MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los Suplicios, La Estaca, simbolo de poder falico

La estaca, símbolo de poder fálico
Desde diversos puntos de vista, el apalea miento recuerda la flagelación, y su práctica n( es menos arcaica: las pirámides de Egipto, la: murallas de Nínive y las fortificaciones de Mice nas fueron construidas a estacazos. El empleo d( este método valió la pena… si no consideramos el sufrimiento ajeno. Símbolo de poder fálico, 11 estaca doma a las mujeres, intimida a los esclavos y castiga a los culpables. A veces tiene pode. res mágicos, como, por ejemplo, en manos de Moisés o en las de las hadas. Cura enfermedades, facilita los partos, apacigua la cólera divina y endurece el trasero de los esclavos que, gracias a ella, pueden venderse a mejor precio.
Cada pueblo tenía su manera particular de apalear. Los turcos, por ejemplo, se centraban en el dorso de los pies, mientras que los romanos golpeaban, por este orden, la espalda, el vientre y los muslos, con ramas de olmo, de abedul o de fresno. Totalmente desnudos por orden de los lictores, los condenados a menudo sufrían la pena del escorpión, es decir, la flagelación con un palo rugoso o cubierto de espinas. Era preferible eso a la bofetada china, propinada en pleno rostro con una ancha tira de cuero, o al apaleamiento con láminas de hierro que se infligía a los primeros cristianos.
Los chinos eran partidarios de la estaca, y la aplicaban con severidad. El mínimo eran veinte golpes. Además, los fustigadores debían postrarse ante el juez y agradecerle su indulgente y paternal método correctivo. Con frecuencia, las nalgas desnudas del condenado sufrían la caricia de un bambú biselado: los golpes se asestaban paralelamente y su intensidad iba creciendo de modo progresivo, hasta que se acababa por no distinguir ningún rastro en la masa de carne enrojecida.

La Biblia (siempre volvemos a ella) alude al garrote de los faraones, los reyes de Babilonia y los seleúcidas. Nadie se libraba del correctivo, ni siquiera Eleazar, quien al sufrirlo dio a la juventud un hermoso ejemplo de valor y virtud. Los judíos limitaban el uso de la estaca (lo mismo que el del látigo) a cuarenta golpes. «Si cuando entre algunos hubiere pleito, y llegado el juicio, absolviendo los jueces al justo y condenando al reo, fuere el delincuente condenado a la pena de azotes, el juez le hará echarse a tierra y le hará azotar conforme a su delito, llevando cuenta de los azotes, pero no le hará dar más de cuarenta, no sea que pasando mucho de este número quede tu hermano afrentado ante ti» (Deuterono mio, XXV, 1-4).

El apaleamiento podía resultar mortal cuando se aplicaba a una persona enferma del corazón. El presidiario Castellan pereció por este motivo. «Castellan fue conducido ante el comisario y condenado a recibir cincuenta azotes de cuerda. Los “divertidos”, como el comisario llamaba a sus ejecutores, golpearon con todas sus fuerzas, sin la menor consideración. A los primeros golpes, el desgraciado empezó a lanzar espantosos gritos; a partir de los treinta su voz prácticamente se extinguió; al llegar a los cuarenta, comenzó a exhalar apagados suspiros; luego, se calló. Cuando el apaleamiento finalizó, Castellan estaba muerto» (Histoire des Bagnes, tomo I, p. 546). Los presidiarios, que solían ser azotados con cuerdas, encontraban un ligero alivio mordiendo su gorro o la camisa que les introducían en la boca para que no se oyeran sus gritos. En sus Mémoires, Poulmann nos describe el suplicio desde el punto de vista de la víctima:
«Fui… despojado de mi casaca y mi camisa, y atado boca abajo en un banco de alrededor de un metro de longitud. El ejecutor, armado con una soga alquitranada del grosor de una vela, esperaba con los brazos cruzados que le ordenaran comenzar.
»Al sonar un segundo silbido, la soga cayó sobre mi espalda.
»Un ayudante contaba los golpes.
»La primera sensación de dolor fue tan intensa, que un grito escapó de mi pecho. Luego, me callé y soporté los cincuenta golpes sin manifestar ningún signo de sufrimiento. Cuando todo hubo terminado se dieron cuenta de que había dejado en el banco la marca de mis dientes.
»Pero eso fue todo.
»En cuanto el ayudante gritó “¡Bastar, vertieron chorros de vinagre eñ mi espalda magullada y sangrante, y a continuación la cubrieron con una capa de sal.
»¡Es imposible describir el insoportable dolor que sentí!
»Aquello era demasiado para las fuerzas de un hombre; estaba exhausto.
»Perdí el conocimiento.
»Debo decir que rociar las llagas vivas con vinagre y sal no es, como podría creerse, un cruel refinamiento, sino, por el contrario, un acto de humanidad. Al principio el dolor es atroz, pero gracias a esta mezcla las llagas cicatrizan con rapidez y las magulladuras desaparecen.»

En cambio, el uso de las disciplinas en el penal de Cayena sí constituía un acto de crueldad refinada. Barthélemy Poncet, que desnudo, atado a unas anillas y amordazado, sufrió este castigo, explica:
«Las disciplinas se componen de cuatro, seis u ocho sogas, gruesas como el mango de un portaplumas, alquitranadas y curvadas por un extremo, que se introducen en un mango formando un haz» (Histoire des Bagnes, tomo II, p. 196)

DEMONOLOGIA

LECHIES, LECHIANOS

LECHIES O LECHIANOS

Demonios de Madera, especie de sátiros entre los rusos que les dan un cuerpo humano desde la parte superior hasta la cintura, con cuernos, orejas y una barba de cabra y de cintura abajo en forma de chibo.

