El mundo animal en los suplicios
La evocación del toro de Fálaris nos lleva a los animales considerados por el hombre como instrumentos vivos de suplicio. Al referimos a ellos, se piensa en seguida en las fieras y los grandes carniceros, pero ésta es una visión incompleta. En realidad, los animales menos evolucionados se han utilizado en las torturas más sutiles: el elefante aplasta, el león devora y el tiburón asesta dentelladas, pero la mosca y la hormiga son capaces de excitar los nervios, de picar mil veces, de prolongar dolores insoportables. Por transgredir la ley persa para adorar a su Dios, Daniel fue arrojado al foso de los leones. Sin embargo, el destino quiso que las fieras devorasen a los enemigos del profeta:
«Mandó el rey que los hombres que habían acusado a Daniel fueran traídos y arrojados al foso de los leones, ellos, sus hijos y sus mujeres. y antes de que llegasen al fondo del loso, los leones los cogieron y quebrantaron todos sus huesos» (Daniel. VI. 24).
En Cartago. los mercenarios que se rebelaron contra Amflcar. así como ciertos criminales, fueron dejados a merced de los leones, aunque también es cierto que se crucificaba a los leones… Se utilizaron en el anfiteatro para devorar cristianos, aquellos cristianos que les representaban atados a postes, envueltos en redes o cubiertos con pieles de animales. Entre otros muchos. Atulo y santa Tecla, completamente desnuda, perecieron bajo sus garras, mientras que Blandina murió corneada por un toro. Por fortuna para ella, Perpetua no resistió durante mucho tiempo los ataques de una vaca furiosa y alcanzó en seguida la palma del martirio. En la India y en Ceilán, así como en Cartago. la pata de un elefante, sabiamente guiada, trituraba el cráneo de los condenados. Ptolomeo Filopátor ordenó que excitaran a un grupo de paquidermos para que aplastaran a los judíos, pero Yavé no permitió este bárbaro designio y los elefantes atacaron a sus amos. En América del Norte y en Sumatra arrojaban a los condenados a los saurios. También han sido muy útiles los tiburones. Schoelcher condena a los colonos que «para ejercitarse en el tiro, lanzaban al mar a esclavos maniatados y se aplicaban en alcanzarlos antes de que se hundieran en el agua y fueran devorados por los tiburones». Esta muerte era más rápida que la causada por las aves de presa en las Indias o en Dahomev. donde enterraban a los condenados hasta el cuello en una fosa, o los descuartizaban para que los buitres, con su pico voraz, hulearan en sus ojos y sus entrañas.
En las leyes borgoñonas. escribe Fernand Ni-colay, el que robaba un gavilán era condenado al castigo siguiente: le dejaban el pecho desnudo y colocaban sobre él seis onzas de carne fresca de cualquier animal, cortada en finas lonchas. Luego, acercaban al condenado un gavilán al que habían dejado en ayunas todo un día. y el animal, hambriento y furioso, clavaba su pico acerado en los trozos de carne que habían puesto a su alcance, destrozando dolorosamente el pecho de la víctima.
También se utilizaban musarañas, lirones y ratas. El historiador Théodoret afirma que un rey de Persia hizo cavar unas zanjas en las que metió a los cristianos encadenados y a continuación arrojó sobre ellos un ejército de musarañas. Lo que sigue puede adivinarse fácilmente, teniendo en cuenta que las musarañas a las que se recurría estaban hambrientas… Según Gallonio. los protestantes fueron los primeros que. en 1591. utilizaron lirones para torturar a los católicos:
«Los echan boca arriba, los atan y les colocan sobre el vientre un recipiente invertido en cuyo interior hay un lirón vivo y encienden fuego sobre dicho recipiente, de tal modo que el lirón, atormentado por el calor, desgarra su vientre y penetra en sus entrañas.»
