DEMONOLOGIA

Demonios

DEMONIOS La existencia de los demonios está probada en los libros de teología. Entre los antiguos, hablábase de los pigmeos, de los esfinjes, del Fenix, etc. y nadie los había visto. Entre nosotros óyese incesantemente contar hechos y dichos del diablo, cribir sus varias formas, cacarear su desti y maña; sin embargo, no se deben todas tas aventuras sino a los sueños y desvar muy frecuentemente insípidos de algunas iginaciones ardientes. Muy limitados son nues tros conocimientos para deducir de ahí no existen demonios; pero sí diremos que mu chas cosas que de ellos se cuentan deben set consideradas como una serie de paradojas de suposiciones y de fábulas.
Los antiguos admitían tres especies de demonios, lso buenos, los malos y los neutra (1). Los primeros cristianos tan sólo recono. cían dos, los buenos y los malos. Los demo. nomanos lo han confundido todo, y para ella todo demonio es un espíritu maligno. Los teólogos de la antiguedad juzgaban de diverso modo: los dioses y aún el mismo Júpiter son llamados demonios en Homero.
El origen de los demonios es muy antiguo, pues todos los pueblos lo hacen remontar más lejos que el del mundo. Aben—Esra pretende que debe fijarse en el segundo día de la crea. ción. Menases—Ben— Israel, que ha seguido la misma opinión, añade que Dios, después de haber criado el infierno y a los demonios, los colocó en las nubes, y les dio el encargo de atormentar a los malvados (2). Sin em. bargo, el hombre no estaba creado el segun. do día; no había malvados que castigar: y los demonios no han salido tan malignos de la mano del Creador, pues son ángeles de luz convertidos en ángeles de las tinieblas por su caída.
Orígenes y algunos filósofos sostienen que los buenos y malos espíritus son más viejos que nuestro mundo, porque no es probable que Dios haya pensado de golpe, tan solo ha seis o siete mil años (3), en crearlo todo por primera vez. La Biblia no habla de la creación de los ángeles ni de los demonios, porque, dice Orígenes, eran inmortales y habían subsistido después de la ruína de los mundos que han precedido al nuestro. Apuleyo piensa que los demonios son eternos como los dioses.
(4) Manés y los que han seguido su sistema, hacen también eterno al diablo y lo miran como al principio del mal, así como a Dios por principio del bien. San Juan dice que el diablo es embustero como su padre (1). Dos medios tan solo hay para ser padre, añade Manés, la vía de la generación y la de la creación. Si Dios es el padre del diablo por la vía de la generación, el diablo será consubstancial a Dios; esta consecuencia es impia; si lo es por la de la creación, Dios es un embustero; he aquí otra infame blasfemia. El diablo no es pues obra de Dios; en este caso nadie le ha hecho, luego es eterno, etc.
Los descubrimientos de los teólogos y de los más hábiles filósofos son también a la verdad poco satisfactorios. Por esto es preciso atenerse al sentimiento general. Dios había criado nueve coros de ángeles, los Serafines, los Querubines, los tronos, las dominaciones, los principados, las virtudes de los cielos, las postestades, los arcángeles y los ángeles propiamente dichos. Almenos así lo han decidido los santos padres más de mil doscientos años ha. Toda esta celeste milicia era pura y jamás inducida al mal. Algunos no obstante se dejaron tentar por el espíritu de la soberbia; (2) atreviéronse a creerse tan grandes corno su Creador, y arrastraron en su crimen a los dos tercios del ejército de los ángeles (3). Satanás, el primero de los serafines y el más grande de los seres creados, se había puesto a la cabeza de los rebeldes. Desde mucho tiempo (4), gozaba en el cielo una gloria inalterable, y no reconocía otro señor que el eterno. Una loca ambición causó su pérdida; quiso reinar en una mitad del cielo y sentarse en un trono tan elevado como el del Creador. Dios envió contra él al arcángel san Miguel, con los ángeles que permanecieron en la obediencia: una terrible batalla dio-se entonces en el cielo. Satanás fue vencido y precipitado al abismo con todos los de su partido (1). Desde este momento, la hermosura de los sediciosos se desvaneció, sus semblantes se oscurecieron y arrugaron, cargáronse sus frentes de cuernos, de su trasero salió una horrible cola, armáronse sus dedos de corvas uñas (2), la deformidad y la tristeza reemplazaron en sus rostros a las gracias y a la impresión de la dicha; en fin como dicen los teólogos, sus alas de puro azul se convirtieron en alas de murciélago; porque todo espíritu bueno o malo, es precisamente alado (3).
Dios desterró a los ángeles rebeldes lejos del cielo, a un mundo que nosotros no conocemos y al que llamamos el infierno, el abismo, o el imperio de las sombras. La opinión común coloca este país en el centro de nuestro pequeño globo. San Atanasio, muchos otros padres y los más famosos rabinos dicen que los demonios habitan y llenan el aire. San Prósrero les coloca en las nieblas del mar. Swinden ha querido demostrar que tenían su morada en el sol; otros los han puesto en la luna; San Patricio les ha visto en una caverna de Irlanda: Jeremías Erejelio conserva el infierno subterráneo, y pretende que es un grande agujero, ancho de dos leguas; Bartolomé Tortoletti dice que hay casi en medio del globo terrestre, una profundidad horrible, donde jamás penetra el sol, y que esto es la boca del abismo infernal (4). Milton, al cual será preciso tal vez referirse, coloca los infiernos muy lejos del sol y de nosotros.
Sea como fuese, para consolar a los ángeles fieles y poblar de nuevo los cielos, según la expresión de san Buenaventura, Dios hizo al hombre, criatura menos perfecta pero que podía obrar bien y conocer a su creador.
Satanás y sus partidarios, enemigos en adelante de Dios y de sus obras, resolvieron perder al hombre si nada se oponía. Adán y Eva, nuestros primeros padres, empezaron a gozar de la vida en un jardín de delicias, en el cual todo les era permitido, excepto el placer de tocar un fruto prohibido. Las Sagradas Escrituras decían que este fruto pendía de un árbol. Muchos sabios, y después de ellos el abate de Villars, sostienen que esta vedada fruta era el gozo de los placeres carnales; que el hombre no debía ver a su mujer ni esta a su esposo. Animado Satanás del poder de tentar al hombre, salió de la mansión en que estaba desterrado: de donde se ha deducido muchas veces que el castigo del ángel soberbio no era tan espantoso como dicen los teólogos exagerados, y que Satanás no estaba contínuamente en el infierno. Tomó la figura de una serpiente, el animal que entre todos tiene mayor sutileza. Transformado de este modo el ángel, ahora demonio, presentose ante la mujer e incitola a desobedecer a Dios. Eva fue seducida en un instante; sucumbió e hizo sucumbir a su compañero. El espíritu maligno volviose enseguida triunfante. Nuestros primeros padres, culpables, fueron arrojados del jardín de deleites, abandonados a los sufrimientos, y condenados a muerte. De aquí proviene pues que debamos al diablo y a su genio envidioso la fatalidad de morir, lo que nos permite diri. girle una buena porción de vituperios. Ade. más, el diablo tuvo el poder de tentar a la primera mujer y al primer hombre, y a toda su desendencia para siempre, cuando él que. rrá; en caso de necesidad puede aun destacar al alcance de los humanos tantos demonios co• mo juzgue conveniente; y el hombre es la presa de los infiernos, todas las veces que cede a las sujestiones del enemigo: sabido es que el infierno, cualquiera que sea el lugar donde esté situado, es un país inflamado.
Tales fueron según los casuístas las conse• cuencias de la falta de nuestros primeros pa. dres, falta que recayó sobre todos nosotros, y que se llama el epcado original. Desde esta época, los demonios llegaron de todas partes a nuestra pobre tierra. Wierus, que las ha contado, dice que se dividen en seis mil seiscientas sesenta y seis legiones, compuesta ea-da una de seis mil seiscientos sesenta y seis ángeles tenebrosos; hace subir su número a cuarenta y cinco millones, o al menos muy cerca, y les da setenta y dos príncipes, duques, prelados, y condes. Jorge Blovek ha demos• trado la falsedad de este cálculo, haciendo ver que sin contar los demonios que no tienen empleo particular, tales como los del aire, y los guardianes de los infiernos, cada mortal tiene en la tierra el suyo. Si los hombres solos y no las hembras, gozan de este privilegio, hay en este mundo más de cuatrocientos millones de rostros humanos … y el número de los demonios sería asombroso. No debemos, siendo así, asustarnos de ver las artimañas, las guerras, el desorden, las abominaciones, esparcidas entre los mortales. Todo mal que en la tierra se obra, es inspirado por los demonios; y la historia de estas está tan ligada con la de todos los pueblos, que imposible sería escribirla aquí toda entera.