Cuando van por los campos, se ponen al nivel de la hierba, pero cuando corren por los bosques se levantan hasta el de los árboles más altos. Sus gritos son horribles; van divagando sin cesar, toman una voz que les es conocida y extravían a los viajeros, llamándoles a sus cavernas donde se complacen en hacerles cosquillas hasta matarlos.

DEMONOLOGIA

Walt duque del infierno

WALT Grande y poderoso duque del imperio infernal, que tiene la forma de un dromedario enorme y terrible.

Si toma la forma humana habla en lengua egipciaca. Inspira amor a las mujeres, conoce el porvenir, lo presente y lo pasado; es del orden de las potencias y le obedecen treinta y seis legiones.

DEMONOLOGIA

La muerte

MUERTE La muerte, tan poética porque toca a las cosas inmortales, tan misteriosa por su silencio, debía tener entre el pueblo mil maneras de anunciarse. Unas veces se dejaba prever por el sonido de una campana, que tocaba por ella sola ; otras, el que debía morir oía pegar tres golpes en el techo de su cuarto. Un religioso de san Benito pronto a abandonar el mundo encontraba en el suelo de su celda una corona blanca. Una madre que perdía a su hijo en lejanos países era en seguida advertida de ello por sueños. Los que niegan el presentimiento, no conocerán jamás los secretos caminos por los cuales se comunican de un extremo al otro del mundo dos corazones que se aman.

De todos los espectros de este mundo. la muerte es el más horrible. En un año de carestía, un labrador se encontraba en medio de cuatro niños que llevan sus manos a la boca, que piden pan, y que nada tiene para darles… La desesperación se apodera de él; coge un cuchillo y degüella a los tres niños mayores; el menor, a quien iba a herir también, se arroja a sus pies y exclama: “¡Oh, no me ma• téis, padre mío, ya no tengo hambre!”
En los ejércitos persas, cuando un simple soldado estaba muy enfermo, llevábanlo a al• gún bosque vecino, con un pedazo de pan, un poco de agua, y un palo para defenderse contra los animales feroces, mientras tuviese fuerza. Estos infelices eran de ordinario devorados. Si escapaba alguno y volvía a su casa, todo el mundo huía de él, como de un demonio o una fantasma, y no se le permitía comunicar con nadie hasta ser purificado por los sacerdotes. Persuadíase que tenía estrechos lazos con el demonio, pues las fieras no le habían devorado, y había recobrado sus fuerzas sin socorro alguno.
Los egipcios antes de tributar a los reyes los honores fúnebres, les juzgaban ante el pueblo, y les privaban de sepultura si se habían portado como tiranos.
En Bretaña se cree que los muertos abren los párpados a medianoche; y en Plonerden, cerca Landerneau, si no se cierra el ojo quierdo de un muerto, uno de sus más cerca• nos parientes está amenazado de dejar de exis• tir dentro de poco.
Difícil será enumerar las supersticiones que los diferentes pueblos se han formado sobre la muerte, pues cada uno las tiene diferentes y cada uno a cual más ridículas.

DEMONOLOGIA

Satanas

SATANAS Demonio de primer orden, jefe de los demonios y del infierno según los teólogos; demonio de la discordia según los demonómanos, príncipe revolucionario y jefe del partido de la oposición en el gobierno de Belzebut. Cuando los ángeles se rebelaron contra Dios.

Satanás gobernador entonces de una porción del Norte del cielo, se puso al frente de los rebeldes ; fue vencido y precipitado al abismo donde gobernó pacíficamente hasta el día, desconocido por nosotros, en que Belzebut, logró destronarle y reinar en su lugar, lo que probablemente está haciendo aún hoy día; y como Satanás lo pone todo en juego para recobrar su corona, la que seguramente no le place de ver en las sienes de otro, los historiadores, lisonjeros como de costumbre, le tratan de rebelde para adular al príncipe reinante. Miltón dice que Satanás por su estatura se parece a una torre, y en otro lugar la fija a unos cuarenta mil pies.

