BIZARRO

LOS FUNERALES

FUNERALES Los antiguos juzgaban tan importantes las ceremonias fúnebres, que inventaron los dioses manes, para velar en las sepulturas. Encuéntrase en la mayor parte de los escritos rasgos chocantes que nos prueban cuán sagrado era entre ellos este último honor que el hombre puede hacer a otro hombre. Pausanias cuenta que ciertos pueblos de la Arcadia, habiendo muerto inhumanamente a algunos jovencitos que no les hacían ningún mal, sin darles otra sepultura que las piedras con que les habían muerto, y sintiéndose a poco atacadas sus mujeres de una enfermedad que las hacía abortar, consultaron a los oráculos, los cuales mandaron enterrar a toda prisa a los niños que tan cruelmente habían privado de funeral. Los egipcios honraban sumamente a los muertos. Uno de sus reyes, viéndose sin heredero por la muerte de su hija única, nada perdonó para tributarla los últimos honores y procuró inmortalizar su nombre depositándola en la más suntuosa sepultura que fue dado imaginar. En vez de mausoleo le hizo construir un palacio y mandó encerrar el cuerpo de la joven princesa en una madera incorruptible que representaba una becerrilla cubierta de planchas de oro y vestida de púrpura. Esta figura estaba de rodillas llevando entre sus cuernos un sol de oro macizo, en mitad de una sala magnífica y rodeado de braserillos en que ardían continuamente los perfumes más suaves. Los egipcios embalsamaban los cuerpos y los depositaban en lugares magníficos, los griegos y los romanos los quemaban, cuya costumbre es muy antigua y debe parecer más natural que todas las otras, puesto que vuelve el cuerpo a los elementos y no produce las epidemias que frecuentemente ha causado la conservación de los cadáveres.
Cuando un romano moría, le cerraban los ojos para que no viese la aflicción de los que le rodeaban; cuando estaba sobre la hoguera se los volvían a abrir para que viese la belleza de los cielos que le deseaban por morada. Por lo común, se mandaba hacer en cera mármol o piedra la efigie del difunto, y esta figura seguía a la comitiva fúnebre rodeada de plañideras pagadas.
En muchos pueblos del Asia y Africa, en los funerales de un hombre rico y de alguna distinción, se degüellan y entierran con él cinco o seis de sus esclavos. Entre los romanos, dice Saint-Foix, se degollaban también algunos vivos en honra de los muertos, haciendo combatir algunos gladiadores ante la hoguera, y a este degüello se daba el nombre de juegos funerarios.
En Egipto y en Méjico, dice el mismo autor, se hacía siempre marchar un perro a la cabeza de la comitiva fúnebre. En Francia también se ven perros al pie de los antiguos sepulcros de los príncipes y caballeros.
Entre los persas cuando alguno moría se exponía su cuerpo en campo libre a la voracidad de las fieras; el que más presto era devorado, era el que más bien colocado estaba allá arriba; y era muy mal agüero para la familia cuando las fieras no querían comer el cadáver, por juzgar que debía de ser por precisión muy malo el difunto. Algunas veces los persas enterraban los muertos, y aun se encuentran en aquel país restos de sepulcros magníficos que lo atestiguan.
Los partos, los medas y los iberos exponían los cuerpos como los persas para que fuesen lo más pronto posible devorados por las fieras, pues creían que no había nada más indigno del hombre que la putrefacción. Los bastrianos alimentaban a este fin enormes rros que cuidaban muy bien, y se gloriaban de mantenerlos gordos, como otros pueblos de construirse soberbios sepulcros.
Los barceanos hacían consistir el mayor honor de la sepultura en ser devorados por los buitres, de modo que todas las personas de mérito y los que morían combatiendo por la patria, eran inmediatamente expuestos en los lugares adonde solían acudir los buitres; los cadáveres de los plebeyos se encerraban en sepulcros, reputándolos por indignos de tener por sepultura el buche de las aves sagradas.
Muchos pueblos del Asia se habrían creído culpables de suma impiedad si hubiesen deja. do pudrir los cuerpos, y así luego que moría uno de ellos, le hacían pedazos y se lo comían con gran devoción con sus parientes y amigos, con lo que le hacían los últimos honores. Pitágoras enseña las metempsicosis de las almas, haciendo pasar el cuerpo de los muertos al de los vivos.
