Si reflexionamos, nos daremos cuenta de que los individuos que imponen este tipo de suplicios, o temen que les pongan los cuernos más que a la peste, o detestan al sexo opuesto, a veces sin saberlo. En cualquier caso, tienen miedo de no ser capaces de satisfacer sexualmente a las mujeres y padecen un evidente complejo. Para excitar al hombre, que en definitiva no puede ser reemplazado, algunas revistas especializadas le ofrecen poses extrañas, e incluso inverosímiles, de mujeres arrodilladas, amordazadas, suspendidas y contorsionadas. Los elementos fetichistas aparecen en abundancia: medias negras, interminables ligas, tacones altísimos, botas de cuero y delantales de caucho. Así ataviadas y sometidas, las hembras, según se piensa en este sistema matriarcal, deben seducir a machos que de otro modo no se atreverían a acercárseles. La Corporation», un fabuloso negocio, también hace posar a modelos aficionadas, utilizando potros, postes y sillas claveteadas. Cuentos para modistillas, con una trama infantil y somera, sirven de pretexto para la difusión de fotografías que, si no llegan a ser indecentes, resultan inquietantes y morbosas. Estas historias giran en torno a los celos surgidos a raíz de concursos de belleza o asuntos de espionaje, inquisición, robo y secuestro. Prisiones, hospitales y dormitorios de colegio son los marcos más frecuentes donde se desarrolla la acción. Para el placer del comprador, también se inventan salas de tortura llenas de látigos, estrapadas, esposas, cuerdas que forman telas de araña, potros y postes de ejecución de complicadas formas. Mujeres más o menos lesbianas (según los gustos de la clientela) se torturan entre sí y, llegado el caso, aparecen travestidos que se añaden a la acción. Todo resulta tan artificial y sofisticado que sólo los enfermos mentales pueden encontrar un ingrediente erótico en tales ejercicios de acrobacia y flexibilidad muscular. La Baronesa Acero (Baroness Steel), entre otras grandes damas sádicas, obliga a sus mujeres-esclavas a lucir una enloquecida indumentaria compuesta de cinturones con candados, máscaras, bozales, cadenas y argollas. Las utiliza como asiento o taburete y anula su voluntad haciéndoles llevar piezas de armadura totalmente grotescas, cuyas llaves o tuercas conserva en su poder. Para someter a las rebeldes, en los sótanos de su castillo dispone de otros mecanismos (¡nos preguntamos en qué podrán consistir!), que un ejército de ayudantes se encarga de engrasar y mantener a punto.
A veces, los hombres dignos de tal nombre —ya que toda medalla tiene su reverso— son sometidos a las exigencias de la «duchesse de la Bastille» (textual) o de «Mrs. Tyrant». Obligados a llevar ligas y encajes, representan un papel de muchachas viciosas y maltratadas que contrasta con su complexión atlética. La «Nutrix Corporation» presenta una serie de dibujos en los que mujeres enérgicas imponen sus caprichos a varios hombres disfrazados, o a uno solo, el marido, a quien una esposa sádica somete a su voluntad. Treinta y cinco fotografías indican la manera de domar al macho reticente y ridiculizado. Un personaje ambivalente, que responde al nombre de María, es obligado a vestirse con ropa de cuero, lo cubren de cadenas y le hacen ponerse zapatos de tacón alto. Luego, lo colocan sobre un potro y lo desnudan; tiene las manos atadas y lleva un bozal. Y un hombre, un tal Harry, es el que se complace en este tipo de representaciones. En agradecimiento se le entrega un frasco de perfume. ¿Acaso Hércules no hilaba a los pies de Onfalia?
En Estados Unidos, estas revistas ejercen tal influencia en las costumbres, que no poca gente intenta sufrir estas adorables torturas. A finales de diciembre de 1965, el New York Herald(edición europea) publicaba la siguiente noticia:
«Las autoridades municipales han descubierto en Newark (estado de Nueva Jersey) una «casa de tortura» que surtía a una clientela nacional de masoquistas. La policía ha encontrado habitaciones decoradas con cadenas colgadas del techo, potros de tortura, látigos y correas, barras de hierro, esposas, camisas de fuerza, zapatos con pasador y espejos en que los clientes podían contemplarse mientras los azotaban…»
La gerente declaró que ganaba 1.000 dólares semanales administrando «tratamientos» a hombres y mujeres que buscaban una excitación sexual en la coacción y el dolor. La policía confiscó las fichas de 4.000 personas, algunas de ellas muy conocidas, en las que constaban sus inclinaciones particulares y sus antipatías.
El masoquismo, infinitamente más difícil de abordar y definir que el sadismo, existe en todos los ambientes. Los ejemplos contemporáneos que podríamos extraer del nazismo o del modo de vida norteamericano son únicamente la exageración de un fenómeno universal. ¿Quién no conoce la leyenda de Aristóteles cabalgado por una hermosa mujer desnuda que lo somete con absoluta devoción a los peores deseos de una ramera:
«Pero estos juegos inocentes se malograron en seguida. No hubo crueldad en ella, porque continuaba siendo una buena chica; se produjo como una irrupción de viento demencial, que poco a poco se agrandó en la habitación cerrada. La lujuria les trastornó, les indujo a las más delirantes fantasías de la carne. Los antiguos espantos devotos de su noche de insomnio evolucionaban ahora hacia una sed de bestialidad, una urgencia de colocarse a cuatro patas, de gruñir y de morder. Luego, un día, mientras él hacía el oso, ella le dio un empujón tan fuerte que lo derribó contra un mueble; y ella soltó una risa involuntaria, al ver el chichón que se había hecho en la frente… Otras veces, él era un perro. Ella arrojaba su pañuelo perfumado a un extremo de la habitación, y él debía correr a recogerlo con los dientes, arrastrándose sobre las manos y las rodillas… Y él disfrutaba su bajeza, gustaba del placer de ser un animal. Deseando humillarse todavía más, gritaba: «¡Pega más fuerte…! Grrr, grrr. ¡Estoy rabioso, pega!».