DEMONOLOGIA

Infierno

INFIERNOS Los antiguos, la mayor parte de los modernos y sobre todo los cabalistas, colocan el infierno en el centro de la tierra. El doctor Surinden en sus indagaciones sobre el fuego del infierno pretende que éste se halla en el sol, porque el sol es el fuego eterno. Algunos han añadido que los condenados mantienen este fuego en una continua actividad, y que las manchas que se ven en el disco de aquel planeta después de las grandes revoluciones y catástrofes, las producen el gran mero de gentes que allá se envían…
Según Milton, el abismo donde fue preci talo Satanás está a tanta distancia del ci como tres veces el centro del globo de la tremidad del polo. Puédese calcular esta tancia: el sol, que está en el centro del m do, dista de Saturno, el planeta conocido r lejano en tiempo de Milton, 330.000.000 leguas ; de suerte que el infierno dista del cs
lo 990.000.000 de leguas (1).
El infierso de Milton es un enorme globo, rodeado de una triple bóveda de fuego devorador, y está colocado en el seno del antiguo caos y de la noche informe. En él se ven cin• co ríos : el Estigio, execrable manantial consagrado al odio; el Aqueronte, río negro y profundo habitado por el dolor; el Cocito, llamado así por los penetrantes y lastimeros gemidos que en sus fúnebres orillas resuenan; el ardiente Flegeton, cuyas corrientes preci. pitadas en torrentes de fuego conducen a los corazones la rabia y la cólera, y, en fin el tranquilo y apacible Leteo, que pasea sus silenciosas aguas en cauce serpentino y tortuoso.
Extiéndese más allá de este río una zona desierta, oscura y helada, incesantemente ata• cada por las tempestades y por un diluvio de enorme granizo, que en *vez de derretirse al caer, ,se levanta en montones, semejante a los ruinosos restos de antigua pirámide. El frío produce allí los efectos del fuego, y el aire helado que se respira quema y abrasa. Horribles pozos y abismos de perpetua nieve helada rodean este lugar de padecimientos e infortu• nios. Allí es a donde los réprobos son arras•’ trados en determinado tiempo por las furias en sus alas de arpías. Sienten sucesivamente los malvados los tormentos de las dos extre• midades de temperatura, tormentos que por su rápida sucesión son aún mucho más espantosos. Arrancados de su lecho de fuego devorador, son arrojados encima de montones de hielo; inmóviles, casi sin sentido, son lívidos y cárdenos sus miembros, su frío es como el de una fiebre consumidora, que hiela y abrasa a la par, y de este lugar tan horrible son de nuevo arrojados en medio del brasero infernal. Así pasan continuamente de uno a otro, ambos a cuál más horroroso, y para colmarto cada vez atraviesan el Leteo ; bien se esfuerzan, al pasarlo esperan la onda encantadora; sólo una gota desean de ella, pues bastaría una sola para hacerles perder el dulce olvido el sentimiento de todos sus males. ¡Ay de mí, cercanos están a este momento de eterna felicidad!, pero vanos son sus esfuerzos, el destino lo prohibe. Medusa, con sus terribles y penetrantes miradas y con su cabeza herizada de culebras, se opone, y así, bien como aquella que tan en vano perseguía Tantalo, el agua fugitiva huye de los labios que con tanto afán desean.
A la entrada de los infiernos se ven dos figuras horrorosas: una que representa a una mujer hermosa hasta la cintura y termina por una larga cola de serpiente, retortijada en grandes anillos cubiertos de dura escama, y armada en su extremo de un venenoso y mortal aguijón. Alrededor de sus riñones tiene atado, con una gruesa cadena, un enorme perro con siete cabezas, que abriendo continuamente sus anchas gargantas de cerberos, hiere los aires con los más espantosos ahullidos. Este monstruo es el Pecado, hijo sin madre, salido de la mente de Satanás; en su poder están las llaves del infierno. La otra figura (si así se puede llamar a un espectro informe, a un fantasma que carece de substancia y de miembros), negra como la noche, fiera como las furias, terrible como el infierno, agita en sus manos un terrible dardo, y al parecer su cabeza tiene la apariencia de una corona real. Este monstruo es la Muerte, hija de Satanás y del Pecado. Tal es el infierno de Milton,

Luego que el hombre se hizo culpable, la Muerte y el Pecado construyeron un sólido y largo camino sobre el abismo. Su inflamada boca recibió pacientemente un puente, cuya extraordinaria longitud se extendió desde la orilla de los infiernos hasta el más lejano punto de este frágil mundo. Con auxilio de esta comunicación los espíritus malignos pasan y recorren la tierra para corromper a los hombres.
Y si la morada de los réprobos es tan horrorosa, sus habitantes no lo son menos. Cuando con ronco y lúgubre sonido la infernal trompeta llama a los moradores de las eternas sombras, el Tártaro se estremece en sus negros y profundos abismos; el aire tenebroso responde con prolongados gemidos (1) . Al momento los poderes del abismo corren con precipitados pasos; ¡ cielos, cuán espantosos y horribles son estos espectros!, el terror y la muerte habitan en sus ojos; algunos con figura humana tienen los pies de animales feroces, y sus cabellos están entrelazados con culebras.
Se ven inmundas arpías, centauros, esfinges, gorgonas, que ahullan y devoran ; hidras, pitones y quimeras que vomitan torrentes de llamas y humo ; mil monstruos, los más extraordinarios y horribles que jamás haya podido soñar humana imaginación, están unos con otros confundidos y colocados a derecha e izquierda de su sombrío monarca. Sentado en medio de ellos, tiene en la mano un cetro tosco y pesado ; su soberbia frente, armada de largos cuernos, es mayor que la roca más inmensa. Calpe y el desmesurado Atlas serían, al lado del jefe de las inflamadas regiones, unas pequeñas colinas (2).
Una horrible majestad retratada en su feroz semblante, acrecienta el terror y redobla su orgullo. Su mirada, tal como un funesto corneta, brilla con el fuego de los venenos de que están henchidos sus ojos. Una barba larga, espesa y encrespada, le cae sobre su, velludo pecho; su boca, de la que se despren- den gotas de sangre impura, se abre como un vasto abismo y exhala un aliento corrompido y venenoso envuelto en torbellinos de llamas y humo, que se precipitan como del cráter del Etna los torrentes de llamas y betunes. Al eco de su voz terrible el abismo tiembla, Cerbero calla aterrado, la hidra enmudece, el Cocito detiene el curso de sus aguas.
Todas estas pinturas son hijas tan sólo de la imaginación de los poetas. Difícil, sino imposible, sería el referir las opiniones que del infierno se han formado los diferentes pueblos ; basta sólo decir que son muy diversas y a cuál más extravagante.
Dante coloca la boca del infierno debajo de Jerusalén y la forma de éste es semejante, dice, a un coro puesto al revés. El espacio que se encuentra entre la puerta del infierno hasta el río Aqueronte se divide en dos partes; en la primera están las almas de todos los que vivieron sin reputación; en la segunda los niños muertos antes del bautismo, cuyas sombras arrojan continuos gritos. Bien podríamos transcribir aquí todas las descripciones que este poeta nos ha hecho del infierno, pero no lo hacemos porque bastan ya las que acabamos de trasladar.

