ALQUIMIA La Alquimia o la Altaquimia y Química por excelencia, que se llama también filosofía hermética, es esta sublime parte de la química que se ocupa del arte de transformar los metales.
El secreto quimérico de hacer el oro ha estado en boga entre los chinos mucho tiempo antes que de ello se tuviesen las primeras nociones en Europa. Ellos hablan en su libros en términos mágicos de la simiente del oro y del polvo de proyección. Ellos prometen sacar de sus crisoles no solamente el oro, sí que también un remedio específico y universal que procura a los que le toman una especie de inmortalidad.
Zózimo, que vivió a principio del siglo v, es uno de los primeros entre nosotros que haya escrito sobre el modo de hacer oro y plata, o el modo de fabricar la piedra filosofal. Esta piedra es un polvo o un licor formado de diversos metales en fusión bajo una constelación favorable.
Sibon repara que los antiguos no conocían la Alquimia; sin embargo, se ve en Plinio que el emperador Calígula emprendió hacer oro con una preparación de arsénico, y que abandonó su proyecto porque los gastos subían a más que el provecho que podía sacar.
Algunos partidarios de esta ciencia suponen que los egipcios conocían todos sus misterios, pero, ¿cómo se habrían dejado perder tamaños secretos? Más probable es que la Alquimia es una invención de los árabes, quienes tuvieron en otro tiempo muchos brazos ocupados en sus hornillos, en los que siempre encontraban sólo ceniza.
Esta preciosa piedra filosofal, que se llama también elixir universal, agua del sol, polvo de proyección, que tanto se ha buscado y jamás encontrado, procuraría al que tuviese la dicha de poseerlo, riquezas incomprensibles, una salud siempre florida, una vida sin enfermedades y aún, según el parecer de más de un cabalista, la inmortalidad; nada encontraría que le pudiese resistir y sería como un dios sobre la tierra.
Para hacer esta grande obra es menester, según algunos, oro, plomo, hierro, antimonio, vitriolo, soliman, arsénico, tártaro, mercurio, agua, tierra y aire, a lo que se debe unir un huevo de gallo, saliva, orines y excremento humano. Un filósofo ha dicho también, y con razón, que la piedra filosofal era una ensalada y que para ella se necesitaba sal, aceite y vinagre.
Otros dan esta receta como el verdadero secreto de hacer la obra hermética: Poner una vasija de vidrio muy fuerte, en baño de arena, elixir de Aristéo con bálsamo de mercurio e igual peso del más puro oro de vida o precipitado de oro, y la calcinación que quedará al fondo de la vasija se multiplicará cien mil veces.
Si no se sabe cómo procurarse el elixir de Aristéo y el bálsamo de mercurio puede pedirse a los espíritus cabalísticos o, si se prefiere, al demonio barbudo del que hablaremos luego.
Como el poseedor de la piedra filosofal sería el más glorioso, el más poderoso, el más rico y el más dichoso de los mortales, que lo convertiría todo en oro a su voluntad y gozaría de todos los bienes de este mundo, no nos debemos admirar de que tanta gente haya pasado su vida en los hornillos para descubrirla. El emperador Rodolfo nada deseaba tanto como encontrarla. El rey de España Felipe II empleó sumas inmensas en hacer trabajar los alquimistas en la conversión de los metales, sin obtener nada. Todos cuantos han seguido sus pasos han tenido la misma suerte, de modo que se ignora aún cuál es el color y la forma de la piedra filosofal.