Otros pueblos, tales como los antiguos hibernienses, los bretones y algunas naciones asiáticas, hacían todavía más por los ancianos porque los degollaban al cumplir los setenta años y los servían igualmente en un banquete; aún se practica esto en algunas naciones sal. vajes. Los chinos hacen publicar el convite para que el concurso sea más numeroso. Hacen marchar delante del cuerpo los estandartes y banderas, luego músicos seguidos de baila. rines vestidos con trajes extraños que saltan durante el camino con gestos ridículos. Siguen a éstos algunos hombres armados de escudos, sables y largos palos nudosos, y luego otros con armas de fuego con las que están haciendo continuas descargas. Detrás de éstos van los sacerdotes gritando con toda la fuerza de sus pulmones, acompañados de los parientes, que mezclan a estos gritos lamentos espantosos, y el pueblo cierra la comitiva vociferando también muy a su sabor. Esta música endiablada y esta mezcolanza burlesca de músicos y danzantes, de soldados, de cantores y lloronas dan mucha gravedad a esta ceremonia.
Sepúltase el muerto en un féretro precioso, formado principalmente de oro y plata y se entierran con él, entre muchos objetos, imágenes horribles, para que sirvan de centinela al difunto contra los demonios; después de lo cual se celebra el fúnebre banquete, en el que se invita de cuando en cuando al difunto a comer y beber con los convidados.
Los siameses queman el cuerpo y colocan alrededor de la hoguera muchos papeles en que están pintados jardines, casas, animales, en una palabra, todo cuanto puede ser útil y agradable en la otra vida. Creen que estos papeles quemados se convierten real y verdaderamente en lo que representan durante los funerales del difunto. Creen también que todos los seres de la naturaleza, sean los que fueren, ya un vestido, una flecha, una hacha, un caldero, etc., tienen un alma, y que esta alma sigue en el otro mundo al dueño a quien pertenecía en éste.
La horca, que tanto horror nos inspira, se la tiene en aquellos pueblos por tan honrosa, que sólo se concede a los grandes señores y soberanos. Los tiberianos, los godos, los suecos, colgaban los cuerpos de los árboles, y los dejaban desfigurar así poco a poco sirviendo de juguete a los vientos. Otros se llevaban a sus casas los cuerpos disecados y los colgaban del techo como mueble de adorno. Los groelandeses habitan el país más frío del mundo, y no se toman otro cuidado de los muertos que exponerlos desnudos al aire, donde se hielan y endurecen como piedras; luego, temiendo que dejándolos en el campo se les coman los ojos, sus parientes los encierran en grandes canastos que cuelgan de los árboles.
Los trogloditas exponían los cuerpos de los muertos en una eminencia, vueltos de espaldas los circunstantes, de modo que con su postura excitaban la risa de toda la concurrencia mofándose del muerto en vez de llorarle, tirábanle todos piedras y cuando le habían cubierto de ellas, plantaban encima un cuerno de cabra y se retiraban.
Los baleares dividían los cadáveres en pequeños pedazos y creían honrar al difunto, sepultándole en una gruta.
En ciertas regiones de la India, la mujer se quema en la hoguera del marido. Cuando se ha despedido de su familia, la entregan cartas para el difunto, piezas de lienzo, sombrerillos, zapatos, etc. Cuando acaba de recoger los regalos, pide por tres veces al concurso si le han de traer aún alguna otra cosa, o encargarla algo; en seguida lo envuelve todo en un lío, y los sacerdotes pegan fuego a la hoguera.
En el reino de Tunquin se acostumbra, entre los ricos, a llenar la boca del muerto de monedas de oro u plata, para sus necesidades en el otro mundo. Vístesele con siete de sus mejores trajes, y la mujer con nueve. Los gálatos ponían en la mano del muerto un certificado de buena conducta.
Entre los turcos se alquilan lloronas que siguen la comitiva, y se llevan refrescos junto a la tumba, para regalar a los pasajeros, a quienes se invita a llorar y dar gritos lastimeros. Los galos quemaban con el cadáver sus armas, vestidos, animales, y aun a aquellos esclavos que parecía preferir en vida.
Cuando se descubrió el sepulcro de Chilpe-rico, padre de Clovis, erigido cerca de Tournai, se encontraron monedas de oro y plata, escudos, garfios„ hilachas de ropa, el puño y la contera de una espada, todo de oro; la efigie de una cabeza de buey abierta en oro, la cual según decían era el ídolo que adoraba, los huesos, el freno, un hierro y algunos restos de los jaeces de un caballo; un globo de cristal, una pica, una hacha de armas, un esqueleto entero de hombre, otra cabeza gruesa que parecía ser la de un joven, y según indicios la del escudero que habían muerto siguiendo la costumbre, para que fuera a servir a su dueño al otro mundo.