Ellos han incitado a Caín al asesinato de Abel; ellos son quien han sugerido a los hombres los crímenes que causaron el diluvio; por ellos se perdieron Sodoma y Gomorra; hiciéronse eregir altares entre todas las naciones, excepto en el pequeño pueblo judío; y aún algunas veces llegaron a recibir el incienso de Israel. Engañaron a los hombres por medio de oráculos y por mil prestigios falsos, hasta el advernimiento del Mesías. Entonces debía su poder humillarse, extinguirse; y sin embargo se les ha hallado después más poderosos que nunca: se han visto y se ven cosas no oídas jamás; las infernales legiones se muestran a los piadosos anacoretas; las tentaciones se hacen más espantosas: multiplícanse las sutilezas y artimañas del diablo; exita este las tempestades; ahoga a los impíos, duerme con las mujeres; predice el porvenir por boca de las brujas y adivinas; triunfa en medio de las hogueras… Y en estos siglos de las luces, envía a Mesmer, Cagliostro, muchos otros charlatanes, y una multitud de saltimbanquis y jugadores de manos, para seducirnos aún con los hechizos del infierno… Esto es al menos lo que dice el abate Fiard; esto es lo que pretenden con el millares de graves pensadores.
Y que decir de todo esto?… Desgraciadamente para sus sistemas, los demonomanos se contradicen a cada momento. Tertuliano dice en cierto lugar, que los demonios han conservado todo su poder; que pueden estar en todas partes en un insttante, porque vuelan de un extremo del mundo al otro en el tiempo en que nosotros damos un paso (1) ; que conocen el porvenir; en fin que predicen la lluvia y el buen tiempo, porque viven en el aire y porque pueden examinar las nubes. La inquisición no andaba pues errada en condenar a los autores de almanaques, como gentes que tienen estrecho comercio con el diablo … Pero el mismo Tertuliano dice después que este ha perdido todos sus medios y seria ridiculez el temerle, etc.
Refiriendo las innumerables contradicciones de los demás teólosgos, no se haría sino repetir los mismos dogmas, y esto sería cansar inutilmente al lector. Bodín, autor bien conocido por la triste obra que ha compuesto contra los brujos y el diablo, Bodín, que en su Demonomanía pinta a Satanás con los colores más negros, dice en este mismo libro, cap 1.°: “Que los demonios pueden hacer bien, así como los ángeles pueden errar: que el demonio de Sócrates le alejaba siempre del mal y le apartaba del peligro: que los espíritus malignos sirven para la gloria del Todo Poderoso, como ejecutores de su recta justicia, y que no obran cosa alguna sin la permisión de Dios”.
En fin, preciso es advertir que según Miguel Psello, los demonios buenos o malos, se dividen en seis grandes secciones. Los primeros son los demonios del fuego, que habitan en lejanas regiones; los segundos son los de aire que vuelan al rededor nuestro, y tienen el poder de excitar las tempestades; los terceros son los de la tierra, que se mezclan con los hombres, y se ocupan en tentarlos (1) ; los cuartos son los de las aguas, que habitan en el mar y en los ríos para levantar en ellos las borrascas y causar los naufragios; los quintos son los demonios subterráneos, que obran los terremotos, y las erupciones de los volcanes, hacen hundirse los pozos, y atormentan a los mineros; los sextos son los demonios tenebrosos, llamados así porque viven muy lejos del sol y jamás se muestran en la tierra. San Agustín comprendía toda la masa de demonios en esta última clase. Ignórase precisamente de donde Miguel Psello ha sacado cosas tan extravagantes; pero tal vez ha sido de su sistema que los cabalistas han imaginado las salamandras, a las cuales colocan en la región del fuego, las sílfidas, que llevan el vacío de los aires, las ninfas, que viven en el agua, y los gnomos, que tienen su morada en el seno de la tierra. Los curiosos instruídos de todo cuanto concierne a las cosas del infierno, afirman que tan sólo pueden llevar el nombre de príncipes y señores los demonios que fueron antes querubines o serafines. Las dignidades, los honores, los cargos, y los gobiernos les pertenecen de derecho. Los que han sido arcángeles llenan los empleos públicos. Nada pueden pretender los que tan solo han sido ángeles. El rabino Elías en su Thisbi, cuenta que Adán se abstuvo del trato carnal con su mujer, por espacio de treinta años, para tenerlo con las diablesas que quedaron embarazadas y parieron diablos, espíritus, fantasmas y espectros; esta última clase es muy despreciable.
Gregorio de Nicea pretende que los demonios se multiplican entre sí como los hombres; de suerte que su número debe crecer considerablemente de día en día, sobretodo si uno considera la duración de su vida, que algunos sabios han qeurido calcular, pues hay muchos que no los hacen inmortales. Una corneja, dice Hesiodo, vive nueve veces más que el hombre; un ciervo cuatro veces más que la corneja; un cuervo tres veces más que el ciervo; el fénix nueve veces más que el cuervo; y los demonios diez veces más que el fénix. Suponiendo de setenta años la vida del hombre, que es la duración ordinaria, los demonios deberían vivir seiscientos ochenta mil y cuatrocientos años. Plutarco, que no acaba de comprender como se haya podido dar a los de. monios tan larga vida, cree que Hesiodo, por la palabra de edad de hombre, no ha entes dido más que un año; y concede a los demo• nios nueve mil seiscientos veinte años de vida.
Atribúyese a los demonios un grande po der, que el de los ángeles no siempre puede contrarrestar. Pueden hasta dar la muerte; un demonio fue el que mató a los siete primeros maridos de Sara, esposa del joven Tobías. Tan supersticiosos como los paganos que se creían gobernados por un buen y un mal genio, ima• gínanse muchos cristianos tener incesantemente a su lado un demonio contra un ángel, y cuan• do hacen algún mal, es porque el primero es más poderoso que el otro. En vez de dejar los infiernos a los espíritus rebeldes, parece que se les da la libertad de correr y trasladar• se donde quieren, y el poder de hacer todo el mal que los plazca. ¿Quién duda, exclama Wecker, que el espíritu malvado no puede ma• tar al hombre y arrebatarle sus más preciados y ocultos tesoros? ¿Quién duda que ve claro en medio de las tinieblas, que es transportado en un momento donde desea, que habla en el vientre de los poseídos, que pasa a través de las más sólidas paredes? Pero no hace todo el mal que él quisiera, su poder es algunas veces reprimido.
Así es, que se complacen en atormentar a los mortales y el hombre débil, obligado a luchar contra seres tan poderosos, es culpa. Me y condenado, si sucumbe…! Pero los que han inventado tan absurdas máximas se han confundido ellos mismos. Si el diablo tiene tanta fuerza y poder. ¿Por qué las legiones de demonios no han podido vencer a San An• tonio, cuyas tentaciones son tan famosas?
Léase en el santoral que san Hilario, no una sino muchas veces, se halló en riñas con los demonios. Una noche que la luna disipaba la oscuridad, pareciole que un carro tirado por cuatro caballos se dirigía a él con una increíble rapidez. ¿Qué es lo que hizo Hilario? Sospechó alguna treta del diablo, recurrió a la oración, y el carro se hundió al instante. Al acostarse Hilario presentábansele mujeres desnudas; cuando oraba a Dios, oía balidos de carneros, rugidos de leones, y suspiros de mujeres. Estando un día rezando muy distraído, sintió que un hombre se le encaramaba en la espalda, que le dañaba el vientre con unas espuelas, y dábale fuertes golpes en la cabeza con un látigo que tenía en las manos diciendo: ¡Pues qué! tropiezas…? Y después riendo a carcajadas le preguntaba si quería cebada, burlándose del santo, que había un día amenazado su cuerpo con no alimentarle con cebada sino con paja.
Los principales negocios están en la imaginación, y las pasiones son los demonios que nos tientan, ha dicho un padre del desierto, resistidles, huirán.
Muchas cosas, podrían aún decirse sobre los demonios, y las diversas opiniones que de ellos se han formado. Los habitantes de las islas Molucas creen que los demonios se introducen en sus casas por el agujero del techo, y conducen a ella un aire infestado que produce las viruelas. Para precaverse de esta desgracia, colocan en el paraje por donde pasan los demonios algunos muñecos de madera para espantar a los espíritus malignos, como ponemos nosotros hombres de paja en los campos para ahuyentar a los pájaros. Cuando estos isleños salen por la noche, tiempo destinado a las excursiones de los espíritus malvados, llevan siempre consigo una cebolla o un diente de ajo con un cuchillo y algunos pedazos de madera, y cuando las madres metes a sus hijos en la casa no se descuidan de colocar este preservativo en sus cabezas.
Los siameses no conocen otros demonios que las almas de los malvados que saliendo de los infiernos donde están detenidas, vagan un tiempo determinado por este mundo y hacen a los hombres todo el daño que pueden. De este número son los criminales ejecutados, los niños muertos después de nacidos, las mujeres muertas de parto, y los que lo han sido en desafío.
Los chingaleses miran las frecuentes tempestades de su isla como una prueba cierta de que está abandonada esta al furor de los demonios. Para impedir que los frutos sean robados, la gente del pueblo los abandona al demonio, y después de estas precauciones, ningún natural de la villa se atreve a tocarlos; el propietario no osa cogerlos, al menos que llevando alguno de ellos a una pagoda, los sacerdotes que lo reciban no destruyan el hechizo.