Los alquimistas suponen allá en sus sueños que muchos sabios la han poseído; que Dios la enseñó a Adán, quien comunicó el secreto a Enoch y de quien fue bajando por grados a Abraham, a Moisés, a Job, que multiplicó sus bienes siete veces por medio de la piedra filosofal; a santo Domingo, a Parecelso y finalmente al famoso Nicolás Flamel. Citan con respeto algunos libros de filosofía hermética que atribuyen a María, hermana de Moisés, a Hermes Trismejisto, a Demócrito, a Aristóteles, a santo Tomás, etc., etc. La caja de Pandora, el vellocino de oro de Jason, la roca de Sisifo, el muslo de oro de Pitágoras, sólo es, según ellos, la obra magna. Añaden aquellos delirantes que encuentran todos sus misterios en el Génesis y en el Apocalipsis principalmente (del que hacen un poema en alabanza de la alquimia), en la Odisea y en las Matamórfosis de Ovidio. Los dragones que velan, los toros que respiran fuego, son emblemas de los trabajos herméticos. Gabino de Montluisan, gentil hombre, ha dado también una extravagante explicación de las figuras extrañas que adornan la fachada de nuestra Señora de París, en las que veía una historia completa de la piedra filosofal. El Padre Eterno,extendiendo los brazos y sosteniendo un ángel en cada una de sus manos, anuncia bastante, según él dice, la perfección de la obra concluida.
Otros aseguran que no puede poseerse el gran secreto sino con el socorro de la magia; llaman demonio barbudo al que se encarga de enseñarla, y quien, según dicen, es un demonio muy viejo. Encuéntranse para apoyo de esta opinión, en muchos libros de conjuraciones mágicas, fórmulas para evocar los demonios herméticos. Cedreno, que creía esto, cuenta que un alquimista presentó al emperador Anastasio, como obra de su arte, un freno de oro y pedrerías para su caballo. El emperador aceptó el regalo e hizo meter al alquimista en una prisión donde murió; después de lo cual, el freno se volvió negro, con lo que se creyó que el oro de los alquimistas sólo es una farsa del diablo; pero muchas anécdotas prueban que no es más que una farsa de los hombres.
Un empírico que pasó por Sedan, dio a Enrique I, príncipe de Bullon, el secreto de hacer oro, que consistía en fundir en un crisol un gramo de polvo rojo que él le dio, con algunas onzas de litargirio. El príncipe hizo la operación en presencia del charlatán y sacó tres onzas de oro de tres granos de aquel polvo, lo que le puso más contento que admirado, y el adepto para acabar de seducirle le regaló todo su polvo transmutable.
Había de él trescientos mil granos, con los que creía él poseer cien mil onzas de oro. El filósofo llevaba prisa en su viaje, pues debía llegar a Venecia para asistir a la gran reunión de filósofos herméticos; nada le había quedado, pero sólo pedía veinte mil escudos; el duque de Bullon le dio cuarenta mil y le despidió con honor.
A su llegada a Sedan, el charlatán había hecho comprar todo el litargirio que tenían los boticarios, a quienes lo volvió a vender, cargado de algunas onzas de oro. Cuando aquel litargirio estuvo concluido, el príncipe no hizo más oro, no vio más al empírico, y quedó chasqueado en sus cuarenta mil escudos.
Jeremías Medero, citado por Delrío, cuenta un chasco casi del todo igual que otro adepto dio al marqués Ernesto de Bade. Todos los soberanos se ocupaban antiguamente de la piedra filosofal, la que buscó por mucho tiempo la famosa Isabel. Juan Gautier, barón de Plumerolles, se alababa de saber hacer oro. Carlos IX, engañado por sus promesas, le mandó dar ciento veinte mil libras y el adepto puso manos a la obra, pero después de haber trabajado ocho días, huyó con el dinero del monarca. Corrióse en su persecución y fue preso y ahorcado.
En 1616 el gobierno francés dio también a Guido de Grusemburgo veinte mil escudos para trabajar en la Bastilla a fin de hacer oro: huyóse pasadas tres semanas, con los veinte mil escudos, y no se le volvio a ver en Francia.
Enrique VI, rey de Inglaterra, se vio reducido a tal grado de necesidad que, según Evelino en su numismática, intentó llenar sus cofres con la ayuda de la alquimia. El encabezamiento de este singular proyecto contiene las protestas más solemnes y más serias, sobre la existencia y virtudes de la piedra filosofal, animando a los que se ocupasen de ella, anulando y condenando todas las anteriores prohibiciones. Créese que el libelo de este encabezamiento fue comunicado por Selden, archivero mayor, a su íntimo amigo Ben Johnson, cuando componía su comedia el Alquimista.