Los masoquistas de ambos sexos se deleitan con la flagelación. La intensidad del placer varía a tenor del grado de aberración. Una mujer enamorada, como Eloísa, que aceptaba recibir palizas que ella creía merecidas, a la larga experimentaba un extraño goce «cuya dulzura superaba la suavidad de todos los perfumes». «Cuanto más se rebela una mujer en el momento de azotarla — escribe Grosley—, más agradablemente se sorprende cuando se le hacen percibir tantas pruebas de amor en los ultrajes recibidos. Cuanto más mira con horror al furioso que la golpea, más profundamente se enternece al no ver en él más que un hombre celoso que la adora, un ardoroso amante» (Sur l’usage de battre sa maítresse, Tro-yes, 1744). Evidentemente, en este caso la tendencia no es innata, pero a la larga llega a implantarse el masoquismo sobre todo si el fustigador maneja el instrumento de dolor con arte consumado. Por eso se imponen unas reglas de juego entre el azotador, que simula cólera, y su víctima, que al ofrecer su trasero y sus muslos sabe que la sesión acabará con una reconciliación a través del coito:
«Las flores suelen vengar al amante enfurecido, que apenas finge parecer ofendido. Persigue a la traviesa, la alcanza, la sujeta; y calibrando por sus flancos su indócil ligereza, con un ramillete que trae escondido castiga su belleza culpable, la obliga a callar, la riñe y, como un severo dueño y señor, simula con amor estar quejoso y colérico. Y al final, haciendo caso omiso de sus gritos, de sus protestas, de sus arrebatos, empuña el látigo y comienza a golpear, golpea sin parar, fuera de sí, enfurecido y amenazante, hasta que la obliga a pedirle perdón» (André de Chénier, Art d’aimer).
En otros tiempos, la afición a las disciplinas podía adquirirse en los colegios e internados religiosos. El hábito hacía (y hace aún) que algunas personas se convirtieran en masoquistas. Sin embargo, hay también quienes son masoquistas por naturaleza; tal era el caso de Jean-Jacques Rousseau, que en este pasaje de las Confesiones revela con claridad la búsqueda voluptuosa del castigo corporal:
«Como Mademoiselle Lambercier sentía hacia nosotros el afecto de una madre, también ejercía su autoridad y, en las ocasiones que lo merecíamos, llegaba a castigarnos. Durante bastante tiempo se limitó a amenazarnos, y esta amenaza de un castigo totalmente nuevo para mí me resultaba espantosa. Sin embargo, cuando se materializó, me pareció menos terrible de lo que había imaginado. Y lo más curioso es que aquel castigo hizo que me encariñara aún más con aquella que me lo había impuesto… En el dolor, e incluso en la vergüenza, encontré una especie de sensualidad que me dejaba más deseos que temor de volver a experimentarlo de la misma mano. Cierto es que, como indudablemente se mezclaba cierto instinto precoz del sexo, si su hermano me hubiera infligido el mismo castigo no me habría parecido ni mucho menos tan placentero.»
Otros, en lugar del látigo, prefieren ser pisoteados. Péladan, por ejemplo, le pide a su amante que convierta al rendido servidor que tiene ante ella en su alfombra. Krafft-Ebing (observación 108) menciona el caso de un funcionario que gozaba de buena salud y que sentía la necesidad de servir a las mujeres y jugar, como Aristóteles, al equus eroticus.Confesó que las mujeres podían golpearle, pincharle, injuriarle o acariciarle a su antojo:
«Llegué a entregarme a esta práctica mañana y tarde. Al acabar no experimentaba ni cansancio ni sensación de malestar; lo único que sucedía esos días es que tenía poco apetito. Cuando era posible, prefería desnudarme de cintura para arriba para sentir mejor la fusta. La mujer debía ser decente. Me gustaba que llevase bonitos zapatos, medias, un pantalón corto y ceñido, y la parte superior del cuerpo totalmente cubierta, con sombrero y guantes.»
Un enfermo de Havelock-Ellis (Études de Psychologie sexuelle, tomo V, pp. 57 y ss.) quería que anduvieran sobre su cuerpo y pisotearan con fuerza su pene turgente:
«Si una mujer se coloca encima de mí y, mirándome, pone el tacón del zapato o la zapatilla justo en la intersección cercana al escroto, con la suela apoyada y el otro pie sobre el vientre, y yo no sólo lo siento, sino que también veo cómo se hunde mientras ella deja caer su peso sobre uno u otro pie, alternativamente, para mantener el equilibrio, el orgasmo se produce en toda su plenitud. En estas condiciones, la emisión de semen es una agonía de placer. Sin embargo, es preciso que, en ese momento, todo el peso de la mujer esté sobre el pene.»
Algunos homosexuales prefieren ser golpeados en sus partes carnosas con espuelas:
«Me quité los pantalones —confesó uno de ellos— y mientras, arrodillado, besaba íntimamente sus genitales, él situó con un movimiento helicoidal las espuelas en mis muslos y los golpeó hasta que comenzó a manar sangre. No sentí dolor, sino una voluptuosidad tan intensa que me provocó una eyaculación interminable, como nunca antes había experimentado» (Moll).
