DEMONOLOGIA

Balan, demonio

BALAN Rey grande y terrible de los infiernos.

Que tiene tres cabezas: la una hecha como la de un toro, la segunda como de hombre y la tercera de carnero, y a esto se une la cola de serpiente y unos ojos que arrojan llamas. Muéstrase a caballo de un enorme oso y trae un milano en el puño. Su voz es ronca y violenta y responde muy bien acerca lo pasado, lo presente y lo futuro.

Este demonio, que antiguamente era de la Orden de las dominaciones, y que manda en el día cuarenta legiones infernales, enseña las astucias, la finura y el medio muy cómodo de ver sin ser visto.

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del museo de los Suplicios, La Parrilla

La parrilla
La parrilla, que es un sistema refinado de asar al prójimo, fue utilizada en gran escala en México y las islas Samoa con finalidades antropofágicas. Con este suplicio, los espectadores obtenían el doble placer de saciar su mirada, con la visión de los dolores, y su estómago, con la carne de los prisioneros. Por su parte, los españoles aplicaron con tanta frecuencia las costumbres mexicanas que acabaron por despoblar el país.
Para obligar a los ciudadanos de Egestes a que le dieran dinero, Agatocles inventó diversos suplicios, entre los cuales el de la parrilla constituía una especie de florón. Sólo lo utilizaba con personas opulentas, y Diodoro (XX, 71) nos dice que «hizo fabricar una cama de bronce en forma de cuerpo humano y provista de una reja, a la que se ataba a las víctimas; luego, se prendía fuego debajo y se las quemaba vivas. Este instrumento de suplicio sólo difería del toro de Fálaris en que los desdichados perecían ante los ojos de los espectadores. A las esposas de los ciudadanos ricos les apretaban los talones con tenazas o les cortaban los pechos; a las que estaban encinta les comprimían el vientre con piedras hasta hacerlas abortar…». La víctima más ilustre de la parrilla fue san Lorenzo, de quien muchos relicarios conservan las costillas, mientras que las de los santos Conan y Teódulo han caído en el olvido:
Cuando el calor hubo asado y quemado suficientemente un lado,
dirigiéndose al juez desde lo alto
del patíbulo, el mártir dijo con voz débil y entrecortada: «Volved ahora mi cuerpo del otro lado, que éste ya está bastante quemado y no debe estropearse».

Así se expresa Prudencio en su Himno, pero tenemos motivos para pensar que san Lorenzo no sintió tanto placer en la parrilla. Como tampoco san Eleuterio cuando lo colocaron en una cama de hierro calentada al rojo blanco, o los condenados a la silla de cobre o el casco al rojo. Como en el infierno, ha habido quien ha pensado en asar a la gente al espetón: este método, muy utilizado entre los antropófagos, carece de toda lógica en el mundo civilizado. Aunque, ¿se debe buscar la lógica en materia de suplicios? El rey de Babilonia hizo asar a Sedecías y Ajab por su iniquidad (Jeremías, XXIX, 22). En las guerras de religión se aplicó mucho este suplicio, y el odio explica esa última injuria que consiste en comerse parte de las vísceras del rival detestado, como sucedió en el caso de Concini, cuyo corazón devoraron. En los primeros años de nuestro siglo, todavía los soldados búlgaros espetaban a sus prisioneros servios, o los ataban con alambres de púas antes de asarlos. En 1914, los servios aplicaron procedimientos análogos con los austrohúngaros, a los que previamente destripaban. En cambio, el uso de la sartén (de gran tamaño, por supuesto) pronto se abandonó. Sin la obra de R. P. Gallonio y los grabados de Tempesta, que ilustran abundantes sartenes, calderos, calentadores y cazuelas del más puro estilo renacentista, nos haríamos una idea falsa del instrumento empleado para torturar a los macabeos. Exhortados por una madre intransigente y fanática, que no cesaba de animar su valor, los siete hermanos murieron por negarse a obedecer las órdenes de Antíoco:


«Es muy digno de memoria lo ocurrido a siete hermanos que con su madre fueron presos y a quienes el rey quería forzar a comer carnes de puerco prohibidas y por negarse a comerlas fueron azotados con zurriagos y nervios de toro. Uno de ellos, tomando la palabra, habló así: “¿A qué preguntas? ¿Qué quieres saber de nosotros? Estamos prontos a morir antes que traspasar las patrias leyes”. Irritado el rey, ordenó poner al fuego sartenes y calderos. Cuando comenzaron a hervir, dio orden de cortar la lengua al que había hablado, y de arrancarle el cuero cabelludo, a modo de los escitas, y cortarle manos y pies a la vista de los otros hermanos y de su madre. Mutilado de todos sus miembros, mandó el rey acercarle al fuego y, vivo aún, freírle en la sartén. Mientras el vapor de ésta llegaba bastante a lo lejos, los otros, con la madre, se exhortaban a morir generosamente…» (II Macabeos, VII, 1-6).

En ese gran recipiente con aceite, azufre, pez y resina, frieron a menudo a los cristianos. A otros les sumergían la cabeza en un caldero de plomo derretido o en un bote de pez hirviente. Los cristianos jamás olvidaron estas lecciones. Su modo de actuar con los herejes y las brujas supera los límites de la decencia más simple. En 1581, por ejemplo, Clauder Caron, médico y hombre muy considerado y piadoso, tumbó con tal fuerza a una mendiga de Annonay sobre un potro, que le amputó un dedo del pie. Pero como esto no bastara para hacerla confesar:
«… al igual que los cocineros flamean el cerdo al espetón para darle color, así aquella miserable fue de tal modo flameada que, según creemos, no le quedaba más que entregar el alma, pues no se había escatimado la grasa fundida y humeante en las orejas, bajo las axilas, en su naturaleza, en el hueco del estómago, en las rodillas, en los codos, en los muslos y en las pantorrillas…».

