FUNERALES Los antiguos juzgaban tan importantes las ceremonias fúnebres, que inventaron los dioses manes, para velar en las sepulturas. Encuéntrase en la mayor parte de los escritos rasgos chocantes que nos prueban cuán sagrado era entre ellos este último honor que el hombre puede hacer a otro hombre. Pausanias cuenta que ciertos pueblos de la Arcadia, habiendo muerto inhumanamente a algunos jovencitos que no les hacían ningún mal, sin darles otra sepultura que las piedras con que les habían muerto, y sintiéndose a poco atacadas sus mujeres de una enfermedad que las hacía abortar, consultaron a los oráculos, los cuales mandaron enterrar a toda prisa a los niños que tan cruelmente habían privado de funeral. Los egipcios honraban sumamente a los muertos. Uno de sus reyes, viéndose sin heredero por la muerte de su hija única, nada perdonó para tributarla los últimos honores y procuró inmortalizar su nombre depositándola en la más suntuosa sepultura que fue dado imaginar. En vez de mausoleo le hizo construir un palacio y mandó encerrar el cuerpo de la joven princesa en una madera incorruptible que representaba una becerrilla cubierta de planchas de oro y vestida de púrpura. Esta figura estaba de rodillas llevando entre sus cuernos un sol de oro macizo, en mitad de una sala magnífica y rodeado de braserillos en que ardían continuamente los perfumes más suaves. Los egipcios embalsamaban los cuerpos y los depositaban en lugares magníficos, los griegos y los romanos los quemaban, cuya costumbre es muy antigua y debe parecer más natural que todas las otras, puesto que vuelve el cuerpo a los elementos y no produce las epidemias que frecuentemente ha causado la conservación de los cadáveres.
Cuando un romano moría, le cerraban los ojos para que no viese la aflicción de los que le rodeaban; cuando estaba sobre la hoguera se los volvían a abrir para que viese la belleza de los cielos que le deseaban por morada. Por lo común, se mandaba hacer en cera mármol o piedra la efigie del difunto, y esta figura seguía a la comitiva fúnebre rodeada de plañideras pagadas.
En muchos pueblos del Asia y Africa, en los funerales de un hombre rico y de alguna distinción, se degüellan y entierran con él cinco o seis de sus esclavos. Entre los romanos, dice Saint-Foix, se degollaban también algunos vivos en honra de los muertos, haciendo combatir algunos gladiadores ante la hoguera, y a este degüello se daba el nombre de juegos funerarios.
En Egipto y en Méjico, dice el mismo autor, se hacía siempre marchar un perro a la cabeza de la comitiva fúnebre. En Francia también se ven perros al pie de los antiguos sepulcros de los príncipes y caballeros.
Entre los persas cuando alguno moría se exponía su cuerpo en campo libre a la voracidad de las fieras; el que más presto era devorado, era el que más bien colocado estaba allá arriba; y era muy mal agüero para la familia cuando las fieras no querían comer el cadáver, por juzgar que debía de ser por precisión muy malo el difunto. Algunas veces los persas enterraban los muertos, y aun se encuentran en aquel país restos de sepulcros magníficos que lo atestiguan.
Los partos, los medas y los iberos exponían los cuerpos como los persas para que fuesen lo más pronto posible devorados por las fieras, pues creían que no había nada más indigno del hombre que la putrefacción. Los bastrianos alimentaban a este fin enormes rros que cuidaban muy bien, y se gloriaban de mantenerlos gordos, como otros pueblos de construirse soberbios sepulcros.
Los barceanos hacían consistir el mayor honor de la sepultura en ser devorados por los buitres, de modo que todas las personas de mérito y los que morían combatiendo por la patria, eran inmediatamente expuestos en los lugares adonde solían acudir los buitres; los cadáveres de los plebeyos se encerraban en sepulcros, reputándolos por indignos de tener por sepultura el buche de las aves sagradas.
Muchos pueblos del Asia se habrían creído culpables de suma impiedad si hubiesen deja. do pudrir los cuerpos, y así luego que moría uno de ellos, le hacían pedazos y se lo comían con gran devoción con sus parientes y amigos, con lo que le hacían los últimos honores. Pitágoras enseña las metempsicosis de las almas, haciendo pasar el cuerpo de los muertos al de los vivos.
Otros pueblos, tales como los antiguos hibernienses, los bretones y algunas naciones asiáticas, hacían todavía más por los ancianos porque los degollaban al cumplir los setenta años y los servían igualmente en un banquete; aún se practica esto en algunas naciones sal. vajes. Los chinos hacen publicar el convite para que el concurso sea más numeroso. Hacen marchar delante del cuerpo los estandartes y banderas, luego músicos seguidos de baila. rines vestidos con trajes extraños que saltan durante el camino con gestos ridículos. Siguen a éstos algunos hombres armados de escudos, sables y largos palos nudosos, y luego otros con armas de fuego con las que están haciendo continuas descargas. Detrás de éstos van los sacerdotes gritando con toda la fuerza de sus pulmones, acompañados de los parientes, que mezclan a estos gritos lamentos espantosos, y el pueblo cierra la comitiva vociferando también muy a su sabor. Esta música endiablada y esta mezcolanza burlesca de músicos y danzantes, de soldados, de cantores y lloronas dan mucha gravedad a esta ceremonia.