En resumen, el masoquista implora la ejecución y aplicación de la tortura que le conducirá a la felicidad. El «ama», de quien espera recibir órdenes y golpes, puede exigírselo todo, incluso el envío de misivas cuyo carácter delirante refleja con exactitud este simple fragmento:
«… Ya he decidido las cosas tan soberbias que llevaremos a cabo en tu grato gabinete de amor y de tortura… Beso a beso, el esclavo ascenderá por la espalda de su ama hasta el cuello, hasta que un delicioso estremecimiento recorra todo su cuerpo; entonces, bella soberana, si tu sensualidad está lo suficientemente despierta, comenzarás a torturar terriblemente a tu esclavo, que se acostará desnudo a tus pies. Le privarás de cualquier medio de defensa, le atarás los pies, le atarás los brazos a la espalda, y su virilidad se erguirá… Entonces, el dolor y la lascivia harán que el esclavo comience a retorcerse a los pies de su ama… La soberana tomará el látigo de cuero y castigará a voluntad a su esclavo, que no podrá decir ni desear absolutamente nada… Pero eso no será suficiente, y el ama colocará sus hermosas y delicadas piernas en la espalda del esclavo. Con las espuelas, rasgará su espalda y sus muslos. Y cuando una ardiente voluptuosidad nos haya hecho perder casi el sentido a ambos, el esclavo recibirá la orden… ¡Ah! ¡Espléndidos instantes, queridísima ama! Olvidando el mundo, apretaremos uno contra otro nuestros cuerpos ardientes, y el esclavo tendrá que dar todo, absolutamente todo, a su ama.»
Llevada a sus últimos extremos, la aberración masoquista se tiñe de fetichismo y llega a la adoración del objeto apropiado para ejecutar la tortura. Algunos individuos coleccionan cuerdas, cadenas y espuelas; otros se encadenan o se hacen encadenar: «Quisiera que una anilla de oro me atravesase la nariz —se leía en una pintada— y ser tratado como un esclavo sumiso y afeminado por un tiránico amo negro» (Diccionario de Sexología). En su amplio estudio dedicado a las desviaciones sexuales, el doctor Clifford Allen escribe:
«El deseo de ser atado de modo que permita un balanceo es corriente y se cree que actúa como un estimulante sexual, sin duda, a causa del movimiento rítmico. En determinados casos, el simple hecho de ser atado basta para excitar sexualmente.»
Se dan casos de personas que, aisladas en un sótano, un pozo fuera de uso o un granero, han muerto accidentalmente por haber caído la llave de la cerradura o porque la cuerda se ha deslizado y los ha asfixiado. El juego para provocar la erección es, como mínimo, tan peligroso como el del ahorcamiento.
Los sádicos entran en erección con mucha rapidez. El encuentro con su futura víctima los excita al máximo, pero evitan manifestar o satisfacer su deseo. La visión de la sangre y las lágrimas, y oír los gritos y gemidos son elementos indispensables. Conviene, pues, provocarlos, ya que sin ellos el goce sería incompleto y su deseo quedaría insatisfecho. Según las facilidades con que cuenten para satisfacer su apetito, éste va aumentando progresivamente. Al contrario que los masoquistas, no dudan, en caso necesario, en proclamar unas inclinaciones que pueden conducirlos hasta el crimen. Ignoran los remordimientos, desprecian la piedad y saben enfrentarse a quienes se permiten juzgarlos en función de actos que trascienden la moral habitual. Mientras el masoquista se mantiene en un discreto segundo plano, el sádico es orgulloso, cínico y megalómano. «Cuando estoy empalmado, quisiera que el mundo entero dejara de existir», exclama el bandido Mobertien Juliette (VI, p. 147), recordando a Caligula, que había deseado que el mundo sólo tuviera una cabeza para poder cercenarla de un solo golpe. El placer de ver sufrir a otros, la schadenfreude, inspira todo el comportamiento del sádico y, tal como dice el apóstol de esta aberración:
«Por desgracia, es harto común ver cómo el desenfreno de los sentidos extingue totalmente la piedad en el hombre; su efecto normal es endurecer; bien sea porque la mayor parte de sus desviaciones requieren una especie de apatía del alma, bien porque la violenta sacudida que ésta imprime a la masa nerviosa disminuye la sensibilidad de su acción, lo cierto es que un depravado profesional rara vez es un hombre que se apiade con facilidad.»
El sadismo, aun el menor, no puede prescindir de un toque de destrucción y sacrilegio. Sus adictos disfrutan con la idea de hacer daño. Sin duda, tienen más valor que el «investigador» que, so pretexto de los avances científicos o de algún progreso filosófico, se abandona al placer malsano de la vivisección de animales indefensos. En el silencio del laboratorio, que tan celosamente guarda sus secretos, seudosabios y médicos locos pueden practicar hoy las peores torturas ideadas por sus mentes enfermas. Pueden permitirse todas las audacias, e incluso se les anima a hacerlas proporcionándoles el «material» necesario, como habría dicho Cari Clauberg, quien, al menos… ¡tuvo la satisfacción de poder trabajar con sus semejantes! El análisis de su carácter, realizado por el doctor Francois Bayle, podría aplicarse a todos los individuos que, bajo la máscara de la cirugía, o la biología, perpetran infamias incalificables:
«Individuo que presenta numerosos y graves estigmas de degeneración y una naturaleza totalmente desprovista de armonía, formada por un conjunto heteróclito de superioridad intelectual, graves defectos caracterológicos y anomalías orgánicas.»