DEMONOLOGIA

Amon o Ammon, demonio

AMMON o AAMON Grande y poderoso marqués del imperio infernal..

Acostumbra tener la figura de un lobo con cola de serpiente; vomita llamas y cuando toma la figura humana su cabeza es parecida a la de un grande buho que deja ver sus dientes caninos muy afilados.

Es el más fuerte de los príncipes de los demonios; sabe lo pasado y lo venidero y reconcilia cuando quiere a los amigos que están reñidos. Manda cuarenta legiones.

DEMONOLOGIA

Nigromancia, el arte de evocar a los muertos

NIGROMANCIA Arte de evocar los muertos o adivinar las cosas futuras por la inspección de los cadáveres. Había en Sevilla, Toledo y Salamanca escuelas públicas de Nigromancia en profundas cavernas, cuya entrada mandó tapiarla la reina Isabel I, esposa de Fernando V.
Los griegos usaban mucho esta adivinación y principalmente los tesallenses; rociaban con sangre caliente un cadáver, creyendo tener luego ciertas contestaciones sobre el porvenir. Los que consultaban debían antes haber hecho la exploración aconsejada por el mágico que presidía esta ceremonia, y generalmente, haber apaciguado con algunos sacrificios los manes del difunto, el que sin estos preparativos se mantenía siempre sordo a todas las preguntas.
Los asirios y los judíos se servían también de esta adivinación y ved ahí como obraban estos últimos. Mataban chiquillos torciéndoles el cuello, cortábanles la cabeza la que salaban y embalsamaban: luego gravaban en una plancha de oro el nombre del espíritu maligno para quien habían hecho este sacrificio; colocaban la cabeza encima, la rodeaban de cirios, la adoraban como a un ídolo y les contestaba. Véase Mágicos, Samuel, etc.

DEMONOLOGIA

Alocer, Alocerio, demonio

ALOCERIO Demonio poderoso y gran duque de los infiernos.

Represéntanle vestido de caballero, montado sobre un alazán enorme; tiene la fisonomía de un león con la cara encendida y los ojos ardientes: habla con gravedad.

Enseña los secretos de la astronomía y artes liberales, y gobierna terinta y seis legiones.

DEMONOLOGIA

Cerbern, Cerbere o Cerbero, demonio

CERBERN Cerbero, o Nabero, es entre nosotros un demonio, que Wierus pone en el número de los marqueses del infierno. Es muy poderoso; muéstrase bajo la forma de un cuervo; su voz es ronca, sin embargo, da la elocuencia y la amabilidad; enseña perfectamente las bellas artes, y obtiene para sus amigos los empleos y dignidades. Diez y nueve legiones obedecen sus mandatos. Así dicen los demonógraf os.
Véase pues, que este no es el Cerbero de los antiguos, el terrible perro con tres cabezas; incorruptible portero de los infiernos, llamado también la bestia de las cien cabezas centiceps bellua, a causa de la multitud de culebras de que estaban adornadas las tres. Hesiodo le da cincuenta cabezas de perro; pero generalmente no se les reconocen sino tres. Sus dientes eran negros y afilados, y su mordedura causaba una muerte pronta, Créese que la fábula del Cerbero tiene su origen de los egipcios, que hacían guardar los sepulcros por dogos.
Pero lo que principalmente nos ocupa aquí es el demonio Cerbero, del que añadiremos que en 1586, hizo pacto de alianza, dice la causa criminal, con una mujer de Picardía llamada María Martín, la cual le quería mucho. Véase Martín.