(1) La manía universal es el espectáculo más espantoso y terrible que se puede ver. El maniático tiene los ojos fijos, ensangrentados, hora fuera de su órbita, hora hundidos; el semblante de un rojo muy fuerte, las facciones desencajadas, todo el cuerpo en contracción; no reconoce a sus amigos, ni a sus padres, ni hijos, ni esposa, sombrío, fiero; amenazador, buscando la tierra desnuda y la oscuridad, se irrita del contacto de sus vestidos, los que rasga con las uñas y los dientes, del aire, de la luz, etc.
El hambre, la sed, el calor, el frío, son frecuentemente para el maniático, sensaciones desconocidas, otras veces exaltadas. (El doctor Foderé, Medicina legal.

 

(1) “Eudamon, cacodamon, dnmon”.
(2) “De resurrectione mortuorum”, lib. III , c

(3) La versión de los Setenta da al mundo mil quinientos o mil ochocientos años más que a nosotros. Los griegos modernos han seguido este cálculo, y el P. Pezron lo ha vertido entre nosotros, en la “Antigüedad restablecida”.
(4) Libro de Deo Socratis.
(1) “Evang. sec. Joan”, cap. VIII, vers. 44.
(2) He aquí lo que confundía aún a los maniqueos, pues preguntaban: ¿Cuál era ese espíritu de soberbia y quién le había creado? Como si no debiese entenderse metafóricamente.

 

(3) Cesario de Heisterbach dice que entre los ángeles no hubo rebeldes sino en la proporción de uno por diez y que, sin embargo, era tan grande su número, que llenaron en su caída todo el vacío de los aires. (“De dnmonibus”, cap. I.) Se ha seguido el cálculo de Milton y de los demonómanos que deben conocerse.
(2) “Angeles hic dudum fuerat…”.
(1) “Apocalipsis”, cap. V, vers. 7 y 9.
(2) El diablo habla con alguna diferencia en “El diablo pintado por sí mismo”.
(3) Omnes spiritus ales”, Tertull. apologet, capítulo XXII.

 

(4) “Quest’ é la boca de l’infernal arca”. Giuditta victoriosa, canto 3.

(1) “Totus orbis illis locus unus est, Apologet”, capítulo XXII.

(1) Alberto el Grande, a quien los partidarios de la superstición toman algunas veces para su apoyo, dice formalmente: “Todos esos cuentos de demonios que llenan los aires, que vuelan al rededor de los hombres y que descorren el velo del porvenir, son absurdos que jamás la sana razón admitirá. Lib. VIII, trat. I, cap. VIII

