozos de cadáveres (Ardisson) supone la perdi­ción de estos estetas de lo macabro. Algunos es­capan milagrosamente al castigo (Jack el Destripador), pero a la mayoría de ellos los pierde su anosmia o la exageración de sus actos infames. Joseph Vacher, inmoral, violento, inestable, falsario y vanidoso, aunque inteligente y total­mente responsable, que llegó a ser el prototipo de los destripadores, sólo sodomizaba cadáveres. «Yo no busco a mis víctimas —decía—; el azar las conduce ante mí.» La violación, que practica­ba en lugares desiertos con chiquillas y jóvenes pastores, después de degollarlos, no era para él más que un anticipo del placer, mucho más in­tenso, del descuartizamiento. Para abrir camino a su exigente miembro, Vacher no dudaba en practicar incisiones, en anudar las entrañas, en seccionar la carótida o el escroto. El decorado fúnebre —que tanto complacía a Gilles de Rais— le excitaba al máximo:
«La puesta en escena, el estrangulamiento, la degollación, la incisión de la carne… —escribe el doctor Lacassagne—, probablemente bastaban para provocarle a este sádico la erección y luego la eyaculación sin necesidad de penetración.» Vacher se diferenciaba de Verzeni en el he­cho de que conocía la constitución de sus vícti­mas. Como afirma la canción:
Una vez cometido el crimen,
limpiaba su navaja con jabón negro,
 y también sus manos y su camisa,
 para reanudar después sus quehaceres,
como quien no ha hecho nada.
En una palabra, ese maníaco que se compla­cía en cortar los testículos y vaciar los intestinosde presas fáciles, era un verdadero gentleman.
Jack el Destripador, cuya historia hizo corre al menos tanta tinta como la de Vacher, parece ser que padecía la misma genitalidad irregular tenía una sangre fría comparable. Jamás se logró capturar a ese verdugo del barrio londinense de White Chapel, donde practicó con un arte consu­mado el despiece ginecológico de vagabundas y prostitutas baratas. Gracias a los trabajos de Tom Cullen, hoy se sabe que utilizó el crimen a modo de instrumento de reivindicación social, con el propósito de luchar contra la apatía de la sociedad victoriana y la falta de caridad de la cla­se dominante:
«Si las costumbres de las duquesas permitie­ran que se las pudiese conducir a los callejones de White Chapel —escribía Bernard Shaw—, una única experiencia de disección anatómica en la persona de una representante de la aristocra­cia evitaría el sacrificio necesario de cuatro mu­jeres del pueblo.»
Este escritor había comprendido perfecta­mente los móviles secretos del Destripados Ahora bien, tales motivos no significan que Jack no fuera un criminal, y de la peor espede, ade­más de coleccionista, como indica este fragmen­to de un trabajo de MacDonald:
«Es probable que Jack degollase a sus vícti­mas, bien porque el acto en sí le proporcionaba placer, o bien porque ello causaba la muerte que le permitía, posteriormente, llevar a cabo cruel­dades que le hacían gozar, como seccionar el ab­domen, manipular los intestinos, o desfigurar ymutilar los órganos sexuales. En este sentido, to­davía denotan una forma más perversa de sexua­lidad las confesiones de quienes exhuman cadá­veres y les infligen ultrajes similares.
»En ocasiones, Jack se llevaba consigo los ór­ganos sexuales de sus víctimas, seguramente para obtener con ellos un placer ulterior, con­templándolos, utilizándolos para masturbarse…»
DEMONOLOGIA

MARBAS o BARBAS, demonio

MARBAS o BARBAS

Gran presidente en en los infiernos,

Que se muestra bajo la forma de un león furioso; cuando se encuentra en la presencia de un exorcista toma la figura de un hombre y responde sobre todas las cosas ocultas, envía las enfermedades, da conoci­miento de las artes mecánicas, transforma al hombre en varias formas.

Tiene a sus órdenes treinta y seis legiones, si se debe creer a Wierius.

DEMONOLOGIA

GAMIGIN, demonio

GAMIGIN

Gran marqués de los infiernos y muy poderoso demonio.

Aparece bajo la forma de un caballito, pero así que toma la de un hombre tiene una voz ronca y discurre sobre todas las artes liberales.