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, Las Hogueras Medievales

Las hogueras medievales
A comienzos de la Edad Media, la hoguera en que eran quemados los herejes y los brujos adoptó dos variantes. El primer método consistía en atar al condenado a un poste, alrededor del cual se apilaban haces de leña; de este modo se podía contemplar al condenado desde lejos mientras las llamas se elevaban hacia el cielo. Los inquisidores españoles y el duque de Alba gustaban de este procedimiento, que, en su opinión, estimulaba singularmente la imaginación de los espectadores. En el segundo método, más clásico por así decirlo, se rodeaba de haces de leña a la víctima, la cual no era colocada sobre la hoguera sino introducida en ella; luego, el verdugo mostraba sus restos al pueblo. Esta hoguera se destinaba a los herejes y las brujas: a despecho de las imágenes de la iconografía popular, los templarios, Jean Huss y Juana de Arco sufrieron este tipo de muerte por asfixia, que una obra anónima del siglo XVIII describe con detalle:
«Se empieza por clavar un poste de siete u ocho pies de altura, alrededor del cual, dejando espacio suficiente para un hombre, se dispone una hoguera cuadrada alternando haces de leña, troncos y paja; alrededor de la base del poste se coloca también una hilera de haces de leña y otra de troncos, cuya altura llegue aproximadamente hasta la cabeza del reo; se deja un espacio libre que permita llegar hasta el poste. Cuando llega el criminal, se le desnuda, se le pone una camisa impregnada de azufre y se le hace entrar por el espacio que se ha dejado libre entre las hileras de haces y troncos que rodean la base del poste. Una vez allí, se le coloca de espaldas al citado poste, se le ata una cuerda al cuello, se le ligan los pies y se le rodea el cuerpo con una cadena de hierro; estas tres ataduras rodean al hombre y el poste. A continuación, se termina la hoguera, tapando con leña, troncos y paja el lugar por el que ha entrado la víctima, de tal modo que ésta queda totalmente oculta; entonces, se prende fuego a la hoguera.
»Hay un medio para que el condenado no sienta el dolor provocado por el fuego, que normalmente se aplica sin que éste se dé cuenta. Es el siguiente: como los ejecutores utilizan para preparar la hoguera unos garabatos de barquero de dos pinchos, uno recto y el otro en forma de gancho, se atraviesa con uno de ellos la hoguera que rodea a la víctima, de modo que el pincho quede situado frente a su corazón. Apenas se ha prendido fuego, se empuja con fuerza el mango del garabato y el pincho atraviesa el corazón del reo, que muere en el acto. Si está dispuesto que sus cenizas sean aventadas, en cuanto es posible acercarse al lugar donde se hallaba, se va allí, se recogen con una pala unas cenizas y se lanzan al aire.»
En ocasiones, el verdugo recibía la orden de agarrotar al condenado justo en el momento de prender la hoguera. Si, en el último momento, el humo se lo impedía, la agonía de la víctima era espantosa. En 1726, Catherine Hayes, que había envenenado a su madre y luego descuartizó el cadáver, tardó tres horas en expirar. Su caso dista mucho de ser el único: las brujas no acababan nunca de morir y el sufrimiento de los herejes se prolongaba como por placer. Otro método de quemar a la gente (en particular, los judíos) consistía en arrojar al condenado a un foso lleno de ramitas, pez y troncos. Este método, muy utilizado en la Alemania medieval, sobrevivió hasta la época de los campos de exterminio, pero hay razones para creer que es de origen francés. En efecto, durante el reinado de Felipe el Largo se acusó a los judíos de haberse asociado con los leprosos y con el diablo para envenenar los manantiales de agua potable. En Chinon, dice Michelet, cavaron un día un gran foso y quemaron en él a ciento sesenta hombres y mujeres:
«Muchos de ellos saltaban al foso entre cánticos, como en una celebración. Algunas mujeres hicieron arrojar a sus hijos antes que ellas, temerosas de que se los arrebataran para bautizarlos. En París, quemaron sólo a los culpables…»
Según dice Herodoto en Historias (libro IV, capítulo 69), los escitas utilizaban un tipo de hoguera muy original para ajusticiar a los falsos adivinos:
«Se les hace morir de la manera siguiente: se llena de troncos pequeños un carro, al cual se uncen unos bueyes; se coloca en él a los adivinos, atados de pies y manos, amordazados y rodeados de leña; se prende fuego y, a continuación, se azuza a los bueyes, asustándolos para activar su huida. Unas veces, los animales son devorados por las llamas con los adivinos; otras, llenos de quemaduras, huyen cuando el timón ha sido consumido por el fuego.»

Así pues, al norte del Ponto Euxino costaba muy caro equivocarse acerca del curso de los astros o de la evolución de las afecciones de la realeza. Claro que no eran más considerados en Japón, donde los condenados perecían metidos en cestos de mimbre, similares a los que los galos disponían en honor de sus dioses. En Civilisations inconnues, obra escrita en 1863, Oscar Commettant describe el suplicio en estos términos:
«Se mete a la víctima en un recipiente de mimbre, lo bastante tupido para que las llamas alcancen la carne con dificultad y a través de unos estrechos intersticios; luego, se arroja el cesto al fuego. Al cabo de unos segundos, cuando el mimbre medio consumido deja penetrar el aguijón de la llama, mil quemaduras, al principio superficiales y a los pocos momentos insoportables, comienzan a torturar de un modo horrible al condenado. Enloquecido por el dolor, éste salta instintivamente en el interior del cesto, y cada movimiento recibe los aplausos de la multitud, que se cree ante un espectáculo. Hay risas, comentarios y elogios, hasta que el cesto queda inmóvil, es decir, hasta que la víctima ha muerto asfixiada.»
También en Extremo Oriente, poco antes de la primera guerra mundial, los chinos, aprovechando los últimos progresos de la técnica, habían ideado otro método expeditivo para quemar a los culpables. «Se obliga al condenado a beber dos litros de petróleo — explica J. Avalon en un artículo titulado “Monsieur de Pékin” — y se le introduce una larga mecha que prácticamente llega hasta el estómago. Luego, se enciende la mecha: el petróleo se inflama y la víctima, escupiendo un inmenso chorro de fuego, literalmente estalla» (Aesculape, junio de 1914).
En la conquista de Argelia, el coronel Pélissier se distinguió por ordenar quemar en una caverna de la Garganta del Dahar, en la Cabilia, a hombres, mujeres y niños. Bugeaud defendió a capa y espada de los ataques de la «prensa canallesca» al autor de esta acción que, en junio de 1845, ocasionó sólo 760 muertes y dio a los franceses enorme popularidad. Ante tales hechos, ¿cómo censurar a las tropas alemanas por el salvajismo que demostraron en Lieja en 1914, o a los norteamericanos por su actuación en Vietnam? Los polinesios, al menos, tenían la excusa de que asaban a los vencidos para comérselos.  ¿Y los musulmanes? ¿Son acaso más civilizados? No, a juzgar por el ejemplo siguiente, que se refiere al suplicio del «chámgát», practicado en Egipto a principios del siglo XIX:
«He aquí la espantosa descripción que hace el jeque Mohammed ibn-Omar el-Tonsy: se cogía una gran vasija de tierra cocida, poco profunda, y se llenaba de estopa untada con pez y alquitrán. Hecho esto, se traía al condenado, se le ataban los brazos a un largo palo que, pasando sobre el pecho, llegaba hasta la punta de los dedos y, en el cuello, se le ponía una anilla de hierro de la que pendían cuatro o cinco largas cadenas.
»Acto seguido, se vestía al desdichado con unas ropas untadas de resina y se le hacía sentar en la vasija de tierra, fuertemente sujeta a la silla de un camello; a continuación, se colocaban varias mechas resinosas encendidas a lo largo del palo, que mantenía extendidos los brazos del condenado. El rostro de la víctima también era untado con pez y alquitrán y se le prendía fuego: espantosos gemidos atestiguaban los horribles sufrimientos que soportaba. Se paseaba este lamentable cortejo por las calles de la ciudad, los mercados y las plazas públicas.
»Estas atrocidades, practicadas particularmente en tiempos de los mamelucos, provocaban un profundo terror en la población. La última víctima que sufrió en El Cairo la pena del “chámgát” fue una mujer llamada Djindyah, que había cometido varios asesinatos» (Citado por Fernand Nicolay en Histoire sanglante de l’Humanité, pp. 131-132).