Observábase antiguamente en Francia una costumbre singular en el entierro de los nobles; hacíase acostar en la cama de aparato que se llevaba en los entierros, un hombre armado de todas armas para representar al difunto. Encuéntrase en las cuentas de la casa de Polignac: Cinco sueldos dados a Blasa, por ‘haber  hecho de caballero muerto, en el entierro de Juan, hijo de Raudonnet Armand, vizconde de Polignac.
Algunos pueblos de la América enterraban los cadáveres sentados y rodeados de pan, agua, frutas y armas.
En Panuco, Méjico, eran tenidos los médicos por pequeñas divinidades, porque procuraban la salud, el más precioso de todos los bienes. Cuando morían no se les enterraba como a los otros y se les quemaba con regocijos públicos, bailando mezclados, alrededor de la hoguera, hombres y mujeres. Luego que estaban reducidos a cenizas, todos procuraban llevarse de ellas a su casa, las que bebían inmediatamente con vino, como preservativo contra toda especie de males.
Cuando se quemaba el cuerpo de algún emperador de Méjico, degollábase primeramente sobre su hoguera al esclavo que durante su vida había tenido el encargo de encender las luces, a fin de que pudiese servirle en lo mismo en el otro mundo. En seguida sacrificaban doscientos esclavos, entre hombres y mujeres, y con ellos algunos enanos y bufones para que en el otro mundo pudiesen servir a su dueño y divertirle. Al otro día encerraban las cenizas en una pequeña gruta abovedada, toda pintada por dentro, y ponían encima la imagen del príncipe, a quien de cuando en cuando hacían aún iguales sacrificios; porque al cuarto día de haberle quemado, le enviaban quince esclavas en honor de las cuatro estaciones, a fin de que fuesen para él siempre bellas; al vigésimo día le sacrificaban cinco, a fin de que toda la eternidad tuviera un vigor igual al de veinte años; a lossesenta, tres, a fin de que no sintiese ninguna de las tres principales incomoirdidades de la vejez, que son la languidez, el frío
y la humedad; finalmente, al fin del año, le sacrificaban nueve, que es el número más propio para expresar la eternidad y desearle un eterno placer.
Cuando los indios creen que uno de sus je. fes va a dar la última boqueada, se reúnen los sabios de la nación. El gran sacerdote y el médico llevan y consultan cada uno de por sí la figura de la divinidad, esto es, al espíritu bienhechor del aire y al del fuego. Estas figuras son de madera, primorosamente trabajadas y representan un caballo, un ciervo, un castor, un cisne, un pescado, etc. De sus contornos cuelgan dientes de astor, garras de oso y águila. Sus maestros se colocan junto a ellas en un lugar separado de la cabaña para consultar los, y por lo común existe entre ellos una rivalidad de ciencia, autoridad y crédito. Si no quedan de acuerdo sobre la naturaleza de la enfermedad, hacen chocar los ídolos unos contra otros violentamente, hasta que cae un diente o una garra, cuya pérdida prueba la derrota del ídolo de quien se ha desprendido, y ase- gura por consecuencia una obediencia formal a las órdenes de su competidor.
En los funerales del rey de Mechoacan, Ilevaba el cadáver el príncipe que el difunto había elegido para sucederle y la nobleza y el pueblo seguían al finado con grandes lamen. tos. Unicamente a medianoche y a la luz de las antorchas se ponía en movimiento la comitiva fúnebre, y llegada al templo daba por cuatro veces la vuelta a la hoguera, después de lo cual colocaba en ella al cuerpo llevando allí a los oficiales destinados a servirle en el otro mundo y a más siete de las más hermosas doncellas, una para encerrar sus joyas, otra para presentarle la copa, la tercera para lavarle las manos, la cuarta para darle el servicio, la quinta para guisar, la sexta para trinchar. y la séptima para lavar sus lienzos. Prendíase fuego a la hoguera y todas estas infelices víctimas coronadas de flores eran muertas a golpes de mazas y arrojadas a las llamas.
Entre los salvajes de la Luisiana, después de las ceremonias de los funerales, una persona notable de la nación, pero que no debe ser de la familia del difunto, hace su oración fúnebre. Cuando ha concluido, todos los concurrentes desnudos se presentan al orador, el cual con mano fuerte sacude a cada uno tres latigazos diciendo: “Acordaos de que para ser un buen guerrero como lo era el difunto, es necesario saber padecer”.