No es raro que los grandes perversos hayan comenzado por hacer sufrir a los animales. A menudo originarios de medios rurales, durante su infancia el azar hizo que eyacularan contemplando cómo degollaban un pato o despellejaban un conejo. La experiencia erótica tantas veces buscada, les indujo a martirizar a los animales en espera de algo mejor, como hicieron Vacher, Kurten o Pleil, por ejemplo. En Saint-Ouen-l’Aumone, un enfermo envenenó a diez perros (Aurore del 10 de noviembre de 1953); un adolescente inglés de quince años enucleó a once caballos (Times del 22 de octubre de 1958); y una secta de Amberes se divertía ahorcando gatos, que luego se comían (Le Monde del 9 de marzo de 1966). ¡Cuántos actos de este tipo permanecen ignorados! Pleil, que pretendía haber estado en su perfecto derecho al degollar y dejar desangrar a sesenta y cinco mujeres para satisfacer las exigencias de su locura criminal, declaraba que sentía el deseo de asesinar porque, en su infancia, vio a su madre desangrar un conejo. Pretendía, además, que un ser maligno habitaba en su interior y que la sociedad debía darle el puesto de verdugo para así poder prestar un auténtico servicio. Salvador Dalí confesaba sin ningún reparo que sentía placer al contemplar la agonía de los cerdos:
«Como sabéis, al degollar un cerdo éste profiere unos gritos espantosos que expresan un sufrimiento insoportable. Oí estos gritos durante toda mi infancia, y lo que deseaba hacer era asfixiar al cerdo. Como sabéis, la agonía por estrangulación o por asfixia es voluptuosa. Ayudado por alguna sustancia alucinógena, quería provocar el estertor extático del cerdo agonizante hasta el extremo del placer…» (declaraciones recogidas por Josane Duranteau, cf. Combat del 9 de diciembre de 1965).
Los casos de tortura sádica infligida a los animales escapan a cualquier intento de contabilizarlos. Los Anales criminales hacen alguna alusión a ellos, y diversas obras mencionan casos de violación de pollos, ocas o conejas por individuos de miembro de dimensiones reducidas. Se hizo famoso el caso de unos legionarios que so-domizaban patos chinos tras haberles metido la cabeza en un cajón.
«El pavo es delicioso —escribe Sade—, pero hay que cortarle el cuello en el preciso momento en que se produce el orgasmo, de ese modo, se produce un estrechamiento del conducto que te colma de voluptuosidad»(Juliette, I, pp. 248-249).
La tortura del animal, en efecto, predispone a la cohabitación carnal. Antaño, los sádicos zoófilos exigían que las muchachas de vida alegre desangraran un conejo en su presencia o retorcie-ran el cuello de algún ave. Thoinot cita el caso de un trastornado mental que, mientras golpeaba a los conejos, exclamaba: «¡Soy Jack el Destripador!».
Sin llegar al apareamiento o el degüello, muchos buscan un placer sexual en las peleas de gallos o las corridas de toros. La aparición fulgurante del animal, sus terribles derrotes y el destripamiento de los caballos les producen espa-mos de placer. Lo importante no es el triunfo del hombre sobre el animal o la práctica de un arte a la vez estético e inteligente, sino la visión de la sangre, que debe brotar a chorros y que, sin lu-a dudas, provoca otras efusiones… En la Histoire de l’Oeil, cuya paternidad se atribuye a Georges Bátanle, éste compara el manejo de la capa con la proyección total y repetida que caracteriza el juego físico del amor. La proximidad la muerte, añade, es sentida del mismo modo: «Ese encadenamiento de pases afortunados no es frecuente, y cuando se produce provoca en la multitud un verdadero delirio; en esos momentos patéticos, las mujeres tensan tanto los músculos de las piernas y del bajo vientre que llegan a experimentar un orgasmo.»
Otros seres desalmados se complacen en martirizar a los niños, preferentemente a sus hijos. Se han descrito hasta la saciedad los correccionales donde adolescentes se veían sometidos a actos vejatorios por parte de maníacos u obligados a las peores infamias por adultos privados de mujeres. Se ha hablado hasta la saciedad de la cencía forzada de amores particulares en los orfanatos, así como de los castigos corporales indos en ciertos internados, para mayor gloria de Dios y satisfacción de los clérigos azotadores. Las obras anticlericales están repletas de ejemplos escandalosos de religiosos que incitan a los niños al mal o les enseñan el modo de procurarse sensaciones placenteras. Por lo tanto, ahorraremos al lector una nueva enumeración.
No existe reacción de la voz de la sangre, desde el momento en que es posible sentir placer al ver sufrir a un ser inocente. Al sádico, amante del sacrilegio, le encanta profanar todos y cada uno de los tabúes de la sociedad. A merced de sus verdugos en una sórdida guarida, que corresponde a la prisión, al in pace o al castillo kafkiano, el niño indefenso es utilizado como válvula de escape de una pasión morbosa. Su padre y su madre le hacen pagar su inútil presencia, su concepción tras un estado de embriaguez etílica o una orgía crapulosa. Nada es demasiado duro ni demasiado violento para el desgraciado, obligado a dormir en el suelo, a permanecer durante horas atado a la pata de una cama, o de rodillas en un rincón con los brazos en cruz, a soportar pellizcos, golpes y quemaduras. Cada caso que la prensa revela a este mundo enloquecido a fuerza de erotismo y violencia, es peor que el precedente. Las muertes a consecuencia de palizas encuentran su réplica en la inanición, y así, el horror sucede al horror. Sin embargo, a veces por temor y siempre por debilidad, los testigos callan. Siniestra o lamentable, en algunos casos la tortura de niños adopta un aspecto repulsivo. En mayo de 1966, una tal señora Baniszewski fue condenada a cadena perpetua por haber golpeado, quemado y escaldado, durante meses, a una muchacha de dieciséis años, que finalmente, murió. Se había entretenido tatuando en el vientre de la desdichada, con agujas al rojo, esta aleccionadora frase: «Soy una puta, y estoy orgullosa de serlo» (New York Herald del 25 de mayo de 1966). Dado que los hechos tuvieron lugar en Estados Unidos, donde los adolescentes gozan de bastante libertad, es de suponer que la víctima era una masoquista que hasta cierto punto consentía las torturas. Martirizar a los niños debe de producir un gran placer, ya que todavía hoy, en Perú, se da con regularidad la venta de niños de entre ocho y diez años por una suma media de treinta francos la unidad (Le Figaro del 21 de diciembre de 1965). La deshonra moral seguramente es más refinada que la del bastón o el látigo.