(1) El Tamo.
(2) Milton da a Satanás 40.000 pies de altura.

DEMONOLOGIA

Haborum o Haborimo

Demonio de los incendios.

Duque de los infiernos, que se deja ver a caballo de una vibora con tres cabezas, una de serpiente, otra de hombre y la tercera de gato.

Lleva en la mano una antorcha encendida y manda veitisiete legiones.

Es el mismo que Any.

ALQUIMIA, DEMONOLOGIA

Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim. Conelio Agripa, Parte II

No se puede negar, dice Thebet, que Agripa fuese iniciado en la más fina y execrable magia y que esto lo veían y sabían todos. Era tan diestro, que con sus manos gotosas y corvas agarraba tesoros que muchos valientes capitanes no podían ganar con el ruido de sus armas, ni el furor de los combates. Compuso el libro de la filosofía oculta censurada por los cristianos, por el cual fue echado de Flandes, donde no pudo jamás volver a entrar. Así es que tomó el camino de Italia, que emponzoñó de tal suerte, que muchas gentes de bien le persiguieron aún ; y no le quedó otro recurso que retirarse a Dole. Finalmente, fuese a Lyon, ya sin poder alguno, donde empleó todos los medios para poder vivir meneando lo mejor que podía la punta de su bastón; pero ganaba tan poco que murió en una mezquina buhardilla aborrecido de todo el mundo y detestado como un mágico maldito, porque continuamente llevaba en su compañía un diablo, bajo la figura de un perro negro.
Pablo J’ove añade, que estando cercano a la muerte y exhortándole a que se arrepintiese, quitó a aquel perro que era su demonio familiar, un collar guarnecido de clavos que formaban inscripciones nigrománticas, y le dijo: Vete, desdichada bestia, tú eres quien me has perdido, y que entonces el perro emprendió al momento la fuga hacia el río Saona, en el que se tiró de cabeza y no volvió a aparecer.
Wierio, que fue discípulo de Agripa, dice que, en efecto, este grande hombre apreciaba mucho a los perros y que constantemente se veían dos en su estudio, de los cuales el uno se llamaba señor y el otro señorita, y se supone que estos dos perros eran diablos disfrazados. Si Credillon, que quería tiernamente a estos animales, hubiese vivido en el siglo xvi, sus perros se lo habrían hecho pasar muy mal; y San Roque tiene a dicha estar en el calendario, que de otra manera también se hubiera tenido el suyo por demonio. En los buenos tiempos pasados era generalmente tenida por prueba cierta de ser uno brujo e íntimamente aliado con el diablo, el vivir retirado o mostrar afición a un animal cualquiera.
Es además un consuelo para los tontos, el poder rebajar o envilecer a un hombre a cuya altura no pueden llegar. En los siglos de la ignorancia y anterior al restablecimiento de las letras, dice el sabio Naudé, aquellos que se complacían en cultivarlas se reputaban Gramáticos y Herejes: los que penetraban más que los otros en las causas de la naturaleza, pasaban por irreligiosos; los que entendían la lengua hebrea, se tomaban por judíos y los que buscaban las matemáticas y las ciencias menos comunes, se sospechaba fuesen encantadores o mágicos (1).
Verdad es también que Agripa sentía curiosidad por las cosas extrañas. Gustábanle las paradojas, y su libro sobre la vanidad de las ciencias, que es su obra maestra, lo comprueba; pero él declama en este libro contra la magia y las artes supersticiosas. Dícese que ejercía la medicina empírica; Luisa de Saboya, madre de Francisco I, le nombró su médico y quiso también que fuese su astrólogo, a lo que se negó. Sin embargo, supónese que predijo al Condestable de Borbón sucesos contra la Francia: posible es que esta cabeza encerrase alguna dosis de extravagancia. Su obra de la filosofía oculta, le hizo acusar de magia y pasó un año en las prisiones de Bruselas, de las que le sacó el arzobispo de Colonia, que había aceptado la dedicatoria de este libro, en el que vio bien que el autor no .era brujo. Ha compuesto también un comentario, In artem brevem Raimondi Lullii..
Pero lo que más que otra cosa alguna lo hizo pasar por mágico es que veintisiete años después de su muerte, se le atribuyó un cuaderno de ceremonias mágicas y supersticiosas que se dio por el libro cuarto de su Filosofía oculta, y que no es otra cosa que una colección de fragmentos recogidos de Pedro, de Apoda, de Pictorio, de Tritemo y otros empíricos.
Probaríase también si fuese menester cuán lejano estaba Agripa del charlatanismo de los brujos recordando que en todo el tiempo que permaneció en Metz ejerciendo las funciones de Síndico o abogado general, se levantó enérgicamente contra la requisitoria de Nicolás Sabin, inquisidor de la fe que quería hacer quemar como a bruja a una joven paisana a quien absolvió Agripa, debiéndole su salva- ción.
“Agripa, dice Delancre, compuso tres libros algo voluminosos, de la magia demoníaca, pero confesó que jamás había tenido comercio alguno con el demonio, y que la magia y la brujería (menos los maleficios) consistían únicamente en algunos prestigios de que se vale el espíritu maligno para engañar a los ignorantes.” Delancre cuenta también de diverso modo que los otros la muerte de Agripa: “Este miserable, dice, fue tan cegado del diablo, a quien se había sometido, que aunque conoció muy bien su perfidia y artificios, no los pudo evitar estando tan enmarañado en las redes del diablo, que le llegó a persuadir que si quería dejarse matar, la muerte no tendría poder alguno sobre de él, y que le resucitaría y haría inmortal; lo que le sucedió al revés, porque habiéndose mandado Agripa cortar la cabeza, seguro de esta falsa experiencia, el diablo se mofó de él, y no quiso (pues tampoco no podía) volverle a la vida para dejarle medios de deplorar sus crímenes.”
Sin embargo, la opinión de que Agripa no es muerto, se ha esparcido en ciertas provincias, y ved ahí una anécdota que dará a conocer algunas ideas populares a las que dio lugar este gran mágico:
“llame acontecido una aventura tan extraña que os la voy a contar. Sabréis que ayer, cansado de la atención con que había leído un libro de prodigios, salí a paseo para desvanecer las ridículas impresiones de que estaba lleno mi espíritu. Internéme en un bosquecillo obscuro, por el que avancé cerca de un cuarto de hora. Percibí entonces un mango de escoba que venía a colocarse entre mis piernas, y sobre el que me encontré a horcajadas, y al momento advertí que volaba por el vacío del aire. No sé qué camino hice en esta cabalgadura; pero sé que me hallé sobre mis pies en medio de un desierto, donde no encontré ningún camino. Sin embargo, resolví penetrar y reconocer el sitio, pero me fue imposible ir contra el aire y mis esfuerzos me probaron que no podía pasar adelante.
“Finalmente, fatigado a lo sumo, caí sobre mis rodillas y lo que me admiró fue el haber pasado en un momento de mediodía a medianoche. Veía lucir las estrellas del cielo con un fuego azulado; la luna estaba en el lleno, pero mucho más pálida que de costumbre; eclipsóse tres veces y otras tantas traspasó su círculo; el viento estaba en calma, las fuentes enmudecidas, todos los animales no tenían otro movimiento que el necesario para temblar; el horror de tan profundo silencio reinaba por todas partes y por doquier parecía esperar la naturaleza una gran aventura.