Los luteranos no tienen cementerio y entierran indistintamente a los muertos en un campo, en un bosque o en un jardín. “Entre nosotros, dice Simón de Paul, uno de sus más célebres predicadores, es muy indiferente ser enterrado en los cementerios o en los lugares en que se desuellan los asnos”. “¡Ay de mí!, decía un anciano del Palatinado, ¿será, pues, necesario que después de haber vivido honrosamente, tenga que estar después de muerto entre rábanos para ser eternamente su guardián?”
La hermosa Austroligilda obtuvo al morir del rey Goutran su marido, que haría matar y enterrar con ella a los dos médicos que la habían asistido en su enfermedad. Estos son los únicos, según creo, dice Saint-Foix, que se hayan enterrado en el sepulcro de los reyes, pero no dudo que muchos otros habrán merecido el mismo honor.

El mismo escrito refiere que en los tiempos en que los curas negaban sepultura a todo aquel que muriendo no dejaba algo a la parroquia, una mujer de avanzada edad y que no tenía nada para dar, llevó un día un pequeño gato por ofrenda diciendo que era de buena casta y que serviría para coger los ratones de la sacristía.

 

DEMONOLOGIA, MONSTRUOSIDADES

Brujos y Brujas

BRUJOS Hombres que con el apoyo las potencias infernales pueden obrar cuan quieren en consecuncia de un pacto hecho el diablo.
Los hombres sensatos no ven en los brujos sino unos impostores, charlatanes, bellacos, maniáticos, locos, hipocondríacos o tunos, que, desesperando de darse alguna importancia por su propio mérito, se hacían notables por el terror que inspiraban al estúpido vulgo y a los imbéciles.
En tiempos de Carlos IX, hallándose en París más de treinta mil brujos, que fueron desterrados de la capital. Contábanse más de cien mil en Francia bajo el reinado de Enrique III. Cada ciudad, cada lugar, cada aldea y cada choza tenía los suyos.
En esos tiempos, no cesaban de arder las hogueras para la extinción de los brujos; y cuantos más se hacían morir, tanto más se aumentaba su número. Este es el efecto ordinario de las persecuciones: el hombre se revela contra sus tiranos, y abandona por una inclinación natural lo que le es lícito, para hacer lo que se le quiere prohibir.
Mientras que en Francia se quemaba despiadadamente a todo infeliz acusado de brujería, los ingleses, más prudentes, se contentaban con disputar sobre los brujos. El rey Jaime I ha escrito un grueso volumen para probar que éstos mantienen con el diablo un comercio execrable, y que cuantas hazañas se les atribuían, no eran un mero cuento.

Los brujos son culpables de quince crímenes enormes, dice Bodin: 1.°, reniegan a Dios; 2.°, blasfeman; 3.0, adoran al diablo; 4.°, le dedican sus hijos; 5.°, sacrifícanlos antes de ser bautizados; 6.°, conságranlos a Satanás desde el vientre de su madre; 7.°, prométenle atraer cuantos puedan a su servicio; 8.°, juran en nombre del diablo y lo tienen a honra; 9.°, cometen incestos; 10.°, matan a las personas, las hacen cocer y se las comen; 11.0, mantiénense de carroña y de ahorcados; 12.°, hacen morir a los hombres con el veneno y los sortilegios; 13.°, hacen reventar el ganado; 14.°, marchitan los frutos y causan la esterilidad; 15.°, tienen ayuntamiento carnal con el diablo.
He aquí quince crímenes detestables, que todos los brujos cometen, o al menos en mucha parte, y de los cuales el menor merece una exquisita muerte. De modo que no pasaba mes alguno en que no se quemasen en gran número y de los acusados, citados ante el tribunal, los jueces de aquel tiempo condenaban casi siempre a los nueve décimos como brujos y mágicos convencidos de haber hecho pacto con el diablo.