Como podemos observar. Octave Mirbeau no inventó nada. En su Jardín de los suplicios, se limitó a colocar a la víctima de espaldas, de modo que presenta a los dientes acerados del roedor la región anal, pero el resultado es el mismo. Por otra parte, la rata puede atacar cualquier otra zona del indefenso prisionero, pues todas son igualmente buenas. Antaño, cuando subía la marea, una legión de roedores invadía las celdas de la Torre de Londres y los desdichados, fuertemente atados, sufrían sus mordeduras. Este sufrimiento, que se añadía a tantos otros, precedía a la decapitación en tiempos de Isabel.
En Turquía sumergían algunos gatos, que no soportan el agua, y luego los introducían en los pantalones bombachos de las mujeres infieles o desobedientes. Ea batalla que libraban en aquella trampa oscura originaba un divertido espectáculo y profundos desgarrones de los que los hombres se burlaban. Los perros, por su parte, no eran menos útiles. Llevaban a cabo una especie de servicio de limpieza, engullendo con avidez los restos de los desdichados culpables. La nuera de la cruel Amestris fue presa de ellos, así como la reina Jezabel. que se había maquillado en vano para seducir a Jehú. Al verla, las únicas palabras de éste fueron:
«”Echadla abajo”; y ellos la echaron, y su sangre salpicó los muros y los caballos: Jehú la pisoteó con sus pies… Fueron para enterrarla: pero no hallaron de ella más que el cráneo, los pies y las palmas de las manos. Volvieron a dar cuenta a Jehú. que dijo: “Es la amenaza que había hecho Yavé por su siervo Elias… Los perros comerán la carne de Jezabel en el campo de Jezrael, y el cadáver de Jezabel será como estiércol sobre la superficie del campo, en el campo de Jez-rael. de modo que nadie podrá decir: “Ésta es Jezabel”» (// Reyes, IX, 33-37).
Los perros bien adiestrados pueden ser malvados, como bien saben los cuerpos de policía cuando los envían contra huelguistas y manifestantes. Los dogos que despoblaron Perú se azuzan hoy contra los negros, igual como sucedió durante la guerra de Santo Domingo, en que un tal Noailles adquirió perros por centenares a los colonos españoles de Cuba. ¿No se vio en Buchenwald correr desesperadamente a unos desgraciados para evitar los colmillos de los molo-sos? Extenuados, muchos perecieron y a otros los obligaron, por pura diversión, a ladrar metidos en una caseta de perro. A veces, el animal que creemos sumiso deja de obedecer. La alegoría de Acteón ejemplifica este caso:
«Acteón quisiera en verdad estar ausente. pero aquí: y querría ver, pero no sentir en sus carnes. los ataques feroces de sus perros. Le cercan por todas partes y, con los hocicos hundidos en su cuerpo, desgarran a su amo bajo la aparente figura de un ciervo; y se dice que hasta que no escapó su vida por las mil heridas sufridas, no se aplacó la ira de Diana, portadora del carcaj» (Ovidio, Las metamorfosis. Libro III versos 247 a 253).