Hace compare­cer también delante del exorcista las almas que han perecido en el mar y las que habitan en la parte del purgatorio llamada Cartagra, esto es (aflicción de las almas) responde cla­ramente a todas las preguntas que se le hacen, permanece junto al exorcista hasta que ha eje­cutado todo cuanto se le manda, sin embargo, en los abismos le obedecen 30 legiones.

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Dolor y Voluptuosidad, La flagelacion

La flagelación
Se sabe desde siempre que la flagelación pa­siva y benigna puede provocar la eyaculación.
«Es probable —escribió Meibomio en su cé­lebre obra— que la flagelación proporcione a las partes relajadas y frías una conmoción violenta, una irritación voluptuosa que las inflama y se propala al semen… [La flagelación] ofrece al hombre libidinoso que buscaba en vano el pla­cer, el medio de consumar el acto de la repro­ducción a pesar de la propia naturaleza, y el de multiplicar sus goces criminales más allá de los lí­mites que ésta ha asignado a sus fuerzas.»
En un estilo más sensual que médico, Sade escribe:
«El dolor de las partes fustigadas sutiliza y precipita la sangre con más abundancia, atrae al espíritu y proporcionando a los órganos repro­ductores un calor excesivo y, por último, ofrece al ser libidinoso que busca el placer, el medio de consumar el acto de libertinaje a pesar de la pro­pia naturaleza y de multiplicar sus goces impúdi­cos más allá de los límites de esta naturaleza ma­drastra» (Juliette, II, p. 107). A eso se le llama plagiar con gracia…
En tiempos del marqués, tanto la corte como el pueblo practicaban la flagelación. Existían es­cuelas de fustigación, y no había un solo burdel que careciera de látigos y disciplinas. Fanny Hill sabía el modo de obtener una inyección balsámi­ca
y Madame Dodo se había especializado en azotar a las parejas a domicilio. En el duodécimo diálogo de los Tableaux des Moeurs du Temps, esta última se expresa en los siguientes términos:
«Le quité lo más rápido que pude la camisa y todos los refajos, y descubrí su culo moreno, grande y firme. En seguida me di cuenta, tanto por sus movimientos como por sus palabras, de que conocía el tema. La azoté con todas mis fuerzas; luego coloqué junto a ella, en la misma postura, al señor, al que también azoté con todas mis fuerzas. Cuando acabé, se echaron en la cama, corrieron las cortinas y les dejé. Más tarde volví, y me pagaron bien…»
El Ducutiana, que Petronio hubiera aproba­do, también es muy formal respecto a las volup­tuosas aportaciones del látigo o el manojo de or­tigas:
A una mujer melancólica,
por falta de ocupación,
frotadle el culo con una ortiga
y rebosará de pasión.
Estos ejemplos no son únicamente literarios. Todavía hoy, la «educación inglesa» cuenta con adeptos, y abundan las llamadas casas de masa­jes, que satisfacen a un inmenso rebaño de im­potentes e individuos hastiados. Sin embargo, insistimos en que no se trata de maníacos o dese­quilibrados, sino de desgraciados que buscan un apaciguamiento sensorial. La autoflagelación fe­menina es muchísimo más rara. En la historia, ya clásica, de Florrie, Havelock Ellis señala que el latigo  se convierte en fetiche en tanto que sustitutivo del pene y representacion idealizada de la fuerza bruta.
En la foto

Francesco del Cairo:
Herodíades. Museo de Vicenza. Destacan
en el cuadro el éxtasis sensual y la
expresión histérica. (Foto: A. Vajenti.)
ALQUIMIA

Luc Gauric, astrologo

Luc Gauric ( Lucas Gaurico)
Astrologo napolitano nacido el año 1476, que según Mézeray y el presidente de Thon, anunció positivamente que el rey Enrique II moriría en un desafío y de una herida en el ojo, como realmente suce­dió; ¿pero acaso no predijo después de visto?
Catalina de Médicis tenía en Lucas Gaurico la mayor confianza. Bentivoglio, señor de Boloña, le mandó dar cinco carreras de baquetas por haber tenido la osadía de predecirle que sería echado de sus estados, lo que no fue di­fícil prever, vista la disposición de los ánimos que detestaban. El dicho señor Gaurico murió el año 1558. Ha dejado una Descripción de la esfera celeste publicada entre sus obras, im­presas en Bale en el año 1575 en tres tomos en folio. Encuéntrase también un Elogio de la astrología. Atribuyese a su hermano Pomponio Gaurico ( Pomponius Gauric ) un libro en el que se trata de laFisonomía y Astrología natural (1), pero no parece que esta obra sea de Pomponio, sino más bien de Lucas.
El tratado astrológico (2) de Lucas Gau­rico es un libro muy curioso; para probar la verdad de la astrología da un horóscopo de todas las personas ilustres, de quienes ha po­dido descubrir la hora de su nacimiento, y demuestra que cuanto le sucedió estaba ya allí prefijado.
(1)     Pomponii Gaurici Neapolitani tractatus de symme-trüs lineamentis et phisiognomonia, ejusque speciebus, etc. Argentor, año 1630, con la Oniromancia de Juan ab Indagine
(2)      Lucoe Gaurici geophonensis episcopi civitatensis tractatus astrologieus in quo agitur de preteritis multorum hominam accidentibus per propias corum genituras ad un-quern examinatis. Venetiis, in 4.°, año 1552.
MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Dolor y voluptuosidad