Don Prudencio Sandoval, obispo de Pamplona en su Historia de Carlos V, refiere que dos jóvenes, una de once años y otra de nueve, se acusaron ellas mismas como brujas, delante los miembros del consejo real de Navarra; confesaron que se habían hecho recibir en la secta de los brujos, y se obligaron a descubrir todas las mujeres que lo eran, si se les concedía el perdón. Habiéndoselo prometido los jueces, ambas niñas declararon que viendo el ojo izquierdo de una persona podían conocer si era bruja o no; e indicaron el paraje donde se debían hallar muchas, pues era donde tenían sus reuniones. El consejo mandó a un juez trasportarse al lugar con las dos niñas, escoltado de cincuenta caballeros. Al llegar a cada población o aldea, debía encerrar a aquéllas en una casa separada, y hacer conducir delante de ellas a todas las mujeres de quienes se sospechase, para probar el medio que ellas habían indicado. De esta experiencia resultó que las mujeres que fueron señaladas por las dos jóvenes, como brujas, lo eran realmente. Cuando se vieron en la cárcel declararon que eran más de ciento cincuenta, que cuando una mujer se presentaba para ser recibida en su sociedad, se la daba, si era doncella, un joven bien formado y robusto con quien tenía comercio carnal, y hacíasele renegar de Jesucristo y de su religión. El día en que se celebraba esta ceremonia, veíase aparecer en medio de un círculo un macho cabrío todo negro; apenas hacía oír su voz ronca, todas las brujas se reunían y se ponían a danzar; después de lo cual iban todas a besarle el salvo-honor y hacían luego una comida de queso, pan y vino. Al acabarse este festín, cada bruja cabalgaba con su vecino, transformado en macho cabrío, y después de haberse untado el cuerpo con los excrementos de un sapo, de un cuervo y de muchos reptiles, volaban por los aires, para trasportarse a los lugares donde querían hacer mal.

En  su propia confesion ( cuantas no arrancaba el tormento!) dijeron que habían enviado a tres o cuatro personas para obedecer las órdenes de Satanás, quien las introducía en las casas, abriéndoles las puertas y ventanas, las que tenía cuidado de cerrar luego que el maleficio había tenido efecto. Todas las noches que precedían a las grandes fiestas del año, tenían asambleas generales donde hacían muchas cosas contrarias a la religión y a la honestidad. Cuando asistían a la misa, veían la hostia negra; pero si habían formado el propósito de renunciar a sus prácticas diabólicas, la veían de color natural.
Añade Sandoval que el juez, queriéndose asegurar de la verdad de los hechos por su propia experiencia, hizo prender a una bruja vieja y la prometió el perdón con la condición de que haría delante de él todas las operaciones de brujería. Habiendo aceptado la vieja la proposición, pidió la caja de ungüento que se había hallado sobre ella, y subió a una torre con el juez y un gran número de personas. Colocóse delante de una ventana, se untó la palma de la mano izquierda, la muñeca, el nudillo del codo, debajo del brazo, la ingle y el lado izquierdo; después de lo cual gritó, con una voz fuerte: ¿Eres tú? Todos los expectadores oyeron en los aires otra que respondió: Sí, aquí estoy. La bruja púsose entonces a bajar por lo largo de la torre, con la cabeza hacia abajo, sirviéndose de los pies y de las manos a la manera de los lagartos. Al llegar a mitad de la altura, tomó su vuelo en los aires, delante de los asistentes que no dejaron de verla hasta que desapareció en el horizonte. En el asombro que este prodigio había causado a todos, el juez hizo publicar que daría una considerable cantidad de dinero a cualquiera que cogiese a la bruja. Al cabo de dos días le fue presentada por unos pastores que la cogieron. El juez la preguntó porqué no había volado más lejos que pudiese escapar de los que la buscaban, a lo que respondió que su dueño no había querido trasportarla sino a la distancia de tres leguas, y que la había dejado en el campo donde los pastores la hallaron.
El juez ordinario pronunció sentencia contra ciento cincuenta brujas, y fueron entrega- das a la inquisición de Estella, y ni los ungüentos, ni el diablo pudieron darles alas para huir del castigo de doscientos latigazos y de muchos años de prisión que se les hizo sufrir. En Francia, indefectiblemente, hubieran sido quemadas.
Nuestro siglo no está aún exento de brujos. Los hay en todas las aldeas, y hállanse en París, donde el mágico Moreau hacía maravillas, pocos años atrás.
La señorita Lorimier, a quien las artes deben muchos cuadros preciosos, estando en Saint-Hour con otra señora también artista, tomaba desde una roca, situada en el llano, el plano de la ciudad y dibujaba trazando líneas con un lapicero. Los aldeanos empezaron a arrojar piedras a ambas señoras, las cogieron y las condujeron a casa del alcalde, tomán• dolas por brujas. M. Dulaure cuenta en la des• cripción de la Auvernia, un hecho semejante En 1778 los auvernienses creyeron que eran brujos los ingenieros que levantaban el plano de la provincia, y los arrojaron a pedradas
El tribunal correccional de Marsella ha pro nunciado su fallo últimamente sobre una cau sa bien singular. Una joven tenía un amante que debía ser ratificado por un consiguiente matrimonio: pero el amante, infiel a sus pro mesas, quería a otra mujer. En fin, la aman te abandonada, después de haber usado de poder de sus encantos, había recurrido a los de M. M*** que se reputaba muy hábil en brujería y practicaba la magia a escondidas para favorecer a las jóvenes de Marsella, quejosas de sus buenos amigos.