Así que se publicó esta real cédula, muchos hicieron tan hermosas promesas de lograr lo que el rey deseaba, que al año siguiente S. M. publicó otro edicto en el que declaró a sus súbditos que la hora tan deseada se acercaba ya, y que por medio de la piedra filosofal que pronto iba a poseer, pagaría las deudas del Estado en oro y plata acuñados…
Carlos II pensaba también en la alquimia, y las personas ocupadas en operar en la obra magna eran tan de nota como ridícula era la cédula, porque la formaban monjes, drogueros, tenderos y atuneros, y la cédula fue concedida; authoritate parlamenti.
Los alquimistas eran llamados antiguamente multiplicadores, como se ve por el estauto de Enrique IV de Inglaterra que no creía en la alquimia. Este estatuto se encuentra en la cédula siguiente de Carlos II.
“Nadie de hoy en adelante se atreverá a multiplicar el oro ni la plata, ni emplear la superchería de la multiplicación bajo la pena de ser tratado y castigado por felonía.”
Léese aún en las curiosidades de la literatura, que una princesa inglesa, muy amiga de la alquimia, encontró un hombre que suponía tener el poder de cambiar el plomo en oro, y este filósofo hermético, pedía únicamente los materiales y el tiempo necesario para ejecutar la conversión que había prometido. Fue llevado a la casa de campo de su protectora, donde se construyó para él un vasto laboratorio, y a fin de que no se le estorbase se prohibió a todos la entrada. Hizo él, de modo que su puerta diese vueltas: así que recibía la comida sin ver y sin ser visto, y sin que nada pudiese distraerle de sus sublimes contemplaciones.
Durante dos años que estuvo en el castillo no consintió en hablar con nadie, ni aún con la princesa, y cuando por primera vez se vio ésta introducida en su laboratorio, vio con grata admiración alambiques, calderas inmensas, largos cañutos, hornos, hornillos y tres o cuatro fuegos infernales, encendidos en diferentes lados de esta especie de volcán; no contempló con menos veneración la ahumada figura del alquimista, pálido, descarnado y debilitado por sus operaciones y vigilias, quien la reveló en una jerga ininteligible los resultados que obtuvo, y ella vio o creyó ver bocas de minas de oro esparramadas por su laboratorio.
Entretanto el alquimista pedía continuamente un nuevo alambique o inmensas cantidades de carbón, y la princesa, a pesar de su celo, que veía ya gastada gran parte de su fortuna para abastecer las demandas del filósofo, empezó a regularizar los vuelos de su imaginación con los consejos de la prudencia. Ya habían transcurrido dos años en que se habían gastado inmensas cantidades de plomo y aún no veía más que plomo: descubrió sus ideas al físico y éste le confesó sinceramente que él mismo estaba sorprendido de la lentitud de sus progresos, pero que iba a redoblar sus esfuerzos y a aventurar una laboriosa operación de la que había creído poderse pasar sin ella hasta entonces. Su protectora se retiró, y las doradas visiones de la esperanza recobraron todo su primer imperio.
Un día que ella estaba comiendo, un horrible grito seguido de una explosión parecida a la de un cañón del mayor calibre, se dejó oír y al momento se dirigió con sus criados al aposento del alquimista en el que encontraron dos largas retortas rotas, una gran parte del laboratorio incendiada y al físico quemado de los pies a la cabeza.
Elías Ashmole en su cotidiana del 13 mayo de 1655, escribe:
“Mi padre Backhousse (astrólogo que le había adoptado por hijo, conforme a la práctica de los adeptos), estando enfermo en Fleetstret, cerca de la iglesia de San Dustan, y encontrándose a las once de la noche a punto de expirar, me reveló el secreto de la piedra filosofal, única herencia que me dejó con su muerte.” Por esto sabemos que un desgraciado que conocía el arte de hacer el oro, vivía sin embargo de limosnas y que Asmhole creía firmemente ser poseedor de la tal receta.
