BRUJOS Hombres que con el apoyo las potencias infernales pueden obrar cuan quieren en consecuncia de un pacto hecho el diablo.
Los hombres sensatos no ven en los brujos sino unos impostores, charlatanes, bellacos, maniáticos, locos, hipocondríacos o tunos, que, desesperando de darse alguna importancia por su propio mérito, se hacían notables por el terror que inspiraban al estúpido vulgo y a los imbéciles.
En tiempos de Carlos IX, hallándose en París más de treinta mil brujos, que fueron desterrados de la capital. Contábanse más de cien mil en Francia bajo el reinado de Enrique III. Cada ciudad, cada lugar, cada aldea y cada choza tenía los suyos.
En esos tiempos, no cesaban de arder las hogueras para la extinción de los brujos; y cuantos más se hacían morir, tanto más se aumentaba su número. Este es el efecto ordinario de las persecuciones: el hombre se revela contra sus tiranos, y abandona por una inclinación natural lo que le es lícito, para hacer lo que se le quiere prohibir.
Mientras que en Francia se quemaba despiadadamente a todo infeliz acusado de brujería, los ingleses, más prudentes, se contentaban con disputar sobre los brujos. El rey Jaime I ha escrito un grueso volumen para probar que éstos mantienen con el diablo un comercio execrable, y que cuantas hazañas se les atribuían, no eran un mero cuento.
Los brujos son culpables de quince crímenes enormes, dice Bodin: 1.°, reniegan a Dios; 2.°, blasfeman; 3.0, adoran al diablo; 4.°, le dedican sus hijos; 5.°, sacrifícanlos antes de ser bautizados; 6.°, conságranlos a Satanás desde el vientre de su madre; 7.°, prométenle atraer cuantos puedan a su servicio; 8.°, juran en nombre del diablo y lo tienen a honra; 9.°, cometen incestos; 10.°, matan a las personas, las hacen cocer y se las comen; 11.0, mantiénense de carroña y de ahorcados; 12.°, hacen morir a los hombres con el veneno y los sortilegios; 13.°, hacen reventar el ganado; 14.°, marchitan los frutos y causan la esterilidad; 15.°, tienen ayuntamiento carnal con el diablo.
He aquí quince crímenes detestables, que todos los brujos cometen, o al menos en mucha parte, y de los cuales el menor merece una exquisita muerte. De modo que no pasaba mes alguno en que no se quemasen en gran número y de los acusados, citados ante el tribunal, los jueces de aquel tiempo condenaban casi siempre a los nueve décimos como brujos y mágicos convencidos de haber hecho pacto con el diablo.
Don Prudencio Sandoval, obispo de Pamplona en su Historia de Carlos V, refiere que dos jóvenes, una de once años y otra de nueve, se acusaron ellas mismas como brujas, delante los miembros del consejo real de Navarra; confesaron que se habían hecho recibir en la secta de los brujos, y se obligaron a descubrir todas las mujeres que lo eran, si se les concedía el perdón. Habiéndoselo prometido los jueces, ambas niñas declararon que viendo el ojo izquierdo de una persona podían conocer si era bruja o no; e indicaron el paraje donde se debían hallar muchas, pues era donde tenían sus reuniones. El consejo mandó a un juez trasportarse al lugar con las dos niñas, escoltado de cincuenta caballeros. Al llegar a cada población o aldea, debía encerrar a aquéllas en una casa separada, y hacer conducir delante de ellas a todas las mujeres de quienes se sospechase, para probar el medio que ellas habían indicado. De esta experiencia resultó que las mujeres que fueron señaladas por las dos jóvenes, como brujas, lo eran realmente. Cuando se vieron en la cárcel declararon que eran más de ciento cincuenta, que cuando una mujer se presentaba para ser recibida en su sociedad, se la daba, si era doncella, un joven bien formado y robusto con quien tenía comercio carnal, y hacíasele renegar de Jesucristo y de su religión. El día en que se celebraba esta ceremonia, veíase aparecer en medio de un círculo un macho cabrío todo negro; apenas hacía oír su voz ronca, todas las brujas se reunían y se ponían a danzar; después de lo cual iban todas a besarle el salvo-honor y hacían luego una comida de queso, pan y vino. Al acabarse este festín, cada bruja cabalgaba con su vecino, transformado en macho cabrío, y después de haberse untado el cuerpo con los excrementos de un sapo, de un cuervo y de muchos reptiles, volaban por los aires, para trasportarse a los lugares donde querían hacer mal.