DEMONOLOGIA

Buer

BUER Demonio de segunda clase, presidente de los infiernos.

Naturalmente forma una estrella o rueda de cinco rayos, la cual avanza, rodando sobre sí misma.

Enseña la filosofía, la lógica y las virtudes de las hierbas medicinales; da buenos criados y salud a los enfermos; manda cincuenta legiones.

DEMONOLOGIA

Demonios

DEMONIOS La existencia de los demonios está probada en los libros de teología. Entre los antiguos, hablábase de los pigmeos, de los esfinjes, del Fenix, etc. y nadie los había visto. Entre nosotros óyese incesantemente contar hechos y dichos del diablo, cribir sus varias formas, cacarear su desti y maña; sin embargo, no se deben todas tas aventuras sino a los sueños y desvar muy frecuentemente insípidos de algunas iginaciones ardientes. Muy limitados son nues tros conocimientos para deducir de ahí no existen demonios; pero sí diremos que mu chas cosas que de ellos se cuentan deben set consideradas como una serie de paradojas de suposiciones y de fábulas.
Los antiguos admitían tres especies de demonios, lso buenos, los malos y los neutra (1). Los primeros cristianos tan sólo recono. cían dos, los buenos y los malos. Los demo. nomanos lo han confundido todo, y para ella todo demonio es un espíritu maligno. Los teólogos de la antiguedad juzgaban de diverso modo: los dioses y aún el mismo Júpiter son llamados demonios en Homero.
El origen de los demonios es muy antiguo, pues todos los pueblos lo hacen remontar más lejos que el del mundo. Aben—Esra pretende que debe fijarse en el segundo día de la crea. ción. Menases—Ben— Israel, que ha seguido la misma opinión, añade que Dios, después de haber criado el infierno y a los demonios, los colocó en las nubes, y les dio el encargo de atormentar a los malvados (2). Sin em. bargo, el hombre no estaba creado el segun. do día; no había malvados que castigar: y los demonios no han salido tan malignos de la mano del Creador, pues son ángeles de luz convertidos en ángeles de las tinieblas por su caída.
Orígenes y algunos filósofos sostienen que los buenos y malos espíritus son más viejos que nuestro mundo, porque no es probable que Dios haya pensado de golpe, tan solo ha seis o siete mil años (3), en crearlo todo por primera vez. La Biblia no habla de la creación de los ángeles ni de los demonios, porque, dice Orígenes, eran inmortales y habían subsistido después de la ruína de los mundos que han precedido al nuestro. Apuleyo piensa que los demonios son eternos como los dioses.
(4) Manés y los que han seguido su sistema, hacen también eterno al diablo y lo miran como al principio del mal, así como a Dios por principio del bien. San Juan dice que el diablo es embustero como su padre (1). Dos medios tan solo hay para ser padre, añade Manés, la vía de la generación y la de la creación. Si Dios es el padre del diablo por la vía de la generación, el diablo será consubstancial a Dios; esta consecuencia es impia; si lo es por la de la creación, Dios es un embustero; he aquí otra infame blasfemia. El diablo no es pues obra de Dios; en este caso nadie le ha hecho, luego es eterno, etc.
Los descubrimientos de los teólogos y de los más hábiles filósofos son también a la verdad poco satisfactorios. Por esto es preciso atenerse al sentimiento general. Dios había criado nueve coros de ángeles, los Serafines, los Querubines, los tronos, las dominaciones, los principados, las virtudes de los cielos, las postestades, los arcángeles y los ángeles propiamente dichos. Almenos así lo han decidido los santos padres más de mil doscientos años ha. Toda esta celeste milicia era pura y jamás inducida al mal. Algunos no obstante se dejaron tentar por el espíritu de la soberbia; (2) atreviéronse a creerse tan grandes corno su Creador, y arrastraron en su crimen a los dos tercios del ejército de los ángeles (3). Satanás, el primero de los serafines y el más grande de los seres creados, se había puesto a la cabeza de los rebeldes. Desde mucho tiempo (4), gozaba en el cielo una gloria inalterable, y no reconocía otro señor que el eterno. Una loca ambición causó su pérdida; quiso reinar en una mitad del cielo y sentarse en un trono tan elevado como el del Creador. Dios envió contra él al arcángel san Miguel, con los ángeles que permanecieron en la obediencia: una terrible batalla dio-se entonces en el cielo. Satanás fue vencido y precipitado al abismo con todos los de su partido (1). Desde este momento, la hermosura de los sediciosos se desvaneció, sus semblantes se oscurecieron y arrugaron, cargáronse sus frentes de cuernos, de su trasero salió una horrible cola, armáronse sus dedos de corvas uñas (2), la deformidad y la tristeza reemplazaron en sus rostros a las gracias y a la impresión de la dicha; en fin como dicen los teólogos, sus alas de puro azul se convirtieron en alas de murciélago; porque todo espíritu bueno o malo, es precisamente alado (3).
Dios desterró a los ángeles rebeldes lejos del cielo, a un mundo que nosotros no conocemos y al que llamamos el infierno, el abismo, o el imperio de las sombras. La opinión común coloca este país en el centro de nuestro pequeño globo. San Atanasio, muchos otros padres y los más famosos rabinos dicen que los demonios habitan y llenan el aire. San Prósrero les coloca en las nieblas del mar. Swinden ha querido demostrar que tenían su morada en el sol; otros los han puesto en la luna; San Patricio les ha visto en una caverna de Irlanda: Jeremías Erejelio conserva el infierno subterráneo, y pretende que es un grande agujero, ancho de dos leguas; Bartolomé Tortoletti dice que hay casi en medio del globo terrestre, una profundidad horrible, donde jamás penetra el sol, y que esto es la boca del abismo infernal (4). Milton, al cual será preciso tal vez referirse, coloca los infiernos muy lejos del sol y de nosotros.
Sea como fuese, para consolar a los ángeles fieles y poblar de nuevo los cielos, según la expresión de san Buenaventura, Dios hizo al hombre, criatura menos perfecta pero que podía obrar bien y conocer a su creador.
