Marcas y mutilaciones
En el Antiguo Régimen, la marca, que en su origen señalaba la frente de los esclavos y la palma de la mano de los soldados, se reservaba a los ladrones y los reincidentes. Se mantuvo en las Colonias, donde el artículo 38 del Código Negro de Colbert (1685) preveía su aplicación a los sirvientes de color:
«Al esclavo fugitivo cuya huida se prolongue durante un mes, a contar desde el día en que su amo lo haya denunciado, se le cortarán las orejas y se le marcará con una flor de lis en un hombro; si reincide y se fuga durante otro mes, contado también a partir del día de la denuncia, se le cortará la pantorrilla y se le marcará una flor de lis en el otro hombro; la tercera vez se le castigará con la muerte».Deshonra indeleble, la marca actuaba a modo de auténtico registro de antecedentes penales (Marguerite Rateau), en una época en que este sistema aún no se había inventado. Con un hierro candente sacado de las brasas, el verdugo aplicaba en el hombro derecho (o en los dos hombros, en caso de reincidencia) una flor de lis, una cola de armiño o las letras V, D o GAL, que eran las iniciales de las palabras ladrón (en francés, voleur), desertor y galeote. La marca en forma de V era la más frecuente, pues era la que se aplicaba a los ladrones principiantes. «Aquellos o aquellas que, no habiendo sido nunca capturados por la Justicia —declara la Ordenanza de 4 de marzo de 1724—, sean por primera vez acusados de robos que no sean domésticos o no hayan sido cometidos en iglesias, serán condenados, como mínimo, a la pena del látigo y a la imposición de una marca en forma de letra V, sin perjuicio de la aplicación de penas mayores si así se considerara oportuno.» Los bandidos ocultaban esta infamia dejándose crecer los cabellos y una barba hirsuta. Tampoco los autores de delitos menores escapaban a la temible quemadura. En Diñan, en 1780, un tal Pierre-Jacques Pinson, criado de granja de trece años, fue fustigado durante tres días y a continuación marcado, por haber robado unas monedas (Archivos de las Costas de Bretaña del Norte, 1.116). La crueldad de tal castigo infligido a un niño, ¿nos da pie para abordar el tema de las mutilaciones? Solapado con frecuencia, aunque siempre morboso, este suplicio, que va de la tonsura a la castración, se da en todos los ambientes y todas las época Segun el modo en que se efectúe, el corte de pelo ridiculiza o castiga. El annamita a quien se le corta el pelo, o la mujer que es castigada con esta pena por haber practicado la prostitución con el enemigo, se sienten humillados, pero sufren mucho menos que el individuo al que se le arranca. La tonsura, aplicada en Israel y en Grecia, en Persia iba acompañada de la aplicación de brasas de carbón sobre la piel; y lo mismo hacían los pieles rojas arrancadores de cabelleras de América del Norte. Otra práctica freSegún el modo cuente era la del arrancamiento del vello púbico, y, por extensión, de las cejas y las uñas. Bajo éstas se colocaban a veces mechas azufradas o astillas. En otros lugares, se castigaba a los criminales cortándoles la nariz, las orejas o los miembros. Diodoro de Sicilia (1,60) nos relata que Actisa-nés, rey de Etiopía, ordenó cortar la nariz a los bandidos del país y los envió a fundar la ciudad de Rinocolure, que tal vez fue el primero de todos los campos de concentración. En Bizancio, el corte de la nariz era común, y el emperador Justiniano II lo sufrió en propia carne. El des-orejamiento también era una práctica corriente en las picotas, en las que clavaban la oreja del condenado o la desprendían. En 1480, en Lam-balle, a un tal Jacques Medal le cortaron la oreja por hurto (Archivos de las Costas de Bretaña del Norte, 83). Durante las guerras de religión, la oreja del enemigo se consideraba como un emblema o un hermoso fetiche. Se confeccionaban collares con ellas, al igual que los primitivos hacían con los dientes y los maxilares inferiores, y el caballero de Béthume se hizo célebre por llevar colgada del cuello una cadena de orejas de sacerdotes católicos.
El corte de la mano derecha, práctica que subsiste en varios países árabes y en Camerún, era frecuente en la antigüedad. Así se castigaba no sólo a los ladrones y los adúlteros sino también a los vencidos. Sistemática en Egipto, Babilonia y Etiopía, esta mutilación también se practicaba en el imperio de Darío. Los prisioneros griegos que se presentaron a Alejandro durante su marcha sobre Persépolis atestiguaron haber sufrido este castigo. El rey, escribe Diodoro (XVII, 69), «vio cómo iban a su encuentro alrededor de ochocientos griegos en actitud suplicante: habían sido reducidos a la esclavitud por los predecesores de Darío. Todos aquellos desgraciados, la mayoría de ellos de edad avanzada, estaban mutilados: unos tenían las manos cortadas; otros, los pies; otros, las orejas y la nariz; y a los que sabían algún oficio o industria, no les habían dejado sino los miembros necesarios para ejercer sus conocimientos. La visión de todos aquellos infortunados, respetables por su edad y por sus sufrimientos, suscitó la simpatía de Alejandro, que no pudo contener las lágrimas…». Además de las manos, se mutilan también los pies: las consecuencias son menos graves y el efecto, más sobre-cogedor. En épocas no muy lejanas, las cojeras provocadas abundaban en África y el Oriente islámico. En la Biblia, el rey Adoni Bezeq se complace en obligar a setenta semejantes a arrastrarse bajo su mesa y coger con sus muñones las sobras del festín (Jueces, 1,7).