La flagelación, a la que se someten ciertos seres débiles para recuperar su vigor y los maso-quistas por el placer de la sumisión, constituye uno de los pasatiempos predilectos del sádico. Provisto de un elemento duro, viril y turgente (una fusta o una vara, por ejemplo), golpea sin contención la espalda, los muslos o el rostro, marcándolos y bañándolos en sangre. Por otra parte, precisamente en esta falta de contención reside su voluptuosidad. Las muchachas sumisas que, con una constancia digna de elogio, se afanan en provocar la erección de un compañero deficiente, manejan el látigo con suavidad. Los sádicos, en cambio, no conocen sino la violencia y el desorden dionisíaco; sus sentidos perturbados prescinden por entero de las reacciones de la víctima, pues para ellos lo esencial es gozar inmersos en un torrente de lágrimas. Eso en unas condiciones, por así decirlo, oficiales, ya que Brantóme alude a maridos crueles cuyo único placer consiste en ver azotar a su esposa.
La manía del látigo, que busca justificaciones en la historia bíblica y el folclore, ha existido siempre. El día de los Inocentes, los galanes acudían a las camas de las muchachas para sorprenderlas agradablemente con el látigo. Parece que la intención de Clement Marot, que dirigía este epigrama a Margueritte de Valois, era el de «inocentarla»:
se acuesta
vuestra persona, el día de los Inocentes,
muy de mañana iría a vuestro lecho
a ver ese gentil cuerpo al que amo entre
quinientos.
Entonces, mi mano, en vista del ardor
que siento,
no podría quedarse satisfecha
sin tocaros, reteneros, palparos y tentaros.
Y si alguien apareciera por ventura,
fingiría inocentaros:
¿sería una honesta excusa?
Catalina de Médicis ponía gran interés en azotar a las damas de su «batallón» y las alentaba a excitarse en su presencia. Por su parte, Brantóme escribe:
«He oído hablar de una gran dama de mundo, una grandísima dama, que, no satisfecha con su lascivia natural, ya que era una gran puta, y casada y viuda, y muy bella, para provocarse y excitarse más, ordenaba desnudarse a sus damas e hijas, me refiero a las más hermosas, y se gozaba contemplándolas; y después las azotaba con la palma de la mano en las nalgas, propinándoles rudas palmadas, y vergajazos a aquellas que habían cometido alguna falta; y, entonces, su mayor alegría era verlas agitarse y realizar movimientos y contorsiones con su cuerpo y sus nalgas, que podían resultar extremadamente extraños y placenteros según los golpes recibidos.
»Algunas veces, sin desnudarlas, les hacía levantarse la ropa, pues no llevaban bragas, y les daba palmadas y azotes en las nalgas para hacerlas reír o llorar, según los motivos que le dieran. Y, con estas visiones y contemplaciones, excitaba tanto sus apetitos que después iba a aplacarlos, casi siempre en el momento oportuno, con algún hombre galante, fuerte y robusto.»
Esta manía flageladora conoció su máximo esplendor en el siglo XVIII, cuando el «vicio inglés» florecía sin ninguna vergüenza y las mujeres de mundo contrataban como sirvientas a campesinas metidas en carnes para darse el placer de azotarlas. Siguiendo su ejemplo, las jóvenes burguesas acudían a flogging partiesen las prisiones, para ver cómo corría la sangre por la espalda y las nalgas de las prostitutas. ¿Acaso sus honorables padres no buscaban mortificante? favores? Sin olvidar, por otra parte, a las chiquillas que abundaban en los palacios londinenses. Sade, Restif y Casanova nos ilustran ampliamente sobre las extrañas costumbres de aquellos hipócritas, no demasiado sanguinarios y dominados por el kant o por una moral anticuada que prevalecía en la era victoriana. A veces, la farsa se trocaba en tragedia. En 1757, una tal Man Clifford fue maltratada hasta la muerte por sus patronos; la investigación reveló que éstos buscaban muchachas para azotarlas hasta hacerlas sangrar o para torturarlas a navajazos.
En Francia, el clero incitaba a los malos tratos. En La Coquette Chátiée, el padre Grécourt. que sin duda habría podido encontrar móvile más nobles para su apostolado, escribía con toda seriedad:
«Todos los hombres deben a su mujer amor y amabilidad; pero cuando ella abusa de esta situación y se toma demasiadas licencias, un correctivo da casi siempre excelentes frutos…»
En muchos casos, los azotes alcanzaban tal intensidad que hubo quienes enloquecieron de vergüenza y humillación; así le sucedió a Théroigne de Méricourt, a quien levantaron las faldas en la terraza de los Feuillants y acabó sus días en la Salpétriére. Clement Perot y Lauze de Peret declaran que durante el terror blanco, paralelo al otro, se utilizaron paletas en forma de flor de lis contra los republicanos y los protestantes del Midi:
«Se usaba una tabla similar a las paletas de las lavanderas. El lado con el que se golpeaba estaba cubierto con clavos formando una flor de lis, la cual quedaba dibujada con caracteres de sangre cada vez que se golpeaba; de este modo, se imprimía un signo anticipado de conversión en las carnes de las mujeres reacias a recibir la gracia. Para efectuar esta operación, a veces se contentaban con levantarles la falda. Sin embargo, a una de ellas la dejaron completamente desnuda en la calle; quedó postrada por el dolor y bañada en sangre. Permaneció expuesta a los innobles sarcasmos del populacho enfurecido hasta que un soldado la cubrió con su capote.»
El sádico, que no siempre tiene la posibilidad de asistir o participar en tales festejos, busca en privado la degradación, la resignación y la complacencia de sus víctimas. Estas últimas no sólo deben sufrir, sino además callarse. En otros tiempos, se instruía a las mujeres de vida alegre en tales ejercicios; se les exigía que sufrieran sin rechistar mil sevicias y vejaciones. Cansada de las casas de baja categoría donde todas vivían desnudas, Rosa, la heroína de una novela de Paul Marguerite, llega al apartamento de la Mercy, cuya clientela se recrea en costumbres un tanto extrañas:
«Por sumas ínfimas, Rosa tuvo que resignarse a ser azotada, pellizcada y pisoteada por maníacos que la abofeteaban, la fustigaban y le cubrían la piel de moretones a golpes de paleta» (Prostituée).