El hombre es un animal lo bastante sorpren­dente como para intentar buscar el sosiego de pasiones y sentidos en el sufrimiento y la crueldad. Los buenos pretextos que le incitaban a sacrificar a sus semejantes en nombre de la jus­ticia o en honor de las divinidades desaparecen ante la búsqueda desenfrenada del placer. El erdugo, consciente o inconscientemente, siente cierta voluptuosidad en martirizar, al igual que el sacerdote goza con la vergüenza y las ofensas al pudor. En el vasto terreno del erotismo, la li­bertad recupera sus derechos y la Bestia se muestra al desnudo. Su rostro carece de atracti­vo, pues el hombre, malvado por naturaleza, di­rige su furia contra el objeto amado, le exige su­misión y pasividad. Llega incluso a someterse a las peores abyecciones, a la esclavitud y el te­rror. Y todo para depositar un poco de semen a merced del viento y de sus fantasías. La educa­ción, la prudencia y la voluntad no son nada comparadas con las exigencias genitales, sobre las que nuestro mundo hipócrita se complace en correr un tupido velo, prefiriendo con mucho — ¿por cuánto tiempo aún? — la aberración a la catarsis. Nadie se atreve a abordar el fondo del problema con tanta franqueza como lo hace Noirceuil cuando se dirige a Juliette:
«No existe objeto en la Tierra que no esté apuesto a sacrificarle. Para mí, es un dios; que lo sea también para ti, Juliette. Adora a ese dés­pota, adula a ese dios soberbio. Desearía que hubiese un hombre encargado de matar, con es­pantosos suplicios, a todos los que se negaran a inclinarse ante él… Si fuera rey, Juliette, nada me causaría más placer que hacerme seguir por dos verdugos que exterminasen al momento todo aquello que me resultara repugnante a la vista… Caminaría sobre cadáveres y me sentiría feliz; eyacularía en la sangre, que correría a chorros por mis pies» (Juliette, I, p. 244).
Para Sade, el placer es primordial. La única realidad del hombre, solo en un universo de indi­viduos que le son indiferentes, está en función del goce que le proporcionan sus semejantes, sin que importe si éste va acompañado de dolor, tor­tura y muerte. «El mayor dolor de los demás cuenta menos que mi placer», señala Maurice Blanchot al resumir las opiniones de Sade:
«Si debo comprar el más leve goce a cambio un cúmulo de inusitadas atrocidades, eso no [ene ninguna importancia, porque el goce me deleita, está en mí; en cambio, la sensación de crimen no me afecta, está fuera de mí.»
A excepción de las alusiones a los suplicios. de las que Sade no sabría prescindir, fuerza es reconocer que sus héroes se expresan con una franqueza absoluta. Las aspiraciones de Noir­ceuil son las de los machos bien dotados, aque­llos a quienes no repele el «amor vulgar» y que desearían decir de su amante:
¿Qué soberbia está, en su desorden,
cuando cae con los senos desnudos
y la vemos, con los labios entreabiertos,
retorcerse en un beso de rabia
y mascullar, aullando, palabras desconocidas!