Los textos relativos a la salvaguarda del orden público en el Antiguo Régimen eran sólo algo menos severos que los citados anteriormente. La pena de muerte se aplicaba en raras ocasiones, pero las mutilaciones corporales eran frecuentes. Hasta finales del siglo XV, llevar armas, alborotar por la noche y raptar muchachas eran causa, al menos, de flagelación y corte de orejas. La Ordenanza de 12 de marzo de 1478 dice:
«Que nadie sea tan osado y audaz como para reunirse con fines disolutos, o para llevar armas de noche, o para realizar cualquier clase de excesos… so pena de ser colgado y estrangulado quien obrare de modo contrario después de la presente publicación, o como mínimo ser apaleado y acabar con las orejas cortadas.
»Que nadie irrumpa en una casa, ni tome o se lleve a una mujer contra su voluntad, pues será castigado con la misma pena.»
Parece que la embriaguez era más tolerada. A los borrachos les estaba permitido reincidir hasta cuatro veces antes de cortarles la oreja. Las malas acciones, cometidas bajo la influencia de las bebidas alcohólicas podían ser perdonadas a cambio de un pago por daños y perjuicios.
«Para evitar ociosidades, blasfemias, homicidios y otros inconvenientes y perjuicios provocados por la embriaguez, se ordena que a todo aquel que sea hallado borracho por primera vez, se le declare incontinente y sea castigado a permanecer a pan y agua; la segunda vez, aparte de lo anterior será azotado en prisión con varas o con el látigo; la tercera vez será fustigado públicamente; y si es incorregible, será castigado con el corte de una oreja y con la infamación y el destierro de su persona…» (Edicto de 30 de agosto de 1536 sobre la acción de la justicia en el ducado de Bretaña, cap. III.) . Por último, existen dos mutilaciones atroces que quitan todo deseo de vivir: el cegamiento y la castración. En pro del género humano, desearíamos que no hubieran sido practicadas con tanta frecuencia. Sin embargo, las encontramos también por doquiera.Nabucodonosor ordenó que sacaran los ojos a Sedecías, y Sansón, tras ser cegado, hizo girar la muela por cuenta de los filisteos (Jueces, XVI, 21). Los merovingios y los soberanos de Bizancio y Bulgaria arrojaron a sus enemigos a cisternas después de cegarlos. En abril de 1477, Luis XI, por pura bondad, caridad y misericordia, ordenó golpear los ojos del traidor Jean Bon hasta reventarlos. Como la operación no fue un éxito completo al primer intento, el preboste de la Casa real envió a dos arqueros para que remataran el trabajo.
Estos delicados métodos no desaparecieron en la larga noche medieval, y así, resurgieron con ocasión de las guerras balcánicas y de la segunda guerra mundial. En Kaputt. Malaparte relata que, en el curso de una visita a Ante Pavelic, vio sobre el escritorio del dictador un objeto que le intrigó enormemente. «Pavelic —escribe— levantó la tapa del cesto y, mostrándome aquella especie de moluscos, aquellas ostras viscosas y gelatinosas, me dijo con su eterna sonrisa lasa: “Es un obsequio de mis fieles seguidores, los ustasi: veinte kilos de ojos humanos”.» Claro que el hecho no tiene nada de extraordinario para quien recuerde que, en 1014, Basilio II ordenó sacar los ojos de los 15.000 prisioneros búlgaros tras la batalla de Balasitsa. El refinamiento chino desdeñaba esta enucleación chapucera tan desagradable de contemplar. Los chinos preferían, con mucho, la cal viva que, según nos confirma el doctor Nass, causaba atroces dolores:
«Con las manos atadas a la espalda, de rodillas y con la cabeza sostenida por el ayudante del verdugo, la víctima, con una espantosa mueca, espera el terrible momento: el torturador coge delicadamente entre el pulgar y el índice un trozo de cal viva y lo deposita en la córnea de cada ojo. El resultado es rápido y seguro, como se puede apreciar al ver retorcerse, víctima de indecibles sufrimientos, al condenado, cuyos ojos quedarán quemados para siempre por la sustancia cáustica. En algunas provincias se suavizaba la tortura colocando un paño entre el ojo y la cal, y así el cegamien-to se obtenía al precio de un sufrimiento menor» (Curiosités médico-artistiques, 3.a serie, p. 106).
En cuanto a la castración, ¿acaso es peor que el cegamiento? Se trata de un tema delicado, que hubiera sido preciso discutir con Abailard y los cantores de la Sixtina… En el campo militar, fue practicada en el antiguo Oriente y en Abisinia, donde la tradición seguía manteniéndose en el reinado de Menelik. En el Antiguo Testamento encontramos frecuentes alusiones a la privación de los órganos genitales. Los enemigos vencidos, o sus hijos, convertidos en eunucos, custodiaban los harenes de los reyes. E Isaías amenaza a Eze-quías con una suerte similar: «Tiempo vendrá en que será llevado a Babilonia todo cuanto hay en esta casa… Y de los hijos que de ti saldrán, de los engendrados por ti, tomarán para hacer de ellos eunucos del palacio del rey de Babilonia» (II Reyes, XX, 15-18).
En el ámbito civil, la castración afectaba fundamentalmente al delito de violación: el culpable recibía el castigo en el instrumento de su pecado. Así sucedía en Egipto, donde se establecía una sutil distinción entre este crimen y el adulterio propiamente dicho:
«Las leyes relativas a las mujeres eran muy severas. El acusado de haber violado a una mujer libre, debía ser castigado cortándole los órganos genitales, porque se consideraba que este crimen contenía en su propia esencia tres males enormes: el insulto, la corrupción de costumbres y la confusión de la descendencia. Por el delito de adulterio cometido sin violencia, se condenaba al varón a recibir mil varazos, y a la mujer al corte de la nariz: el deseo del legislador era que ésta se viera privada de sus atractivos ya que sólo los había empleado para seducir» (Diodoro, I, 78).