Satanás y sus partidarios, enemigos en adelante de Dios y de sus obras, resolvieron perder al hombre si nada se oponía. Adán y Eva, nuestros primeros padres, empezaron a gozar de la vida en un jardín de delicias, en el cual todo les era permitido, excepto el placer de tocar un fruto prohibido. Las Sagradas Escrituras decían que este fruto pendía de un árbol. Muchos sabios, y después de ellos el abate de Villars, sostienen que esta vedada fruta era el gozo de los placeres carnales; que el hombre no debía ver a su mujer ni esta a su esposo. Animado Satanás del poder de tentar al hombre, salió de la mansión en que estaba desterrado: de donde se ha deducido muchas veces que el castigo del ángel soberbio no era tan espantoso como dicen los teólogos exagerados, y que Satanás no estaba contínuamente en el infierno. Tomó la figura de una serpiente, el animal que entre todos tiene mayor sutileza. Transformado de este modo el ángel, ahora demonio, presentose ante la mujer e incitola a desobedecer a Dios. Eva fue seducida en un instante; sucumbió e hizo sucumbir a su compañero. El espíritu maligno volviose enseguida triunfante. Nuestros primeros padres, culpables, fueron arrojados del jardín de deleites, abandonados a los sufrimientos, y condenados a muerte. De aquí proviene pues que debamos al diablo y a su genio envidioso la fatalidad de morir, lo que nos permite diri. girle una buena porción de vituperios. Ade. más, el diablo tuvo el poder de tentar a la primera mujer y al primer hombre, y a toda su desendencia para siempre, cuando él que. rrá; en caso de necesidad puede aun destacar al alcance de los humanos tantos demonios co• mo juzgue conveniente; y el hombre es la presa de los infiernos, todas las veces que cede a las sujestiones del enemigo: sabido es que el infierno, cualquiera que sea el lugar donde esté situado, es un país inflamado.
Tales fueron según los casuístas las conse• cuencias de la falta de nuestros primeros pa. dres, falta que recayó sobre todos nosotros, y que se llama el epcado original. Desde esta época, los demonios llegaron de todas partes a nuestra pobre tierra. Wierus, que las ha contado, dice que se dividen en seis mil seiscientas sesenta y seis legiones, compuesta ea-da una de seis mil seiscientos sesenta y seis ángeles tenebrosos; hace subir su número a cuarenta y cinco millones, o al menos muy cerca, y les da setenta y dos príncipes, duques, prelados, y condes. Jorge Blovek ha demos• trado la falsedad de este cálculo, haciendo ver que sin contar los demonios que no tienen empleo particular, tales como los del aire, y los guardianes de los infiernos, cada mortal tiene en la tierra el suyo. Si los hombres solos y no las hembras, gozan de este privilegio, hay en este mundo más de cuatrocientos millones de rostros humanos … y el número de los demonios sería asombroso. No debemos, siendo así, asustarnos de ver las artimañas, las guerras, el desorden, las abominaciones, esparcidas entre los mortales. Todo mal que en la tierra se obra, es inspirado por los demonios; y la historia de estas está tan ligada con la de todos los pueblos, que imposible sería escribirla aquí toda entera.
Ellos han incitado a Caín al asesinato de Abel; ellos son quien han sugerido a los hombres los crímenes que causaron el diluvio; por ellos se perdieron Sodoma y Gomorra; hiciéronse eregir altares entre todas las naciones, excepto en el pequeño pueblo judío; y aún algunas veces llegaron a recibir el incienso de Israel. Engañaron a los hombres por medio de oráculos y por mil prestigios falsos, hasta el advernimiento del Mesías. Entonces debía su poder humillarse, extinguirse; y sin embargo se les ha hallado después más poderosos que nunca: se han visto y se ven cosas no oídas jamás; las infernales legiones se muestran a los piadosos anacoretas; las tentaciones se hacen más espantosas: multiplícanse las sutilezas y artimañas del diablo; exita este las tempestades; ahoga a los impíos, duerme con las mujeres; predice el porvenir por boca de las brujas y adivinas; triunfa en medio de las hogueras… Y en estos siglos de las luces, envía a Mesmer, Cagliostro, muchos otros charlatanes, y una multitud de saltimbanquis y jugadores de manos, para seducirnos aún con los hechizos del infierno… Esto es al menos lo que dice el abate Fiard; esto es lo que pretenden con el millares de graves pensadores.
Y que decir de todo esto?… Desgraciadamente para sus sistemas, los demonomanos se contradicen a cada momento. Tertuliano dice en cierto lugar, que los demonios han conservado todo su poder; que pueden estar en todas partes en un insttante, porque vuelan de un extremo del mundo al otro en el tiempo en que nosotros damos un paso (1) ; que conocen el porvenir; en fin que predicen la lluvia y el buen tiempo, porque viven en el aire y porque pueden examinar las nubes. La inquisición no andaba pues errada en condenar a los autores de almanaques, como gentes que tienen estrecho comercio con el diablo … Pero el mismo Tertuliano dice después que este ha perdido todos sus medios y seria ridiculez el temerle, etc.
Refiriendo las innumerables contradicciones de los demás teólosgos, no se haría sino repetir los mismos dogmas, y esto sería cansar inutilmente al lector. Bodín, autor bien conocido por la triste obra que ha compuesto contra los brujos y el diablo, Bodín, que en su Demonomanía pinta a Satanás con los colores más negros, dice en este mismo libro, cap 1.°: “Que los demonios pueden hacer bien, así como los ángeles pueden errar: que el demonio de Sócrates le alejaba siempre del mal y le apartaba del peligro: que los espíritus malignos sirven para la gloria del Todo Poderoso, como ejecutores de su recta justicia, y que no obran cosa alguna sin la permisión de Dios”.