“Mezclaba mi temor a aquel de que me parecía agitada la faz del horizonte, cuando a la luz de la luna vi salir de una caverna a un alto y venerable anciano vestido de blanco, su cara atezada, cejas velludas y levantadas, el ojo espantador y la barba echada por encima los hombros: llevaba en la cabeza un sombrero de verbena y en la espalda una cintura de heleño de mayo trenzado: sobre su corazón encima la ropa llevaba pegado un murciélago casi muerto, y alrededor del cuello una argolla sujetando siete diferentes piedras preciosas, cada una de las cuales llevaba el carácter del planeta que la dominaba.
“Vestido con este misterio, llevando en la mano izquierda un vaso triangular lleno de rosado y en la derecha una varilla de saúco en savia, herrado uno de sus extremos con una mezcla de todos los metales, besó el pie de su gruta, se descalzó, pronunció refunfuñando algunas palabras obscuras, y se acercó a reculones a una gran encina, a cuatro pasos de la cual formó tres círculos el uno dentro del otro. La naturaleza obedeciendo las órdenes del nigromántico, tomaba temblando las figuras que quería trazar, grabó los nombres de los espíritus que presidían el siglo, el año, la estación, el mes, el día y la hora, lo que hecho colocó su vaso en medio de los círculos, le descubrió, puso un cabo de la varilla entre sus dientes; recostóse con la cara hacia el oriente y se adormeció.
“En medio de su sueño percibí que caían en el vaso cinco granos de helecho, que tomó al despertarse, metiendo dos en sus orejas, uno en su boca, el otro dentro el agua y lanzó el quinto fuera de los círculos. Apenas salió de su mano, que ya le vi rodeado de un millón de animales de mal agüero. Tocó él con su varilla una lechuza, una zorra y un topo, que entraron en los círculos lanzando un formidable grito, les abrió el pecho con un cuchillo de cobre, luego les sacó el corazón que envolvió con tres hojas de laurel y que se tragó, haciendo en seguida largas fumigaciones. Mojó un guante de pergamino virgen en una palangana llena de rocío y sangre, púsose este guante en la mano derecha y después de cuatro o cinco aullidos terribles empezó las evoca- ciones.
“Casi no meneaba los labios, y sin embargo oí en su garganta un ruido igual a muchas voces mezcladas. Levantóse de tierra a la altura de un medio pie, y de cuando en cuando fijaba la vista en la uña del pulgar de su mano izquierda; tenía la cara inflamada y sufría mucho.
“Después de muchas horribles contorsiones, cayó gimiendo sobre sus rodillas, pero al momento que hubo articulado tres palabras de cierta oración, hecho más fuerte que un hombre, sufrió sin vacilar las violentas sacudidas de un horroroso viento que soplaba contra él. Este viento parecía destinado para hacerle salir de los tres círculos ; los que volvieron continuamente en su alrededor. Siguióse a este prodigio un granizo rojo como de sangre, y a este granizo sucedió un torrente de fuego acompañado de truenos.
“Una luz brillante disipó por fin estos meteoros, y en el centro se apareció un joven con la pierna derecha sobre una águila y la izquierda sobre un lince y quien dio al mágico tres botellas no sé de qué licor, presentándole el mágico tres cabellos, uno arrancado de la frente y los otros dos de las sienes, sacudióle la fantasma con un pequeño palo que traía, en la espalda, y luego desapareció todo.
“Volvió después el día e iba a ponerme en camino para llegar a mi población, cuando habiéndome reparado el brujo se me acercó y aunque andaba a paso lento, estaba junto a mí antes que le viese menear. Extendió sobre mí una mano tan fría, que la mía permaneció aterida por mucho tiempo; no abrió los ojos ni la boca y con este profundo silencio me condujo a través de ruinas, bajo las de un viejo castillo inhabitado, en que los siglos desde mil años ha que trabajaban para hundir los salones en las bodegas.
“Al momento que hubimos entrado: “Puedes alabarte, me dijo dirigiéndoseme, de haber contemplado cara a cara al brujo Agripa, cuya alma por (Metempsicosis) es la que en otro tiempo animaba al gran Zoroastres, príncipe de los Bactrianos.
” “Hace cerca de un siglo que he desaparecido de entre los hombres, y me conservo aquí por medio del oro potable, en una salud jamás interrumpida. Cada veinte años tomo una porcioncita de esta medicina universal que me rejuvenece y restituye a mi cuerpo lo que ha perdido de sus fuerzas. Si has observado las tres botellas que me ha entregado el rey de las salamandras, la primera está llena de él, la segunda contiene el polvo de proyección y la tercera el aceite de talco.
” “Además, me debes estar agradecido, pues que de entre todos los mortales, te he escogido para asistir a los misterios que solamente cada veinte años celebro.
” “Con mis hechizos envío, cuando me place, la esterilidad o la abundancia; yo promuevo las guerras, suscitándolas entre los genios que gobiernan los reinos; enseño a los pastores el padrenuestro del lobo; enseño a los adivinos el modo de volver el cedazo; hago correr los fuegos fatuos; exijo a las hadas a danzar a la luz de la luna; guío a los jugadores a buscar el trébol de cuatro hojas, bajo la horca; envío por la noche los espíritus fuera del cementerio, a pedir a sus herederos el cumplimiento de los votos que hicieron al tiempo de morir; hago encender a los ladrones candelas de gordura de ahorcado, para adormecer los huéspedes, mientras ejecutan el robo; doy el doblón volador, que cuando se emplea salta de nuevo a la faltriquera; regalo a los postillones los látigos que hacen ir y volver de Orleans a París en un día; hago poner de arriba a abajo en una casa por los duendes, las botellas, los vasos, los platos, sin que nadie lo vea y sin romperse nada; enseño a las viejas a curar las fiebres con palabras; despierto a las aldeanas la víspera de San Juan para que cojan su yerba en ayunas y sin hablar; enseño a las brujas a volverse lobos; ahogo a los que leen un libro mágico sin saberlo, haciéndome venir y no dándome nada, regresando pacíficamente de aquellos que me dan un zapato, un cabello o una paja; enseño a los nigrománticos a deshacerse de sus enemigos haciendo una figurilla de cera y punzándola o arrojándola al fuego para hacer sentir al original lo que hacen sentir a su imagen, enseño a los pastores a atar la agujeta el día de las bodas; hago sentir los golpes a las brujas con tal de que se las azote con un palo de saúco ; finalmente yo soy el diablo Vauvert, el judío errante, y el gran cazador del bosque de Fontainebleau…”
“Dichas estas palabras desapareció el mágico, los colores de los objetos se desvanecieron… y me encontré sobre mi cama temblando aún de miedo… Conociendo que toda esta larga visión sólo había sido un sueño…, que me había dormido leyendo un libro de negros prodigios y que un sueño me había hecho ver todo el cuento explicado.”