La más hermosa conquista del hombre puede volverse en su contra y devorarle las entrañas. En Gascuña, dice Gallonio. los protestantes le abrieron el vientre a un sacerdote, se lo llenaron de avena y lo dieron como alimento a los caballos. Sin embargo, no hace más que citar el Teatro de las crueldades de los herejes,cuidándose bien de añadir que los católicos no actuaron de modo muy diferente y que horrores de este tipo se vieron con asiduidad. En tiempos de Juliano el Apóstata ya se había colocado cebada en el vientre de muchachas vírgenes que luego eran ofrecidas a los cerdos. San Gregorio escribe que los hombres de Heliodoro «cogían castas vírgenes que, despreciando los atractivos del mundo, apenas se habían mostrado a los hombres hasta aquel momento, y tras conducirlas a una plaza publica, las hacian despojarse de sus vestiduras para que se avergonzaran al verse expuestas a las miradas de todos. A continuación, haciendo que les cortaran y abrieran el vientre (¡Oh. Cristo! ¿Cómo imitar en esta época la paciencia con que soportaste tus largos sufrimientos? ). comenzaban a masticar su carne con los dientes y a engullirla, pues resultaba agradable a su abominable ansia: también devoraban su hígado crudo y después de haber probado semejante alimento, hicieron de el su sustento habitual. Luego, mientras su vientre aún palpitaba, lo llenaban con el alimento de los cerdos y haciendo que éstos entraran, ofrecían a la muchedumbre el horrible espectáculo de ver la carne de las jóvenes desgarradas y devorada junto a la cebada…»
Encontramos también la intención sádica de descarnar en la muerte de la reina Brunilda, atada a la cola de un caballo sin domar por orden de Gotario II. Y también en el suplicio frustrado de Mazepa que, atado a un corcel salvaje, debía perecer víctima de los dientes de los lobos y las garras de las aves rapaces:
Corre, vuela, cae… ¡y se levanta rey!
exclama Victor Hugo en sus Orientales, celebrando el adulterio que no resultó fatal.
El campo que se abre a los endebles insectos no es ni menos grande ni menos bárbaro. Implica recurrir a ejércitos de agentes destructores que. con el tiempo necesario, llevan a sus víctimas al borde la locura o las reducen a un puro esqueleto. En la India se introducían coleópteros (en lugar de lirones) bajo un coco colocado sóbrela piel de la víctima. La agitación de los insectos, centuplicada con ayuda de un palo, no tardaba en volverla loca. En el África negra, las ordalías en caso de adulterio se practicaban —y se practican aún— utilizando hormigas rojas que, en la mayoría de los casos, devoran al presunto culpable:
«Uno de los refinamientos más crueles parece ser la prueba de las hormigas. Hombres y mujeres se reúnen y comen juntos; luego, los hombres bies dicen: “Si no tenéis hijos es porque sois infieles. ¡Decid el nombre de vuestros amantes!. Entonces, atan a todas las mujeres, las cuales, sean o no infieles, confiesan. Las desatan, pero cada una debe pagar una multa: 10 francos si la infidelidad ha sido con un hombre del pueblo y 20 si ha sido con un extranjero, pues puede traer la desgracia a la comunidad. Las mujeres se van. Los hombres encienden un gran fuego y uno de ellos, un iniciado, hace beber un brebaje mágico a un gallo y le corta la cabeza; el ave, con un último aleteo, cae a los pies de un hombre, que es declarado culpable. Una vez maniatado, se le cubre el cuerpo de hormigas cuyos mordiscos son como pequeñas quemaduras. A continuación, se le somete a interrogatorio: “¿A quién has matado? ¿A quién le has provocado alguna enfermedad? ¡Dinos los venenos que conoces!” Al límite del sufrimiento y de la muerte, el hombre aún puede salvarse dando a una de sus mujeres o pagando una multa muy crecida. Si no puede, se le añaden más hormigas. El cuerpo, hinchado, se vuelve insensible. Y entonces empiezan a llover los golpes hasta matarlo, porque si quedara con vida, sin duda traería desgracia a lodos los habitantes» ( J. Milley. La vie sous les Tropiques. París. 1964. pp. 208-209).