En fin, preciso es advertir que según Miguel Psello, los demonios buenos o malos, se dividen en seis grandes secciones. Los primeros son los demonios del fuego, que habitan en lejanas regiones; los segundos son los de aire que vuelan al rededor nuestro, y tienen el poder de excitar las tempestades; los terceros son los de la tierra, que se mezclan con los hombres, y se ocupan en tentarlos (1) ; los cuartos son los de las aguas, que habitan en el mar y en los ríos para levantar en ellos las borrascas y causar los naufragios; los quintos son los demonios subterráneos, que obran los terremotos, y las erupciones de los volcanes, hacen hundirse los pozos, y atormentan a los mineros; los sextos son los demonios tenebrosos, llamados así porque viven muy lejos del sol y jamás se muestran en la tierra. San Agustín comprendía toda la masa de demonios en esta última clase. Ignórase precisamente de donde Miguel Psello ha sacado cosas tan extravagantes; pero tal vez ha sido de su sistema que los cabalistas han imaginado las salamandras, a las cuales colocan en la región del fuego, las sílfidas, que llevan el vacío de los aires, las ninfas, que viven en el agua, y los gnomos, que tienen su morada en el seno de la tierra. Los curiosos instruídos de todo cuanto concierne a las cosas del infierno, afirman que tan sólo pueden llevar el nombre de príncipes y señores los demonios que fueron antes querubines o serafines. Las dignidades, los honores, los cargos, y los gobiernos les pertenecen de derecho. Los que han sido arcángeles llenan los empleos públicos. Nada pueden pretender los que tan solo han sido ángeles. El rabino Elías en su Thisbi, cuenta que Adán se abstuvo del trato carnal con su mujer, por espacio de treinta años, para tenerlo con las diablesas que quedaron embarazadas y parieron diablos, espíritus, fantasmas y espectros; esta última clase es muy despreciable.
Gregorio de Nicea pretende que los demonios se multiplican entre sí como los hombres; de suerte que su número debe crecer considerablemente de día en día, sobretodo si uno considera la duración de su vida, que algunos sabios han qeurido calcular, pues hay muchos que no los hacen inmortales. Una corneja, dice Hesiodo, vive nueve veces más que el hombre; un ciervo cuatro veces más que la corneja; un cuervo tres veces más que el ciervo; el fénix nueve veces más que el cuervo; y los demonios diez veces más que el fénix. Suponiendo de setenta años la vida del hombre, que es la duración ordinaria, los demonios deberían vivir seiscientos ochenta mil y cuatrocientos años. Plutarco, que no acaba de comprender como se haya podido dar a los de. monios tan larga vida, cree que Hesiodo, por la palabra de edad de hombre, no ha entes dido más que un año; y concede a los demo• nios nueve mil seiscientos veinte años de vida.
Atribúyese a los demonios un grande po der, que el de los ángeles no siempre puede contrarrestar. Pueden hasta dar la muerte; un demonio fue el que mató a los siete primeros maridos de Sara, esposa del joven Tobías. Tan supersticiosos como los paganos que se creían gobernados por un buen y un mal genio, ima• gínanse muchos cristianos tener incesantemente a su lado un demonio contra un ángel, y cuan• do hacen algún mal, es porque el primero es más poderoso que el otro. En vez de dejar los infiernos a los espíritus rebeldes, parece que se les da la libertad de correr y trasladar• se donde quieren, y el poder de hacer todo el mal que los plazca. ¿Quién duda, exclama Wecker, que el espíritu malvado no puede ma• tar al hombre y arrebatarle sus más preciados y ocultos tesoros? ¿Quién duda que ve claro en medio de las tinieblas, que es transportado en un momento donde desea, que habla en el vientre de los poseídos, que pasa a través de las más sólidas paredes? Pero no hace todo el mal que él quisiera, su poder es algunas veces reprimido.
Así es, que se complacen en atormentar a los mortales y el hombre débil, obligado a luchar contra seres tan poderosos, es culpa. Me y condenado, si sucumbe…! Pero los que han inventado tan absurdas máximas se han confundido ellos mismos. Si el diablo tiene tanta fuerza y poder. ¿Por qué las legiones de demonios no han podido vencer a San An• tonio, cuyas tentaciones son tan famosas?
Léase en el santoral que san Hilario, no una sino muchas veces, se halló en riñas con los demonios. Una noche que la luna disipaba la oscuridad, pareciole que un carro tirado por cuatro caballos se dirigía a él con una increíble rapidez. ¿Qué es lo que hizo Hilario? Sospechó alguna treta del diablo, recurrió a la oración, y el carro se hundió al instante. Al acostarse Hilario presentábansele mujeres desnudas; cuando oraba a Dios, oía balidos de carneros, rugidos de leones, y suspiros de mujeres. Estando un día rezando muy distraído, sintió que un hombre se le encaramaba en la espalda, que le dañaba el vientre con unas espuelas, y dábale fuertes golpes en la cabeza con un látigo que tenía en las manos diciendo: ¡Pues qué! tropiezas…? Y después riendo a carcajadas le preguntaba si quería cebada, burlándose del santo, que había un día amenazado su cuerpo con no alimentarle con cebada sino con paja.
Los principales negocios están en la imaginación, y las pasiones son los demonios que nos tientan, ha dicho un padre del desierto, resistidles, huirán.
Muchas cosas, podrían aún decirse sobre los demonios, y las diversas opiniones que de ellos se han formado. Los habitantes de las islas Molucas creen que los demonios se introducen en sus casas por el agujero del techo, y conducen a ella un aire infestado que produce las viruelas. Para precaverse de esta desgracia, colocan en el paraje por donde pasan los demonios algunos muñecos de madera para espantar a los espíritus malignos, como ponemos nosotros hombres de paja en los campos para ahuyentar a los pájaros. Cuando estos isleños salen por la noche, tiempo destinado a las excursiones de los espíritus malvados, llevan siempre consigo una cebolla o un diente de ajo con un cuchillo y algunos pedazos de madera, y cuando las madres metes a sus hijos en la casa no se descuidan de colocar este preservativo en sus cabezas.
Los siameses no conocen otros demonios que las almas de los malvados que saliendo de los infiernos donde están detenidas, vagan un tiempo determinado por este mundo y hacen a los hombres todo el daño que pueden. De este número son los criminales ejecutados, los niños muertos después de nacidos, las mujeres muertas de parto, y los que lo han sido en desafío.
Los chingaleses miran las frecuentes tempestades de su isla como una prueba cierta de que está abandonada esta al furor de los demonios. Para impedir que los frutos sean robados, la gente del pueblo los abandona al demonio, y después de estas precauciones, ningún natural de la villa se atreve a tocarlos; el propietario no osa cogerlos, al menos que llevando alguno de ellos a una pagoda, los sacerdotes que lo reciban no destruyan el hechizo.