Sepúltase el muerto en un féretro precioso, formado principalmente de oro y plata y se entierran con él, entre muchos objetos, imágenes horribles, para que sirvan de centinela al difunto contra los demonios; después de lo cual se celebra el fúnebre banquete, en el que se invita de cuando en cuando al difunto a comer y beber con los convidados.
Los siameses queman el cuerpo y colocan alrededor de la hoguera muchos papeles en que están pintados jardines, casas, animales, en una palabra, todo cuanto puede ser útil y agradable en la otra vida. Creen que estos papeles quemados se convierten real y verdaderamente en lo que representan durante los funerales del difunto. Creen también que todos los seres de la naturaleza, sean los que fueren, ya un vestido, una flecha, una hacha, un caldero, etc., tienen un alma, y que esta alma sigue en el otro mundo al dueño a quien pertenecía en éste.
La horca, que tanto horror nos inspira, se la tiene en aquellos pueblos por tan honrosa, que sólo se concede a los grandes señores y soberanos. Los tiberianos, los godos, los suecos, colgaban los cuerpos de los árboles, y los dejaban desfigurar así poco a poco sirviendo de juguete a los vientos. Otros se llevaban a sus casas los cuerpos disecados y los colgaban del techo como mueble de adorno. Los groelandeses habitan el país más frío del mundo, y no se toman otro cuidado de los muertos que exponerlos desnudos al aire, donde se hielan y endurecen como piedras; luego, temiendo que dejándolos en el campo se les coman los ojos, sus parientes los encierran en grandes canastos que cuelgan de los árboles.
Los trogloditas exponían los cuerpos de los muertos en una eminencia, vueltos de espaldas los circunstantes, de modo que con su postura excitaban la risa de toda la concurrencia mofándose del muerto en vez de llorarle, tirábanle todos piedras y cuando le habían cubierto de ellas, plantaban encima un cuerno de cabra y se retiraban.
Los baleares dividían los cadáveres en pequeños pedazos y creían honrar al difunto, sepultándole en una gruta.
En ciertas regiones de la India, la mujer se quema en la hoguera del marido. Cuando se ha despedido de su familia, la entregan cartas para el difunto, piezas de lienzo, sombrerillos, zapatos, etc. Cuando acaba de recoger los regalos, pide por tres veces al concurso si le han de traer aún alguna otra cosa, o encargarla algo; en seguida lo envuelve todo en un lío, y los sacerdotes pegan fuego a la hoguera.
En el reino de Tunquin se acostumbra, entre los ricos, a llenar la boca del muerto de monedas de oro u plata, para sus necesidades en el otro mundo. Vístesele con siete de sus mejores trajes, y la mujer con nueve. Los gálatos ponían en la mano del muerto un certificado de buena conducta.
Entre los turcos se alquilan lloronas que siguen la comitiva, y se llevan refrescos junto a la tumba, para regalar a los pasajeros, a quienes se invita a llorar y dar gritos lastimeros. Los galos quemaban con el cadáver sus armas, vestidos, animales, y aun a aquellos esclavos que parecía preferir en vida.
Cuando se descubrió el sepulcro de Chilpe-rico, padre de Clovis, erigido cerca de Tournai, se encontraron monedas de oro y plata, escudos, garfios„ hilachas de ropa, el puño y la contera de una espada, todo de oro; la efigie de una cabeza de buey abierta en oro, la cual según decían era el ídolo que adoraba, los huesos, el freno, un hierro y algunos restos de los jaeces de un caballo; un globo de cristal, una pica, una hacha de armas, un esqueleto entero de hombre, otra cabeza gruesa que parecía ser la de un joven, y según indicios la del escudero que habían muerto siguiendo la costumbre, para que fuera a servir a su dueño al otro mundo.
Observábase antiguamente en Francia una costumbre singular en el entierro de los nobles; hacíase acostar en la cama de aparato que se llevaba en los entierros, un hombre armado de todas armas para representar al difunto. Encuéntrase en las cuentas de la casa de Polignac: Cinco sueldos dados a Blasa, por ‘haber hecho de caballero muerto, en el entierro de Juan, hijo de Raudonnet Armand, vizconde de Polignac.
Algunos pueblos de la América enterraban los cadáveres sentados y rodeados de pan, agua, frutas y armas.