Estas costumbres que nos gustaría creer primitivas las aplicaban con los indígenas los colonos franceses de la Martinica. Un informe del administrador Phelypeaux dirigido a Versalles en 1712 no deja duda al respecto:
«Para hacerles confesar que envenenan y practican la brujería, algunos habitantes efectúan en su casa unos interrogatorios más crueles de lo que Fálaris. Busilis y los peores tiranos hubieran podido imaginar… Atan a la víctima, completamente desnuda, a un poste cercano a un hormiguero y. después de frotarla con azúcar. le van echando hormigas a cucharadas desde el cráneo hasta la planta de los pies, introduciéndolas cuidadosamente en todos los orificios del cuerpo…»
En el suplicio del ciíonismo se unta el cuerpo de las víctimas con miel o leche azucarada v se las deja a merced del aguijón de las abejas o de las picaduras de las moscas. San Marcos, obispo de Arctusa. pereció de este modo, y existía una traba de madera, a modo de picota, especialmente confeccionada para aplicar esta pena, que los persas, al inventar lo que Plutarco y Zonaras denominan pila o barco, perfeccionaron hasta convertirla en obra maestra de la aberración mórbida. Los persas, escribe Gallonio, que sigue a estos autores, aplicaban este suplicio a los regicidas:
«Tras construir dos barcos del mismo tamaño y forma, tumban en uno de ellos al condenado y lo tapan con el otro, de tal modo que las manos y los pies quedan fuera, mientras el resto del cuerpo, excepto la cabeza, permanece aprisionado. Le dan alimentos, que se ve obligado a ingerir ante la amenaza de unas agujas dispuestas ante sus ojos. Mientras come, le vierten en la boca un líquido compuesto por una mezcla de miel y leche, y le embadurnan el rostro con la misma mezcla. A continuación, orientando el barco de modo adecuado, vigilan que el hombre tenga constantemente los ojos frente al sol. y cada día cubren su cabeza y rostro una legión de moscas. Además, como hace en el interior de los barcos cerrados esas cosas que los hombres se ven obligados a hacer por necesidad después de haber comido y bebido, la corrupción y la podredumbre que resultan de ello provocan la aparición de multitud de gusanos que penetran bajo su ropa y le devoran la carne. Cuando el hombre ha muerto, retiran el barco superior, y entonces puede verse que su cuerpo está completamente roído y que sus entrañas aparecen plagadas de infinidad de gusanos e insectos cuyo número aumenta a diario. Sometido a este suplicio. Mitrídates padeció esta agonía durante diecisiete días, al cabo de los cuales entregó por fin su alma.»
Así se expresa Plutarco, cuyo relato difiere poco del de Zonaras:
«Los persas superan el resto de bárbaros polla horrible crueldad de sus castigos, en los que aplican torturas interminables…»
Sacie, de quien nos podemos fiar en este campo, exclama lleno de admiración:
«¡Qué sublimes invenciones! Eso es el arte: consiste en hacer morir un poco cada día durante el mayor tiempo posible» (Juliette, TV, 269).
Por último, otro suplicio consiste en coser al condenado en el interior de la piel de un animal. San disanto fue expuesto a los rayos de un sol ardiente metido en la piel fresca de un ternero. Otros fueron entregados a las fieras metidos en una piel de asno o un camello. Debemos a Apuleyo y Luciano de Samosata descripciones satíricas de este suplicio. En El asno. Luciano dcscribe el terror de una muchacha a quien unos bandidos quieren castigar con una muerte larga y dolorosa:
«Tengo una idea que os gustará —dijo uno de ellos — . Hay que matar al asno, que por pereza finge cojera y que se ha convertido en cómplice de la fugitiva. Lo mataremos, pues, mañana por la mañana. Luego lo destriparemos, le sacaremos las entrañas y colocaremos en su interior a esta encantadora niña, de modo que la cabeza quede fuera para que no se asfixie; pero el resto del cuerpo debe quedar perfectamente encerrado. Entonces, una vez que hayamos cosido la abertura con cuidado, los arrojaremos a ambos fuera para ofrecer a los buitres un nuevo manjar. Obsevad, amigos míos, el horror de semejante suplicio: en primer lugar, estar metida en el cadáver de un asno: a continuación, ser cocida en el interior del animal por el ardor del sol de verano, mientras la acucia un hambre atroz sin poder quitarse la vida: todo eso por no hablar de la muerte que sufrirá a causa de la infección de esta carroña, ni de los gusanos que vendrán a comérsela… Y. por último, los buitres llegarán hasta ella a través del asno y la devorarán con él. quizácuando aún esté viva.»