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, LA CRUCIFIXION

La crucifixión
Si cabe establecer comparaciones en el terreno de lo horrible, el suplicio de la crucifixión en nada desmerece al del empalamiento. Puede que incluso lo supere, ya que las disposiciones legales de la antigüedad preveían la administración de estupefacientes a los condenados con la finalidad de suavizar el castigo.
En su suplemento al Dictionnaire de la Bible(tomo IV, p. 357), Dom Calmet escribe:
«Daban a las víctimas vino mezclado con incienso, mirra o alguna otra droga fuerte capaz de embotar los sentidos y hacerles perder la sensación de dolor. Salomón aconseja dar vino a los que están aniquilados por el dolor; y en la Pasión de Jesucristo vemos practicar este acto humanitario cuando le ofrecen vino mezclado con mirra antes de ser crucificado y vinagre cuando está en la cruz. Estos detalles son generales y se realizan con todos los torturados.»
La cruz utilizada con más frecuencia, que fue la de Cristo, tenía forma de tau. La víctima sólo estaba obligada a llevar sobre los hombros el patibulum, es decir, el montante superior del instrumento. El otro montante, el stipes, permanecía siempre clavado en el suelo. La iconografía cristiana nos ha inducido a error mostrándonos al Señor acarreando una cruz completa de dimensiones exageradas. Rembrandt y Van Dick llegaron incluso a imaginar que, en razón de la calidad del personaje, Cristo había sido crucificado en la crux sublimis, de una altura muy elevada. Gracias a los estudios de los doctores Barbet, Bréhant y Escoffier-Lambiotte, hoy sabemos que los clavos no atravesaban la palma de la mano sino las muñecas, tal como puede apreciarse en el sudario de Turín. Los pies eran clavados directamente en el stipes, la parte vertical de la cruz, y no había ningún soporte para evitar la desagradable flexión de las piernas, tan a menudo corregida en el arte medieval y el barroco.
La asfixia progresiva y el tétanos provocaban la muerte al cabo de unas horas, y no de unos días, en contra de lo que sostenía Ernest Renan. Apelar al hambre, la sed y los síncopes debidos a la insolación, tal como hizo, es incurrir en un error diagnóstico:
«La atrocidad particular del suplicio de la cruz era que se podía vivir tres o cuatro días inmerso en ese horrible estado sobre el madero. La hemorragia de las manos cesaba en seguida y no era mortal. La verdadera causa de la muerte era la posición antinatural del cuerpo, que provocaba espantosos trastornos circulatorios, terribles dolores de cabeza y mareos y, por último, la rigidez de los miembros. Los crucificados de complexión robusta morían de hambre. El objetivo principal de este cruel suplicio no era el de matar directamente al condenado a causa de unas lesiones determinadas, sino el de torturar al esclavo a través de sus manos, a las que no había sabido dar buen uso, y dejar que se pudriera en el madero.»
La lanzada tampoco provocaba la muerte; permitía comprobarla, conforme al Derecho romano. Así pues, la agonía sólo podía acortarse quebrando las piernas con palos o barras metálicas. En un notable artículo publicado en Le Monde el 9 de abril de 1966, el doctor EscoffierLambiotte destaca:
«El proceso de la muerte ha sido descrito por antiguos prisioneros de Dachau y por el doctor Hyneck, de Praga, que lo observaron, respectivamente, en el campo de concentración y, entre 1914-1918, en el ejército austro-alemán, cuando colgaban a los condenados a un poste por las manos. Las víctimas sólo podían respirar ejerciendo un movimiento de tracción con los brazos, lo que provocaba, al cabo de unos diez minutos, violentas contracciones de todos los músculos, en tanto que el tórax quedaba lleno de aire hasta la garganta y era incapaz de expulsarlo. En Dachau ataban pesos a los pies de las víctimas demasiado robustas, a fin de acelerar el proceso de asfixia e impedir la tracción de los brazos…»
La crucifixión se practicaba en Fenicia, Persia, Macedonia y otros muchos lugares. Diodoro de Sicilia relata que la reina Cratesípolis ordenó crucificar a una treintena de agitadores y que luego reinó sin sobresaltos sobre los habitantes de Sición (XIX, cap. 67). Por su parte, Demetrio hizo crucificar a veinticuatro personas en Aegium ante las puertas de la ciudad (XX, cap. 103). Estos ejemplos fueron ampliamente seguidos, pero los romanos dieron una expansión considerable al castigo, sobre todo en razón de las masas de esclavos que precisaban. De Nerón a Constantino, se lo aplicaron a los cristianos, ansiosos por conseguir la palma del martirio sufriendo el mismo suplicio que su divino Maestro.
El instrumento adoptaba formas muy diversas, minuciosamente descritas por Justo Lipsio en su De Cruce (Amberes, 1595). Esta obra, extremadamente seria y cuyos datos proceden de las mejores fuentes arqueológicas, nos explica que, aparte de la tau y la cruz en altar, existían la cruz commissa, con tres brazos, la crux immissa, que tenía cuatro, y la crux decussata, en forma de X, en la que fue clavado san Andrés. El suplicio que sufrió san Pedro era el reservado a los sediciosos. En un hermoso arranque de oratoria, 1 san Juan Crisóstomo exclama:
«Pedro, a ti te fue concedido gozar de Cristo en el árbol y tuviste la suerte de ser crucificado como lo fue tu Maestro, aunque no con la cabeza alta como el Señor Cristo, sino inclinada hacia el suelo como alguien que viajara de la tierra al cielo. ¡Benditos sean los clavos que atravesaron esos miembros sagrados!» (homilía sobre el pastor de los Apóstoles).
También se crucificaba a las mujeres. Santa Maura hubo de sufrir, totalmente desnuda, los improperios del anfiteatro, y santa Benedicta prefirió la cruz al himeneo con un pagano. La crucifixión con fines penales desapareció por completo de la escena occidental tras la caída del Imperio romano. La pretensión de aplicar a un cualquiera el suplicio de Cristo, cuya representación aparecía por doquier, se convirtió entonces en una blasfemia. ¿Acaso no disponían los jueces del recuerdo del sufrimiento de los mártires y de los recursos de la imaginación? A fe que recurrieron a ella a fondo…

La crucifixión resurgió en España en el siglo XIX, durante la guerra de la Independencia. Y en nuestra época, las tropas hitlerianas martirizaron a los judíos en la Unión Soviética, tal como antaño fueron martirizados los mercenarios de Cartago y los compañeros de Espartaco. En la guerra de la Vendée, los chuanes se contentaron con clavar a sus enemigos en puertas y árboles:
«Los bandidos fueron los primeros en iniciar el ciclo de asesinatos y matanzas. Machecoul fue el primer teatro donde se representaron estas escenas de horror. Allí, los bandidos destrozaron y descuartizaron a 800 patriotas; los enterraron estando aún vivos; no hicieron más que cubrir sus cuerpos; dejaron al descubierto sus brazos y sus piernas; ataron a sus mujeres y las obligaron a asistir al suplicio de sus maridos; después, las clavaron vivas, a ellas y a sus hijos, en las puertas de sus casas y las mataron pinchándolas miles de veces. El cura constitucional fue ensartado y paseado así por las calles de Machecoul, tras haber mutilado las partes más sensibles de su cuerpo; lo clavaron, aún vivo, en el árbol de la libertad. Un sacerdote vendeano, Prioul, celebró una misa entre la sangre y los cadáveres mutilados» (Rapport Garnier, 1793).

 

DEMONOLOGIA

zaebos

ZAEBOS Gran conde de los infiernos.

Que tiene la figura de un hermoso soldado, montado en un cocodrilo, su cabeza está adornada de una corona ducal y su genio es placentero.

DEMONOLOGIA

Deumus o Deumo

DEUMUS O DEUMO. Divinidad de los habitantes de Calicut, en Malabar.

Este dios, que no es otra cosa que un diablo adorado bajo el nombre de Deumo.

Lleva una triple corona, cuatro cuernos en la cabeza y cuatro dientes torcidos en la boca, que es muy grande; la nariz puntiaguda y arqueada, los pies como patas de gallo y entre ellos una alma que parece pronto a devorar.