Efectivamente, el amor implica fantasías cuya exageración podría conducir a una especie de locura. ¿Qué apasionado no devora a su pare­ja a besos, no mordisquea sus pezones y sus axi­las, no muerde sus labios o su cuello? Un sadis­mo menor, si se quiere, en el que el paroxismo del placer lleva a perdonar un dolor pasajero. Pero auténtico sadismo cuando la búsqueda del dolor por el dolor es el elemento predominante en aquellos que encuentran placer en desflorar, o en los impotentes que se ven obligados a recu­rrir a medios mecánicos para provocar el espas­mo. Según Octave Mirbeau, la sangre es un pre­cioso estimulante para la voluptuosidad; es el vino del amor para todos esos seres que no pue­den gozar sin hacer sufrir a su prójimo o sufrir por él.
La manía de la desfloración ha existido en muchos pueblos. Para llevarla a cabo, los sacer­dotes egipcios ocupaban el lugar de sus dioses en la oscuridad propicia de los santuarios; los de Babilonia preferían la violación colectiva; y en Roma se sacrificaba la virginidad en elinmundis-simum fascinum, que horrorizaba a san Agustín. La violación es una tortura que siempre ha he­cho las delicias de los orientales. El placer que proporciona no reside tanto en la sangre y las lá­grimas vertidas como en la sorpresa de la virgen estrecha o el muchacho esquivo, que no espera­ban tan triste suerte. Ésa es la razón que explica la existencia de todo un comercio de adolescen­tes, al que aluden tanto el Satiricón como los in­formes de la ONU. Es, asimismo, la causa de la invención de artilugios apropiados para destro­zar hímenes e ingeniosos mecanismos capaces de reducir la resistencia más pertinaz. Estos apa­ratos que siembran la obra de Sade, y que Fer­nando de Ñapóles perfeccionaría, existieron en China hasta época reciente. Georges Soulié de Morant nos cuenta que un príncipe chino, muy aficionado a los jóvenes, encontró un medio para tenerlos a su merced:
«Cuando un visitante llegaba inesperadamen­te, el anfitrión lo conducía al lugar de honor y hacía que se sentara junto al instrumento sobre el que ya estaba dispuesta la ritual taza de té, que debía coger con ambas manos. ¿Quién hu­biera sospechado una traición? El visitante, sin embargo, al levantar la taza accionaba un meca­nismo oculto. Súbitamente, con la rapidez del rayo, surgían unas esposas de acero que aprisio­naban las muñecas del desdichado, el cual que­daba completamente indefenso y a merced de la voluntad de su anfitrión» (Bijou de Ceinture,Pa­rís, 1926, pp. 162-163).
Los violadores son simples viciosos a quienes sólo interesa la rareza del placer. También po­drían obtenerlo con muchachas nubiles o con in­dividuos de más edad, si no fuera porque quie­ren realizarlo con los aderezos del servilismo y el terror. Por otra parte, no tienen ninguna excusa, al contrario de aquellos que, debido a su incapa­cidad o a excesos sexuales, buscan en ciertas coacciones un medio de conseguir el orgasmo. Según la intensidad de los deseos a satisfacer o el estado psicopatológico, estas coacciones pueden revestir tres formas principales, que incluyen una amplia gama de variantes: la flagelación, el ahor­camiento simulado y las mutilaciones, con su gama infinita.
Te habras dado cuenta que muchas de estas manifestaciones morbozas y sadismo placentero las estuvimos comentando esta semana.
DEMONOLOGIA