En la mayoría de los prostíbulos había vergas de retama o brezo, disciplinas de piel de cerdo, látigos, fustas, toallas mojadas y haces de ortigas destinados a esta clientela especial. Había tambien variantes atenuadas del knut y del tawse escocés en forma de mano de cuero; cilicios, zapatos con el interior claveteado y cinturones con clavos; caballos de Berkley que recordaban al potro, e incluso cuerdas para la estrapada. Aunque todo ello, por supuesto, no impedía que los
partidarios convencidos continuaran practicando el azote manual.
Los propietarios de esclavos —no nos atrevemos a ímaginar la cantidad de sádicos que debía de haber entre ellos— utilizaban la flagelación para obtener placeres muy especiales. El autor lónimo del Manuel Théorique et pratique de la Panellation desfemmes esclaves, ya citado, declara que hizo azotar durante un mes, a razón de dos veces diarias, a una joven recalcitrante:
Así, al cabo de pocos días la muchacha estaba domada y me ofrecía todo lo que esperaba de ella, incluidos ciertos favores bucales que las mujeres niegan a sus amantes más queridos. Si hubiera recurrido a las negras para que corrigieran a mi indócil esclava, a buen seguro nos habríamos limitado al uso insuficiente del látigo ordinario, en tanto que los otros látigos me han convertido en el más feliz de los amos de carne servil.»
Ya habíamos dicho que los orígenes de este Manual podían parecer dudosos. Sin embargo, no por ello sus consideraciones sobre las motivaciones sádicas de los flageladores resultan menos curiosas. He aquí na medio radical de obtener la sumisión completa tras la fellatio:
«Lo más frecuente es que la mujer reciba los azotes en el potro, colocada en tal posición que su pudor quede cruelmente humillado. De este modo, ninguno de sus encantos se oculta a la contemplación, muy a su pesar, y ella es perfectamente consciente de la concupiscencia que la exposición de su rolliza grupa suscita en los verdugos. Porque nada puede resultar más penoso para una mujer que provocar el deseo contra su voluntad.
En cuanto al jesuita Girard, cuyos desenfrenos produjeron un escándalo considerable en 1728, se esforzaba en combatir el pecado con el pecado. Con esta piadosa intención, sedujo a la Cadiére, de quien era confesor y a la que sodo-mizó después de haberla azotado hasta hacerla sangrar. La Compañía de Jesús, que no había podido salvar a Grandier, arrebató a Girard de las manos de sus jueces y todo acabó en un juego de galantería:
Ardiente de deseo,
el padre Girard ha convertido
a una cría en una mujer.
Más hábil, en cambio,
el Parlamento ha transformado
a una mujer en una cría.
Voltaire escribió este poema, pero a Sade el caso del jesuita le sirvió de inspiración para su Justine. Sin embargo, llegó un momento en que cambiaron las tornas, y aquellos que hasta entonces habían recibido los golpes propinados por manos bendecidas, los devolvieron centuplicados. En 1791, en París se procedió a la flagelación de cierto número de nalgas «anticonstitucionales», sobre todo las de las religiosas de Saint-Roch. El «padre Duchéne» hace alusión a este acontecimiento en la carta número 66 de su diario:
«Mientras en Burdeos se desplegaba el soberbio pabellón nacional, en París ondeaba el pabellón monacal; pues madres y padres, indignados por el comportamiento de viejas monjas crápulas y de jóvenes hermanas beatas que habían dado tantas zurras a sus hijas, fustigaron sus santas nalgas hasta tal punto que, en un momento, aquellos culos devotos adquirieron realmente el color nacional. Quisieron que el patriotismo les entrara en el alma por ahí, al igual que ellas habían querido inculcar la aristocracia a las pequeñas escolares.»
Aquellos azotes supuestamente republicanos iban más encaminados a la satisfacción de instintos lúbricos que al castigo de pobres monjas sorprendidas por los sentimientos que inspiraban. Es fácil tener éxito halagando el voyeurismo popular, puesto que el estilo de cuanto concierne a las sesiones de azotes se caracteriza por su inclinación sádica. Quiérase o no, en las líneas sientes la aberración predomina sobre el anticlericalismo:
Las Recoletas de la calle del Bac presentaron sesenta culos secos y amarillentos: parecían limones arrugados.
No sucedió lo mismo con las Hijas de la Preciosa Sangre: culos blancos como la nieve, bien formados… Un ciudadano que estaba entre la multitud asegura que allí se azotaron los culos más bonitos de la capital. Con las hermanas gride las parroquias de Saint-Sulpice,Saint-.aurent, Saínte-Margueriííe, La Madeleine y Saint-Germain-l’Auxerrois no se tuvo ninguna indulgencia, y con toda la razón, pues aquellas beatas cometieron la torpeza de mostrar unos culos de fealdad extrema, negros como topos.
»En cuanto a las Hijas del Calvario, presentaron unos culos morenos y rollizos que habrían podido pasar por auténticos culos patriotas si no hubieran estado cubiertos por una saya negra…
»Según una relación exacta, se azotaron 621 nalgas; total: 310 culos y medio, ya que la tesorera de las Miramiones no tenía más que una nalga» (lista de culos aristocráticos… que fueron azotados… por las damas de La Halle…, 1791).