ALQUIMIA, DEMONOLOGIA

FLAQUE, Luis Eugenio

FLAQUE Luis Eugenio, Hechicero, juzgado en 1825, de 56 arios de edad. Acusósele de socaliña y de magia por medio de signos cabalísticos; fue también acusado de complicidad en la causa que se siguió contra un tal Bory, tintorero, de 47 años de edad, natural de Amiens, y estuvo también envuelto en la causa de Francisco Russe, trabajador de Con-ti, de 43 años de edad.
En el mes de marzo de 1825 la real audiencia de Amiens confirmó una declaración por la cual se decía que los tres individuos susodichos, valiéndose de medios fraudulentos, habían persuadido a algunos particulares la existencia de un poder sobrenatural; y que para obtener este poder uno de éstos había entregado a Bory la cantidad de 192 francos, y entonces Bory presentó el consultante a un compañero suyo que estaba disfrazado de demonio, y se hallaba oculto en el bosque de Naours. El demonio prometió al incauto, que poseería ochocientos mil francos, pero lo cierto es que el tal hombre jamás se vio dueño de semejante suma. Bory, Flaque y Russe no conservaron por mucho tiempo los ciento noventa y dos francos, porque el tribunal les persiguió y Bory fue condenado a quince meses de reclusión, y Flaque y Russe a un año de encierro, debiendo además pagar la multa de cincuenta francos y las costas.
He aquí en sustancia lo que se desprende de las alteraciones. Bory ejercía el oficio de cirujano en la villa de Mervaux, y como no tenía mucho acierto en sus curaciones persuadía a sus enfermos que se hallaban hechizados y les aconsejaba que se presentasen a un sabio adivino; hacía que le pagasen sus visitas y se retiraba. Estas estratagemas sólo eran preludio de fechorías más graves. En el año 1720 el carretero Luis Pague, necesitando dinero, se dirigió a Amiens y le pidió prestado a un carpintero. Bory dijo que le procuraría el dinero con mayor rebaja mediante algunos adelantos; el carretero le fue a encontrar y Bory le declaró que el mejor medio era venderse al diablo, y le pidió 200 francos para reunir el consejo infernal; dióselos Luis Pa-que y Bory se arregló de modo que con aquella cantidad pudiese lograr de siete a ocho mil francos.
Finalmente conviniéronse en que dando cuatro luises más, Pague obtendría cien mil francos, pero por desgracia sólo pudo darle dos; partieron sin embargo con Bory, Flaque y un señor de Noyencourt hacia el bosque de San Gervasio donde Bory sacó de una de sus faltriqueras un pedazo de papel escrito que hizo sostener por los presentes; era media noche; Flaque hizo tres conjuros pero el diablo no apareció, por lo que Noyencourt y Bory dijeron que el diablo estaba sin duda ocupado aquel día y así se dieron nueva cita para el bosque de Naours; Pague llevó consigo a su hija porque Bory le había dicho ser necesario llevara su primogénito para asistir a la operación. Flaque y Bory llamaron al diablo en latín y el diablo apareció con un redingot rojo azulado, un sombrero galoneado y llevando un enorme sable. Su estatura era de cerca cinco pies y seis pulgadas, Ilamábase Roberto y el criado que le acompañaba Saday.
Bory dijo al diablo: “Aquí te presento un hombre que desea tener cuatrocientos mil francos por cuatro luises, ¿se los puedes dar?” El diablo respondió: “El los tendrá”. Pague le presentó el dinero y el diablo le hizo rodear el bosque en 45 minutos con Bory y Flaque antes de soltar los cuatrocientos mil francos; uno de los brujos perdió un zapato en la carrera; y así que Flaque percibió una mesa con velas encendidas encima, no se pudo contener y lanzó un grito: “Cállate, le dijo Flaque, todo lo has perdido”. Pague huyó a través del bosque y volvió ante el diablo, quien le dijo: “Malvado, has atravesado el bosque en vez de rodearle. Retírate sin volver la cabeza o te tuerzo el cuello”. Otra operación tuvo todavía lugar en el mismo bosque, y cuando el infeliz Pague pidió el dinero, el diablo le dijo: “Dirígete al arca”. Era una mata… Como no había nada en ella el demonio le prometió que la cantidad la encontraría al otro día en la bodega de Flaque; dirigióse allá Paque con su mujer y el buen hombre que había adelantado los ciento noventa y dos francos para el primer negocio, pero Bory, que estaba allí, les enseñó la puerta anunciándoles que se iba a quejar al procurador del rey. Paque comprendió que le habían engañado y se retiró dando por perdido su dinero. — Estamos sin embargo en el siglo XIX.

DEMONOLOGIA

Alastor, gran demonio

ALASTOR Demonio severo, gran ejecutor de las sentencias del monarca infernal.

Ocupando casi casi el mismo destino que Nemesis.

Zoroastres le llama el verdugo, Orígenes dice ser el mismo que Azazel y otros le confunden con el ángel exterminador.

Los antiguos llamaban Alastores a los genios malévolos. Plutarco dice que Cicerón, por odio contra Augusto, había ideado matarse junto al hogar de este emperador para ser su Alastor.