La nueva Ariana se dirigió al viejo doctor pidiéndole si tenía algún secreto para atraer a un infiel, y torcer el cuello a una rival M. M***, que al parecer no carecía de ellos empezó por hacerse dar dinero, y después una gallina negra, el corazón de un buey y unos clavos. Era preciso que todo esto fuese robado, con el dinero podía adquirise legítimamente, el brujo se encargaba de lo demás. Pero sucedió, que no habiendo podido volver a la joven su amante, embargado por los primeros encantos del himeneo, quería al menos aquélla que le fuese devuelto su dinero; de aquí se originó un proceso cuyo fallo condenó a M. M*** a una multa y a dos años de prisión como estafa. En otros tiempos no se le hubiera hecho al brujo esta injuria; hubiera tenido el honor de ser quemado como ministro de Lucifer (1).

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los suplicios, La flagelacion

La flagelación
Según la intensidad con que se aplique y la finalidad que se le asigne, la flagelación se sitúa en esferas muy diferentes. Administrada con suavidad, castiga las travesuras de chiquillos y colegiales o las extravagancias de mujeres díscolas; si es violenta, constituye un aderezo del suplicio e incluso un suplicio en sí misma capaz de provocar la muerte. En sil Flagellum salutis, publicado en Frankfurt en 1698, el médico Paullini la . recomienda contra la melancolía, la rabia, la parálisis, los dolores de ojos, oídos y muelas, el bocio y el aborto. Constituye una auténtica panacea, que en Inglaterra se administra el domingo a las mujeres que se embriagan, y en Francia, a los locos y los sifilíticos. «Los que se encuentren en el hospital afectados de enfermedad venérea, o los que sean internados por dicho motivo — estipula una Ordenanza de 1679— , únicamente serán atendidos a condición de que hagan propósito de enmienda, ante todo, y de que sean azotados; lo cual constará en sus certificados. Esto, por supuesto, afecta a quienes hayan contraído la enfermedad en razón de sus desórdenes y excesos y no a los que hayan sufrido contagio, como, por ejemplo, una mujer por culpa de su marido o una nodriza a través de un niño.» Las obras dedicadas a la flagelación son innumerables y sus implicaciones eróticas, religiosas y disciplinarias la hacen universal. Ninguna raza ha escapado a la tentación del látigo y, por extensión, la del apaleamiento. Los templos, las tumbas y la mayoría de las obras artísticas de la Antigüedad fueron posibles gracias a estos métodos. Los romanos distinguían tres variedades de látigos:
—    la ferula, que era una simple tira de cuero con la que se castigaban las faltas veniales;
—    la scutica, formada por dos tiras de pergamino entrelazadas, que causaba un sufrimiento prolongado;
— el flagellum, similar al látigo utilizado con los animales.
En una obra fundamental sobre la materia, el padre Boileau declara: «Ser azotado con la ferula de los romanos, confeccionada con correas de piel de buey, no era un gran suplicio». La scutica, formada por un conjunto de láminas de pergamino retorcidas, era semejante a los látigos de nuestros maestros de escuela. El flagellum era de cuero, y se parecía a los látigos que utilizan los postillones. En Roma había también látigos de cuerdecillas de España anudadas; Horacio se refieie a ellas en sus Odas, dirigidas a Menas (Libro V, Oda IV, V. 3): «Tú, que llevas en la espalda las cicatrices de las cuerdecillas de España».
Algunos pueblos añadían complementos dolorosos a los látigos, que les parecían demasiado suaves. Para imponer el terror, Roboam, rey de Judá, exclamaba: «Mi padre os fustigó con azotes, y yó os azotaré con escorpiones» (I. Reyes, XII, 14). El nombre de escorpiones obedecía a los pinchos de hierro y los clavos con que se completaban los látigos, y que en los tormentos chinos se convertían en anzuelos. Los rusos empleaban el «pleti» de tres tiras y el terrible knut, provisto de bolas de hierro, que se empapaba en agua helada o vinagre. El Deuteronomio (XXV, I. 3) limitaba a cuarenta el número de azotes dados con un látigo capaz de rodear el cuerpo, pero el knut era mortal. Conspiradores y regicidas no resistían la aplicación de los ciento un latigazos fatídicos. Los azotes con el vergajo no eran mucho mejores, dice Dostoievski; la muerte podía sobrevenir al cabo de tres días de fiebre, migrañas y espantosas quemazones. Quinientos vergajazos, aplicados en una sola sesión, se consideraban un castigo menor, pero el flagelado acababa destrozado, titubeante, con los ojos desorbitados y la piel a tiras.