(1) La manía universal es el espectáculo más espantoso y terrible que se puede ver. El maniático tiene los ojos fijos, ensangrentados, hora fuera de su órbita, hora hundidos; el semblante de un rojo muy fuerte, las facciones desencajadas, todo el cuerpo en contracción; no reconoce a sus amigos, ni a sus padres, ni hijos, ni esposa, sombrío, fiero; amenazador, buscando la tierra desnuda y la oscuridad, se irrita del contacto de sus vestidos, los que rasga con las uñas y los dientes, del aire, de la luz, etc.
El hambre, la sed, el calor, el frío, son frecuentemente para el maniático, sensaciones desconocidas, otras veces exaltadas. (El doctor Foderé, Medicina legal.

 

(1) “Eudamon, cacodamon, dnmon”.
(2) “De resurrectione mortuorum”, lib. III , c

(3) La versión de los Setenta da al mundo mil quinientos o mil ochocientos años más que a nosotros. Los griegos modernos han seguido este cálculo, y el P. Pezron lo ha vertido entre nosotros, en la “Antigüedad restablecida”.
(4) Libro de Deo Socratis.
(1) “Evang. sec. Joan”, cap. VIII, vers. 44.
(2) He aquí lo que confundía aún a los maniqueos, pues preguntaban: ¿Cuál era ese espíritu de soberbia y quién le había creado? Como si no debiese entenderse metafóricamente.

 

(3) Cesario de Heisterbach dice que entre los ángeles no hubo rebeldes sino en la proporción de uno por diez y que, sin embargo, era tan grande su número, que llenaron en su caída todo el vacío de los aires. (“De dnmonibus”, cap. I.) Se ha seguido el cálculo de Milton y de los demonómanos que deben conocerse.
(2) “Angeles hic dudum fuerat…”.
(1) “Apocalipsis”, cap. V, vers. 7 y 9.
(2) El diablo habla con alguna diferencia en “El diablo pintado por sí mismo”.
(3) Omnes spiritus ales”, Tertull. apologet, capítulo XXII.

 

(4) “Quest’ é la boca de l’infernal arca”. Giuditta victoriosa, canto 3.

(1) “Totus orbis illis locus unus est, Apologet”, capítulo XXII.

(1) Alberto el Grande, a quien los partidarios de la superstición toman algunas veces para su apoyo, dice formalmente: “Todos esos cuentos de demonios que llenan los aires, que vuelan al rededor de los hombres y que descorren el velo del porvenir, son absurdos que jamás la sana razón admitirá. Lib. VIII, trat. I, cap. VIII