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, El empalamiento

El empalamiento
En las antípodas de la cabeza, el empalamiento afecta una parte determinada del cuerpo que se considera vergonzante. Si la decapitación impresiona, el palo hace sonreír, pues no se ve de él más que su aspecto agradable. Voltaire, en quien otros suplicios suscitaban la más viva irritación, lo ensalzaba. Y su opinión es ampliamente compartida, gracias a los cuentos obscenos y las historias escabrosas. Muchas personas piensan que el empalamiento no debe desagradar en absoluto a los sodomitas, cuya perversidad les lleva a utilizar rábanos o mangos de escoba. El Gran Diccionario (tomo XII, p. 45) dice:
«El suplicio del palo o empalamiento, uno de los más horribles que la crueldad humana haya inventado, consiste en atravesar al condenado con un palo de madera, cuya punta se hace penetrar por la base. Para empalar, se tumba a la víctima en el suelo, boca abajo, con las piernas atadas de modo que queden separadas y las manos sujetas a la espalda. Para impedir cualquier movimiento que pueda molestar al verdugo en el cumplimiento de sus funciones, se le colocan unos arneses de asno, sobre los que se sienta uno de los ayudantes. Tras haber untado los conductos con grasa, el verdugo empuña el palo con ambas manos, lo hunde tan profundamente como puede y, con ayuda de un mazo, lo hace penetrar unos cincuenta o sesenta centímetros. A continuación, se clava el palo en el suelo y la víctima es abandonada a sí misma. Sin tener donde asirse, el desdichado es arrastrado sin cesar por el peso de su propio cuerpo, de modo que el palo penetra cada vez más, hasta que acaba por asomar por la axila, el pecho o el vientre. La muerte tarda en poner fin a los sufrimientos del torturado. Algunos vivieron hasta tres días en esta posición; la rapidez en morir varía, según la constitución del individuo y, sobre todo, la dirección en que se haya introducida el palo. Este hecho tiene una explicación muy sencilla. En efecto, debido a una crueldad espantosamente refinada, se procura que la punta del palo no esté afilada, sino que sea más bien roma, pues de no ser así, al atravesar todos los órganos que encuentra a su paso provocaría una muerte rápida; en cambio, al ser redonda, en lugar de atravesar los órganos los empuja y desplaza, y penetra sólo en los tejidos blandos. De este modo, como los órganos vitales resultan poco lesionados, es posible mantener a la víctima con vida por cierto tiempo, a pesar de los horribles dolores que produce la compresión de los nervios. La dirección que se da al palo también influye en gran medida en la duración del suplicio, ya que es evidente que si, en lugar de clavarlo en el sentido del eje del cuerpo, penetra en dirección ligeramente oblicua, en vez de salir por el pecho o la axila no hará más que atravesar el abdomen; además, si no penetra en la cavidad torácica no puede lesionar los órganos vitales, y la existencia puede entonces prolongarse por mucho más tiempo que en caso contrario.»
El origen del palo es indiscutiblemente oriental. Para aterrorizar al enemigo al que asediaban, los asirios solían empalar a los prisioneros por el centro del cuerpo, justo por debajo del esternón. El palo se presentaba entonces como un largo poste que se veía desde lejos, tal como más adelante se verían las cruces de cartaginenses y romanos. Todos esos pueblos practicaban la táctica del terror para sembrar el pánico entre la población civil; táctica que luego sería utilizada en las matanzas de prisioneros.
El empalamiento podía obedecer a otros móviles, como, por ejemplo, una interpretación errónea de los sueños, que hizo merecedores de este tipo de muerte a los magos culpables de haber permitido a Ciro que partiera de la corte de Astiages (Herodoto, I, 128); la traición, por la que fue castigado el rey de Libia, Inaros (Tucídides, I, 90); o la venganza, que motivó los suplicios infligidos a Leónidas, a Eduardo II de Inglaterra y al asesino de Kléber.
Tras la batalla de las Termópilas, Jerjes ordenó que le cortasen la cabeza a Leónidas y empalaran su cadáver. Según Herodoto (VII, 238), Leónidas fue, en vida, el hombre que más suscitó la cólera de Jerjes, y «de no haber sido por ello, éste jamás hubiera hecho que su cadáver sufriera semejantes ultrajes sacrílegos, pues, que yo sepa, no hay hombres que superen a los persas en el respeto tradicional a la virtud guerrera». Pausanias, vencedor en Platea, se negó a infligir el mismo ultraje al cadáver de Mardonio, sólo para no actuar como los bárbaros (Herodoto, IX, 78).
El pobre Eduardo II, que tuvo la desgracia de casarse con una mujer enérgica sin dejar por ello de frecuentar la compañía de bellos muchachos, fue empalado vivo. Como resistía los ultrajes y se negaba a suicidarse, sus asesinos lo atravesaron con un cuerno que contenía una barra incandescente. «Lo afeitaron con agua fría —escribe Michelet — y lo coronaron con heno; por último, como se obstinaba en vivir, le echaron encima una pesada puerta y presionaron con fuerza sobre ella; luego, lo empalaron con un hierro al rojo metido, dicen, en el interior de un asta, para matarlo sin dejar rastro. El cadáver fue expuesto a la vista del pueblo; se le entregó con honores y se celebró una misa en su honor. No se veían las huellas de ninguna herida, pero los gritos se habían oído, y el rictus del rostro denunciaba la horrible invención de los asesinos.»
El tío del rey de Iraq, cuyos gustos eran similares a los de Eduardo II de Inglaterra, fue castigado también «por do más pecado había» en 1958.

John Maltravers, que dirigió la ejecución de Eduardo, aplicó a éste una variante del suplicio empleado en China, donde colocaban la barra al rojo en un estuche de bambú. ¿Usaban quizá los orientales el bambú para crear cierta ilusión en la víctima?
No se tuvieron tantas delicadezas con el sirio Solimán, ejecutado en El Cairo en 1800, tras el asesinato de Kléber. El Consejo de Guerra francés lo condenó a que le quemaran la mano y a morir empalado. El verdugo Barthélémy, que hubo de estudiar la mejor manera de proceder, «tumbó a Solimán boca abajo, se sacó un cuchillo del bolsillo, le hizo una amplia incisión en el ano, acercó el extremo del palo y lo hundió a mazazos. Luego, ató los brazos y las piernas del reo, levantó el palo y lo introdujo en un agujero previamente preparado. Hasta aquel momento, Solimán no había dicho ni una palabra. Entonces, dirigiendo su mirada a la multitud, comenzó a pronunciar en voz alta la fórmula musulmana: “¡No hay más Dios que Alá, y Mahoma su profeta!”. Recitó unos versículos del Corán y pidió que le dieran algo de beber. Un soldado, que permanecía al pie del palo, se dispuso a darle agua. “Guárdate mucho de hacerlo —le dijo Barthélémy, reteniéndolo — , moriría en seguida.” Solimán vivió aún cuatro horas, y tal vez habría vivido más si, después de irse Barthélémy, el soldado, movido por la compasión, no le hubiera dado de beber. A los pocos momentos, expiró». (Relato de Claude Desprez.)

Turcos, persas y siameses aplicaron este suplicio casi siempre de este modo. En Argel, en cambio, los dey hacían colgar a los condenados de unos ganchos clavados en los muros de sus palacios. A falta de murallas, los colonos británicos erigían horcas provistas de ganchos en los que colgaban a los esclavos rebeldes. Por su crueldad, este castigo recuerda mucho al famoso «barco» de los persas de la antigüedad:
«El hombre al que se tortura es colgado por la axila o por el hueso del pecho a un gancho clavado en una horca. Está prohibido, y se castiga con duras penas, procurarle ningún tipo de alivio. Durante el día permanece expuesto, bajo un cielo sin nubes, a los rayos candenes de un sol casi vertical; y por la noche, al frío y la humedad propios de este clima. La piel desgarrada atrae a enjambres de insectos que acuden para alimentarse con su sangre, y el desdichado expira lentamente, atormentado por el hambre y la sed… Estos infortunados africanos tienen una constitución tan robusta, que algunos soportan diez o doce días esos horribles tormentos antes de que la muerte acabe con ellos… Si se necesita semejante código, las colonias son la vergüenza y el azote de la humanidad; si no se necesita, supone la vergüenza de los propios colonos» (Bentham, Théorie des peines et des récompenses, 2.a ed., 1818, tomo 1, p. 281
Los rusos eran menos crueles, pues, hasta finales del siglo XVII, aproximadamente, en vez de dirigir el palo hacia la axila, atravesaban al condenado desde el ano hacia el corazón, con lo cual la muerte sobrevenía con mayor rapidez.

DEMONOLOGIA

Abigor, demonio

ABIGOR Gran duque de los infiernos.

Le representan bajo la figura de un gallardo caballero, con lanza, estandarte y cetro.

Es un demonio de clase distinguida, que responde muy bien sobre cuanto se le consulta tocante a secretos de la guerra, adivina el porvenir y enseña a los jefes el modo de atraerse la voluntad de los soldados. Tiene a sus órdenes sesenta legiones infernales.

(Wierius in Pseudomanchia doem.)