Ornamento de las ejecuciones capitales, la flagelación se convertía en suplicio absoluto cuando constituía un castigo para determinadas faltas (adulterio, vagabundeo) o cuando afectaba a determinadas categorías sociales (esclavos, marinos). Conocemos la frecuencia con que el látigo fue aplicado antaño y la morbosa voluptuosidad que las damas romanas experimentaban al ver las terribles marcas que dejaba el cuero en la piel de inferiores indefensos. A veces se producían revueltas que eran rápidamente sofocadas en un baño de sangre: Espartaco; los indios de México y Toussaint-Louverture son conocidos por todos. Pero el cáncer, indispensable según algunos historiadores a causa de la coyuntura económica y de la ausencia de máquinas, no desaparecía. Sus argumentos, parcialmente defendibles, no justifican ni la explotación del hombre por el hombre ni las infamias del más vil sadismo.
En tanto que pena aflictiva, la flagelación de las adúlteras tuvo gran éxito en los países europeos, y en Rusia persistió hasta finales del siglo mx. En general, los maridos procedían por sí mismos a aplicar la penitencia, y la muchedumbre se deleitaba contemplando a las mujeres en cueros. «Con el pelo cortado, desnuda y en presencia de sus allegados, la culpable era expulsada de casa por su marido, quien la conduce a latigazos a través de la aldea», escribe Tácito (Costumbres de los germanos, XIX).
Idénticas costumbres existían en la Europa medieval y en Inglaterra, donde hasta 1820 no se dicta un auto que prohiba la flagelación de mujeres en público. A falta de este espectáculo, el buen pueblo podía gozar contemplando la flagelación de mendigos, sediciosos, borrachos y vagabundos, quienes, en virtud de la Whipping Act de 1530, debían ser azotados en las plazas de los mercados urbanos hasta que su cuerpo, atado a una carretilla, estuviera ensangrentado.
En Francia, el látigo no se abandonó jamás: el teatro de Moliére, la educación de los reyes y las costumbres campesinas así lo demuestran. En 1793, el patriotismo metió las narices bajo las faldas de Théroigne de Méricourt y, en 1815, bajo las de las protestantes de Nimes, azotadas en público y golpeadas por los «azotadores reales». Cuando los prusianos entraron en París el 1 de marzo de 1871, escribe Henri Rochefort, no hubo incidentes: «Lo único que turbó la calma fue al arresto y la fustigación por los parisienses de tres puercas que en los Campos Elíseos acogieron a los soldados enemigos y empezaron a darles afectuosos besos. La multitud se abalanzó sobre ellas, las dejó prácticamente desnudas y, tras propinarles una brutal paliza, las cubrieron de escupitajos, injurias, abucheos e incluso violentos puñetazos» (Aventures de ma vie).
Como hemos dicho, dos categoría sociales estuvieron particularmente expuestas al látigo: los esclavos y los marinos.
El Manual teórico y práctico de la flagelación de las mujeres esclavas, cuya redacción se atribuye a un español, afincado en Cuba hacia finales del siglo xviii y propietario de una plantación, ensalza constantemente las ventajas del látigo. Todas las razones materiales, religiosas y sexuales justifican su uso a los ojos del autor, quien apela al testimonio de la Divina Providencia. Para castigar a las negras indolentes, parlanchinas y vanidosas. Dios, en su infinita Sabiduría, dispuso que tuvieran un buen trasero. Por otra parte, existe toda una gradación de instrumentos adecuados para la flagelación. La mano, los vergajos flexibles y las disciplinas resultan excelentes para las jóvenes; a las adultas hay que golpearlas con palos, palmetas, látigos, fustas, correas y cuerdas:
«De aplicación bastante rara, aunque en todo caso recomendable, es el método de frotar con un cepillo duro o un guante de crin las zonas que se van a flagelar. Este procedimiento puede parecer pueril, pero el terror de los esclavos que han sido sometidos a él demuestra que no es desdeñable. La fricción congestiona los nervios subcutáneos y acentúa al máximo el efecto de los azotes ulteriores . A ello hay que añadir que el guante de crin permite al ejecutor atentar violentamente contra el pudor de las muchachas azotadas, y la vergüenza que éstas experimentan puede convertirse en un poderoso complemento del castigo. Otro método similar, aunque con frecuencia demasiado entretenido para quien impone el correctivo, es pinchar a la fustigada con espinas o con un pequeño pincho metálico, por ejemplo, un clavo. Se trata, por supuesto, de pinchar la epidermis lo justo para excitar la sensibilidad y preparar el terreno a la acción de los elementos flagelantes. No hay que insistir en lo muo que se puede hacer sufrir, física o moralmente, a una mujer o una muchacha atada al potro, con las nalgas desnudas y a disposición de los divertidos verdugos.