(1) Entiéndase todo esto que siempre hay y ha habido sus excepciones.

DEMONOLOGIA

Scox o Chax

Demonio, duque y marques de los infiernos que tiene la vos ronca, es embustero y se presenta en forma de cigüeña,

 

Manda 30 legiones . Es un insigne ladron.

MONSTRUOSIDADES, TORTURA

Del Museo de los suplicios, La flagelacion

La flagelación
Según la intensidad con que se aplique y la finalidad que se le asigne, la flagelación se sitúa en esferas muy diferentes. Administrada con suavidad, castiga las travesuras de chiquillos y colegiales o las extravagancias de mujeres díscolas; si es violenta, constituye un aderezo del suplicio e incluso un suplicio en sí misma capaz de provocar la muerte. En sil Flagellum salutis, publicado en Frankfurt en 1698, el médico Paullini la . recomienda contra la melancolía, la rabia, la parálisis, los dolores de ojos, oídos y muelas, el bocio y el aborto. Constituye una auténtica panacea, que en Inglaterra se administra el domingo a las mujeres que se embriagan, y en Francia, a los locos y los sifilíticos. «Los que se encuentren en el hospital afectados de enfermedad venérea, o los que sean internados por dicho motivo — estipula una Ordenanza de 1679— , únicamente serán atendidos a condición de que hagan propósito de enmienda, ante todo, y de que sean azotados; lo cual constará en sus certificados. Esto, por supuesto, afecta a quienes hayan contraído la enfermedad en razón de sus desórdenes y excesos y no a los que hayan sufrido contagio, como, por ejemplo, una mujer por culpa de su marido o una nodriza a través de un niño.» Las obras dedicadas a la flagelación son innumerables y sus implicaciones eróticas, religiosas y disciplinarias la hacen universal. Ninguna raza ha escapado a la tentación del látigo y, por extensión, la del apaleamiento. Los templos, las tumbas y la mayoría de las obras artísticas de la Antigüedad fueron posibles gracias a estos métodos. Los romanos distinguían tres variedades de látigos:
—    la ferula, que era una simple tira de cuero con la que se castigaban las faltas veniales;
—    la scutica, formada por dos tiras de pergamino entrelazadas, que causaba un sufrimiento prolongado;
— el flagellum, similar al látigo utilizado con los animales.
En una obra fundamental sobre la materia, el padre Boileau declara: «Ser azotado con la ferula de los romanos, confeccionada con correas de piel de buey, no era un gran suplicio». La scutica, formada por un conjunto de láminas de pergamino retorcidas, era semejante a los látigos de nuestros maestros de escuela. El flagellum era de cuero, y se parecía a los látigos que utilizan los postillones. En Roma había también látigos de cuerdecillas de España anudadas; Horacio se refieie a ellas en sus Odas, dirigidas a Menas (Libro V, Oda IV, V. 3): «Tú, que llevas en la espalda las cicatrices de las cuerdecillas de España».
Algunos pueblos añadían complementos dolorosos a los látigos, que les parecían demasiado suaves. Para imponer el terror, Roboam, rey de Judá, exclamaba: «Mi padre os fustigó con azotes, y yó os azotaré con escorpiones» (I. Reyes, XII, 14). El nombre de escorpiones obedecía a los pinchos de hierro y los clavos con que se completaban los látigos, y que en los tormentos chinos se convertían en anzuelos. Los rusos empleaban el «pleti» de tres tiras y el terrible knut, provisto de bolas de hierro, que se empapaba en agua helada o vinagre. El Deuteronomio (XXV, I. 3) limitaba a cuarenta el número de azotes dados con un látigo capaz de rodear el cuerpo, pero el knut era mortal. Conspiradores y regicidas no resistían la aplicación de los ciento un latigazos fatídicos. Los azotes con el vergajo no eran mucho mejores, dice Dostoievski; la muerte podía sobrevenir al cabo de tres días de fiebre, migrañas y espantosas quemazones. Quinientos vergajazos, aplicados en una sola sesión, se consideraban un castigo menor, pero el flagelado acababa destrozado, titubeante, con los ojos desorbitados y la piel a tiras.
Ornamento de las ejecuciones capitales, la flagelación se convertía en suplicio absoluto cuando constituía un castigo para determinadas faltas (adulterio, vagabundeo) o cuando afectaba a determinadas categorías sociales (esclavos, marinos). Conocemos la frecuencia con que el látigo fue aplicado antaño y la morbosa voluptuosidad que las damas romanas experimentaban al ver las terribles marcas que dejaba el cuero en la piel de inferiores indefensos. A veces se producían revueltas que eran rápidamente sofocadas en un baño de sangre: Espartaco; los indios de México y Toussaint-Louverture son conocidos por todos. Pero el cáncer, indispensable según algunos historiadores a causa de la coyuntura económica y de la ausencia de máquinas, no desaparecía. Sus argumentos, parcialmente defendibles, no justifican ni la explotación del hombre por el hombre ni las infamias del más vil sadismo.
En tanto que pena aflictiva, la flagelación de las adúlteras tuvo gran éxito en los países europeos, y en Rusia persistió hasta finales del siglo mx. En general, los maridos procedían por sí mismos a aplicar la penitencia, y la muchedumbre se deleitaba contemplando a las mujeres en cueros. «Con el pelo cortado, desnuda y en presencia de sus allegados, la culpable era expulsada de casa por su marido, quien la conduce a latigazos a través de la aldea», escribe Tácito (Costumbres de los germanos, XIX).