Asmhole, sin embargo, ha elevado un monumento harto curioso de las sabias locuras de su siglo, en su teatro químico británico. Aunque éste sea más bien un historiador de la Alquimia que un adepto en esta frívola ciencia, el curioso pasará ratos divertidos recorriendo el tomo en 4.° en el que ha reunido los tratados de varios alquimistas ingleses. Esta colección presenta diversos lances de los misterios de la secta de los empíricos, y Asmhole cuenta algunas anécdotas mucho más maravillosas que las quiméricas invenciones de los árabes, dice de la piedra filosofal que de ella sabe bastante para callarse y que no sabe bastante para hablar.
La Química moderna no ha perdido sin embargo las esperanzas, por no decir la certeza, de ver un día verificados los dorados sueños de los alquimistas. El doctor Girtanner de Gottingue últimamente ha aventurado la profecía de que en el siglo xIx sería generalmente conocida la transmutación de los metales; que todos los alquimistas sabrán hacer oro; que los instrumentos de cocina serán de oro y de plata, lo que contribuirá mucho a alargar la vida, que en el día se encuentra comprometida por los óxidos del cobre, del plomo, del hierro que tragamos con nuestros alimentos.
Acabaremos con una anécdota que merece colocarse aquí. Había en Pisa un usurero muy rico llamado Grimaldi, que había reunido inmensas sumas a fuerza de tacañerías; vivía solo y muy mezquinamente, no teniendo criado, porque le habría tenido que pagar su salario; ni perro, porque le habría debido alimentar. Una noche en que había cenado en casa de un amigo y que se retiraba solo y muy tarde, a pesar de la lluvia que caía en abundancia, alguno que le esperaba cayó sobre él para asesinarle. Al sentirse Grimaldi herido de una puñalada, entró en la tienda de un platero que por casualidad estaba aún abierta. Este platero, lo mismo que Grimaldi, pretendía hacer fortuna, pero por otro camino que el de la usura, pues buscaba la piedra filosofal, y como aquella noche hacía una gran fundición, había dejado su tienda abierta para templar el calor de sus hornillos.
Tacio (así se llamaba el platero) habiendo reconocido a Grimaldi, le preguntó qué hacia a aquella hora en la calle: “¡ay de mí!, contestó Grimaldi, acabo de ser asesinado”, y al decir esto se sienta y muere. Esta desgracia ponía a Tacio en el más extraño embarazo. Pero pensando pronto que todos los vecinos estaban dormidos o encerrados por causa de la lluvia y que él estaba solo en su tienda, concibió un proyecto atrevido y que sin embargo le parecía fácil. Nadie habia visto entrar en su casa a Grimaldi, y declarando su muerte se podía sospechar de él; así es que cerró su puerta y pensó cambiar en bien esta desgracia, lo mismo que pensaba cambiar el plomo en oro.
Tacio sabía ya o sospechaba las riquezas de GriMaldi; empezó por registrarle y habiéndole encontrado en sus faltriqueras junto con algunos dineros un grueso manojo de llaves, resolvió probar las cerraduras del difunto. Grimaldi no tenía parientes, y el alquimista no encontraba a mal instituirse su heredero, por lo que, provisto de una linterna, emprendió su camino.
Hacía un tiempo horrible, pero no se arredró por ello. Llega en fin, prueba las llaves, entra en el aposento, busca la caja y después de muchos trabajos consigue abrir todas las cerraduras. Encuentra anillos de oro, brazaletes, diamantes y cuatro sacos en cada uno de los cuales leyó con alegría tres mil escudos en oro. Apodérase de ellos y regresa a su casa sin que nadie le hubiese visto.