»Por último, destacaré la aplicación de plantas urticantes en las zonas fustigadas. Este método se utiliza, sobre todo, después de haber azotado a la mujer, y es uno de los que prefieren las negras encargadas de castigar a las muchachas. La integridad de la piel no corre peligro, a pesar de que el escozor es muy intenso y de que la afectada da grandes saltos intentando librarse de las ataduras. También me he complacido haciendo frotar con ortigas el trasero de las muchachas a las que quería honrar con mis favores, sin perjuicio de la aplicación previa del látigo.»
Cabe poner en duda la autenticidad del Manual, pero lo cierto es que refleja a la perfección los usos de la época. A mediados del siglo XlX se continuaba flagelando a los esclavos y Ludlow relata que, en 1863, una pobre negra, por haber dejado que se estropeara un pastel, fue atada al suelo y azotada, tras lo cual su amo vertió lacre ardiendo en las heridas. Esta horrible escena tuvo lugar en Carolina del Sur, donde se produjeron muchos otros espantos similares.
La suerte de los condenados ingleses (los «convictos») no era mucho mejor que la de los esclavos. Los galeotes morían a fuerza de latigazos que reavivaban sus heridas, en las que se incrustaba sal. A falta de remeros a los que martirizar, los capitanes de barco que descargaban mercancías en Australia se complacían en hacer azotar con cuerdas a los convictos y les obligaban luego a sumergirse en el agua salada (cf. Adventures of an Outlaw, de Rasleigh).

No sólo los delincuentes recibían este trato. El baqueteo infligido en las nalgas, en presencia de toda la tripulación, fue tradicional en la Marina alemana. En los barcos ingleses se repartían latigazos por cualquier insignificancia. La aplicación del látigo constituía el pasatiempo predilecto de sádicos oficiales a juzgar por este relato de James Stanfield, obligado a embarcar en el siglo XVIII:
«Tuvimos la suerte de embarcar en un viejo cascarón que debía entrar en dique seco en Lisboa, y el capitán, temiendo que la tripulación desertara, no se atrevió a maltratarnos hasta que estuvimos a veinticinco grados de latitud. Pero apenas hizo su aparición el látigo, la flagelación se extendió como una epidemia. No transcurría ni una sola hora sin que se aplicara este castigo; a veces había tres hombres atados juntos.
»El único placer del capitán era causar dolor. Hacía azotar a los hombres sólo por contemplar sus contorsiones y oír sus alaridos de dolor. Ordenó azotar al auxiliar de a bordo por haberle dado un vaso de vino a un enfermo, y cuando intentó disculparse, el capitán lo hizo azotar de nuevo por haber presentado excusas. A otro miembro de la tripulación le arrancó un trozo de oreja y le atravesó la mejilla con el dedo. Murió alcoholizado, y tuvo que venir otro capitán de Inglaterra.
»El nuevo capitán estaba tan enfermo que tenían que transportarlo por todo el barco, pero se divertía arañando los rostros con sus largas uñas o con un cuchillo reservado para este uso. Cuando se veía obligado a permanecer acostado, ordenaba que flagelaran a los hombres a los pies de su cama para poder verlos de cerca y no perderse el menor detalle de sus sufrimientos» (citado por D. P. Mannix, History of Torture, p. 145).
No todo el mundo tenía la curiosidad, o la ingenuidad, de aquel gobernador general de la isla Mauricio, que quiso experimentar la flagelación en su propio cuerpo. En su Voyage autour du monde (tomo I, p. 146), Arago nos cuenta que el gobernador hizo que cuatro robustos esclavos lo ataran y le diesen quince latigazos: «Los esclavos no tuvieron más remedio que obedecer. Con el general fuertemente atado a los pies de su cama, el látigo comenzó a actuar. Al primer golpe lanzó un grito horrible; al segundo, intentó romper las ataduras; al tercero, amenazó de muerte al vigoroso esclavo que lo azotaba (pese a que no lo había  hecho con demasiada rudeza). El pobre general gemía, juraba, gritaba, decía que haría decapitar a los cuatro esclavos y que prendería fuego a la ciudad: recibió los quince azotes, ni uno más, ni uno menos, y apenas le desataron se desplomó.» Con todo, la lección surtió efecto, porque desde entonces el gobernador suprimió los cincuenta latigazos que habitualmente ordenaba.