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, LA CRUCIFIXION

La crucifixión
Si cabe establecer comparaciones en el terreno de lo horrible, el suplicio de la crucifixión en nada desmerece al del empalamiento. Puede que incluso lo supere, ya que las disposiciones legales de la antigüedad preveían la administración de estupefacientes a los condenados con la finalidad de suavizar el castigo.
En su suplemento al Dictionnaire de la Bible(tomo IV, p. 357), Dom Calmet escribe:
«Daban a las víctimas vino mezclado con incienso, mirra o alguna otra droga fuerte capaz de embotar los sentidos y hacerles perder la sensación de dolor. Salomón aconseja dar vino a los que están aniquilados por el dolor; y en la Pasión de Jesucristo vemos practicar este acto humanitario cuando le ofrecen vino mezclado con mirra antes de ser crucificado y vinagre cuando está en la cruz. Estos detalles son generales y se realizan con todos los torturados.»
La cruz utilizada con más frecuencia, que fue la de Cristo, tenía forma de tau. La víctima sólo estaba obligada a llevar sobre los hombros el patibulum, es decir, el montante superior del instrumento. El otro montante, el stipes, permanecía siempre clavado en el suelo. La iconografía cristiana nos ha inducido a error mostrándonos al Señor acarreando una cruz completa de dimensiones exageradas. Rembrandt y Van Dick llegaron incluso a imaginar que, en razón de la calidad del personaje, Cristo había sido crucificado en la crux sublimis, de una altura muy elevada. Gracias a los estudios de los doctores Barbet, Bréhant y Escoffier-Lambiotte, hoy sabemos que los clavos no atravesaban la palma de la mano sino las muñecas, tal como puede apreciarse en el sudario de Turín. Los pies eran clavados directamente en el stipes, la parte vertical de la cruz, y no había ningún soporte para evitar la desagradable flexión de las piernas, tan a menudo corregida en el arte medieval y el barroco.
La asfixia progresiva y el tétanos provocaban la muerte al cabo de unas horas, y no de unos días, en contra de lo que sostenía Ernest Renan. Apelar al hambre, la sed y los síncopes debidos a la insolación, tal como hizo, es incurrir en un error diagnóstico:
«La atrocidad particular del suplicio de la cruz era que se podía vivir tres o cuatro días inmerso en ese horrible estado sobre el madero. La hemorragia de las manos cesaba en seguida y no era mortal. La verdadera causa de la muerte era la posición antinatural del cuerpo, que provocaba espantosos trastornos circulatorios, terribles dolores de cabeza y mareos y, por último, la rigidez de los miembros. Los crucificados de complexión robusta morían de hambre. El objetivo principal de este cruel suplicio no era el de matar directamente al condenado a causa de unas lesiones determinadas, sino el de torturar al esclavo a través de sus manos, a las que no había sabido dar buen uso, y dejar que se pudriera en el madero.»
La lanzada tampoco provocaba la muerte; permitía comprobarla, conforme al Derecho romano. Así pues, la agonía sólo podía acortarse quebrando las piernas con palos o barras metálicas. En un notable artículo publicado en Le Monde el 9 de abril de 1966, el doctor EscoffierLambiotte destaca:
«El proceso de la muerte ha sido descrito por antiguos prisioneros de Dachau y por el doctor Hyneck, de Praga, que lo observaron, respectivamente, en el campo de concentración y, entre 1914-1918, en el ejército austro-alemán, cuando colgaban a los condenados a un poste por las manos. Las víctimas sólo podían respirar ejerciendo un movimiento de tracción con los brazos, lo que provocaba, al cabo de unos diez minutos, violentas contracciones de todos los músculos, en tanto que el tórax quedaba lleno de aire hasta la garganta y era incapaz de expulsarlo. En Dachau ataban pesos a los pies de las víctimas demasiado robustas, a fin de acelerar el proceso de asfixia e impedir la tracción de los brazos…»
La crucifixión se practicaba en Fenicia, Persia, Macedonia y otros muchos lugares. Diodoro de Sicilia relata que la reina Cratesípolis ordenó crucificar a una treintena de agitadores y que luego reinó sin sobresaltos sobre los habitantes de Sición (XIX, cap. 67). Por su parte, Demetrio hizo crucificar a veinticuatro personas en Aegium ante las puertas de la ciudad (XX, cap. 103). Estos ejemplos fueron ampliamente seguidos, pero los romanos dieron una expansión considerable al castigo, sobre todo en razón de las masas de esclavos que precisaban. De Nerón a Constantino, se lo aplicaron a los cristianos, ansiosos por conseguir la palma del martirio sufriendo el mismo suplicio que su divino Maestro.
El instrumento adoptaba formas muy diversas, minuciosamente descritas por Justo Lipsio en su De Cruce (Amberes, 1595). Esta obra, extremadamente seria y cuyos datos proceden de las mejores fuentes arqueológicas, nos explica que, aparte de la tau y la cruz en altar, existían la cruz commissa, con tres brazos, la crux immissa, que tenía cuatro, y la crux decussata, en forma de X, en la que fue clavado san Andrés. El suplicio que sufrió san Pedro era el reservado a los sediciosos. En un hermoso arranque de oratoria, 1 san Juan Crisóstomo exclama:
«Pedro, a ti te fue concedido gozar de Cristo en el árbol y tuviste la suerte de ser crucificado como lo fue tu Maestro, aunque no con la cabeza alta como el Señor Cristo, sino inclinada hacia el suelo como alguien que viajara de la tierra al cielo. ¡Benditos sean los clavos que atravesaron esos miembros sagrados!» (homilía sobre el pastor de los Apóstoles).
También se crucificaba a las mujeres. Santa Maura hubo de sufrir, totalmente desnuda, los improperios del anfiteatro, y santa Benedicta prefirió la cruz al himeneo con un pagano. La crucifixión con fines penales desapareció por completo de la escena occidental tras la caída del Imperio romano. La pretensión de aplicar a un cualquiera el suplicio de Cristo, cuya representación aparecía por doquier, se convirtió entonces en una blasfemia. ¿Acaso no disponían los jueces del recuerdo del sufrimiento de los mártires y de los recursos de la imaginación? A fe que recurrieron a ella a fondo…

La crucifixión resurgió en España en el siglo XIX, durante la guerra de la Independencia. Y en nuestra época, las tropas hitlerianas martirizaron a los judíos en la Unión Soviética, tal como antaño fueron martirizados los mercenarios de Cartago y los compañeros de Espartaco. En la guerra de la Vendée, los chuanes se contentaron con clavar a sus enemigos en puertas y árboles:
«Los bandidos fueron los primeros en iniciar el ciclo de asesinatos y matanzas. Machecoul fue el primer teatro donde se representaron estas escenas de horror. Allí, los bandidos destrozaron y descuartizaron a 800 patriotas; los enterraron estando aún vivos; no hicieron más que cubrir sus cuerpos; dejaron al descubierto sus brazos y sus piernas; ataron a sus mujeres y las obligaron a asistir al suplicio de sus maridos; después, las clavaron vivas, a ellas y a sus hijos, en las puertas de sus casas y las mataron pinchándolas miles de veces. El cura constitucional fue ensartado y paseado así por las calles de Machecoul, tras haber mutilado las partes más sensibles de su cuerpo; lo clavaron, aún vivo, en el árbol de la libertad. Un sacerdote vendeano, Prioul, celebró una misa entre la sangre y los cadáveres mutilados» (Rapport Garnier, 1793).