De vuelta guarda al punto sus riquezas, después de lo cual pensó en enterrar al difunto; le toma en brazos, le lleva a su bodega y habiendo hecho un hoyo de cuatro pies de profundidad le entierra con sus llaves y vestidos; finalmente vuelve a cubrir la hoya con tanta precaución que no se reparaba que en aquel lugar se hubiese siquiera tocado la tierra.
Hecho esto, corre a su aposento, abre sus sacos, cuenta su oro y encuentra las sumas perfectamente conformes con los rótulos. En seguida colocólo todo en un armario secreto y fuese a acostar porque el trabajo y la alegría le habían cruelmente fatigado.
Algunos días después, no apareciendo Grimaldi, abriéronse sus puertas por orden de la justicia y quedaron todos sumamente admirados de no encontrar en su casa dinero. Hiciéronse vanas pesquisas por mucho tiempo y solamente cuando ya no se hablaba de él, fue cuando Tacio aventuró algunos dichos acerca de sus descubrimientos químicos. Se le burlaban a la cara, pero él sostenía con tesón los adelantos que iba haciendo, graduando con destreza sus discursos y alegría. Finalmente habló de un viaje a Francia para ir a vender los resultados obtenidos, y a fin de representar mejor su papel, fingió tenía necesidad de dinero para embarcarse. Pidió prestados cien florines sobre un cortijo. Creyósele del todo loco, pero no por eso dejó de marchar, mofándose en su interior de sus conciudadanos, que se burlaban de él a las claras.
En tanto llegó a Marsella, cambió su oro en letras de cambio contra buenos banqueros de Pisa y escribió a su mujer que había ya vendido sus efectos. Su carta infundió tal admiración en todos los ánimos, que duraba aún a su llegada a la ciudad. Tomó un aire triunfante al entrar en su casa, y para añadir pruebas sonantes a las verbales que daba de su fortuna, fue a buscar doce mil escudos de oro en casa de los banqueros. Era casi imposible negarse a tal demostración. Contábase por todas partes su historia, y exaltábase por doquier su ciencia, y pronto fue puesto al nivel de los sabios y obtuvo a la vez la doble consideración de rico y de hombre de genio.
Cuéntase igualmente que un adepto que se decía poseedor de la piedra filosofal pidió una recompensa a León X, y este Pontífice, protector de las artes, encontró justa su pretensión y le dijo volviese al otro día; acudió alegre el charlatán, pero León le mandó dar una gran bolsa vacía, diciéndole que ya que sabía hacer oro, sólo necesitaba una bolsa para meterlo; el conde de Ocseustiern atribuye esta contestación al papa Urbano VIII, a quien un adepto dedicó un tratado de alquimia.
En el día, aunque se hayan disipado un tanto nuestros primeros errores, la lista de los que para encontrar la piedra filosofal alambican aún raíces de coles, uñas de topos, acederas, hongos, el sudor del sol, salivazos de la luna, pelos de gato, ojos de sapo, flor de estaño, etc., en Francia y aun sólo en París, llenaría tomos enteros.
Ved ahí la definición que un autor moderno ha dado de la alquimia: “Es un arte rico en esperanzas, liberal en promesas, ingenioso para las penas y fatigas, cuyo principio es mentir, el medio trabajar y el fin mendigar”. Véase a Paracelso, Flamel, etc.
Tratado de Química filosófica y hermética, enriquecido con las operaciones más curiosas del arte, impreso en París el año 1725, en 12.°, con aprobación firmada por Audry, doctor en medicina y privilegiado del rey.
“Al principio, habiéndolo bien considerado los sabios, han reconocido que el oro engendra oro y la plata plata, y pueden multiplicarse en sus especies.
“Los antiguos filósofos, trabajando por la vía seca, han sacado una parte de su oro volátil y le han reducido a sublimado, blanco como la nieve y reluciente como el cristal, y han convertido la otra parte en una sal fija, y de la conjunción del volátil con el fijo han hecho su elixir.