En su propia confesion ( cuantas no arrancaba el tormento!) dijeron que habían enviado a tres o cuatro personas para obedecer las órdenes de Satanás, quien las introducía en las casas, abriéndoles las puertas y ventanas, las que tenía cuidado de cerrar luego que el maleficio había tenido efecto. Todas las noches que precedían a las grandes fiestas del año, tenían asambleas generales donde hacían muchas cosas contrarias a la religión y a la honestidad. Cuando asistían a la misa, veían la hostia negra; pero si habían formado el propósito de renunciar a sus prácticas diabólicas, la veían de color natural.
Añade Sandoval que el juez, queriéndose asegurar de la verdad de los hechos por su propia experiencia, hizo prender a una bruja vieja y la prometió el perdón con la condición de que haría delante de él todas las operaciones de brujería. Habiendo aceptado la vieja la proposición, pidió la caja de ungüento que se había hallado sobre ella, y subió a una torre con el juez y un gran número de personas. Colocóse delante de una ventana, se untó la palma de la mano izquierda, la muñeca, el nudillo del codo, debajo del brazo, la ingle y el lado izquierdo; después de lo cual gritó, con una voz fuerte: ¿Eres tú? Todos los expectadores oyeron en los aires otra que respondió: Sí, aquí estoy. La bruja púsose entonces a bajar por lo largo de la torre, con la cabeza hacia abajo, sirviéndose de los pies y de las manos a la manera de los lagartos. Al llegar a mitad de la altura, tomó su vuelo en los aires, delante de los asistentes que no dejaron de verla hasta que desapareció en el horizonte. En el asombro que este prodigio había causado a todos, el juez hizo publicar que daría una considerable cantidad de dinero a cualquiera que cogiese a la bruja. Al cabo de dos días le fue presentada por unos pastores que la cogieron. El juez la preguntó porqué no había volado más lejos que pudiese escapar de los que la buscaban, a lo que respondió que su dueño no había querido trasportarla sino a la distancia de tres leguas, y que la había dejado en el campo donde los pastores la hallaron.
El juez ordinario pronunció sentencia contra ciento cincuenta brujas, y fueron entrega- das a la inquisición de Estella, y ni los ungüentos, ni el diablo pudieron darles alas para huir del castigo de doscientos latigazos y de muchos años de prisión que se les hizo sufrir. En Francia, indefectiblemente, hubieran sido quemadas.
Nuestro siglo no está aún exento de brujos. Los hay en todas las aldeas, y hállanse en París, donde el mágico Moreau hacía maravillas, pocos años atrás.
La señorita Lorimier, a quien las artes deben muchos cuadros preciosos, estando en Saint-Hour con otra señora también artista, tomaba desde una roca, situada en el llano, el plano de la ciudad y dibujaba trazando líneas con un lapicero. Los aldeanos empezaron a arrojar piedras a ambas señoras, las cogieron y las condujeron a casa del alcalde, tomán• dolas por brujas. M. Dulaure cuenta en la des• cripción de la Auvernia, un hecho semejante En 1778 los auvernienses creyeron que eran brujos los ingenieros que levantaban el plano de la provincia, y los arrojaron a pedradas
El tribunal correccional de Marsella ha pro nunciado su fallo últimamente sobre una cau sa bien singular. Una joven tenía un amante que debía ser ratificado por un consiguiente matrimonio: pero el amante, infiel a sus pro mesas, quería a otra mujer. En fin, la aman te abandonada, después de haber usado de poder de sus encantos, había recurrido a los de M. M*** que se reputaba muy hábil en brujería y practicaba la magia a escondidas para favorecer a las jóvenes de Marsella, quejosas de sus buenos amigos.
La nueva Ariana se dirigió al viejo doctor pidiéndole si tenía algún secreto para atraer a un infiel, y torcer el cuello a una rival M. M***, que al parecer no carecía de ellos empezó por hacerse dar dinero, y después una gallina negra, el corazón de un buey y unos clavos. Era preciso que todo esto fuese robado, con el dinero podía adquirise legítimamente, el brujo se encargaba de lo demás. Pero sucedió, que no habiendo podido volver a la joven su amante, embargado por los primeros encantos del himeneo, quería al menos aquélla que le fuese devuelto su dinero; de aquí se originó un proceso cuyo fallo condenó a M. M*** a una multa y a dos años de prisión como estafa. En otros tiempos no se le hubiera hecho al brujo esta injuria; hubiera tenido el honor de ser quemado como ministro de Lucifer (1).