Las flagelaciones públicas no tardaron en extenderse por provincias. El día de Pascua de 1792, una horda de bandidos, por utilizar la expresión de Camille Jordan, comenzó a azotar y violar a las muchachas de Lyon en plena calle:
«Vi —escribe— cómo tranquilos cuidadanos eran asaltados de repente por una horda de bandidos. El sexo más interesante y el más débil fueron objeto de una persecución feroz; nuestras mujeres y nuestras hijas eran arrastradas por el lodo de las calles, azotadas en público y horriblemente ultrajadas. ¡Esa imagen no se borrará jamás de mi memoria! Vi a una de ellas bañada en lágrimas, despojada de sus vestidos, totalmente derrotada y con la cabeza en el fango. Hombres cubiertos de sangre la rodeaban y frotaban sus delicados miembros con sus manos impuras; saciaban alternativamente la necesidad de desenfreno y de ferocidad; sumían a su víctima en el dolor y la vergüenza…» (Violencias cometidas ante las iglesias de Lyon).
Naturalmente, en los ejecutores aparece el sentimiento inverso, el cual constituye una nueva y última razón para fustigar el trasero de las esclavas. Para todos los negros y, puedo decirlo, para la mayoría de sus amos, la simple visión del pudor femenino herido supone uno de los placeres más intensos. No voy a filosofar aquí respecto al origen de este hecho; me basta con constatarlo y, a partir de ahí, estaremos perfectamente autorizados a esperar que nuestras criadas nos ofrezcan dicho placer. En términos más claros: azotamos el trasero de una mujer porque le violenta permitir que lo veamos.
Sin embargo, este argumento negativo no es el único. Todo el mundo sabe que la visión de la grupa femenina resulta agradable, y que quizá ninguna otra parte de la mujer revele mejor las cualidades particulares que los designios de la Providencia nos incitan a apreciar…
Evidentemente, nos preguntamos qué tiene en común la Providencia con esa parte redondeada y esa fisura oscura donde el diablo tiene tendencia a cobijar a los suyos…
El gorila feroz y lúbrico, por usar una expresión de Taine, se ha complacido siempre viendo sufrir a su prójimo. Para muchos, la flagelación nunca fue más que un medio para salir del paso, un sustitutivo de placeres auténticamente perversos. Los emperadores romanos fueron sus modelos, ya que no cesaron de inventar torturas:
— Tiberio, según cuenta Suetonio, agotó todas las facetas de la crueldad y durante su reinado no hubo un solo día que no estuviera marcado por alguna ejecución.
— Caligula hacía ejecutar las torturas durante las comidas o las orgías, y quería a Cesonia con locura porque arañaba el rostro de los niños que iban a jugar con ella.
— Claudio gustaba de contemplar el rostro de los gladiadores agonizantes, y Vitelio gozaba con el asesinato de sus antiguos acreedores.
— Domiciano ordenaba quemar las partes naturales de la gente a la que hacía torturar, y su vicio llegaba hasta acariciar e invitar a su mesa a todos aquellos con los que había decidido acabar: «Para él, no bastaba con la crueldad; le gustaban los ardides y golpes bajos».
— Cómodo ordenó abrir en canal a un hombre obeso, de cuyo interior brotaron los intestinos; ordenó cortar pies, vaciar ojos y sangrar a gente hasta la muerte, y arrojó a las morenas a su prefecto de Pretoria.
— Heliogábalo, por último, si damos crédito a Lampridio, inmoló víctimas humanas, pero eligió para estos sacrificios «a los niños más hermosos de Italia… a fin de que el dolor por su pérdida lo sintiera más gente».
Edificados por semejantes ejemplos, los Va-lois lograron superarlos. Catalina de Médicis tuvo la audacia de chapotear en la sangre de los protestantes, mientras que Carlos IX, que se regocijaba abiertamente de su matanza, encontró fórmulas dignas del mejor Tiberio. «Esa carnicería (se trata de la noche de San Bartolomé) se produjo en presencia del rey —nos dice Papire Masson—, quien la contemplaba desde el Louvre con gran alegría. Unos días después, él mismo fue al patíbulo de Montfaucon a ver el cuerpo de Coligny, que estaba colgado por los pies, y como algunos miembros de su séquito temieran acercarse a causa del hedor del cadáver, dijo: “El olor de un enemigo muerto es dulce y agradable”» (Cimber y Danjou, Archives Curieuses…,t. VIII).
A la mayoría de estos soberanos les satisfacía contemplar el espectáculo de la muerte, lo mismo que a algunas envenenadoras (La Brinvilliers, Héléne Jégado) o a ciertos criminales famosos (Landrú, Matuschka, Christie). Eso ya es una buena muestra de sadismo, pero no su esencia. Entre todos los que hemos citado, sólo Domiciano la poseía. Cruel como un tigre, el emperador había comprendido a la perfección que el placer se centuplica cuando se sacrifica súbitamente a una víctima a la cual se acaba de conceder la gracia o el perdón. Gilíes de Rays, por ejemplo, hacía descolgar a los niños para mimarlos y tranquilizarlos, y, acto seguido, los degollaba. Y Raulthing, duque de Austrasia, mantenía de este modo las promesas que hacía al clero:
«Mientras cenaba, alumbrado por un esclavo que sostenía en sus manos una antorcha, uno de sus juegos favoritos era obligar al pobre esclavo a apagar la llama contra sus piernas desnudas y, a continuación, a volver a encenderla y apagarla varias veces del mismo modo. Cuanto más profunda era la quemadura, más se divertía el duque y más se reía de las contorsiones del desdichado sometido a esa tortura.
»Hizo enterrar vivos en la misma fosa a dos de sus colonos, un muchacho y una muchacha, culpables de haberse casado sin su consentimiento, porque, a ruegos de un sacerdote, había jurado no separarlos. “He mantenido mi promesa: estarán juntos eternamente”, decía con una feroz risa burlona» (Augustin Thierry, Récits des temps mérovingiens).