“Los filósofos modernos han extraído del mercurio un espíritu ígneo, mineral, vegetal y multiplicativo, en cuya concavidad húmeda está oculto el mercurio primitivo o quinta esencia católica; esto es universal. Por medio de este espíritu se atrae el germen espiritual contenido en el oro, y por esta vía, que han llamado vía húmeda, su azufre y su mercurio han sido hechos; el mercurio de los filósofos no es sólido como el metal, ni muelle como el azogue, sino un intermedio.
“Han tenido este secreto oculto por mucho tiempo, porque es el principio, medio y fin de la obra; vamos a descubrirle para el bien de todos.
“Para hacer la obra es pues menester: 1. Purgar el mercurio con sal y vinagre. 2. Sublimarle con vitriolo y salitre. 3. Disolverle en el agua fuerte. 4. Sublimarle de nuevo. 5. Calcinarle y fijarle. 6. Disolver una parte por deliquio en la gruta, donde se resolverá en licor o aceite. 7. Destilar este licor para separar el agua espiritual, el aire y el fuego. 8. Meter este cuerpo mercurial calcinado y fijado en el agua espiritual o espíritu líquido mercurial destilado. 9. Putrificarlos reunidos hasta que se ennegrezcan; después en la superficie se elevará un espíritu, un azufre blanco inodoro que también se llama sal amoníaco. 10. Disolver esta sal amoníaco en el espíritu mercurial líquido, luego destilarle hasta que todo llegue a licor y entonces quedará hecho el vinagre de los sabios. 11. Esto hecho, será menester pasar del oro al antimonio por tres veces y después reducirle a cal. 12. Poner esta cal de oro en vinagre muy agrio, dejarla putrificar y en la superficie del vinagre se elevará una tierra en hojas del color de las perlas orientales; es necesario sublimarle de nuevo hasta que esta tierra sea muy pura, y entonces tendréis hecha la operación de la grande obra.
“Para el segundo trabajo, tomad una parte de esta cal de oro y dos de la agua espiritual cargada de su sal amoníaco; poned esta noble confección en un vaso de cristal de forma de huevo, y tapadle herméticamente; mantened un fuego suave y continuo; el agua ígnea disolverá poco a poco la cal de oro; se formará un licor que es el agua de los sabios, y su verdadero cahos, conteniendo las calidades elementares: cálido, seco, frío y húmedo. Dejad putrificar esta composición hasta que se vuelva negra; y esta negrura, que se llama la cabeza de cuervo y el saturno de los sabios, da a conocer al artista que ya está en buen camino.
“Pero para quitar esta negrura fétida, que se llama también tierra negra, débese hacer hervir de nuevo hasta que el vaso no presente más que una sustancia blanca como la nieve. Este grado de la obra se llama el Cisne. Es necesario en fin fijar con el fuego, este licor blanco que se calcina y se divide en dos partes, la una blanca por la plata, y la otra roja por el oro; entonces quedarán cumplidos los trabajos y poseeréis la piedra filosofal.
“En las varias operaciones se pueden sacar varios productos. Al principio el leon verde que es un líquido espeso que se llama también azoote y que hace salir el oro oculto en los materiales innobles; el león rojo que convierte los metales en oro es un polvo de un rojo vivo; la cabeza de cuervo, llamada también la vela negra del navío de Theseo, depósito negro que precede al leon verde y cuya aparición a los cuarenta días promete el buen resultado de la obra, sirve para la descomposición y putrefacción de los objetos de que se quiere sacar el oro; la pólvora blanca que transmuta los metales blancos en plata fina; el elixir rojo, con el cual se hace el oro y se curan todas las heridas; el elixir blanco, con el cual se hace la plata y se procura una vida sumamente larga. Llámasele también la hija blanca de los filósofos, y todas estas variedades de la piedra filosofal, vegetan y se multiplican?’
El resto del libro está por el mismo estilo, y contiene todos los secretos de la alquimia aldescubierto. Véase Bálsamo universal, Elixir de la vida, Oro potable, Aguila celeste, etc