ALQUIMIA, DEMONOLOGIA

Flamel, Nicolas

FLAMEL (Nicolás) Célebre alquimista del siglo xlv de quien no se sabe el lugar ni la época de su nacimiento porque no es cierto que naciese en París o en Poutosie. Fue al principio alternativamente escritor público, librero jurado, poeta, pintor, matemático, arquitecto; y por fin de pobre que era llegó a ser sumamente rico por haber tenido la suerte de hallar la piedra filosofal. Una noche, dicen, estando durmiendo se le apareció un ángel con un libro harto original, cubierto de bronce bien trabajado, las hojas de unas plan-chitas muy delgadas grabadas con mucho arte y escritas con una punta de hierro. Una inscripción en gruesas letras doradas contenía una dedicatoria a los judíos por Abrahamm el judío, príncipe, sacerdote, astrólogo y filósofo.
“Flamel, le dijo el ángel, ¿ves este libro escrito con caracteres ininteligibles? Tú leerás un día en él lo que nadie podrá leer.”
A estas palabras Flamel alarga las manos para tomar aquel regalo precioso, pero el ángel y el libro desaparecieron y vio salir de sus huellos arroyos de oro.
Despertó Nicolás, pero el sueño tardó tanto en cumplirse, que su imaginación se había ya amortiguado, cuando un día en un libro que acababa de comprar sin siquiera mirarlo reconoció la inscripción del último libro que había visto en sueños con las mismas cubiertas, la misma dedicatoria y el mismo nombre del autor.
El libro tenía por objeto la trasmutación de los metales y sus hojas en número de 21, que forman el misterioso número de tres veces siete. Nicolás se puso a estudiar pero no pudiendo comprender las figuras, hizo un voto a Dios y a Santiago de Galicia pidiéndoles la interpretación de aquéllas, la que sin embargo no pudo obtener sino de un rabino. La peregrinación a Santiago se verificó en seguida y Flamel volvió de él iluminado. Ved ahí la oración que había hecho para obtener la revelación:
“Dios Omnipotente, Eterno, padre de la luz de quien proceden todos los bienes y todos los dones perfectos, yo imploro vuestra misericordia infinita; dejadme conocer la eterna sabiduría que rodea vuestro trono, que todo lo ha criado, que todo lo guía y conserva. Dignaos enviármela del cielo, vuestro santuario, del trono de vuestra gloria a fin de que ella sea quien trabaje en mí porque ella es la muestra de todas las artes celestiales y ocultas que posee la ciencia y la inteligencia de todas las cosas; haced que me acompañe en todas mis obras, que por medio de su espíritu posea yo la verdadera inteligencia. Que yo proceda infaliblemente en el noble arte al cual me he consagrado, en busca de la maravillosa piedra de los sabios que habéis ocultado al mundo, pero que acostumbráis descubrir a vuestros elegidos; que esta grande obra que voy a emprender aquí en la tierra la empiece, la continúe y la acabe y que goce de ella felizmente para siempre. Os lo pido por Jesucristo, piedra celeste, angular, milagrosa y fundamento de toda eternidad que reina con vos, etc.”
Esta oración surtió el efecto deseado, pues que por inspiración de la bendita Virgen, Flamel convirtió al principio el mercurio en plata y luego en oro.
No bien se vio en posesión de la piedra filosofal cuando quiso que monumentos públicos diesen testimonio de su piedad y riqueza. No se olvidó de hacer colocar por todas partes su retrato y su estátua esculpidos, acompañados de un escudo o de una mano con un escritorio en forma de armario. Igualmente hizo gravar en todas partes el retrato de su mujer  Pernelle, que le ayudó en sus trabajos de alquimista.
Flamel fue enterrado en la iglesia de SaintJacques la Boucherie; después de muerto muchos se imaginaron que aquellas pinturas y esculturas alegóricas eran otros tantos signos cabalísticos que encerraban un sentido del que se podría sacar provecho. Su casa, situada en la calle vieja de Maribaux, núm. 16, infundió sospechas de que podrían hallarse en ella muchos tesoros.
Un amigo del difunto se obligó con este intento a restaurarla gratis; lo registró todo y no encontró nada.
Otros han supuesto que Flamel no había muerto y que tenía todavía mil años de vida; aún podría vivir mucho más en virtud del bál. samo universal que él había descubierto. Sea de ello lo que fuere, el viajero Pablo Lucas afirma, en una de sus relaciones, haber halla• do a un Derviche o monje turco, el cual había visto a Nicolás Flamel embarcado para In. dias.
No se han contentado con representar a Ni colás Flamel como un adepto, sí que se le ha hecho autor. En el año 1561, 143 después de su muerte, Santiago Gohorry publicó en 18.°, bajo el título de Trasformación metálica, tres tratados en rima francesa: La fuente de los amantes de las ciencias; con los avisos de la naturaleza al alquimista errante, con la recon• testación para Juan de Meung, y el Sumario filosófico, atribuido a Nicolás Flamel. Dice también ser suyo El deseo deseado o tesoro de la filosofía, dicho de otro modo El libro de las seis palabras, que se encuentra cc n el Tratado del azufre, del cosmopolita, y la obra real de Carlos IV, en París, de los años 1618 y 1659, en 8.° Hácésele también autor de las Grandes luces de la piedra filosofal para la trasmuta• ción de todos los metales. El editor prometía La alegría perfecta de yo, Nicolás Flamet, y Pernelle mi mujer, la cual no ha salido a luz, y finalmente ha dado la música química opúsculo muy raro, y otros trabajos que no son buscados. En resumen, Flamel era un hombre laborioso que se hizo rico trabajando con los judíos, y como esto lo hacía ocultamente, atribuyéronsele sus riquezas a medios maravillosos.
El abate de Villars, en su Conde de Gabalis, dice ser Nicolás Flamel un cirujano que comerciaba con los espíritus elementales. Se han referido de él mil cuentos singulares, y en nuestros días un truhán, o por mejor decir un chancero, en el mes de mayo de 1818 esparció por los cafés de París un aviso en el que declaraba ser él el famoso Nicolás Flamel, que buscaba la piedra filosofal en un rincón de la calle Marivaux, que más de 400 años había viajado por todos los países del mundo y que había vivido por el espacio de más de cuatro siglos, por medio del elxir de vida que él había tenido la felicidad de descubrir. Cuatro siglos de pesquisas le habían hecho muy sabio, el más sabio de los alquimistas. Hacía oro a su voluntad y los curiosos podían presentarse en su casa de la calle de Clery, número 22, y tomar una inscripción que les costaría trescientos mil francos, por medio de la cual quedarían iniciados en los secretos del maestro y se harían sin mucho trabajo un millón ochocientos mil francos de renta. Algunas personas han advertido que las proposiciones del supuesto Flamel no han tenido buen resultado, atribuyéndolo al espíritu del siglo; pero más bien se debe atribuir el no haber logrado su efecto este charlatanismo, al excesivo precio de la iniciación. Porque en todas partes y en todos tiempos siempre que se presentan impostores pueden estar seguros de que encontráis tontos que los crean.
El que quiera adquirir más detalles puede consultar la historia crítica bastante estimada de Nicolás Flamel y de Pernelle su mujer, por el abate Villain, París 1761.