Idénticas costumbres existían en la Europa medieval y en Inglaterra, donde hasta 1820 no se dicta un auto que prohiba la flagelación de mujeres en público. A falta de este espectáculo, el buen pueblo podía gozar contemplando la flagelación de mendigos, sediciosos, borrachos y vagabundos, quienes, en virtud de la Whipping Act de 1530, debían ser azotados en las plazas de los mercados urbanos hasta que su cuerpo, atado a una carretilla, estuviera ensangrentado.
En Francia, el látigo no se abandonó jamás: el teatro de Moliére, la educación de los reyes y las costumbres campesinas así lo demuestran. En 1793, el patriotismo metió las narices bajo las faldas de Théroigne de Méricourt y, en 1815, bajo las de las protestantes de Nimes, azotadas en público y golpeadas por los «azotadores reales». Cuando los prusianos entraron en París el 1 de marzo de 1871, escribe Henri Rochefort, no hubo incidentes: «Lo único que turbó la calma fue al arresto y la fustigación por los parisienses de tres puercas que en los Campos Elíseos acogieron a los soldados enemigos y empezaron a darles afectuosos besos. La multitud se abalanzó sobre ellas, las dejó prácticamente desnudas y, tras propinarles una brutal paliza, las cubrieron de escupitajos, injurias, abucheos e incluso violentos puñetazos» (Aventures de ma vie).
Como hemos dicho, dos categoría sociales estuvieron particularmente expuestas al látigo: los esclavos y los marinos.
El Manual teórico y práctico de la flagelación de las mujeres esclavas, cuya redacción se atribuye a un español, afincado en Cuba hacia finales del siglo xviii y propietario de una plantación, ensalza constantemente las ventajas del látigo. Todas las razones materiales, religiosas y sexuales justifican su uso a los ojos del autor, quien apela al testimonio de la Divina Providencia. Para castigar a las negras indolentes, parlanchinas y vanidosas. Dios, en su infinita Sabiduría, dispuso que tuvieran un buen trasero. Por otra parte, existe toda una gradación de instrumentos adecuados para la flagelación. La mano, los vergajos flexibles y las disciplinas resultan excelentes para las jóvenes; a las adultas hay que golpearlas con palos, palmetas, látigos, fustas, correas y cuerdas:
«De aplicación bastante rara, aunque en todo caso recomendable, es el método de frotar con un cepillo duro o un guante de crin las zonas que se van a flagelar. Este procedimiento puede parecer pueril, pero el terror de los esclavos que han sido sometidos a él demuestra que no es desdeñable. La fricción congestiona los nervios subcutáneos y acentúa al máximo el efecto de los azotes ulteriores . A ello hay que añadir que el guante de crin permite al ejecutor atentar violentamente contra el pudor de las muchachas azotadas, y la vergüenza que éstas experimentan puede convertirse en un poderoso complemento del castigo. Otro método similar, aunque con frecuencia demasiado entretenido para quien impone el correctivo, es pinchar a la fustigada con espinas o con un pequeño pincho metálico, por ejemplo, un clavo. Se trata, por supuesto, de pinchar la epidermis lo justo para excitar la sensibilidad y preparar el terreno a la acción de los elementos flagelantes. No hay que insistir en lo muo que se puede hacer sufrir, física o moralmente, a una mujer o una muchacha atada al potro, con las nalgas desnudas y a disposición de los divertidos verdugos.
»Por último, destacaré la aplicación de plantas urticantes en las zonas fustigadas. Este método se utiliza, sobre todo, después de haber azotado a la mujer, y es uno de los que prefieren las negras encargadas de castigar a las muchachas. La integridad de la piel no corre peligro, a pesar de que el escozor es muy intenso y de que la afectada da grandes saltos intentando librarse de las ataduras. También me he complacido haciendo frotar con ortigas el trasero de las muchachas a las que quería honrar con mis favores, sin perjuicio de la aplicación previa del látigo.»
Cabe poner en duda la autenticidad del Manual, pero lo cierto es que refleja a la perfección los usos de la época. A mediados del siglo XlX se continuaba flagelando a los esclavos y Ludlow relata que, en 1863, una pobre negra, por haber dejado que se estropeara un pastel, fue atada al suelo y azotada, tras lo cual su amo vertió lacre ardiendo en las heridas. Esta horrible escena tuvo lugar en Carolina del Sur, donde se produjeron muchos otros espantos similares.
La suerte de los condenados ingleses (los «convictos») no era mucho mejor que la de los esclavos. Los galeotes morían a fuerza de latigazos que reavivaban sus heridas, en las que se incrustaba sal. A falta de remeros a los que martirizar, los capitanes de barco que descargaban mercancías en Australia se complacían en hacer azotar con cuerdas a los convictos y les obligaban luego a sumergirse en el agua salada (cf. Adventures of an Outlaw, de Rasleigh).