En Panuco, Méjico, eran tenidos los médicos por pequeñas divinidades, porque procuraban la salud, el más precioso de todos los bienes. Cuando morían no se les enterraba como a los otros y se les quemaba con regocijos públicos, bailando mezclados, alrededor de la hoguera, hombres y mujeres. Luego que estaban reducidos a cenizas, todos procuraban llevarse de ellas a su casa, las que bebían inmediatamente con vino, como preservativo contra toda especie de males.
Cuando se quemaba el cuerpo de algún emperador de Méjico, degollábase primeramente sobre su hoguera al esclavo que durante su vida había tenido el encargo de encender las luces, a fin de que pudiese servirle en lo mismo en el otro mundo. En seguida sacrificaban doscientos esclavos, entre hombres y mujeres, y con ellos algunos enanos y bufones para que en el otro mundo pudiesen servir a su dueño y divertirle. Al otro día encerraban las cenizas en una pequeña gruta abovedada, toda pintada por dentro, y ponían encima la imagen del príncipe, a quien de cuando en cuando hacían aún iguales sacrificios; porque al cuarto día de haberle quemado, le enviaban quince esclavas en honor de las cuatro estaciones, a fin de que fuesen para él siempre bellas; al vigésimo día le sacrificaban cinco, a fin de que toda la eternidad tuviera un vigor igual al de veinte años; a lossesenta, tres, a fin de que no sintiese ninguna de las tres principales incomoirdidades de la vejez, que son la languidez, el frío
y la humedad; finalmente, al fin del año, le sacrificaban nueve, que es el número más propio para expresar la eternidad y desearle un eterno placer.
Cuando los indios creen que uno de sus je. fes va a dar la última boqueada, se reúnen los sabios de la nación. El gran sacerdote y el médico llevan y consultan cada uno de por sí la figura de la divinidad, esto es, al espíritu bienhechor del aire y al del fuego. Estas figuras son de madera, primorosamente trabajadas y representan un caballo, un ciervo, un castor, un cisne, un pescado, etc. De sus contornos cuelgan dientes de astor, garras de oso y águila. Sus maestros se colocan junto a ellas en un lugar separado de la cabaña para consultar los, y por lo común existe entre ellos una rivalidad de ciencia, autoridad y crédito. Si no quedan de acuerdo sobre la naturaleza de la enfermedad, hacen chocar los ídolos unos contra otros violentamente, hasta que cae un diente o una garra, cuya pérdida prueba la derrota del ídolo de quien se ha desprendido, y ase- gura por consecuencia una obediencia formal a las órdenes de su competidor.
En los funerales del rey de Mechoacan, Ilevaba el cadáver el príncipe que el difunto había elegido para sucederle y la nobleza y el pueblo seguían al finado con grandes lamen. tos. Unicamente a medianoche y a la luz de las antorchas se ponía en movimiento la comitiva fúnebre, y llegada al templo daba por cuatro veces la vuelta a la hoguera, después de lo cual colocaba en ella al cuerpo llevando allí a los oficiales destinados a servirle en el otro mundo y a más siete de las más hermosas doncellas, una para encerrar sus joyas, otra para presentarle la copa, la tercera para lavarle las manos, la cuarta para darle el servicio, la quinta para guisar, la sexta para trinchar. y la séptima para lavar sus lienzos. Prendíase fuego a la hoguera y todas estas infelices víctimas coronadas de flores eran muertas a golpes de mazas y arrojadas a las llamas.
Entre los salvajes de la Luisiana, después de las ceremonias de los funerales, una persona notable de la nación, pero que no debe ser de la familia del difunto, hace su oración fúnebre. Cuando ha concluido, todos los concurrentes desnudos se presentan al orador, el cual con mano fuerte sacude a cada uno tres latigazos diciendo: “Acordaos de que para ser un buen guerrero como lo era el difunto, es necesario saber padecer”.
Los luteranos no tienen cementerio y entierran indistintamente a los muertos en un campo, en un bosque o en un jardín. “Entre nosotros, dice Simón de Paul, uno de sus más célebres predicadores, es muy indiferente ser enterrado en los cementerios o en los lugares en que se desuellan los asnos”. “¡Ay de mí!, decía un anciano del Palatinado, ¿será, pues, necesario que después de haber vivido honrosamente, tenga que estar después de muerto entre rábanos para ser eternamente su guardián?”
La hermosa Austroligilda obtuvo al morir del rey Goutran su marido, que haría matar y enterrar con ella a los dos médicos que la habían asistido en su enfermedad. Estos son los únicos, según creo, dice Saint-Foix, que se hayan enterrado en el sepulcro de los reyes, pero no dudo que muchos otros habrán merecido el mismo honor.
El mismo escrito refiere que en los tiempos en que los curas negaban sepultura a todo aquel que muriendo no dejaba algo a la parroquia, una mujer de avanzada edad y que no tenía nada para dar, llevó un día un pequeño gato por ofrenda diciendo que era de buena casta y que serviría para coger los ratones de la sacristía.