PICOLLUS O PICOLLO, Demonio

PICOLLUS O PICOLLO

Demonio reverenciado por los antiguos habitantes de Prusia, que le consa­graban la cabeza de un difunto y quemaban grasa en honra suya.

Este demonio se mos­traba en los últimos momentos de algún su­jeto de importancia; si no se le apaciguaba se mostraba por segunda vez, y si se le daba el trabajo de aparecerse la tercera, sólo se le podía apaciguar derramando sangre humana. Cuando Picollo estaba contento, oíasele reír dentro del templo.

MONSTRUOSIDADES

Mano de Gloria

MANO DE GLORIA Esta mano de gloria es la mano de un ahorcado que preparan de este modo: cúbresela con un pedazo de mor­taja, apretándola bien para hacer salir la poca sangre que pudiese haber quedado; métesela después en un puchero de barro con sal, sa­litre y pimienta, todo bien pulverizado. Déja­sela en este puchero por el espacio de 15 días, después de lo cual se la pone que reciba el ardiente sol de la canícula hasta estar bien seca, y en cuanto éste no baste métesela en un horno caliente con helécho y verbena.
Compónese luego una especie de vela con la grasa del ahorcado, la cera virgen y el zumo de Laponia, y sírvese de la mano de gloria como de un candelero para tener esa maravillosa vela encendida. Todos cuantos hay en los pa­rajes en que se deja ver esta funesta bujía quedan inmóviles y sin poder menearse, cual difuntos.
Varios modos hay de hacer servir la mano de gloria que los malvados conocen muy bien, pero después de mucho tiempo que no hayan ahorcado a nadie debe ser una cosa muy rara.
Dos mágicos, habiendo posado en un figón para robar, pidieron pasar la noche cerca del fuego, lo que se les concedió. Cuando todos se hubieron acostado, la sirvienta, a quien no habían gustado mucho aquellos rostros pati­bularios de los dos viajeros, se fue a escuchar por la cerradura para saber lo que hacían, y vio que sacaban de un saco la mano de algún cuerpo muerto, que untaban sus dedos con un ungüento y después los encendían menos uno que no pudieron por más esfuerzos que hi­cieron, y esto fue, según entendió, por ser ella sola la que no dormía entre todos los de la casa, pues todos los demás dedos estaban encendidos para sumir en el más profundo sueño a los que estaban ya dormidos. Corrió a despertar a su amo, pero no pudo alcanzar­lo, como tampoco a los demás del mesón, has­ta haber apagado los dedos encendidos, cuan­do los dos ladrones ya habían empezado a dar el primer golpe en un aposento vecino. Los dos mágicos viéndose descubiertos huyeron, y no les ha vuelto a ver más.

Es inútil el uso de la mano de gloria para los ladrones cuando se ha tenido la precaución de restregar el umbral de la puerta con un un­güento compuesto de hiél de gato negro, grasa de pollo blanco y sangre de mochuelo, cuyo ungüento debe hacerse en la canicula.
DEMONOLOGIA

COBALIOS, demonios

COBALIOS. Genios malignos y engañosos de la comitiva de Baco, del cual eran a la vez guardias y bufones. Según Leloyer, los coba-lios, conocidos de los Griegos, eran unos de­monios dulces y pacíficos, llamados por algu­nos, pequeños y buenos hombres de las mon­tañas, porque se muestran bajo la figura de viejos enanos, de muy pequeña estatura: me­dio desnudos, las mangas arremangadas hasta los hombros y con un delantal de cuero atado en los ríñones.

“Esta especie de demonios son bastante chistosos y festivos; ya se les ve reir, ya divertirse entre sí, ya saltar de alegría y hacer mil boberías; ya imitar y contrahacer a los monos; o bien ya aparecen muy atarea­dos aunque en realidad no hagan nada. Vése-les excavar en las minas de oro o de plata, amasar lo que sacan de ellas, y meterlo en ces­tos y otras vasijas preparadas para este obje­to, tirar de la cuerda y de la garrucha para advertir los de arriba, y muy raras veces se les ve ofender a los operarios, sino son fuer­temente provocados por pullas, injurias o es­carnios y risotadas, de lo que se enojan mu­chísimo. Entonces arrojan primeramente tie­rra y piedrecitas a los azadoneros, y algunas veces los hieren… ¡Zape!…

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Dolor y Voluptuosidad, Manifestacion colectivas del sadismo