No sólo los delincuentes recibían este trato. El baqueteo infligido en las nalgas, en presencia de toda la tripulación, fue tradicional en la Marina alemana. En los barcos ingleses se repartían latigazos por cualquier insignificancia. La aplicación del látigo constituía el pasatiempo predilecto de sádicos oficiales a juzgar por este relato de James Stanfield, obligado a embarcar en el siglo XVIII:
«Tuvimos la suerte de embarcar en un viejo cascarón que debía entrar en dique seco en Lisboa, y el capitán, temiendo que la tripulación desertara, no se atrevió a maltratarnos hasta que estuvimos a veinticinco grados de latitud. Pero apenas hizo su aparición el látigo, la flagelación se extendió como una epidemia. No transcurría ni una sola hora sin que se aplicara este castigo; a veces había tres hombres atados juntos.
»El único placer del capitán era causar dolor. Hacía azotar a los hombres sólo por contemplar sus contorsiones y oír sus alaridos de dolor. Ordenó azotar al auxiliar de a bordo por haberle dado un vaso de vino a un enfermo, y cuando intentó disculparse, el capitán lo hizo azotar de nuevo por haber presentado excusas. A otro miembro de la tripulación le arrancó un trozo de oreja y le atravesó la mejilla con el dedo. Murió alcoholizado, y tuvo que venir otro capitán de Inglaterra.
»El nuevo capitán estaba tan enfermo que tenían que transportarlo por todo el barco, pero se divertía arañando los rostros con sus largas uñas o con un cuchillo reservado para este uso. Cuando se veía obligado a permanecer acostado, ordenaba que flagelaran a los hombres a los pies de su cama para poder verlos de cerca y no perderse el menor detalle de sus sufrimientos» (citado por D. P. Mannix, History of Torture, p. 145).
No todo el mundo tenía la curiosidad, o la ingenuidad, de aquel gobernador general de la isla Mauricio, que quiso experimentar la flagelación en su propio cuerpo. En su Voyage autour du monde (tomo I, p. 146), Arago nos cuenta que el gobernador hizo que cuatro robustos esclavos lo ataran y le diesen quince latigazos: «Los esclavos no tuvieron más remedio que obedecer. Con el general fuertemente atado a los pies de su cama, el látigo comenzó a actuar. Al primer golpe lanzó un grito horrible; al segundo, intentó romper las ataduras; al tercero, amenazó de muerte al vigoroso esclavo que lo azotaba (pese a que no lo había  hecho con demasiada rudeza). El pobre general gemía, juraba, gritaba, decía que haría decapitar a los cuatro esclavos y que prendería fuego a la ciudad: recibió los quince azotes, ni uno más, ni uno menos, y apenas le desataron se desplomó.» Con todo, la lección surtió efecto, porque desde entonces el gobernador suprimió los cincuenta latigazos que habitualmente ordenaba.