Denis de Vauru, que ahorcaba a los campesinos que no podían pagarle los tributos, es un personaje sádico por excelencia. Sus crímenes superan ampliamente los perpetrados por Minski, Juliette o Bressac. Al parecer, por una atroz crueldad de la que el tal Vauru se declaró culpable, llegó más lejos que el propio emperador Nerón. En el Journal d’un Bourgeois de Paris (1422), se lee:
«Habiendo capturado a un joven campesino, lo condujo hasta Meaux arrastrándolo atado a su caballo. Una vez allí, hizo que lo torturasen hasta que el muchacho, al límite de su resistencia, consintió en pagar un tributo tan elevado que tres campesinos como él hubieran sido incapaces de reunir. Le encargó a su mujer, que estaba en avanzado estado de gestación, que intentara conseguir la suma exigida. Ella se presentó en Meaux para implorar al tirano, pero él se mostró implacable: si no tenía el tributo el día fijado, el joven sería ahorcado del olmo. Maldiciendo su suerte, la esposa comenzó a hacer una colecta y consiguió reunir la suma. Ahora bien, cuando la tuvo, hacía ya ocho días que el plazo había vencido. Vauru no concedió ni una hora más al condenado, que fue ejecutado sin piedad como los demás. Ignorante del hecho, la joven, al límite de sus fuerzas ya que había caminado mucho y estaba a punto de dar a luz, llegó a Meaux y se desvaneció. Cuando la reanimaron, preguntó por su marido y le respondieron que no lo tendría antes de pagar el tributo. Esperó un poco y vio cómo conducían ante los tiranos a varios campesinos que, al no poder pagar, fueron inmediatamente estrangulados o ahorcados. Entonces temió por su marido, al que su pobre corazón juzgaba en un estado lamentable. No obstante, entregó el dinero a los torturadores. En cuanto éstos tuvieron el peculio en su poder, la echaron diciéndole que su marido había sufrido la misma suerte que los demás. Ante estas crueles palabras, la mujer perdió la cabeza y se abalanzó como una loca sobre el bastardo de Vauru. Éste ordenó que la apalearan y la condujesen al olmo. Los verdugos la ataron al tronco y después le cortaron la falda hasta el ombligo. Sobre la pobre mujer se balanceaban los cuerpos de los ahorcados, que la rozaban de vez en cuando y hacían que enloqueciera de miedo. Gritaba de espanto y se la podía oír desde la ciudad. Pero intentar liberarla hubiera supuesto una muerte segura. Cuando anocheció empezaron los dolores del parto. Sus gritos atrajeron a una manada de lobos que buscaba carroña. Le abrieron el vientre a dentelladas, extrajeron al niño y a ella la despedazaron. Éste fue el final de esa pobre criatura, en el mes de marzo, durante la cuaresma de 1421» (texto editado por R. H. Guerrand).
Al día siguiente de las matanzas de agosto de 1572, Annibal de Coconas, caballero muy galante y apreciado por las damas, compró a los amotinados una treintena de hugonotes y los apuñaló a pequeñas cuchilladas. Este método sutil de tortura hacía sufrir mil muertes a aquellos desgraciados, a los que había prometido salvarles la vida si abjuraban. Así, gozaba del cuerpo al mismo tiempo que salvaba un alma de hereje… Eran otros tiempos, pero las costumbres no diferían demasiado de las de Mauger, quien, en 1793, en Nancy, «se acostaba en su cama con un puñal en la cabecera, una mujer liviana a su lado, el vaso y las botellas en la mesilla de noche, y ataviado con una cinta tricolor y una medalla de juez, para dar rienda suelta a su desenfreno».
Se podría escribir la Historia desde el punto de vista del sadismo. ¿Acaso no es una sucesión de escenas en las que el fanatismo se alía„a los más desenfrenados excesos? ¿Podemos leerla «sin sentir horror por el género humano»? La mayoría de santos, criminales y locos, cuyas hazañas jalonan la Historia, no fueron más que tristes extraviados. Evidentemente, no corresponde a todo el mundo ser santo Domingo, Torquemada, Luis XV o Himmler. Sin embargo, ahí está su ejemplo para que lo siga el sádico de baja estofa, que ni siquiera cuenta ya con las salas reservadas de las casas de lenocinio para apaciguar sus sentidos pervertidos. Le quedan el cine, ciertas revistas y algunas obras de arte, así como sus sueños poblados de árboles cubiertos de sangre, de manos cortadas y de pechos atravesados. Sin duda, muy poco para un hiperactivo. Ésa es la causa de tantos sucesos imprevisibles o extraños que nos desconciertan, como el caso del falso enfermero que se entretuvo aplicando ochenta inyecciones intravenosas a un anciano agonizante, o el del loco que arrojaba vitriolo a mujeres jóvenes para ver su sufrimiento.
En nuestra época, las asociaciones espontáneas o voluntarias de maníacos sexuales no son un fenómeno extraño. El movimiento nazi fomenta reuniones de individuos ataviados con botas y casco, armados con látigos, que someten a «esclavos» o «siervos» que se sienten felices de acceder a todos los deseos de sus amos y señores. Los clubs en que se ofrecen espectáculos sádicos y sesiones de tortura abundan en todo el mundo. A diario, se violan muchachas en descampados, tras haberlas golpeado salvajemente y, en ocasiones, mutilado. No es ningún secreto que existe la trata de blancas, y no hace demasiados años, la policía de México puso fin a las actividades de dos hermanas que habían dejado morir de inanición a ochenta chiquillas por negarse a obedecer sus terribles leyes. Estas hermanas regentaban una cadena de prostíbulos y exigían que las adolescentes se sometieran a la disciplina del hierro y la estaca, que sufrieran sevicias corporales y devorasen, llegado el caso, la carne de sus compañeras. Al parecer, estos actos de antropofagia excitaban a una clientela hastiada de viejos depravados (cf. The Times del 19 de octubre de 1964).