El sadismo de grupo es el peor que se pueda imaginar. «Cuando la masa derrama sangre —es­criben los doctores Cabanés y Nass —, al princi­pio experimenta náuseas; luego, si no se detiene y supera su primera reacción de repugnancia, se deleita apasionadamente y se ensaña con su pre­sa como un alcohólico con su víctima. Entonces se estremece con un placer voluptuoso.» Electri­zados por el número, el ambiente, el miedo, el odio o la venganza, los individuos ya no logran controlar sus nervios. Esa situación desemboca, como ya hemos visto, en los azotes en público, pero puede llegar hasta la violación o el asesina­to, hechos de los cuales nadie se siente verdade­ramente responsable. Cometida por un hombre solo sobre una mujer o un niño, la violación se convierte en un acto de fuerza y coacción. La cosa cambia cuando son varias personas las que jometen el crimen para satisfacer las exigencias desbocadas de sus sentidos:
«La violación cometida por un solo indivi­duo, rara vez —de un modo relativo, por supues­to— va seguida de asesinato; en las realizadas por un grupo de individuos, esto sucede con mu­cha más frecuencia. En los dos casos, una causa bastante común es la resistencia de la mujer, que sólo se consigue vencer destrozándola. Una vez muerta, lejos de convertirse en algo que provoca
ugnancia y horror, sirve para saciar la lubrici­dad del asesino. Otra causa es esa depravación, indiscutiblemente patológica, por la cual deter­minados individuos necesitan hacer correr la san-
para excitar sus sentidos» (doctor Aubry,La Contagion du Meurtre, p. 214).
Las Vísperas Sicilianas, la noche de San Bar­tolomé, las matanzas de septiembre, los ahoga-mientos de Nantes o los pogroms, sólo encuen­tran explicación en las bruscas erupciones de un sadismo enloquecido que se aproxima a la vesa­nía. Vemos al pueblo desmandado desgarrar a Coligny, devorar los restos de Ravaillac y de Concini, profanar los cadáveres de la Lamballe y de Mussolini. Babeuf escribía a su esposa:
«Comprendo que el pueblo quiera hacer jus­ticia, y apruebo esta justicia cuando queda satis­fecha con el aniquilamiento de los culpables. Pero ¿podría no ser cruel hoy en día? Suplicios
todo tipo, descuartizamientos, torturas, rue­das, hogueras, patíbulos y verdugos que proliferan por doquier… ¡nos han inculcado unas cos­tumbres tan horrendas! Los señores, en lugar de civilizarnos, nos han convertido en bárbaros por­que también ellos lo son. Recogen y recogerán lo que han sembrado…»
«Ebrias de vino y sensualidad, las amigas de quienes perpetraron las matanzas de septiembre —escribe Matón de la Varenne— danzaban so­bre los cuerpos mutilados, marcando el compás en las partes cuya desnudez era más aparente, y llevaban atados en el seno jirones de carne que el pudor no permite nombrar…» Las cantineras de la Comuna de París no actuaron de modo dife­rente en la calle Haxo con los cadáveres de poli­cías y sacerdotes.
Eros es inseparable de Thanatos. «Las esce­nas que seguían al saqueo de una fortaleza en las islas Fidji —escribe Thomson— son demasiado horribles para ser descritas con detalle. Uno de los datos menos atroces es que no se establecían diferencias en razón del sexo o la edad. Innume­rables mutilaciones, practicadas a veces sobre víctimas vivas, y actos de crueldad impregnada de pasión sexual, hacían el suicidio preferible a la captura. Con el fatalismo innato del carácter melanesio, muchos cautivos ni siquiera intenta­ban huir, sino que inclinaban pasivamente la ca­beza para recibir el mazazo. Si tenían la desgra­cia de ser apresados, la suerte que les aguardaba era siniestra. Conducidos al pueblo principal, eran entregados a muchachos de alto rango que se divertían torturándolos o, aturdidos de un ma­zazo, eran introducidos en hornos muy calientes; cuando el calor les devolvía la conciencia del do­lor, sus convulsiones frenéticas provocaban las risotadas de los espectadores…» (citado por Da­vie, La Guerre,p. 400). Y se trataba de un pue­blo evolucionado, civilizado, con sentido artísti­co y, por otra parte, bueno y generoso. Claro que también es cierto que luego se han visto co­sas mucho peores. En el campo de Dachau, por ejemplo, una galería habilitada al efecto permitía a las amantes de los oficiales de las SS contem­plar a los moribundos, hormigueantes de gusa­nos y acorralados por los perros famélicos, y la flagelación de prisioneros a los que se azotaba con un cinturón. Estos hechos nos dejan estu­pefactos y nos producen escalofríos porque se trata de sucesos contemporáneos, aunque si re­flexionamos no son peores que las ejecuciones de Grandier, Damiens y la Voisin. El sadismo femenino encuentra en ellos una perfecta satis­facción.
«Cuando las mujeres se acostumbran a exci­tarse despertando su crueldad —podemos leer en Juliette (IV, p. 273) — , la extrema delicad de sus fibras y la prodigiosa sensibilidad de sus órganos les hacen llevar todo eso mucho más le­jos que los hombres.» La manía de Sarah Bern­hardt de que la poseyeran en su ataúd, da la ra­zón a Sade, y mucho más la de Rachel, cuyo ma­yor deseo era ser amada sobre el cuerpo de un hombre recién guillotinado. Horace de Viel-Cas-tel relata que «a uno de sus amantes le impuso la condición de que repitiera en los momentos decisivos: “¡Soy Jesucristo!”. Y cada vez que estas palabras sacrilegas llegaban a sus oídos, Rachel alcanzaba un paroxismo de placer imposible describir».