 

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, LA DECAPITACION

Al contrario de lo que sucede con los castigos precedentes, la decapitacion se ha considerado siempre como un suplicio elegante, al menos en-nuestro entorno. El hacha estaba reservada a los nobles y los aristócratas: a los hijos de Bruto, a san Pablo en su calidad de ciudadano romano, a Ana Bolena, a Carlos I, al conde de Egmont, a Cinq-Mars y a Thou. Es un instrumento que resulta bastante difícil de manejar, pues requiere rapidez visual y unos brazos tan hábiles como fuertes. En el curso de la Historia abundan las ejercuciones frustradas debido a la deficiencia física de los verdugos y a su repugnancia a cortar determinadas cabezas. El mariscal de Biron, que conspiraba con Saboya y España, en ningún momento creyó (ni aun estando en el cadalso) que el rey quisiera su muerte. El verdugo tuvo que decapitarlo por sorpresa, tras haberle asegurado que no lo haría antes de que acabara su plegaria.
«Si el verdugo no hubiese utilizado ese ardid, aquel miserable e irresoluto hombre se habría incorporado de nuevo; de hecho, la espada le seccionó dos dedos al levantar él la mano para aflojarse la venda de los ojos por tercera vez. La cabeza cayó al suelo, de donde fue recogida para ser envuelta en un sudario blanco junto con el cuerpo, que aquella misma noche fue enterrado en Saint-Paul» (L’Estoile, Journal, año 1602).
Cuarenta años más tarde ejecutaron a CinqMars por las mismas razones; él también estaba convencido de que la amistad, o más bien el amor, que le profesaba Luis XIII lo salvaría del cadalso. Un testigo ocular escribe:
«El señor de Cinq-Mars, sin venda en los ojos, colocó cuidadosamente el cuello sobre el tajo; dirigió el rostro hacia la parte anterior del cadalso, asió fuertemente el tajo con, ambos brazos, cerró los ojos y la boca y se dispuso a esperar el golpe, que el verdugo le asestó lenta y pausadamente… Al recibir el golpe, profirió en voz alta una exclamación que quedó ahogada por su propia sangre; alzó las rodillas como si quisiera levantarse y volvió a caer. Como la cabeza no había quedado totalmente separada del cuerpo, el verdugo pasó por detrás a la derecha del condenado, tomó la la cabeza por los cabellos con la mano derecha y sesgó con su cuchilla la parte de la tráquea y de la piel del cuello que no estaban cortadas; después arrojó sobre el cadalso la cabeza, que desde allí saltó al suelo, donde observamos que dio media vuelta y siguió palpitando durante cierto tiempo.»
En la antigua China, la decapitación presentaba un aspecto diferente. La ejecución se efectuaba de pie, y no de rodillas ante el tajo y los ayudantes del verdugo, y se decapitaba a los personajes influyentes, los altos magistrados y todos los que habían tenido el honor de inclinarse ante la sagrada persona del emperador. Este procedimiento resultaba tan eficaz como impresionante: baste pensar en la cabeza girando por los aires y en los borbotones de sangre brotando del cuello. En algunos países de Oriente continúa practicándose este método. En marzo de 1962, dos hombres que habían intentado asesinar al rey de Yemen fueron ejecutados así en la gran plaza de Taez.
El advenimiento al trono de los reyes de Dahomey iba acompañado de ceremonias monstruosas, entre las cuales la decapitación desempeñaba un papel importante e incluso preponderante. Un tal Euschard, comerciante invitado a la coronación de Behanzin, nos dejó este palpitante relato de las principales ceremonias:
«Me hicieron subir a una alta plataforma, ante la cual se alineaban dos hileras de cabezas humanas: ¡todo el suelo del mercado estaba bañado en sangre! Aquellas cabezas eran las de cautivos con los que habían practicado el arte infernal de la tortura… ¡Pero eso no era todo! Trajeron veinticuatro cestos; en cada uno de ellos había un hombre al que sólo se le veía la cabeza. Los alinearon por unos momentos ante el rey y, a continuación, los arrojaron uno tras otro, desde lo alto de la plataforma, a la plaza, donde la multitud, cantando, bailando y vociferando, se los disputaba, al igual que en otros lugares los niños se pelean por coger las golosinas de los bautizos. Todos los que tenían la suerte de atrapar a una víctima y cortarle la cabeza podían ir a cambiar su trofeo por una ristra de cauris que entregaban como prima. Por último, se celebró un desfile militar en el que participó todo el ejército, compuesto por cincuenta mil combatientes, diez mil de los cuales eran amazonas. Una vez finalizado el desfile, fueron martirizados tres grupos de cautivos, a los que les cortaron poco a poco la cabeza con cuchillos sin afilar para alargar el suplicio. De todos los espectáculos, ninguno tan espantoso como éste.»

La «humanidad» de la guillotina
Lo que incitó al doctor Guillotin a solicitar la supresión de la decapitación, no fue la práctica de semejantes horrores, sino un deseo de igualdad republicana. La idea en sí de la abolición de la pena capital ni se la planteaba este filántropo, que simplemente deseaba situar al mismo nivel el infamante colgamiento de los plebeyos y la decapitación de los gentileshombres. En Actes des Apótres, diario monárquico, se publicó:

Guillotin, médico, político, ¡una hermosa mañana imagina
que colgar es inhumano
y poco patriótico! Necesita
un suplicio
que, sin cuerda ni poste, despoje al verdugo
de su oficio.

El duque de Liancourt hizo que la Asamblea Constituyente votara la proposición de instaurar ese suplicio único al que el nombre del médico continúa vinculado. Guillotin afirmaba que con su máquina se podía hacer saltar la cabeza de un hombre en un abrir y cerrar de ojos y sin infligirle ningún sufrimiento. Y ensalazaba las ventajas de este sistema aduciendo unos argumentos que, a grandes rasgos, se puden resumir así:
—delitos iguales son castigados con una pena igual, sean cuales fueren el rango y la situación del culpable;
—el suplicio no varía jamás;
—como el crimen es personal, la familia del que padece el suplicio no es perseguida;
—nadie tiene derecho a reprochar a otro el suplicio sufrido por algún pariente;
—no se lleva a cabo confiscación de bienes;
—el cuerpo de la víctima podrá ser devuelto a la familia.
Cierto que la guillotina, en la que se debería haber pensado antes, señala un enorme progreso en comparación con la gama de suplicios aplicados con anterioridad. Sin embargo, por desgracia, se hizo un uso excesivo de ella durante la época del Terror. Desde que existe, esta curiosa máquina ha fascinado a los criminales. ¿Será la visión de la sangre lo que les atrae? ¿O quizá el brillo de la cuchilla? Lo cierto es que numerosos émulos de Lacenaire, sobre el que la cuchilla se abatió a indecisas sacudidas, han deseado dormir con la Viuda:

Te saludo, mi bella prometida,
a ti, que muy pronto debes estrecharme entre
[tus brazos! ¡A ti dedico mi último pensamiento,
pues contigo estuve desde la cuna!
¡Yo te saludo, oh, guillotina, expiación

último artículo de la ley,
que sustrae el hombre al hombre y lo
[devuelve, limpio de crimen, al seno de la nada, mi esperanza y mi fe!